Capítulo X

De los libros

Bien sé que con frecuencia me acontece tratar de cosas que están mejor dichas y con mayor fundamento y verdad en los maestros que escribieron de los asuntos de que hablo. Lo que yo escribo es puramente un ensayo de mis facultades naturales, y en manera alguna del de las que con el estudio se adquieren; y quien encontrare en mí ignorancia no hará descubrimiento mayor, pues ni yo mismo respondo de mis aserciones ni estoy tampoco satisfecho de mis discursos. Quien pretenda buscar aquí ciencia, no se encuentra para ello en el mejor camino, pues en manera alguna hago yo profesión científica. Contiénense en estos ensayos mis fantasías, y con ellas no trato de explicar las cosas, sino sólo de darme a conocer a mí mismo; quizás éstas me serán algún día conocidas, o me lo fueron ya, dado que el acaso me haya llevado donde las cosas se hallan bien esclarecidas; yo de ello no me acuerdo, pues bien que sea hombre que amo la ciencia, no retengo sus enseñanzas; así es que no aseguro certeza alguna, y sólo trato de asentar el punto a que llegan mis conocimientos actuales. No hay, pues, que fijarse en las materias de que hablo, sino en la manera como las trato, y en aquello que tomo a los demás, téngase en cuenta si he acertado a escoger algo con que realzar o socorrer mi propia invención, pues prefiero dejar hablar a los otros cuando yo no acierto a explicarme tan bien como ellos, bien por la flojedad de mi lenguaje, bien por debilidad de mis razonamientos. En las citas aténgome a la calidad y no al número; fácil me hubiera sido duplicarlas, y todas, o casi todas las que traigo a colación, son de autores famosos y antiguos, de nombradía grande, que no han menester de mi recomendación. Cuanto a las razones, comparaciones y argumentos, que trasplanto en mi jardín, y confundo con las mías, a veces he omitido de intento el nombre del autor a quien pertenecen, para poner dique a la temeridad de las sentencias apresuradas que se dictaminan sobre todo género de escritos, principalmente cuando éstos son de hombres vivos y están compuestos en lengua vulgar; todos hablan se creen convencidos del designio del autor, igualmente vulgar; quiero que den un capirotazo sobre mis narices a Plutarco y que injurien a Séneca en mi persona, ocultando mi debilidad bajo antiguos e ilustres nombres. Quisiera que hubiese alguien que, ayudado por su claro entendimiento señalara los autores a quienes las citas pertenecen, pues como yo adolezco de falta de memoria, no acierto a deslindarlas; bien comprendo cuáles son mis alcances, mi espíritu es incapaz de producir algunas de las vistosas flores que están esparcidas por estas páginas, y todos los frutos juntos de mi entendimiento no bastarían a pagarlas. Debo, en cambio, responder de la confusión que pueda haber en mis escritos, de la vanidad u otros defectos que yo no advierta o que sea incapaz de advertir al mostrármelos; pero la enfermedad del juicio es no echarlos de ver cuando otro pone el dedo sobre ellos. La ciencia y la verdad pueden entrar en nuestro espíritu sin el concurso del juicio, y éste puede también subsistir sin aquéllas: en verdad, es el reconocimiento de la propia ignorancia uno de los más seguros y más hermosos testimonios que el juicio nos procura. Al transcribir mis ideas, no sigo otro camino que el del azar; a medida que mis ensueños o desvaríos aparecen a mi espíritu voy amontonándolos: una veces se me presentan apiñados, otras arrastrándose penosamente y uno a uno. Quiero exteriorizar mi estado natural y ordinario, tan desordenado como es en realidad, y me dejo llevar sin esfuerzos ni artificios; no hablo sino de cosas cuyo desconocimiento es lícito y de las cuales puede tratarse sin preparación y con libertad completa. Bien quisiera tener más cabal inteligencia de las cosas, pero no quiero comprarla por lo cara que cuesta. Mi designio consiste en pasar apacible, no laboriosamente, lo que me resta, de vida; por nada del mundo quiero romperme la cabeza, ni siquiera por la ciencia, por grande que sea su valer.

