Capítulo VIII

Del amor de los padres a los hijos

A la señora de Estissac[504]

Señora: Si la novedad y la singularidad, que comúnmente avaloran las cosas en el mundo, no me sacan airoso de la necia empresa en que me he metido, no saldré muy honrado de mi tarea; mas como ésta es en el fondo tan estrafalaria, como se aparta tanto del uso recibido, me atrevo a esperar que aquellas circunstancias podrán acaso abrir camino a Los Ensayos. Una disposición de espíritu melancólica, enemiga por consiguiente de mi natural complexión, producida por las tristezas de la soledad en que voluntariamente vivo sumido hace algunos años, engendró en mi ánimo este capricho de escribir. Como quiera que me encontrase además enteramente desprovisto y vacío de toda otra materia, decidí presentarme a mí mismo como asunto y argumento de mi obra. Es el único libro de su especie que existe en el mundo en cuanto a haber sido escrito con un designio tan singular y extravagante, y en él nada hay digno de ser notado aparte de esas circunstancias anormales, pues en una cosa tan vana y sin valor, ni el obrero más hábil del universo hubiera salido de su empeño de una manera señalada. Ahora bien, señora, debiendo pintarme a lo vivo, habría olvidado un rasgo importante si no hubiera transcrito el honor que siempre concedía vuestros méritos, y he querido consignarlo expresamente a la cabeza de este capítulo, porque entre otras hermosas cualidades de las muchas que os adornan, la del cariño que mostrasteis siempre a vuestros hijos figura en primera línea. Quien tenga noticia de la edad en que el señor de Estissac, vuestro esposo, os dejó viuda, de los grandes y honrosos partidos que os, fueron ofrecidos, tantos como a la más excelsa dama de Francia de vuestra condición; de la firmeza y constancia con que habéis gobernado durante tantos años, en medio de dificultades penosas, la administración y cuidado de sus intereses, que os llevó por todos los rincones de Francia y aun hoy os tienen sujeta; del buen encaminamiento que los habéis impreso merced a vuestra sola prudencia o excelente fortuna, convendrá conmigo de buen grado en que no existe en nuestro tiempo modelo más cumplido de afección maternal que el vuestro. Bendigo a Dios, señora, que consintió en que aquélla fuera tan preciosamente empleada, pues las buenas esperanzas que deja entrever el señor de Estissac, vuestro hijo, muestran elocuentemente que cuando sea hombre obtendréis de él reconocimiento y obediencia. Mas como a causa de su edad temprana no ha podido echar de ver los extremos o innumerables cuidados que recibió de vuestros desvelos, quiero yo, por si estos escritos caen algún día en sus manos, cuando yo no tenga ni lengua, ni palabra que lo pueda decir, que por conducto mío reciba el verídico testimonio de que ningún gentilhombre hubo en Francia que debiera más de lo que él debe a su madre, y que en lo porvenir no podrá dar prueba más relevante de su bondad ni de su virtud que reconociéndoos, como tal.

Si existe una ley verdaderamente natural, es decir, algún instinto que se vea universal y perpetuamente grabado así en los animales como en los hombres (lo cual no quiere decir que no pueda ser asunto de controversia), esa le es a mi modo de ver la afección que el que engendra profesa al engendrado, aparte de los cuidados que todos los animales procuran a su propia conservación, huyendo de lo que les perjudica, que va en primer lugar. La naturaleza misma parece habernos dictado aquella afección para propagar la especie y hacer seguir su curso a esta máquina admirable, y no es peregrino si de los hijos a los padres el cariño decrece; junto además con esta otra consideración aristotélica, según la cual el que hace bien a alguien le quiere mejor que el que lo recibe; aquél a quien se debe mejor que el que debe, y todo obrero profesa mayor cariño a su obra que el que le profesaría ésta en el caso de que fuera capaz de sentimientos. Amamos la vida, el existir, y el existir consiste en movimiento y acción, por los cuales cada uno reside en algún modo en su obra. Quien ejecuta el bien ejerce una acción honrada y hermosa; quien lo recibe la ejerce sólo útil. Y como lo útil es mucho menos amable que lo honrado, puesto que lo segundo tiene un carácter de estabilidad y permanencia que procura al que lo hizo una gratitud constante, lo útil se pierde y escapa fácilmente, y su recuerdo no permanece en la memoria tan fresco ni tan dulce. Las cosas nos son más caras cuanto más nos costaron; el dar es de mayor precio que el recibir.

Puesto que al Hacedor supremo plugo dotarnos de alguna capacidad de razón a fin de que no estuviéramos como los animales, sujetos a las leyes comunes, sino que nos fue concedida la facultad de deliberar, debemos transigir algún tanto con la simple ley de la naturaleza, pero no dejarnos tiránicamente dominar por ella; la razón sola debe presidir al gobierno de nuestras inclinaciones. Las más (me refiero a las que se producen en el hombre instintivamente, sin el auxilio del juicio) están algo embotadas en lo tocante a este punto de que hablo: yo no puedo aprobar, por ejemplo, el cariño que se manifiesta a las criaturas apenas nacen, cuando no tienen ni movimiento en el alma ni forma precisa en el cuerpo, que contribuyan a hacerlas amables, ni tampoco he consentido de buen grado que se criaran junto a mí. La ordenada y verdadera afección debería nacer o ir creciendo con el conocimiento que las criaturas por sí mismas nos mostrasen; entonces veríamos si son dignas de ella; la propensión natural acompañada de la razón haría que las amásemos con cariño paternal, y que si no lo son procediéramos en consecuencia, a pesar de la fuerza natural. Ordinariamente seguimos el camino contrario, y es muy frecuente que nos enternezcamos ante los juegos y noñeces pueriles de nuestros hijos, y no nos interesemos en sus acciones cuando están ya formados, como si los hubiéramos profesado amor para nuestro pasatiempo y considerado como monas, no como hombres. Tal provee liberalmente de juguetes a la infancia, que escatima luego el gasto más ínfimo por útil que sea cuando los niños entran en la adolescencia. Diríase que la envidia que tenemos de verlos aparecer y gozar del mundo, cuando nosotros estamos ya a punto de abandonarlo, nos hace más económicos y avaros para con ellos; moléstanos que nos pisen los talones, como para invitarnos a salir. Si ese temor nos embarga, puesto que el orden natural de las cosas exige que la gente nueva no puede existir ni vivir sino a expensas de nuestro ser y de nuestra vida, también deberíamos rehuir el ser padres.

