Capítulo VII

De las recompensas del honor

Los que escriben la vida de César Augusto cuentan que este emperador se mostró en materia de disciplina militar tan pródigo en dádivas para aquellos que las merecieron, como avaro en la concesión de recompensas puramente honoríficas. Augusto, sin embargo, había sido agraciado por su tío con todas las recompensas militares antes lo que tomara parte en ninguna batalla. Es una invención ingeniosa, y aceptada de buen grado en todos los países del mundo, la de establecer ciertos distintivos, sin valor material, para honrar y recompensar la virtud, como las coronas de laurel, de encina y de mirto; los uniformes, el privilegio de ir en coche por la ciudad o de salir por la noche alumbrado con antorchas; el sentarse en lugar preferente en las asambleas públicas; la prerrogativa que dispensan algunos títulos y sobrenombres; ciertos emblemas en los escudos de armas, y otras cosas análogas, cuyo empleo fue diversamente recibido según las costumbres de cada pueblo, y se mantiene todavía en vigor.

Nosotros, como algunas naciones vecinas, contamos con las órdenes de caballería que para aquel fin fueron instituidas. Es una costumbre excelente, al par que provechosa, el encontrar medio de reconocer el valer de los hombres singulares en merecimientos, y contentarlos y satisfacerlos por medio de recompensas que no gravan el erario público, ni tampoco son costosas al príncipe. Es igualmente un hecho constantemente probado por la experiencia antigua, y que también en Francia hemos tenido ocasión de ver demostrado, que las personas de calidad codician mejor aquellas recompensas que las que encierran ganancia y provecho, y creo que para ello no les falta sólido fundamento. Si al premio, que debe ser simplemente honorífico, van unidas otras ventajas, como la riqueza, la promiscuidad, en lugar de aumentar la estima, la rebaja y disminuye. La orden de San Miguel, que durante tanto tiempo gozó de gran crédito entre nosotros, no tenía mayor ventaja que la de ser independiente de toda remuneración material; esto fue causa de que antes no hubiera cargo ni destino cualesquiera que éstos fuesen, a que la nobleza aspirase con mayor ahínco que a esa orden, ni recompensa a que acompañaran respeto ni grandeza mayores, puesto que la virtud aspira y abraza de mejor grado a una recompensa puramente suya; antes busca la gloria que el provecho. Los otros dones no tienen un empleo tan digno, puesto que con ellos se retribuyen toda suerte de servicios: con las riquezas se pagan los buenos oficios de un criado, la diligencia de un mensajero, al bailarín, al acróbata, al que nos entretiene con su charla, y, en suma, los servicios más viles que se nos procuran: el vicio, la adulación, la alcahuetería, la traición. No es por tanto maravilla que la virtud acoja y desee menos la común moneda que la otra que le es propia, y peculiar como más noble y generosa. Obraba con tino Augusto al escatimar los honores y prodigar los dones, con tanta más razón cuanto que los primeros son un privilegio cuya esencia, lo mismo que la de la virtud, es la singularidad:

Cui malus est nemo, quis bonus esse potest.[501]

Para estimar la buena reputación de un hombre no se tiene en cuenta el que cuide de la educación de sus hijos, puesto que ese deber todos lo practican; por justa y recomendable que sea, es una acción común a todos los hombres; tampoco se hace mérito de un árbol gigantesco cuando se encuentra entre otros de las mismas proporciones. No creo que ningún espartano se vanagloriase de su valor, puesto que era común virtud en su nación, como tampoco de la fidelidad y desdén de las riquezas. Un mérito, por grande que sea, no puede ser objeto de recompensa, cuando se convirtió en costumbre; y no sé qué motivos tendríamos para llamarlo grande estando al alcance de todas las fortunas.