En los libros sólo busco un entretenimiento agradable, si alguna vez estudio, me aplico a la ciencia que trata del conocimiento de mí mismo, la cual me enseña el bien vivir y el bien morir:

Has meus ad metas sudet oportet, equus.[518]

Las dificultades con que al leer tropiezo, las dejo a un lado, no me roo las uñas resolviéndolas, cuando he insistido una o dos veces. Si me detengo, me pierdo, y malbarato el tiempo inútilmente; pues mi espíritu es de índole tal que lo que no ve desde luego, se lo explica menos obstinándose. Soy incapaz de hacer nada mal de mi grado, ni que, suponga esfuerzo; la continuación de una misma tarea, lo mismo que el recogimiento excesivo aturden mi juicio, lo entristecen y lo cansan; mi vista se trastorna y se disipa, de suerte que tengo que apartarla y volverla a fijar repetidas veces, a la manera como para advertir el brillo de la escarlata se nos recomienda pasar la mirada por encima en diversas direcciones y reiteradas veces. Cuando un libro me aburre cojo otro, y sólo me consagro a la lectura cuando el fastidio de no hacer nada empieza a dominarme. Apenas leo los nuevos, porque los antiguos me parecen más sólidos y sustanciosos; ni los escritos en lengua griega, porque mi espíritu no puede sacar partido del ínfimo conocimiento que del griego tengo.

Entre los libros de mero entretenimiento me placen entre los modernos El Decamerón, de Boccaccio, el de Rabelais, y el titulado Besos[519], de Juan Segundo. Los Amadises y otras obras análogas, ni siquiera cuando niño me deleitaron. ¿Añadiré además, por osado o temerario que parezca, que esta alma adormecida no se deja cosquillear por Ariosto, ni siquiera por el buen Ovidio? La espontaneidad y facundia de éste me encantaron en otro tiempo, hoy apenas si me interesan. Expongo libremente mi opinión sobre todas las cosas, hasta sobre las que sobrepasan mi capacidad y son ajenas a mi competencia; así que los juicios que emito dan la medida de mi entendimiento, en manera alguna la de las cosas mismas. Si yo digo que no me gusta el Axioca de Platón[520], por ser una obra floja, si se tiene en cuenta la pluma que lo escribió, no tengo cabal seguridad en mi juicio, porque su temeridad no llega a oponerse al dictamen de tantos otros famosos críticos antiguos, que considera cual gobernadores y maestros, con los cuales preferiría engañarse. Mi entendimiento se condena a sí mismo, bien de detenerse en la superficie, porque no puede penetrar hasta el fondo, bien de examinar la obra bajo algún aspecto que no es el verdadero. Mi espíritu se conforma con librarse del desorden o perturbación, pero reconoce y confiesa de buen grado su debilidad. Cree interpretar acertadamente las apariencias que su concepción le muestra, las cuales son imperfectas y débiles. Casi todas las poesías de Esopo encierran sentidos varios; los que las interpretan mitológicamente eligen sin duda un terreno que cuadra bien a la fábula; mas proceder así es detenerse en la superficie; cabe otra interpretación más viva, esencial e interna, a la cual no supieron llegar los eruditos. Yo prefiero el segundo procedimiento.

Mas, siguiendo con los autores, diré que siempre coloqué en primer término en la poesía a Virgilio, Lucrecio, Catulo y Horacio; considero las Geórgicas como la obra más acabada que pueda engendrar la poesía; si se las compara con algunos pasajes de la Eneida, se verá fácilmente que su autor hubiera retocado éstos, de haber tenido tiempo para ello. El quinto libro del poema me parece el más perfecto. Lucano también es de mi agrado, y lo leo con sumo placer, no tanto por su estilo como por la verdad que encierran sus opiniones y juicios. Por lo que respecta al buen Terencio y a las gracias y coqueterías de su lengua, tan admirable me parece, por representar a lo vivo los movimientos de nuestra alma y la índole de nuestras costumbres, que en todo momento nuestra manera de vivir me recuerda sus comedias; por repetidas que sean las veces que lo lea, siempre descubro en él alguna belleza o alguna gracia nuevas. Quejábanse los contemporáneos de Virgilio de que algunos comparasen con Lucrecio al autor de la Eneida; también yo creo que es una comparación desigual, mas no la encuentro tan desacertada cuando me detengo en algún hermoso pasaje de Lucrecio. Si tal parangón les contrariaba, ¿qué hubieran dicho de los que hoy le comparan, torpe, estúpida y bárbaramente con Ariosto, y qué pensaría Ariosto mismo?