Por lo que a mí toca, entiendo que es crueldad e injusticia el no hacerlos partícipes de nuestro trato y bienes de fortuna, y compañeros en el manejo de nuestros negocios domésticos cuando para ello son ya aptos, lo mismo que el no poner coto a nuestras comodidades para proveer a las suyas, puesto que a este fin los engendramos. Es injusto el ver que un padre viejo, cascado y medio muerto, disfrute solo, al calor del hogar, de los bienes que bastarían a la educación y a la vida de varios hijos, y que éstos se expongan mientras tanto, por falta de medios, a perder los mejores años sin prepararlos para el servicio del Estado ni instruirlos en el conocimiento de los hombres. Se les arroja así a la desesperación que acarrea el buscar algún camino, por extraviado que sea, con que subvenir a sus necesidades. Yo he visto algunos jóvenes de buenas casas tan dados al robo, que ninguna corrección bastaba a apartarlos de tal vicio. Uno conocía particularmente, bien emparentado, a quien por ruego de su hermano, honradísimo y valiente caballero, hablé, una vez a fin de apartarle de tan abominable vicio, que me confesó y respondió redondamente que le había llevado a tal villanía el excesivo rigor y la avaricia de su padre, y que a la sazón estaba tan acostumbrado, que no podía modificarse; precisamente por aquella época acababa de sorprendérsele robando las sortijas de una dama, en cuya habitación se encontraba acompañado de muchos otros. Aquel joven me hizo recordar el cuento que había oído referir de un gentilhombre tan hecho al hermoso oficio de que hablo, desde su juventud, que llegada la época de la posesión de sus bienes, libre ya de no apoderarse de lo ajeno, no podía, sin embargo, entretenerse, y cuando pasaba por una tienda donde hubiera algo que le conviniera, lo robaba, y luego restituía su valor. Otros vi tan habituados a la rapiña, que escamoteaban los objetos de sus propios compañeros con el propósito decidido de devolvérselos. Yo soy gascón, nada hay en que esté menos versado que en este vicio, que odio más por naturaleza de lo que por reflexión le acuso; jamás por deseo sería yo capaz de sustraer nada al prójimo. Mi país está en verdad algo más desacreditado en este punto que las demás comarcas de Francia; sin embargo, hemos visto en nuestro tiempo, y en distintas ocasiones, a hombres de buena familia en manos de la justicia, originarios de otras localidades, convictos y confesos de robos importantes. Sospecho que de tales costumbres deshonrosas es la causa la avaricia excesiva de los padres.

Y como justificación de la avaricia no se me diga lo que respondió en una ocasión un señor de recto juicio, el cual decía «que economizaba sus riquezas con él propósito exclusivo de hacerse honrar y querer de los suyos, pues como la edad le había quitado las demás armas, era el único remedio que le quedaba para mantener su autoridad en la familia y para evitar el venir a caer en el desdén de todo el mundo». No solamente la vejez, toda debilidad, según Aristóteles testimonia, es engendradora de avaricia. Es el remedio de una enfermedad cuya germinación debe evitarse. Miserable es el padre que retiene el cariño de sus hijos por la necesidad de ser socorridos en que éstos se encuentran, dado que tal afección pueda llamarse cariño. Es preciso hacerse respetable por la virtud y merecimientos, amable por la bondad y dulzura en las costumbres; las mismas cenizas de un rico despojo tienen inestimable precio, y los huesos y reliquias de los grandes personajes los veneramos y reverenciamos. No hay ancianidad, por rancia y caduca que sea, para quien llegó con honor a su edad madura, más venerable todavía para sus propios hijos, cuya alma precisa haber encaminado por la senda del deber con el auxilio de la razón, y no explotando la dura necesidad ni tampoco empleando la rudeza y la opresión:

Et errat longe, mea quidem sententia,

qui imperium credat esse gravius, aut stabilius,

vi quod fit, quam illud, quod amicitia adiungitur.[505]

Yo reniego de todo acto violento en la educación de un alma tierna que se destina al honor y a la libertad. Existe algo de servil en el rigor y en la violencia, y creo que lo que no se alcanza por medio de la razón la prudencia y la habilidad, tampoco se consigue con la fuerza. «Así me educaron a mí», dicen los padres que emplean tan inhumanos procedimientos. He oído decir que durante toda mi primera edad no me azotaron más que dos veces, y bien ligeramente. Tampoco yo he maltratado a los hijos que Dios me dio; verdad es que todos se me mueren antes de salir de los brazos de la nodriza; pero Leonor, la única que escapó a ese infortunio, cuenta ya más de seis anos, y no se emplearon en su dirección, ni para el castigo de sus faltas infantiles, sino palabras, y palabras dulces. La indulgencia de su madre coadyuva también a la suavidad; aun cuando estos medios no produjeran los efectos apetecibles, existen otras causas a que poder achacar su ineficacia sin hacer reproche a mi disciplina, que creo natural y justa. Todavía más escrupulosamente hubiera seguido mi plan de haber tenido hijos varones, menos dóciles de suyo y de índole más desenvuelta; hubiérame complacido en fortificar su corazón en la ingenuidad y la franqueza. No sé que los castigos produzcan otro resultado que el de acobardar las almas y hacerlas además maliciosamente testarudas.

