Capítulo XI

De la crueldad

Entiendo yo que la virtud es cosa distinta y más elevada que las tendencias a la bondad que nacen en nosotros. Las almas que por sí mismas son ordenadas y que buena índole siguen siempre idéntico camino y sus acciones representan cariz semejante al de las que son virtuosas; mas el nombre de virtud suena en los humanos oídos como algo más grande y más vivo que el dejarse llevar por la razón, merced a una complexión dichosa, suave y apacible. Quien por facilidad y dulzura naturales desdeñara las injurias recibidas, realizaría una acción hermosa y digna de alabanza; mas aquel que, molestado y ultrajado hasta lo más vivo por una ofensa, se preservara con las armas de la razón contra todo deseo de venganza, y después del conflicto lograra dominarse, ejecutaría una acción mucho más meritoria que el anterior. El primero obraría bien; el segundo ejecutaría una acción virtuosa; la conducta de aquél podría llamarse bondadosa, la de éste encierra la virtud además de la bondad, pues parece que ese nombre presupone dificultad y contrariedad y que no puede practicarse sin encontrar oposición. Por eso aplicamos al Criador el dictado de bueno, fuerte, justo y misericordioso, pero no el de virtuoso, porque ninguna de sus obras lleva el sello del esfuerzo y todas el de la facilidad. No sólo los filósofos estoicos, también los que siguieron la doctrina de Epicuro (y tomo esta apreciación del común sentir, que es el más recibido, aunque falso, diga lo que quiera la sutil respuesta de Arcesilao, al que le censuraba porque muchos pasaban de su escuela a la de Epicuro, y no al contrario: «La razón es clara, decía; de los gallos salen bastante capones, pero entre los capones no puede salir ningún gallo.» A la verdad, como firmeza y rigor de opiniones y preceptos, de ningún modo cede la secta de Epicuro a la estoica. Un estoico que discutía con mejor fe que los argumentadores de oficio, quienes para combatir a Epicuro y hacer la cosa obvia le hacen decir precisamente aquello en que jamás pensara, desnaturalizando sus palabras, argumentando con reglas gramaticales, partiendo de sentido contrario a la mente del filósofo, y de opiniones diversas a las que mantenía en su alma y practicaba en sus costumbres, dice que dejó de seguir a Epicuro entre otras razones, porque encuentra el camino que lleva a las ideas del filósofo demasiado elevado e inaccesible; et ii, qui,   vocantur, sunt   et   [528], omnesque virtutes et colunt, et retinent[529]): volviendo a mí interrumpido argumento, digo que entre los estoicos y los epicúreos hubo muchos que juzgaron que no basta mantener el alma en lugar acomodado, bien ordenada y bien dispuesta para la práctica de la virtud, como tampoco el sostener nuestras resoluciones y nuestra razón por cima de todos los vaivenes do la fortuna, sino que es preciso además buscar ocasiones en que ponerla a prueba; quieren que se salga al encuentro del dolor que producen en el alma el desdén y las miserias para rechazarlos y mantener así el espíritu en perpetuo para combate: Multum sibi adicit virtus lacessita[530].

Una de las razones que Epamimondas, que pertenecía a una tercera secta y alega para desechar las riquezas que la fortuna colocó en su mano por medios absolutamente legítimos, es el poder luchar contra la pobreza, y en la más extrema vivió siempre. Sócrates, a mi modo de ver, torturaba su alma todavía con mayor rudeza, pues para procurarse sufrimientos soportaba la malignidad de su mujer, lo cual equivale a aplicarse hierro candente. Entre todos los senadores romanos sólo Metelo tomó a pechos, por esfuerzo de su virtud, el hacer frente a la violencia de Saturnino, tribuno del pueblo en Roma, que quería a todo trance que se aprobara una ley injusta en favor de los plebeyos; y habiendo por su conducta incurrido en la pena capital, que Saturnino había establecido contra los intransigentes, decía, condenado ya, a los que le acompañaban a la plaza pública, «que practicar el mal es tarea facilísima y muy cobarde, y que hacer bien allí donde el peligro no amenaza, es cosa vulgar, pero que el realizarlo cuando le sigue el peligro es oficio propio del hombre virtuoso». Estas palabras de Metelo nos representan de una manera palmaria lo que yo quería probar: que la virtud no admite la facilidad por compañera, y que el fácil camino de pendiente suave por donde discurren las almas ordenadas, dotadas de una buena inclinación natural, no es el de la verdadera virtud; ésta ha menester una ruta espinosa y erizada; necesita dificultades con que combatir, como hizo Metelo, por medio de las cuales la fortuna se complace en quebrantar la rigidez de su carrera, o la procura las internas dificultades que acompañan a los apetitos desordenados y a las imperfecciones de la humana condición.