O seclum insipiens et inficetum![521]

Me parece que los antiguos debieron lamentarse más de los que equipararon a Plauto y Terencio (éste muestra bien su aire de nobleza), que de los que igualaron Lucrecio a Virgilio. Para juzgar del mérito de aquéllos y conceder a Terencio la primacía, constituye una razón poderosa el que el padre de la elocuencia romana profirió con frecuencia su nombre como el único en su línea, y la sentencia que el juez más competente de los poetas latinos emitió sobre Plauto. Algunas veces he considerado que los que en nuestro tiempo escriben comedias, como los italianos, que son bastante diestros en el género, ingieren tres o cuatro argumentos, como los que forman la trama de las de Terencio o de Plauto, para componer una de las suyas; en una sola amontonan cinco o seis cuentos de Boccaccio. Y lo que les mueve a cuajarlas de peripecias es la desconfianza de poder sostener el interés con sus propios recursos; es preciso que dispongan de algo sólido en que apoyarlas, y no pudiendo extraerlo de su numen, quieren que los cuentos nos diviertan. Lo contrario acontece con Terencio, cuyas perfecciones y bellezas nos hacen olvidar sus argumentos; su delicadeza y coquetería nos detienen en todas las escenas; es un autor agradable por todos conceptos,

Liquidus, puroque simillimus anni[522],

y llena de tal suerte nuestra alma con sus donaires que nos hace olvidar los de la fábula. Esta consideración me lleva de un modo natural a las siguientes: los buenos poetas antiguos evitaron la afectación y lo rebuscado, no sólo de los fantásticos ditirambos españoles y petrarquistas sino también de los ribetes mismos que constituyen el ornato de todas las obras poéticas de los siglos sucesivos. Así que, ningún censor competente encuentra defectos en aquellas obras, como tampoco deja de admirar infinitamente más entre las de Catulo la pulidez, perpetua dulzura y florida belleza de sus epigramas, comparadas con los aguijones con que Marcial aguza los suyos.

Lo propio que dije ha poco sienta también Marcial cuando escribe: Minus illi ingenio laborandum fuit, in cuius locum materia successerat[523].

Los viejos poetas, sin conmoverse ni enfadarse, logran el efecto que buscan; sus obras son desbordantes de gracia y para alcanzarla no necesitan violentarse. Los modernos han menester de socorros ajenos; a medida que el espíritu les falta necesitan mayor cuerpo; montan a caballo porque no son suficientemente fuertes para andar sobre sus piernas, del propio modo que en nuestros bailes los hombres de baja extracción que ejercen el magisterio de la danza, como carecen del decoro y apostura de la nobleza, pretenden recomendarse dando peligrosos saltos y efectuando movimientos extravagantes a la manera de los acróbatas; las damas representan un papel más lucido cuando las danzas son mas complicadas que en otras en que se limitan a marchar con toda naturalidad representando el porte ingenuo de su gracia ordinaria; he reparado también que los payasos que ejercen su profesión diestramente sacan todo el partido posible de su arte aun estando vestidos sencillamente, con la ropa de todos los días, mientras que los aprendices, cuya competencia es mucho menor, necesitan enharinarse la cara, disfrazarse y hacer multitud de muecas y gesticulaciones salvajes para movernos a risa. Mi opinión aparecerá más clara comparando la Eneida con el Orlando: en la primera se ve que el poeta se mantiene en las alturas con sostenido vuelo y continente majestuoso, siguiendo derecho su camino; en el segundo el autor revolotea y salta de cuento en cuento, como los pajarillos van de rama en rama, porque no confían en la resistencia de sus alas sino para hender un trayecto muy corto, deteniéndose a cada paso porque temen que les falten el aliento y las fuerzas:

Excursusque breves tentat.[524]

He ahí, pues, los poetas que son más de mi agrado.