¿Queremos ser amados por nuestros hijos? ¿Queremos que no deseen nuestra muerte (aunque la causa de tal deseo nunca pueda ser justa, ni siquiera excusable, nullum scelus rationem habet[506])? Proveámoslos con tino de todo cuanto nosotros dispongamos. Para ello no debemos casarnos tan jóvenes que nuestra edad se confunda con la suya, pues este inconveniente acarrea muchas y grandes dificultades, en la nobleza principalmente, cuya existencia es ociosa por vivir de sus rentas, pues en los que no pertenecen a ella, en los que tienen que trabajar para vivir, la abundancia de hijos constituye un recurso para el hogar; son otros tantos útiles e instrumentos de riqueza.

Yo me casé a los treinta y tres años, y apruebo la opinión de los partidarios de los treinta y cinco, según pensaba Aristóteles. Platón recomienda que no se contraiga matrimonio antes de los treinta, pero procede cuerdamente al burlarse de los que se casan cumplidos ya los cincuenta y cinco, y condena de antemano la descendencia de los mismos al raquitismo y a la muerte. Thales señaló sus verdaderos límites, pues cuando joven respondió a su madre, que le metía prisa para que se casase: «Todavía no es tiempo», y llegado a los linderos de la vejez contestó que ya no era tiempo. Conviene rechazar la oportunidad a toda acción importuna. Los primitivos galos censuraban rudamente el que se hubiera practicado comercio con la mujer antes de los veinte años, y recomendaban, principalmente a los jóvenes que habían de consagrarse a la guerra, conservación de su virginidad el mayor tiempo posible, porque el valor disminuye y se trueca en molicie con el ayuntamiento femenino:

Ma or congiunto a glovinetta sposa,

e lieto omai de'figli, era invilito

ne gli affetti di padre o di marito.[507]

La historia griega nos muestra que Ico, tarentino, Criso, Astilo, Diopompo y algunos más, a fin de mantener sus cuerpos resistentes para la carrera de los juegos olímpicos y para la lucha, se privaron del acto venéreo mientras tomaron parte en aquellas fiestas. Mulacey, rey de Túnez, el que fue repuesto en su Estado por el emperador Carlos V, censuraba la memoria de su padre Mahomet por lo mucho que abusó de las mujeres, y le llamaba cobarde, afeminado y fabricante de criaturas. En cierto lugar de las Indias españolas no se consiente que los hombres se casen hasta pasados los cuarenta años, y, sin embargo, permiten a las muchachas que contraigan matrimonio a los diez. Un noble de treinta y cinco años no puede procurar un lugar en el mundo a su hijo cuando éste tiene veinte; el padre es quien se encuentra en edad de guerrear y frecuentar la corte de su príncipe; el que ha menester para sí lo que posee y, si algo puede cederle, ha de ser de suerte que no se quede desnudo, que no se olvide de sus propios intereses para atender a los demás. Y procediendo en justicia, puede dar la respuesta que comúnmente tienen los padres en el borde de los labios: «Yo no quiero desnudarme antes de irme a acostar.»

Mas un hombre agobiado por los años y los males, imposibilitado por su debilidad y falta de salud de frecuentar la sociedad, se perjudica a sí mismo y a los suyos, incubando inútilmente sus riquezas. Encuéntrase ya, si es prudente, en estado de despojarse para irse a acostar; sin que para ello tenga necesidad de quitarse la camisa, puede guardar aún un traje de noche que le abrigue bien; el resto de los adornos, como ya nada puede hacer de ellos, debe ponerlos en manos de aquellos a quienes por ley natural deben pertenecer. Justo es que les deje en posesión de los bienes, pues que la misma naturaleza le priva de disfrutarlos; proceder de otro modo es obrar a impulsos de la malicia o de la envidia. La acción más hermosa que realizara el emperador Carlos V fue la de abandonar las pompas mundanales, a imitación de algunos hombres de su temple; este monarca supo reconocer que la razón nos ordena suficientemente el despojarnos, cuando nuestras vestiduras nos molestan, y entregarnos al descanso cuando nuestras piernas flaquean, y resignó en su hijo su grandeza y poderío al advertir que desfallecían sus ánimos y firmeza en el gobierno de los negocios, al sentirse incapaz de conservar la gloria que había conquistado:

Solve senescentem mature sanus equum, ne

Peccet ad extremum ridendus, et ilia ducat.[508]

Este error de no reconocer a tiempo la propia flaqueza, de no sentir la impotencia y debilidad extremas que a la edad naturalmente acompañan y que afectan igualmente al cuerpo y al espíritu, acaso más al espíritu que al cuerpo, dio por tierra con la reputación de casi todos los grandes hombres del mundo. Yo he conocido y tratado íntimamente a personajes que supieron ganar autoridad y nombradía en sus buenos tiempos, y que luego en la decadencia las perdieron; por el lustre de su honor hubiera querido verlos retirados en sus casas, tranquilamente, libres de las ocupaciones públicas y guerreras que sus hombros no podían ya soportar. Frecuenté tiempo ha la residencia de un noble, viudo, de edad avanzada, aunque no llevaba mal el peso de los años, que tenía varias hijas casaderas y un hijo ya en edad de desempeñar su papel en el mundo. Esta circunstancia exigía gastos en la casa, al par que daba ocasión a las visitas de personas extrañas, cosas ambas que el viejo toleraba malamente, no sólo por amor a la economía, sino también porque su género de vida se apartaba del de la gente moza. Un día le dije, con algún desparpajo, como a veces he acostumbrado, que haría mucho mejor dejándonos lugar; que dejara a su hijo su casa principal, pues no tenía otra bien acondicionada, y que se retirase a una tierra vecina, donde su reposo no sería turbado por ninguna molestia, añadiendo que era el único medio de huir nuestras inevitables importunidades, a causa de la edad y calidad de sus hijos. Más tarde siguió mi consejo, y no le fue mal.