Y pues que las recompensas del honor no tienen significación ni estima, sino porque son contadas las personas a quienes se conceden, el medio más presto de reducirlas a la nada es otorgarlas con profusión. Aun cuando se encontraran mayor número de hombres que en las edades pasadas que merecieran la orden de que hablo, no habría, por ello que tenerla en menor estima, pues fácilmente puede acontecer que haya muchos que la merezcan en lo porvenir, si se tiene en cuenta que ninguna otra virtud se propaga con mayor facilidad que el valor militar. Existe otra prenda más verdadera, perfecta y filosófica, de la cual no hablo, (empleo la palabra virtud conforme a nuestro uso), mucho más grande que la militar y también más cabal, que es la fuerza y firmeza de alma con las cuales se desdeñan toda suerte de accidentes enemigos; igual, uniforme y constante, de la cual el valor en los combates no es más que un reflejo débil. La costumbre, el uso, las instituciones y los ejemplos lo pueden todo en lo tocante a la virtud, cuya esencia es el arrojo, y hasta pueden convertirla en vulgar, como se ve por la experiencia que nos dan de ella nuestras guerras civiles; y si en los momentos actuales fuera dable congregarnos a todos para acometer una empresa común, haríamos florecer de nuevo nuestra antigua fama militar. Bien, es verdad que la recompensa de la orden no se aplicaba solamente al valor en tiempos pasados; sus miras eran más elevadas, y jamás se premió con ella al soldado valeroso, sino al capitán renombrado; la ciencia del obedecer no merece tan honrosa recompensa. Requeríase antiguamente para alcanzarla una experiencia profunda en el arte de la guerra, que abarcara todas las cualidades que deben acompañar a un combatiente experto, neque enim eadem, militares et imperatoriae, artes sunt[502], armonizadas además con la nobleza pertinente a tal dignidad. Digo, pues, que aun en al caso de que tuviéramos plétora de hombres de mérito, no por ello ha de distribuirse la orden con mayor liberalidad; hubiera sido mucho mejor no concedérsela a todos los que la merecían que desacreditarla para in eternum; a tal estado ha venido aparar una invención tan útil. No hay hombre de valor que intente siquiera vanagloriarse de lo que con los demás tiene de común, y hoy las gentes que fueron menos acreedoras a aquel galardón aparentan hacia él mayor desdén, para colocarse así a la altura de los que realmente lo merecieron.

El esperar con la supresión y anulamiento de ésta, establecer y acreditar otra orden semejante, no es empresa adecuada para una época tan licenciosa y enfermiza como la en que al presente atravesamos: ocurrirá que la última503 caerá en el descrédito que arruinó a la primera. Las reglas de la dispensación esta nueva orden habrían de ser extremadamente rigorosas y severas para que tuviese alguna autoridad, y este tiempo tumultuoso en que vivimos es incapaz de medida y contención; por otra parte, antes de que la nueva orden llegara a alcanzar crédito sería preciso que se hubiera perdido la memoria de la otra, y del desdén con que actualmente se la considera.

No estarían aquí fuera de lugar algunas consideraciones sobre el valor guerrero, y la diferencia de ésta con las demás virtudes; mas como Plutarco habla de sobra del mismo asunto, creo inútil estampar aquí sus ideas. Es digno de notarse que nuestra nación otorga a la valentía el primer rango entre todos los méritos individuales, como lo indica bien su nombre, que se deriva de valor; y que conforme a nuestro uso, cuando decimos de un hombre que vale mucho o que, es hombre de bien, al estilo de nuestra corte y de nuestra nobleza, no declaramos más sino que es un hombre valiente, de manera análoga a la costumbre de los romanos, entre los cuales virtud vale tanto como fuerza, según la etimología de la palabra. La forma propia, única y esencial de la nobleza en Francia, es la profesión militar. Verosímil es que la primera virtud que apareciera entre los hombres y que procurara ventajas a los unos sobre los otros fuese también el valor, por medio del cual los más fuertes y arrojados se hicieron dueños de los más débiles y alcanzaron reputación y rango señalados, de donde quizás la palabra haya venido a parar hasta nosotros; o también pudo ocurrir que aquellos pueblos, como eran guerreros por excelencia, concedieran el premio a la virtud que para ellos fuese más familiar y constituyera el más digno título; de la propia suerte que nuestra pasión y la solicitud febril con que apetecemos la castidad de las mujeres hace que una mujer buena, una mujer de bien y una mujer, honrada y virtuosa, signifiquen tanto como decir una mujer casta, cual si para obligarlas a serlo concediéramos escasa importancia a todas las demás cualidades y las diéramos rienda suelta en la comisión de cualquiera otra falta, a condición de que en ellas permanezca la castidad.

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