Cuanto a los autores en que la enseñanza va unida al deleite, en los cuales aprendo a poner orden en mis ideas y en mi vida, los que más me placen son Plutarco, desde que Amyot lo trasladó a nuestra lengua, y Séneca el filósofo. Ambos tienen para mí la incomparable ventaja, que se acomoda maravillosamente con mi modo de ser, de verter la doctrina que en ellos busco de una manera fragmentaria, y por consiguiente no exigen lecturas dilatadas, de que me siento incapaz: los opúsculos de Plutarco y las epístolas de Séneca constituyen la parte más hermosa de sus escritos al par que la más provechosa. Para emprender tal lectura no he menester de esfuerzo grande, y puedo abandonarla allí donde bien me place, pues ninguna dependencia ni enlace hay entre los capítulos de ambas obras. Estos dos autores coinciden en la mayor parte de sus apreciaciones e ideas útiles y verdaderas; la casualidad hizo que vieran la luz en el mismo siglo; uno y otro fueron preceptores de dos emperadores romanos, uno y otro fueron nacidos en tierra extranjera, ambos fueron ricos poderosos. La instrucción que procuran es la flor de la filosofía, que presentan de una manera sencilla y sabia. El estilo e Plutarco es uniforme y sostenido, el de Séneca culebrea y se diversifica; éste ejecuta todos los esfuerzos posibles para procurar armas a la virtud contra la flaqueza, el temor y las inclinaciones viciosas. Plutarco parece no tener tanta cuenta del esfuerzo, es más indulgente, y profesa las apacibles ideas platónicas acomodables a la vida. Las de Séneca son estoicas o de Epicuro, y se apartan más del uso común, pero en cambio, a mi entender, son más ventajosas y sólidas, particularmente aplicadas. Diríase que Séneca transige algún tanto con la tiranía imperial, pues yo entiendo que si condena la causa de los generosos matadores de César los condena violentando su espíritu. Plutarco se muestra enteramente libre en todo. Séneca abunda en matices; Plutarco en acontecimientos, hechos y anécdotas. El primero nos emociona y conmueve, el segundo nos procura mayor agrado y provecho. Plutarco nos guía, Séneca nos empuja.