No quiere decir todo lo que precede que se les haga cesión de los bienes de una manera irrevocable y definitiva, y sin que nos quede el recurso de volver sobre nuestro acuerdo. Yo que me siento ya viejo les dejaría la posesión de mi casa y de mis bienes, pero reservándome el derecho de arrepentirme si me daban motivo para ello; dejaríales disfrutarlos, porque ya no me encontraría en el caso de hacerlo yo mismo, del gobierno de los negocios en general reservaríame la parte que mejor me acomodase. Siempre juzgué que constituye satisfacción grande para un padre ya viejo poner a sus hijos al corriente en el manejo de los quehaceres y poder en vida enmendar sus desaciertos, instruyéndolos y advirtiendolos conforme a la experiencia que del contacto del mundo recibió al poner así él mismo el antiguo honor y orden de su casa en manos de sus sucesores, dándose cuenta con ello de las esperanzas que puede abrigar de los destinos de la misma en lo porvenir. Para lograr este fin no quisiera yo abandonar su compañía, quisiera, por el contario, vigilarlos de cerca, y disfrutar con arreglo a mi edad de sus regocijos y alegrías. Si no vivir entre ellos, cosa que no haría por no servir de estorbo a causa del mal humor de la edad y el inevitable séquito de las enfermedades, y al mismo tiempo por seguir el género de vida que conviene a la vejez, quisiera al menos vivir cerca de ellos en cualquier habitación de mi casa, y no precisamente en la más vistosa, sino en loa que mayores comodidades reuniera. Pero no seguiría el ejemplo de un decano de San Hilario de Poitiers, conducido a soledad tan extrema por su humor melancólico, que cuando yo le vi en su celda, hacía veintidós años que no había dado un paso fuera de ella, a pesar de conservarse todavía ágil, salvo un reuma que tenía en el pecho; apenas si permitía que alguien le viese una vez a la semana, siempre cerraba por dentro la puerta de su cuarto, siempre permanecía solo, y únicamente un criado, que no hacía más que entrar y salir, servíale la comida una vez al día. Su ocupación consistía en dar vueltas por la jaula y en la lectura de algún libro, pues era un tanto aficionado a las letras; en tal situación quiso vivir y morir, lo que ocurrió poco tiempo después de haberle yo conocido. Intentaría yo por medio de una conversación afectuosa alimentar en mis hijos una viva amistad y benevolencia, abierta y franca de mi parte, la cual se alcanza fácilmente de las almas bien nacidas, si se trata de bestias furiosas, como nuestro siglo produce copiosamente, preferible es odiarlas y huirlas como a tales.

Soy enemigo de la costumbre que prohíbe a los hijos llamar padre al que les dio el ser, para aplicarle otro nombre extraño, por considerarlo como más respetuoso, como si la naturaleza misma no coadyuvara de sobra a nuestra autoridad. Llamamos a Dios padre todopoderoso y desdeñamos que nuestros hijos nos lo llamen. Yo he desechado esta costumbre en mi casa. Juzgo también injusto o insensato privar de la familiaridad de los padres a los hijos que llegaron ya a la edad de la juventud, y el mostrar con ellos una tiesura desdeñosa y austera, esperando por ella inspirarles la obediencia y el temor. Es ésta una farsa inutilísima que hace a los padres insoportables a sus hijos y, lo que es peor todavía, ridículos. Tienen los segundos en su mano la juventud y la fuerza, y disponen, por consiguiente, del favor del mundo; búrlanse del semblante altivo y tiránico de un hombre que no tiene sangre en el corazón ni en las venas, convertido ya en auténtico espantapájaros. Aunque yo pudiera ser temido, preferiría mucho mejor ser amado; acompañan a la vejez defectos de tantas clases, es tan impotente, objeto tan apto para el desdén, que la menor conquista que alcanzar pueda es el amor y el afecto de los suyos; el temor y la imperiosidad son armas inútiles en manos de los ancianos. Conocí uno, cuya juventud había sido arrogante y altiva, que al llegar a la vejez, aunque la pasaba sin dolencias, sacudía golpes, mordía y juraba como el dómine más insoportable; su vigilancia y cuidados no le dejaban vivir en calma ni un instante. Todo esto no es más que una bufonería, en la cual la familia misma colabora: el granero, de la despensa y hasta de su bolsa, otros disponen a su arbitrio, mientras él no abandona las llaves, que le son más caras que las niñas de sus ojos. Mientras él se conforma economizando las migajas de la mesa, todo es en su casa desorden y licencia, todos se burlan de su cólera y previsión vanas. Cada cual es un centinela contra él. Si por casualidad algún mísero criado le trata con afecto, considérale al punto como sospechoso, cualidad a que tan inclinada se muestra la vejez. ¡Cuántas veces le oí alabarse de la sujeción en que tenía a los suyos, de la puntual obediencia y de la reverencia en que todos le tenían! Nunca vi ceguedad semejante.

Ille solus; nescit omnia.[509]

No sé de ningún otro hombre que realizara prodigios mayores, así naturales como estudiados, para conservarla soberanía en su vivienda, en la cual, a pesar de tantos esfuerzos considerábanle como a una criatura. Como el caso más ejemplar que conocí lo cito. Podría dar materia para una controversia escolástica si es conveniente proceder así o de manera distinta. Todo cede ante su presencia, déjase libre curso a su autoridad, jamás se la hace frente. Se le cree, se le teme, se le respeta a su sabor. ¿Despide a un criado? Al punto arregla éste su maleta y desaparece, pero sólo de delante de su presencia: los pasos de la vejez son tan lentos, los sentidos tan turbios, que el criado vivirá y servirá en la propia casa un año entero sin que el anciano lo advierta. Y cuando la ocasión se cree favorable simúlanse cartas suplicantes, llenas de propósitos de la enmienda, por las cuales se congracia de nuevo al fámulo con el amo. ¿Hace el señor algún encargo u operación que no es del gusto de los demás? se la desecha inventando al momento para este fin mil argumentos con que excusar la falta de ejecución o de respuesta. Como ninguna carta llega directamente a sus manos, no lee sino aquellas que los otros quieren. Si por casualidad ve alguna sin consentimiento ajeno, como acostumbra a hacérselas leer en seguida, se encuentra quien fantasee de lo lindo, y un papel injurioso se convierte con la farsa en epístola suplicatoria. En suma, de su casa todas las cosas se ofrecen a sus ojos con una imagen satisfactoria, arreglada de antemano, para no despertar su cólera y mal humor. He visto muchos hogares semejantes en los cuales las economías eran igualmente imaginarias que en éste.

Las mujeres propenden naturalmente a contrariar la voluntad de sus maridos y aprovechan con avidez cuantas ocasiones se les ofrecen para hacerles la guerra; la excusa más insignificante sirve de justificación a su conducta. Conocí una que robaba al suyo en gordo, so pretexto, según declaraba a su confesor, de que sus limosnas fueran más importantes. ¡Fiaos en tan religiosa excusa! Ninguna orden les parece envolver la autoridad requerible si procede de la autoridad del marido; es preciso que ellas la usurpen, con buenos o malos modos, y siempre ofensivamente, para comunicarla el debido peso. Si, como en el caso de que hablé antes, se trata e un pobre viejo con varios hijos, las mujeres empuñan el cetro satisfacen su pasión gloriosamente, como de una común servidumbre arman cábalas con facilidad suma contra la dominación y gobierno del anciano. Si son varones ya mozuelos sobornan fácilmente por los favores o la fuerza al mayordomo, al administrador y a toda la turba de criados. Los que no tienen mujer ni hijos no están expuestos a estas calamidades, pero en cambio caen en otras más grandes. Catón el antiguo decía ya de las costumbres de su tiempo: «Tantos criados, tantos enemigos.» Con este dicho es lícito probar, dadas las ventajas que aquel siglo llevaba al nuestro en pureza de costumbres, que Catón quiso decirnos: «Mujer, hijos y criados, todos son nuestros enemigos.» Propio es de la decrepitud el proveernos de los beneficios gratos de inadvertencia, ignorancia y facilidad en dejarnos llevar al engaño. ¡Qué sería de nosotros si nos quejáramos, en estos tiempos en que los jueces que habrían de decidir de nuestras querellas están casi siempre de parte de la juventud e interesados en su predominio! En caso de que yo no advierta tales arterias domésticas, al menos no se me oculta que puedo ser engañado. ¿Podrá nunca encarecerse bastante la superioridad de un amigo comparado a todas estas uniones civiles? Hasta la imagen que veo en la sociedad de los animales, tan religiosa y tan pura, me inspira mayor respeto. Si los demás me engañan, al menos no me engaño yo mismo, ni me forjo la ilusión de creerme tan fuerte que me pueda guardar de las redes que se me tiendan, ni me devano los sesos para alcanzar ese privilegio; para consolarme de tales traiciones encuentro recursos en mi propio ánimo, y lejos de inquietarme ni de atormentarme me hacen más fuerte. Cuando me refieren las desdichas domésticas de alguna persona no me detengo en hacer consideraciones sobre el caso, convierto al punto la vista a mi situación para ver cuál es el estado en que se encuentra, todo lo que acontece al prójimo tiene relación conmigo, la peripecia me sirve de advertencia y me ilumina en cuanto se relaciona particularmente con mis cosas. Todos los días a todas horas decimos de otro lo que con mayor razón debiéramos declarar de nosotros mismos, si supiéramos replegarnos y generalizar nuestras observaciones. De esta manera son muchos los autores que perjudican el interés de su propia causa argumentando temerariamente contra los que atacan y censuran, y lanzando dardos a sus enemigos que con mayor razón debieran ellos recibir.

El difunto mariscal de Montluc, que perdió su hijo, bravo gentilhombre que dejaba entrever grandes esperanzas, en la isla de la Madera, colocaba en primer término entre sus demás pesares, así me lo confesó, el dolor inmenso que desgarraba su pecho por no haber tenido nunca familiaridad con él, y por esa falsa dignidad paternal haber perdido el placer de disfrutar de la afección filial. «Aquel pobre muchacho, decía, jamás vio en mí sino un continente frío, lleno de desdén, y ha muerto creyendo que no he sabido ni amarle ni estimarle según sus méritos. ¿Para qué oculté yo la afección singular que le guardaba mi alma? ¿No era él quien debía gozar enteramente de mi cariño? Me forcé y violenté para mantener el artificio, y perdí hasta el placer de su conversación y de su amistad, pues la suya para mí debió ser bien fría e indiferente, puesto que jamás vio en su padre otra cosa que rudeza y trato tiránicos.» Creo que estos lamentos son justificados, pues conozco por experiencia que ningún consuelo hay más dulce en la pérdida de nuestros amigos que el recuerdo de una espontaneidad abierta y de una comunicación cabal. ¡Oh amigo mío![510], ¿valgo yo más por conservar la memoria de nuestra comunicación, o valgo menos? En verdad valgo mucho más. Tu sentimiento me consuela y me honra, y es una grata y piadosa ocupación de mi vida enaltecerlo eternamente. ¿Hay algún placer que pueda equipararse con esta privación?