Por lo que toca a Cicerón, lo que de él prefiero son las obras que tratan particularmente la moral. Mas a confesar abiertamente la verdad, y puesto que se franqueó ya la barrera, la timidez sería inoportuna, su manera de escribir me parece pesada, lo mismo que cualquiera otra que se la asemeje: sus prefacios, definiciones, divisiones y etimologías consumen la mayor parte de su obra, y la médula, lo que hay de vivo y provechoso queda ahogado por aprestos tan dilatados. Si le leo durante una hora, lo cual es mucho para mí, y trato luego de recordar la sustancia que he sacado, casi siempre lo encuentro vano, pues al cabo de ese o no llego aún a los argumentos pertinentes al asunto de que habla, ni a las razones que concretamente se refieren a las ideas que persigo. Para mí, que no trato de aumentar mi elocuencia, ni mi saber, sino mi prudencia, tales procedimientos, lógicos y aristotélicos, son inadecuados; yo quiero que se entre desde luego en materia, sin rodeos ni circunloquios; de sobra conozco lo que son la muerte o el placer, no necesito que nadie se detenga en anatomizarlos. Lo que yo busco son razones firmes y sólidas que me enseñen desde luego a sostener mi fortaleza, no sutilezas gramaticales; la ingeniosa contextura de palabras y argumentaciones para nada me sirve. Quiero razonamientos que descarguen, desde luego, sobre lo más difícil de la duda; los de Cicerón languidecen alrededor del asunto: son útiles para la discusión, el foro o el púlpito, donde nos queda el tiempo necesario para dormitar, y dar un cuarto de hora después de comenzada la oración con el hilo del discurso. Así se habla a los jueces, cuya voluntad quiere ganarse con razón o sin ella, a los niños y al vulgo, para quienes todo debe explanarse con objeto de ver lo que produce mayor efecto. No quiero yo que se gaste el tiempo en ganar mi atención, gritándome cincuenta veces: «Ahora escucha», a la manera de nuestros heraldos. En su religión los romanos, decían hoc age, para significar lo que en la nuestra expresamos con el sursum corda; son para mí palabras inútiles, porque me encuentro preparado de antemano. No necesito salsa ni incentivo, puedo comer perfectamente la carne cruda, así que, en lugar de despertar mi apetito con semejantes preparativos, se me debilita y desaparece. La irrespetuosidad de nuestro tiempo consentirá acaso que declare, sacrílega y audazmente, que encuentro desanimados los diálogos de Platón; las ideas se ahogan en las palabras, y yo lamento el tiempo que desperdicia en interlocuciones dilatadas e inútiles un hombre que tenía tantas cosas mejores que decir. Mi ignorancia de su lengua me excusara si digo que no descubro ninguna belleza en su lenguaje. En general, me gustan más los libros en que la ciencia se trata que los que la teorizan. Plutarco, Séneca, Plinio y otros escritores análogos no lechan mano del hoc age; se las han con gentes ya adiestradas, y si se sirven de aquella advertencia es porque tiene su significación aparte. Leo también con placer las epístolas a Atico, no sólo porque contienen una instrucción muy amplia de la historia y de las cosas de su tiempo, sino más principalmente porque descubren sus privadas inclinaciones, pues me inspira curiosidad singular, como he dicho en otra parte, el conocimiento del espíritu y los juicios ingenuos de mis autores. Puede formarse idea del mérito de los mismos, mas no de sus costumbres ni de sus personas, por el aparato fastuoso de sus escritos, que muestran al mundo. Mil veces he lamentado la pérdida del libro que Bruto compuso sobre la virtud, porque procura placer tener conocimiento de la teoría de aquellos mismos que tan a maravilla se condujeron en la práctica. Y porque son cosas que difieren esencialmente el predicar del obrar, así gusto de Bruto en las biografías de Plutarco como en él mismo; me agradaría más saber a ciencia cierta la conversación que sostuvo en su tienda de campana con sus amigos íntimos, la víspera de una batalla, que lo que al día siguiente de la misma decía a sus soldados; más las ocupaciones que llenaban su tiempo en su gabinete que lo que hacía en la plaza pública y en el Senado. Respecto a Cicerón, participo de la opinión general; creo que, aparte de la ciencia, no había muchas excelencias en su alma; era buen ciudadano, de naturaleza bonachona, como en general suelen serlo los hombres gordos y alegres que como él son abundantes en palabras; mas la blandura y vanidad ambiciosa entraban por mucho en su carácter. No es posible excusarle de haber considerado sus poesías dignas de ver la luz pública, pues, si bien no constituye delito el escribir malos versos, lo es el no haber sabido conocer cuán indignos eran los suyos de la gloria de su nombre. En punto a su elocuencia, entiendo que no hay quien pueda comparársele, y creo que nadie jamás llegará a igualarle en lo porvenir. El joven Cicerón, que sólo en el nombre se asemejó a su padre, hallándose mandando en Asia, congregó una vez en su mesa a algunos extranjeros, entre los cuales se hallaba Cestio, colocado en un extremo, como suelen deslizarse a veces los intrusos en los banquetes de los grandes. El anfitrión preguntó quién era a uno de sus criados, el cual le dijo su nombre; mas como Cicerón estuviera distraído y no parara mientes en la respuesta, insistió de nuevo en la pregunta dos o tres veces; entonces el sirviente, por no contestar siempre con palabras idénticas, con objeto de dar a conocer a Cestio por alguna particularidad, añadió: «Es la persona de quien se os ha dicho que no hace gran caso de la elocuencia de vuestro padre comparada con la suya.» Molestado súbitamente Cicerón, ordenó que cogieran al pobre Cestio, o hizo que le azotaran en su presencia. ¡Huésped descortés, en verdad! Entre los mismos que juzgaron incomparable la elocuencia del orador romano, hubo algunos que no dejaron de encontrarla también defectos. Bruto, su amigo decía que era una elocuencia desquiciada y derrengada: fractam et elumbem. Los oradores posteriores a Cicerón reprendieron en él la cadencia extremada y mesurada del final de sus períodos, e hicieron notar las palabras esse videatur, que con tanta frecuencia empleaba. Yo prefiero una cadencia más rápida, cortada en yambos. Alguna vez adopta un hablar más rudo, pero en sus discursos menudean más los párrafos medidos, simétricos y rítmicos. En uno de ellos recuerdo haber leído: Ego vero me minus diu senem esse malem, quam esse senem ante, quam essem[525].