Yo soy con los míos tan abierto y franco como puedo, y les significo, muy de mi grado cuál es mi voluntad y mi opinión para con todos, en general y particularmente, pues no quiero que se engañen en punto a mis sentimientos. Entre las costumbres peculiares de los antiguos galos, según Julio César, la siguiente estaba muy en boga: los hijos no se presentaban ante sus padres, ni privada ni públicamente, sino a la edad en que eran aptos para el ejercicio de las armas, como si con ello hubieran querido dar a entender que sólo aquélla era la época en que el padre debía acogerlos en su familiaridad y compañía.

He tenido también ocasión de notar otro mal proceder en algunos padres, quienes, no contentos con haber privado a sus hijos durante su larga vida de la parte que legítimamente debieron haber recibido en su fortuna, dejan al morir encomendada a sus mujeres la misma autoridad sobre todos los bienes, y poder para disponer a su arbitrio. Conocí a un señor que ejerció un cargo elevado cerca de nuestros reyes, a quien aguardaba una herencia de más de cincuenta mil escudos anuales, que murió pobre y acribillado de deudas a la edad de cincuenta años; su madre, ya en los de la decrepitud gozaba aún de todos sus bienes por expresa voluntad del padre, quien por su parte vivió cerca de ochenta años; semejante conducta me parece absolutamente, irrazonable. Por lo mismo creo poco favorable para un hombre, cuyo estado de fortuna le procura lo suficiente para vivir, el buscar una mujer que lleve una buena dote al matrimonio; no hay ninguna otra deuda que acarree más trastornos al hogar, mis predecesores practicaron acertadamente esta regla y yo también. Sin embargo, los que nos apartan de las mujeres ricas por temor de que sean altaneras y dominantes, no proceden a derechas, puesto que hacen perder una ventaja real y tangible por temor a una conjetura frívola. Una mujer caprichosa, desprovista, de sensatez, procede siempre a su antojo con fortuna o sin ella; tales mujeres gustan sus propios errores y se complacen en lo que es injusto, como las buenas en el honor que sus acciones virtuosas las procuran; y las buenas prendas de éstas corren parejas con la riqueza, del mismo modo que son más castas sin traba alguna las más hermosas.

Es prudente encomendar la administración de los intereses a las madres, mientras los hijos están aún en la menor edad, según las leyes ordenan, para el buen manejo de las rentas; pero no recibieron buena educación del padre cuando éste teme que, llegados a la mayor edad, no tengan mayor prudencia y capacidad que su mujer, vista la común debilidad del sexo femenino. Sería, sin embargo, ir en contra de las leyes naturales el que las madres dependieran de la voluntad de los hijos. Debe facilitárselas cuanto necesiten para mantener su rango según la edad y la categoría de su casa, con tanta más razón cuanto que la necesidad y la indigencia sientan peor y son menos soportables a las hembras que a los varones; preferible es que las sufran los hijos mejor que la madre.

En general, la distribución más acertada de nuestros bienes al morir, es la de seguir la costumbre del país en que nacimos; las leyes son más prudentes que nosotros, y es preferible consentir en que nos engañen con sus prescripciones a engañarnos nosotros mismos con las nuestras. Los bienes que poseemos no nos pertenecen en realidad, puesto que por virtud de las leyes, sin anuencia nuestra, se destinan a los que nos suceden en la vida. Y aunque de ellos podemos disponer en algún modo, entiendo que precisa una causa poderosa e incontrovertible para que desposeamos a una persona de lo que la fortuna la había destinado, a cuya posesión de justicia tenía derecho, como creo también que constituye un abuso y una sinrazón contra aquella libertad el servirnos de nuestros caprichos y humor versátil. Mi suerte hizo que no se me presentara ocasión ninguna que me inclinara a desviar mi afección de las personas a quienes legítimamente debía aplicarla, pero veo muchas gentes a quienes es tiempo perdido profesar afección constante: una sola palabra torcidamente interpretada borra las buenas obras realizadas durante diez años consecutivos. ¡Feliz el que acude a punto de ofrecerles su voluntad en el último tránsito! La última acción es la vencedora, no las mejores ni las más asiduas, las más frescas, las más urgentes, son las que producen efecto. Son los que a este tenor proceden gentes que juegan con sus testamentos, como si se tratara de dulces o palos, con que gratificar o castigar las acciones de las personas que los rodean. Un testamento es cosa de gravedad y trascendencia para ser así modificado a cada momento, y las personas sensatas fijan su voluntad de un modo definitivo sin que las muevan otras miras que la razón y la pública observancia. Tomamos demasiado a pechos la cuestión de hacer recaer la herencia en los varones, prometiéndonos con ello dar a nuestros nombres una eternidad ridícula, y pensamos también demasiado las conjeturas vanas de porvenir que nos muestra el espíritu de la infancia. Quién sabes si mis padres hubieran procedido con injusticia notoria relegándome a mis demás hermanos por haber sido el menos despejado de todos, el más romo en mi infancia, así en los ejercicios corporales como en los intelectuales. Es una locura confiar demasiado en el testimonio que pueda deducirse de tales adivinaciones; de cien veces nos engañamos noventa. Si alguna excepción existe en esta regla, si puede influir en las disposiciones de nuestra voluntad para con nuestros herederos, solamente es en el caso de alguna deformidad física, defecto constante, incorregible y que acarrea perjuicios graves según los apreciadores de la belleza.