Los historiadores son mi fuerte. Son gratos y gustosos, y en ellos se encuentra la pintura del hombre, cuyo conocimiento busco siempre; tal diseño es más vivo y más cabal en aquéllos que en ninguna otra clase de libros; en los historiadores se encuentra la verdad y variedad de las condiciones internas de la personalidad humana, en conjunto y en detalle; la diversidad de medios de sus uniones y los accidentes que las amenazan. Así que, entre los que escriben las vidas de personajes célebres, prefiero los que se detienen más en las consideraciones que en la relación de los sucesos, más en lo que deriva del espíritu que en lo que en el exterior acontece; por eso Plutarco es en todos los respectos mi autor favorito. Lamento que no tengamos una docena de Laercios, o al menos que el que tenemos no sea más extenso y más explícito; pues me interesa por igual la vida de los que fueron grandes preceptores del mundo como también el conocimiento de la diversidad de sus opiniones y el de sus caprichos. En punto a obras históricas, deben hojearse todas sin distinción; deben leerse toda suerte de autores, así los antiguos como los modernos, los franceses como los que no lo son, para tener idea de los diversos asuntos de que tratan. Julio César me parece que merece singularmente ser digno de estudio, y no ya sólo en concepto de historiador, sino también como hombre; tan grandes son su excelencia y perfección, cualidades en que sobrepasa a todos los demás, aunque Salustio sea también autor de gran mérito. Yo leo a César con reverencia y respeto mayores de los que generalmente se emplean en las obras humanas; ya lo considero en sí mismo, en sus acciones y en lo milagroso de su grandeza; ya reparo en la pureza y pulidez inimitable de su lenguaje, en que sobrepasó no sólo a todos los historiadores, como Cicerón dice, sino, a trechos, a Cicerón mismo; habla de sus propios enemigos con sinceridad tal que, salvo las falsas apariencias con que pretendo revestir la causa que defiende y su ambición pestilente, entiendo que puede reprochársele el que no hable más de sí mismo: tan innumerables hazañas no pudieron ser realizadas por él a no haber sido más grande de lo que realmente se nos muestra en su libro.