El ingenioso diálogo del legislador de Platón con sus conciudadanos corroborará las ideas enunciadas. «¿Cómo, pues, dicen los testadores, al ver que nuestro fin se acerca, no hemos de disponer conforme nos plazca de lo que nos pertenece? ¡Oh dioses! qué crueldad, el que no nos sea lícito, según que los nuestros nos hayan asistido en nuestras enfermedades, en nuestra vejez, en nuestros negocios, premiarles mejor o peor conforme a nuestro buen entender.» A esto el legislador responde de esta suerte: «Amigos míos, cuya vida va sin duda a abandonarnos, es igualmente difícil e, igualmente difícil el que os conozcáis y el que conozcáis lo que os pertenece, según la doctrina de la inscripción délfica. Yo, que hago las leyes, entiendo que ni vosotros os pertenecéis, ni tampoco son vuestros los bienes que gozáis. De vuestra familia son vuestros bienes y vuestras personas, así de la pasada como de la venidera, pero más todavía al pueblo pertenecen vuestra familia y los bienes de que habéis gozado. Por eso, entiendo que algún adulador, cuando estéis enfermos o seáis caducos, o alguna pasión os conduzca a testar injustamente, os guardaré de ello; teniendo presente siempre el interés general de la ciudad y de vuestra casa; dictaré leyes y establecerá como principio fundamental que las ventajas particulares deben subordinarse a las públicas. Idos sin contrariedad, dulcemente, allí donde el destino común os llama. A mí, que considero las cosas imparcialmente, que cuanto me es dable me preocupo del interés de todos, corresponde el disponer de lo que dejáis.»

Y volviendo a mi tema, entiendo de una manera indudable que son contadísimas las mujeres a quienes la sumisión, salvo la maternal y natural, sea legítimamente debida; sólo los temperamentos débiles, los que son incapaces de poner un dique a la fiebre amorosa, se someten por su mal voluntariamente a ellas; pero esto nada tiene que ver con las viejas, de que aquí se habla. Por esta razón se formuló, y está en vigor, la ley moderna, que priva con estricta justicia a las mujeres de la sucesión regia; la fortuna dio mayor crédito a esta ley en unas naciones que en otras. Es peligroso encomendar a su albedrío la distribución de los bienes entre los hijos que prefieran, pues su conducta obedecerá siempre al capricho y al antojo; la inclinación desordenada y gusto enfermizo que las domina en la época del embarazo, llévanlos en todo tiempo impresos en el alma. Generalmente se las ve profesar mayor cariño a los más entecos o a los más tontos, o a los que no se desprendieron todavía de sus brazos; como carecen de reflexión suficiente para distinguir y preferir los de valer mayor, se dejan llevar donde sus inclinaciones naturales las guían, como los animales, que sólo reconocen a sus hijos durante el tiempo en que los amamantan. Por lo demás, la experiencia diaria nos enseña que esa afección natural a que damos tanta importancia, tiene las raíces bien débiles; por un provecho insignificante arrancamos los propios hijos de entre los brazos de sus madres para que críen a los nuestros, y hacemos que encomienden los suyos a alguna nodriza raquítica, en quien nosotros no quisimos confiar, o a una cabra; y las prohibimos, no sólo que amamanten a sus pequeñuelos, sea cual fuere el mal que pueda sobrevenirles, sino también el que les consagren ningún cuidado, para que se empleen con mayor esmero al servicio de los nuestros; y se ve que la mayor parte de esas mujeres adquieren muy luego, por el contacto, una afección bastarda, más vehemente que la natural, hacia su cría; en una palabra, dedican solicitud más grande a los hijos prestados que a los suyos propios. Lo que digo de las cabras es el pan nuestro de cada día; alrededor de mi casa se ven muchas aldeanas que, cuando no pueden dar el pecho a sus hijos, llaman a las cabras en su socorro; dos lacayos me sirven ahora que sólo ocho días recibieron el pecho de sus madres. Las cabras se habitúan en seguida a dar de mamar a las criaturas, las reconocen cuando lloran, y van hacia donde se encuentran. Si se las presenta otro niño que no es el que amamantan, lo rechazan, y el niño hace lo propio cuando le cambian de animal. Días pasados vi uno a quien privaron de la suya, porque su padre la había pedido prestada a un vecino; el niño no pudo acostumbrarse a otra que le presentaron, y la pobre criaturita murió de hambre. Los animales corrompen y bastardean sus afecciones naturales con la misma facilidad que el hombre. Cuenta Herodoto, y no sé hasta qué punto pueda otorgársele crédito, que en cierta región de Libia en que los hombres y las mujeres se unen indistintamente, que los niños de corta edad van derechos al padre aunque esté en medio de la multitud, empujados por el instinto. A veces, sin embargo, creo que deben equivocarse.

Ahora bien, si consideramos esta simple circunstancia de amar a nuestros hijos por haberlos engendrado, lo cual hace que los conceptuemos como seres idénticos a nosotros mismos, debemos reparar en que hay otras cosas que proceden también de nuestro individuo, y que no son menos dignas de ser amadas, pues lo que nuestra alma engendra, los partos de nuestro espíritu, las obras de nuestro valer y capacidad, tienen un origen más noble que el corporal y nos pertenecen más en absoluto, porque en ellas somos a la vez el padre y la madre juntos. Estos hijos nos cuestan mucho más caros y nos procuran mayor honor cuando incluyen alguna buena prenda. El valor de los otros es mucho más suyo que nuestro; la parte que en él tenemos es bien insignificante, mientras que toda la belleza, toda la gracia y todo el valer de aquéllos es enteramente nuestro; así que, nos representan y se nos asemejan más vivamente que los hijos de carne y hueso. Dice Platón que son hijos imperecederos que inmortalizan a sus padres y a veces los deifican como sucedió a Licurgo, Solón y Minos. Como las historias están llenas de ejemplos de la afección de estos padres por sus hijos, me ha parecido oportuno traer aquí algunos a cuento. Heliodoro, obispo de Triccala, prefirió perder la dignidad, devoción y provecho de un cargo tan venerable, antes que consentir en abandonar a su hija[511], que vive todavía y se mantiene rozagante, aunque quizás demasiado acicalada, adornada y enamorada para descender de un sacerdote. En Roma hubo un Labieno, personaje de valor y autoridad grandes, que entre otras cualidades reunía la de ser un excelente escritor en toda suerte de literatura; era, si no recuerdo mal, hijo de aquel gran Labieno, primero de los capitanes que pelearon bajo las órdenes de César en la guerra de las Galias, y que luego pasó al partido del gran Pompeyo, en el cual se condujo valerosamente hasta que César le derrotó en España. Tuvo el Labieno de que aquí hablo muchos envidiosos de su virtud, y como es natural, los cortesanos y favoritos de los emperadores de su tiempo fueron sus enemigos por el odio a la tiranía que de su padre había heredado, y del cual sin duda estaban impregnados sus escritos y sus libros. Persiguiéronle sus adversarios ante la magistratura de Roma y consiguieron que algunas de sus obras fueran condenadas al fuego. Con Labieno comenzaron a destruirse en Roma los engendros, libros y desvelos, de los grandes hombres; después se exterminaron muchos otros. Era, por lo visto, demasiado reducido el campo donde ejercemos nuestra crueldad, y necesitábamos llevar a él hasta las cosas que la naturaleza eximió de todo dolor y sufrimiento, como las invenciones de nuestro espíritu, teníamos necesidad de infiltrar los males corporales a la disciplina y a los monumentos de las musas. Labieno no pudo sufrir la destrucción de sus obras ni sobrevivir a la pérdida de las hijas a quienes había dado vida, y se hizo conducir y encerrar vivo en el monumento funerario de sus antepasados, donde encontró la muerte y juntamente la sepultura.