Entre los historiadores prefiero los que son muy sencillos a los maestros en el arte. Los primeros, que no ponen nada suyo en los sucesos que historian y emplean toda su diligencia en recoger todo lo que llegó a su noticia, registrando a la buena de Dios todo cuanto pueden, sin escogitación ni elección, dejando nuestro juicio en libertad cabal para el conocimiento de la verdad; tal, por ejemplo, el buen Froissard, el cual caminó en su empresa de manera tan franca o ingenua que, cuando incurre en un error, no tiene inconveniente en reconocerlo y corregirlo tan luego como ha sido advertido; Froissard nos muestra la multiplicidad misma de los rumores que corrían sobre un mismo suceso y las diversas relaciones que se le hacían; compuso la historia sin adornos ni formas rebuscadas, y en sus crónicas cada cual puede sacar tanto provecho como entendimiento tenga. Los maestros en el género tienen la habilidad de escoger lo que es digno de ser sabido; aciertan a elegir de dos relaciones o testigos el más verosímil; de la condición y temperamento de los príncipes, deducen máximas, atribuyéndoles palabras adecuadas, y proceden acertadamente al escribir con autoridad y acomodar nuestras ideas a las suyas, lo cual, la verdad sea dicha, está en la mano de bien pocos. Los historiadores medianos, que son los más abundantes, todo lo estropean y malbaratan; quieren servirnos los trozos mascados, permítense emitir juicios, y por consiguiente inclinar la historia a su capricho, pues tan pronto como la razón se inclina de un lado ya no hay, medio hábil de enderezarla del otro; permítense además escoger los sucesos dignos de ser conocidos y nos ocultan con sobrada frecuencia tal frase o tal acción privada, que sería más interesante para nosotros; omiten como cosas inverosímiles o increíbles todo lo que no entienden, y acaso también por no saberlo expresar en buen latín o en buen francés. Lícito es que nos muestren su elocuencia y su discurso y que juzguen a su manera, pero también lo es el que nos consientan juzgar luego que ellos lo hayan hecho, y mucho más aún el que no alteren nada ni nos dispensen de nada, por sus acortamientos y selecciones, de la materia que tratan; deben mostrárnosla pura y entera bajo todos sus aspectos.

Generalmente se elige para desempeñar esta tarea, sobre todo en nuestra época, a personas vulgares, por la exclusiva razón de que son atinadas en el bien hablar, como si en la historia buscáramos el aprendizaje de la gramática. Y siendo ésa la causa que les puso la pluma en la mano, no teniendo más armas que la charla, hacen bien en no curarse de otra cosa. Así a fuerza de frases armoniosas nos sirven una tartina preparada con los rumores que recogen en las callejuelas de las ciudades. Las únicas historias excelentes son las que fueron compuestas por los mismos que gobernaron los negocios, o que tomaron parte en la dirección de los mismos, o siquiera por los que desempeñaron cargos análogos. Tales son casi todas las griegas y romanas, pues como fueron escritas por muchos testigos oculares (la grandeza y el saber encontrábanse comúnmente juntos en aquella época), si en ellos hay errores, es en las cosas muy dudosas o secundarias. ¿Qué luces pueden esperarse de un médico que habla de la guerra o de un escolar que diserta sobrelos designios de un príncipe? Si queremos convencernos del celo con que los romanos buscaban la exactitud en las obras históricas, bastará citar este ejemplo: Asinio Polión encontraba algún error en las obras mismas de César, a que le había inducido la circunstancia de no haberle sido dable esparcir por igual la mirada por todos los lugares que ocupó su ejército, y el haber tomado como artículo de fe las comunicaciones que recibía de sucesos a veces no del todo demostrados, o también por no haber sido exactamente informado por sus lugartenientes de los asuntos que éstos habían dirigido en su ausencia. Puede de aquí concluirse si la investigación de la verdad es cosa delicada, puesto que la relación de un combate no se puede encomendar a la ciencia de quien lo dirigió, ni a los soldados mismos el dar cuenta de lo que cerca de ellos aconteció, si a la manera de una información judicial no se confrontan los testimonios, y si no se escuchan las objeciones cuando se trata de probar los menores detalles de cada suceso. El conocimiento que de nuestros negocios tenemos no es tan fundamental; pero todo esto ha ido ya suficientemente tratado por Bodin[526] y conforme a mi manera de ver.

Para remediar algún tanto la traición de mi memoria y la falta de la misma, tan grande que más de una vez me ocurrió coger un libro en mis manos que había leído años antes escrupulosamente y, emborronado, con mis notas y considerado como nuevo, acostumbro hace algún tiempo a añadir al fin de cada obra (hablo de las que no leo más que una vez) la época en que terminé su lectura y el juicio que la misma me sugirió en conjunto, a fin de representarme siquiera la idea general que formó de cada autor. Transcribiré aquí algunas de estas anotaciones.