Es difícil hallar ninguna otra pasión paternal que iguale a ésta en vehemencia. Casio Severo, hombre elocuentísimo, amigo de Labieno, al ver quemados sus libros, exclamó que por igual sentencia debían condenarle a él a ser abrasado vivo, porque guardaba y conservaba en su memoria lo que sus obras contenían. Análogo accidente aconteció a Cremacio Cordo, que fue acusado de haber alabado en sus escritos a Bruto y Casio; aquel senado perverso, servil y corrompido, digno de un monarca peor que Tiberio, condenó al fuego sus obras. Cremacio se sintió contento partiendo en compañía de ellas, y se dejó morir de hambre. El buen Lucano, condenado a muerte por el malvado Nerón, hallándose en los últimos instantes de su vida, no quedándole ya ni sangre, pues casi toda había salido por las venas de sus brazos, que se hizo abrir por su médico para morir, y viendo que la frialdad ganaba ya las extremidades de sus miembros e iba acercándose a las partes vitales, el último recuerdo que conservó su memoria fueron algunos versos de su poema La Farsalia; cerró los ojos mientras sus labios recitaban sus cadenciosas estancias. Era aquélla una tierna y paternal despedida que tributaba a sus hijos, a semejanza de los adioses y oprimidos abrazos que damos a los nuestros cuando abandonamos el mundo, al par que el resultado de la natural inclinación que trae a nuestro recuerdo en la hora suprema las cosas que nos fueron más caras durante nuestra vida.

¿Pensamos acaso que Epicuro al morir atormentado por los horribles dolores de un cólico, y que, según refiere, abandonaba el mundo con el consuelo que le procuraba la hermosa doctrina que predicó, hubiera recibido igual contento en el caso de haber dejado buen número de hijos bien nacidos y educados? ¿y que si de él hubiera dependido la elección entre dejar un hijo contrahecho y mal nacido o un libro insignificante, no habría optado por lo segundo? Y no solamente Epicuro, cualquier hombre de su valer hubiese preferido el mal segundo al primero. Acaso sea impiedad suponer que san Agustín, por ejemplo, habría preferido la pérdida de sus hijos, de haberlos tenido, a la de sus obras, de las cuales nuestra religión recibe tan gran provecho. Yo no sé si hubiera preferido mucho más engendrar uno lleno de gallardía, fruto de la unión con las musas, que otro nacido del contacto con mi mujer. A este libro, tal cual es, todo cuanto le consagro lo hago pura o irrevocablemente, cual si se tratara de una criatura de carne y hueso. El poco bien que de mí ha recibido no está a mi disposición; puede saber muchas cosas que yo he olvidado y haber acogido de mi pluma lo que yo no retengo, de tal suerte que para conocerlo tuviere que recurrir a él como cualquiera persona extraña; si yo soy más prudente que mi libro, éste es más rico que yo. Pocos hombres hubo consagrados a la poesía que no se glorificaran más de haber engendrado la Eneida que el joven más hermoso de Roma, y que no experimentaran menos duelo perdiendo lo segundo que lo primero, pues según Aristóteles, el poeta es entre todos los obreros el más enamorado de su obra. Difícil es suponer que Epaminondas, que se alababa de haber dejado por toda descendencia dos hijas que honrarían un día la memoria de su padre (hablaba de las dos nobles victorias que ganara a los lacedemonios) hubiera consentido en trocarlas por las más lindas doncellas de toda la Grecia; y también que Alejandro y César desearan jamás verse privados de la grandeza de sus gloriosas acciones guerreras por el deseo de tener hijos herederos, por perfectos y cumplidos que hubieran sido. Dudo también que Fidias, u otro escultor excelente, prefirieran tanto la conservación de los suyos, como la de una genial imagen engendrada a costa de labor ruda y conforme a las reglas del arte. Y en cuanto a esas pasiones extraviadas y furiosas que alguna vez arrastraron a los padres al amor de sus hijas y a las madres al de sus hijos, vense igualmente en la paternidad intelectual. Pruébalo lo que se cuenta de Pigmalión, quien habiendo modelado una estatua de mujer de belleza singular, enamorose tan perdidamente de su obra que fue preciso para calmar su rabia que los dioses la dieran vida:

Tentatum mollescit ebur, positoque rigore

subsidit digitis.[512]

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