He aquí lo que escribí hará unos diez años en mi ejemplar de Guicciardini (sea cual fuere la lengua que más libros empleen, yo los hablo siempre en la mía): «Es un historiador diligente en el cual, a mi entender, puede conocerse la verdad de los negocios de su época, con tanta exactitud como en cualquiera otro, puesto que en la mayor parte de ellos desempeñó un papel y un papel honorífico. En él no se ve ninguna muestra de que por odio, favor o vanidad, haya disfrazado los sucesos. Acredítanlo los juicios libres que emite sobre los grandes, principalmente sobre las personas que le ayudaron a alcanzar los cargos que desempeñó, como el papa Clemente VII. Por lo que toca a la parte de su obra de que parece prevalerse más, que son sus digresiones y discursos, los hay buenos, y enriquecidos con hermosos rasgos, pero en ellos se complació demasiado; pues por no haber querido dejarse nada en el tintero, como trataba un asunto tan amplio, tan rico, casi infinito, en ocasiones su estilo es descosido y denuncia la charla escolástica. He advertido también que entre tantas almas y acciones como juzga, entre tantos acontecimientos y pareceres, ni siquiera uno solo achaca a la virtud, a la religión y a la conciencia, como si estas prendas estuvieran en el mundo enteramente extintas. De todas las acciones, por hermosas que sean por sí mismas, achaca la causa a alguna viciosa coyuntura, o a algún interés bajo y puramente material. Imposible es imaginar que entre el infinito número de sucesos que juzga no haya habido alguno emanado por la moralidad y la hombría de bien. Por general que sea la corrupción de una época, alguien escapa siempre del contagio. Aquel su criterio permanente me hace temer haya emanado sólo de la naturaleza del historiador. Acaso haya juzgado de los demás conforme a sus peculiares y genuinos sentimientos.»

En mi Felipe de Comines se lee lo que sigue: «Encontraréis en esta obra lenguaje dulce y grato, de sencillez ingenua; la narración es pura y en ella resplandece evidentemente la buena fe del autor; exento de toda vanidad cuando habla de sí mismo y de afección y envidia cuando habla de los demás. Sus discursos y exhortaciones van acompañados más bien de celo y de verdad que de alarde de saber. En todas sus páginas la gravedad y autoridad muestran al hombre mecido en buena cuna y educado en el gobierno de los negocios importantes.»

En las Memorias del señor del Bellay[527] escribí: «Es siempre grato ver las cosas relatadas por aquellos que por experiencia vieron cómo es preciso manejarlas; mas es evidente que en estos dos autores se descubre una falta, grande de franqueza y no toda la libertad que fuera de desear, como la que brilla en los antiguos cronistas, en Joinville, por ejemplo, amigo de san Luis; Eginard, canciller de Carlomagno, y de fecha más reciente, en Felipe de Comines. Estas memorias son más bien una requisitoria en favor del rey Francisco contra el emperador Carlos V, que una obra histórica. No quiero creer que hayan alterado nada de los hechos principales, pero sí que modelaron el juicio de los sucesos con sobrada frecuencia, y a veces sin fundamento, en ventaja nuestra, omitiendo cuanto pudiera haber de escabroso en la vida del adversario del emperador. Pruébalo el olvido en que dejaron las maquinaciones de los señores de Montmorency y de Brion, y el nombre de la señora de Etampes, que ni siquiera figura para nada en el libro. Pueden ocultarse las acciones secretas, pero callar lo que todo el mundo sabe, y sobre todo aquellos hechos que produjeron efectos de trascendencia pública, es una falta imperdonable. En conclusión; para conocer por entero al rey Francisco los hechos acontecidos en su tiempo, búsquense otras mentes si quiere creerse mi dictamen. El provecho que de aquí puede sacarse reside en la relación de las batallas y expediciones guerreras en que los de Bellay tomaron parte, en algunas frases y acciones privadas de los príncipes de la época, y en los asuntos y negociaciones despachados por el señor de Langeay, donde se encuentran muchas cosas dignas de ser sabidas y reflexiones nada vulgares.»

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