Mi disquisición llega hasta aquí sin dificultad alguna; mas al fin de este discurso ocúrreseme que el alma de Sócrates, que es la más perfecta de cuantas conocí, sería, según lo expresado anteriormente, un alma poco elevada; pues en manera alguna puedo imaginar en aquel filósofo el esfuerzo más insignificante contra viciosa concupiscencia: dado el temple su virtud altísima, no puedo suponer en él ninguna dificultad ni violencia. Conozco su razón, tan fuerte y tan serena, que jamás dio lugar a que germinara siquiera en su alma el más insignificante asomo de apetito vicioso. A una virtud tan relevante como la suya nada puede ser superior; paréceme verle caminar con ademán triunfante y pomposamente, sin ninguna suerte de impedimentos ni de trabas. Si la virtud no puede lucir sin el combate de encontrados deseos, ¿habremos de asegurar por ello que tampoco existe cuando no tiene que rechazar el vicio y que sea necesario este requisito para que la honremos y la pongamos en crédito? ¿Qué sería en este caso el generoso placer de los discípulos de Epicuro, quienes hacen profesión expresa de acariciar blandamente y procuran contentamiento a la virtud con la deshonra, las enfermedades, la pobreza, la muerte y la tortura? Si presupongo que la perfecta virtud sabe combatir y soportar el dolor pacientemente, resistir los dolores de la gota sin alterarse en lo más mínimo; si la aplico como cosa indispensable las dificultades y los obstáculos, ¿qué será entonces la virtud que haya llegado a tal punto, que no sólo desdeña el dolor sino que en él se complace y regocija, como practican los discípulos de Epicuro, los cuales por sus acciones nos dejaron de ello pruebas indudables? Otros muchos hubo que sobrepasaron, a mi juicio, las reglas mismas de su disciplina, como Catón el joven. Cuando le veo morir y desgarrarse las entrañas, no puedo resignarme a creer que su alma estuviera totalmente exenta de alteración o trastorno; no puedo concebir que se mantuviera firme en la situación que las doctrinas estoicas lo ordenaban, tranquilo, sin emoción, impasible; había, a mi juicio, en la virtud de aquel hombre demasiado verdor y frescura para detenerse en los preceptos estoicos, y estoy seguro de que sentía placer y gozo al realizar una acción tan noble y de que a ella se consagró con mayor voluntad que a todas las demás de su vida: Sic abiit e vita, ut causam moriendi nactum se esse gauderet[531]. Tan decidido estuvo a la muerte que experimentó, que yo dudo si habría aceptado el que se la hubiera desposeído de la ocasión de realzar acción tan hermosa; y si su bondad de alma, que le hacía preferir los intereses públicos a los suyos propios, no me contuviera, creería que dio gracias a la fortuna por haber sometido su virtud a una prueba tan hermosa, y a César que acabó con la antigua libertad de su patria. Paréceme leer en esa acción yo no sé qué regocijo de su alma, al par que una emoción, llena de placer extraordinario y de voluptuosidad viril cuando aquella considerase la nobleza y elevación de su empresa:

Deliberata morte ferocior[532];

no asegurada por esperanza alguna de gloria, como pensaron algunos hombres vulgar y afeminadamente, la cual sería demasiado rastrera para tocar un pecho tan generoso, altivo y firme, sino por la belleza sola de la acción misma, que Catón vio con mayor claridad y en toda su perfección, de un modo que nosotros no podemos alcanzar, por haber manejado todos los resortes. Pláceme la opinión de que juzgan que un abandono tan hermoso de la vida no hubiera sido digno en ninguna otra existencia si no es en la de Catón; sólo a él incumbió acabar sus días de la manera que los acabó; por eso ordenó con razón a su hijo y a los senadores que le acompañaban que miraran por su seguridad y se pusieran en salvo. Catoni, quum incredibilem natura tribuisset gravitatem, eamque ipse perpetua constantia roboravisset, semperque in proposito consilio permansisset, moriendum potius, quam tyranni vultus adspiciendus, erat[533]. La muerte de un individuo es siempre semejante a su vida; no nos convertimos en otros para morir. Yo juzgo de la muerte según la vida, y si se me cita alguna serena y reposada, al parecer, que siguió a una existencia débil, juzgo que fue ocasionada por una causa igualmente débil y adecuada a la persona que la experimentó. La satisfacción, la facilidad con que aquella muerte fue soportada por Catón, y a cuyo estado llegó por la sola fuerza de su alma, ¿habremos de considerar que rebajan en lo más mínimo el brillo de su virtud? ¿Quién que tenga en su cerebro algún tinte, siquiera sea ligero, de la verdadera filosofía, puede imaginar que Sócrates estuviera libre de todo temor en su prisión, encadenado y condenado? ¿Y quién no reconoce en este filósofo no ya sólo la firmeza y la constancia, que tal era su estado normal, sino también no sé qué nuevo contentamiento y una alegría regocijada en las palabras que pronunció y en los ademanes que adoptó en sus últimos instantes? Él estremecimiento de placer que sintió al pasar la mano por su rodilla cuando le despojaron de los hierros, ¿no acusa el estado de placidez de su alma al verse desposeído de las molestias pasadas y puesto ya un pie en el camino de las cosas venideras? La memoria de Catón me sea indulgente, pero yo considero su muerte como más trágica y más severa; mas la de Sócrates es todavía, yo no sabría explicar el por qué, más hermosa. Aristipo contestó a los que se compadecían de su suerte: «Los dioses lo quieren así.» Vese en las almas de Sócrates y Catón y en los que los imitaron (pues dudo mucho que haya existido quien los haya igualado), una tan perfecta costumbre en la práctica de la virtud, que se diría que entró a formar parte de la naturaleza de ambos. No es una virtud penosa, producida por el esfuerzo, ni conforme a los preceptos que la razón dicta; la esencia misma de sus almas, su vida normal y ordinaria eleváronla a tal altura, merced al prolongado ejercicio de los consejos de la filosofía, la cual encontró en ellos una naturaleza espléndida y hermosa; así que las pasiones viciosas que en nosotros nacen y germinan, no encontraron brecha por donde penetrar en sus espíritus; la rigidez y firmeza de sus almas ahogó y extinguió las concupiscencia tan luego como éstas intentaron agitarlas.

Ahora bien; que no sea más hermoso, merced a una resolución elevada y divina oponerse al nacimiento de las tentaciones y haberse formado a la virtud de tal suerte que las semillas mismas del vicio sean desarraigadas, que el impedir a viva fuerza su progreso, y habiéndose dejado sorprender por las emociones primeras de la pasión, armarse y fortificarse para detener su curso y vencerlas, y asegurar que el segundo estado no sea aún mas perfecto que el de estar simplemente dotado de una naturaleza de buena índole y verse por sí mismo libre de desórdenes y vicios, no creo que ni siquiera merezca ser esto en duda. Si efectivamente la última manera de ser hace al hombre inocente no le hace virtuoso; si bien le libra de ejecutar malas acciones, no le hace apto para realizar las buenas. Esta condición es además tan cercana de la imperfección y de la debilidad, que yo no acierto a distinguir los límites que las separan; por lo mismo los calificativos de bondad e inocencia empléanse a veces con significación desdeñosa. Algunas virtudes, como la castidad y la sobriedad y la templanza, podemos poseerlas merced a la debilidad corporal; la firmeza ante el peligro (si es lícito llamaría así), el menosprecio de la muerte, la resignación en los infortunios, se encuentran a veces en el hombre por no juzgar acertadamente de semejantes accidentes, por no concebirlos tales cuales son. La falta de previsión y la torpeza simulan así en ocasiones actos de virtud. Yo he visto más de una vez que algunos hombres fueron alabados por cosas que merecían censura. Un caballero italiano hablaba del siguiente modo en desventaja de su país, hallándome yo presente: «La sutileza y vivacidad de mis compatriotas, decía, es tan grande que prevén los peligros y accidentes que pueden sobrevenirles, de tan lejos, que no hay que extrañar el verlos a veces en la guerra velar por su seguridad, aun antes de haber reconocido el peligro.» Añadía que nosotros los españoles no tenemos tan buen olfato, lo cual nos hace temerarios, y que nos precisa ver el peligro y tocarlo con la mano para atemorizarnos. Cuando este caso llega, añadía, no sabemos afrontarlo. Los alemanes y los suizos, concluía, más groseros y embotados, ni siquiera se dan cuenta del peligro hasta después de abatidos por el golpe. Bien puede suceder que todos estos pareceres sean pura broma; mas de todas suertes, es cosa cierta que en la guerra los novicios se lanzan con arrojo mayor a los azares que luego que están ya escarmentados:

Haud ignarus... quantum nova gloria in armis,

et prtedulco decus, primo certamine, possit.[534]

Por todas estas razones, cuando se juzga de una acción señalada es necesario considerar todas las circunstancias que la motivaron y también el hombre que la realizó, antes de bautizarla.

Por escribir una palabra de mí mismo, diré que a veces mis amigos llamaron en mí prudencia a lo que en realidad no era más que resultado natural de la fortuna; lo juzgaron acto de vigor y paciencia a causa de la buena opinión que yo les merecí, y me atribuyeron cualidades, ya buenas ya malas, caprichosamente. Por lo demás, me encuentro tan lejos de aquel grado de excelencia en que la virtud se trueca en costumbre, que ni siquiera del segundo estado di nunca prueba alguna. No he necesitado desplegar esfuerzo grande para domar los deseos que me dominaron; mi virtud es sólo inocente, accidental y fortuita. Si hubiera nacido con un temperamento más desordenado, creo que mis sufrimientos hubieran sido grandes, pues casi nunca intenté oponer la firmeza de mi alma al embate de las pasiones; por poco vehementes que éstas hubiesen sido en mí, las hubiera dado rienda suelta. De suerte que no tengo gran cosa que agradecer si me encuentro completamente libre de muchos vicios,

Si vitii mediocribus et mea paucis

mendosa est natura, alioqui recta; velut si

egregio inspersos reprehendas corpore, naevos[535]:

pues lo debo más al acaso que al discernimiento. Hízome descender la fortuna de una raza famosa en hombría de bien, de un padre buenísimo, quien yo no sé si inoculó en mi una parte de su naturaleza; o acaso los ejemplos del hogar doméstico y la buena educación de mi infancia hayan ayudado insensiblemente a mi condición moderada, o quién sabe si nací tal cual soy:

Seu Libra, son me Scorpius adspicit

formidolosus, pars violentior

natalis horae, seu tyrannus

hesperiae Capricornus undae[536]:

sea como fuere, es lo cierto que profeso horror a la mayor parte de los vicios. La respuesta que dio Antístenes a quien le preguntó cuál era el mejor aprendizaje que había de seguirse para llegar a la virtud, que estaba formulada en dos palabras, las cuales eran: «Olvidar el mal» no parece poder aplicarse a mí, dada la naturaleza de mi carácter en este punto. Odio el vicio, como llevo dicho, por razones tan individuales, tan mías, que el instinto mismo con que nací lo he conservado sin que nada haya sido fuerza bastante para alterarlo; ni siquiera mis propias reflexiones, que por haberse apartado en algunos puntos del camino ordinario, pudieran haberme lanzado fácilmente a la ejecución de actos que mi inclinación natural me hiciera odiar. Diré algo que parecerá inexplicable y hasta monstruoso: mis costumbres son más morigeradas que mi entendimiento; mi concupiscencia menos desordenada que mi razón. Aristipo profesaba ideas tan atrevidas en pro de la riqueza y los placeres, que llegó a escandalizar a los demás filósofos; mas por lo que toca a sus costumbres fueron morigeradas. Habiéndole presentado Dionisio el tirano tres hermosas jóvenes para que entre ellas eligiera, contestó que se quedaba con las tres, y que Paris obró torpemente al escoger una entre las otras compañeras; pero a pesar de haberlas conducido a su casa, las dejó salir intactas sin haber disfrutado de ninguna. Una vez que su criado iba cargado por un camino con una cantidad grande de dinero, le ordenó que tirara todo el que le embarazaba. Epicuro, cuyas doctrinas son irreligiosas y voluptuosas, condújose en su vida muy devota y trabajosamente; participa a un amigo suyo que no vive más que de agua y pan moreno, y le ruga le envíe un poco de queso para cuando le pase por las mientes celebrar un suntuoso banquete. ¿Será verdad que para estar dotado de singular bondad de alma no sean precisos lo cumplir, razón que ilumine, ni ejemplo que imitar? ¿Admitiremos que la bondad del hombre deriva de una causa oculta encerrada en la contextura del que lo es? Los desórdenes que yo realicé no fueron de los más reprobables, en buen hora lo diga; yo los condené en mi fuero interno según su magnitud, pues no llegaron a infeccionar mi discernimiento, antes al contrario, acúsolos con mayor rigor en mí que en otro cualquiera. A esto se reduce todo mi vigor de alma, pues por lo demás me dejo caer con facilidad grande en el otro lado de la balanza. Yo no hago más que impedir la mezcla de unos vicios con otros, peligro a que todos estamos avocados si no cuidamos de remediarlo con tiempo. Yo procuró aislar los míos, y además atenuarlos y aminorarlos:

Nec ultra

errorem foveo.[537]

Cuanto a la opinión de los estoicos, que afirman que el filósofo al realizar una acción congrega todas sus virtudes, aunque una de ellas sea más visible según la naturaleza del acto, idea que concuerda en algún modo con el desarrollo de las pasiones que nos avasallan, pues la cólera, por ejemplo, no se produce en el hombre si todos los humores no concurren aunque la cólera sola predomine; si los estoicos, como dije antes, deducen de ahí que al que incurre en falta le precisa hallarse poseído de todos los vicios juntos, yerran a mi entender, o yo no comprendo su doctrina en este punto, pues veo por experiencia propia que sucede precisamente todo lo contrario; son tales ideas agudezas sutiles y sin fundamento, en que la filosofía se detiene a veces. Si yo soy víctima de algunos vicios, huyo en cambio de otros como pudiera hacerlo un santo. Los peripatéticos niegan esta conexión y unión indisolubles, y Aristóteles sienta que un hombre prudente y justo puede ser también incontinente y falto de templanza. Sócrates confesaba a los que reconocían en su fisonomía cierta inclinación al vicio, que así era en verdad, pero que valiéndose de una severa disciplina había conseguido aniquilarla. Los discípulos del filósofo Stilpo contaban que, habiendo nacido con tendencias al vino y a las mujeres, logró domar ambas pasiones y convertirse en hombre abstinentísimo.

Las buenas cualidades que yo poseo, débolas, por el contrario, a la buena estrella de mi nacimiento, y no las alcancé por ley, precepto ni aprendizaje; la inocencia de mi alma es bobalicona; vigor tengo poco y de arte carezco. Detesto la crueldad entre los demás vicios, tanto por temperamento como por raciocinio, y la conceptúo como el más horrible de todos; no puedo sin experimentar disgusto ni siquiera ver retorcer el pescuezo a una gallina; oigo con dolor los gemidos de la liebre bajo los dientes de mis perros, aunque la caza sea de suyo un placer que debe incluirse entre los violentos. Los que combaten el goce voluptuoso se valen del argumento siguiente para probar que es una pasión enteramente viciosa y de las más absurdas: cuando se encuentra en su mayor grado de vigor fuerza se apodera de nosotros de tal suerte que nos priva del uso de la razón; para probarlo alegan los efectos que todos sentimos cuando nos hallamos en contacto con mujeres:

Quum jam praesagit gaudia corpus,

atque in eo est Venus, ut muliebria conserat arva[538];

juzgan que el placer nos transporta tan lejos de nosotros, que la razón no podría entonces ejercer sus funciones, arrobada como se encuentra por la voluptuosidad. Yo sé que puede acontecer de diverso modo, y que también el alma puede apoderarse de distintos pensamientos en el mismo instante del gozar, mas para ello es preciso fortificarla expresamente. Yo sé por experiencia que puede contenerse el esfuerzo del placer, y no considero a Venus diosa de tanto imperio como algunos, más moderados que yo, testimonian. Tampoco atribuyo a cosa de milagro, como la reina de Navarra en uno de los cuentos de su Heptamerón (libro agradable a pesar de su contexto), ni creo que sea cosa de dificultad grande el pasar noches enteras con tranquilidad y calma cabales al lado de una mujer durante largo tiempo deseada, cumpliendo el juramento prometido con caricias, besos y tocamientos. Entiendo que el ejemplo del placer que la caza proporciona serviría mejor a probar que cuando a tal ejercicio nos consagramos no somos dueños de disponer libremente de nuestra razón; como el goce no es tan grande, las sorpresas son mayores, por lo cual nuestra atención maravillada pierde la ocasión de mantenerse apercibida a la casualidad, cuando después de una larga busca la pieza aparece bruscamente en el lugar donde menos se la esperaba; estos incidentes, y la algarabía de los gritos, nos emocionan de tal modo que sería muy difícil, a los que gustan de este género de caza, apartar de pronto su pensamiento hacia otras ideas en el instante mismo en que el animal surge. Los poetas hicieron a Diana victoriosa de la antorcha del amor y de las flechas de Cupido:

Quis non malarum, quas amor curas habet,

haec inter abliviscitur?[539]

Volviendo a mi interrumpido asunto, dirá que me entristecen grandemente las aflicciones ajenas, y que lloraría fácilmente por simpatía si fuera capaz de llorar. Nada hay que tiente tanto mis lágrimas como el verlas en otros ojos, y no sólo las verdaderas me hacen efecto, sino también las fingidas o pintadas. No compadezco a los muertos, mas bien los envidiaría; pero los moribundos inspíranme piadosos sentimientos. Los salvajes son para mí menos repulsivos al asar y comerse el cuerpo de sus víctimas, que los que atormentan y persiguen a los vivos. Las ejecuciones mismas de la justicia, por legítimas que sean, tampoco puedo verlas con serenidad. Para probar la clemencia de Julio César, decía un escritor latino: «Era tan dulce en sus venganzas que, habiendo forzado a rendirse a unos piratas que le habían hecho prisionero y exigían un rescate por su persona, se limitó a estrangularlos, aunque los amenazara con crucificarlos, lo cual ejecutó, pero después de estrangulados. A Filemón, su secretario, que había querido envenenarle, no lo castigó con dureza alguna, limitose a matarle solamente.» Sin decir quién era el historiador latino[540] que se atreve a considerar como un acto clemente el matar a los que nos ofendieron, fácil es adivinar que estaba contaminado de los repugnantes y horribles ejemplos de crueldad que los tiranos romanos habían puesto en moda.

Por lo que a mí toca, hasta en los mismos actos de justicia me parece cruel todo cuanto va más allá de la simple muerte; y más cruel todavía en nosotros, que debiéramos cuidar de que las almas abandonaran la tierra sosegadamente, lo cual es imposible cuando se las ha agitado y desesperado por medio de tormentos atroces. Un soldado que no ha muchos días se encontraba prisionero, advirtió desde lo alto de la torre que le servía de cárcel que el pueblo se reunía en la plaza y que algunos carpinteros levantaban un tinglado; creyendo que la cosa iba por él, desesperado, formó la resolución de matarse, para lo cual no encontró a mano más que un clavo viejo de carreta cubierto de moho, con que la casualidad le brindó; primeramente se hirió con el hierro dos veces junto a la garganta, pero viendo que no lograba su intento se plantó el clavo en el vientre y cayó desvanecido. Al entrar en la celda uno de sus guardianes, lo halló vivo todavía, tendido en el suelo y desprovisto de fuerzas a causa de las heridas; entonces, con objeto de aprovechar el poco tiempo de vida que le quedaba, leyéronle la sentencia, y luego que hubo oído que se le condenaba solamente a cortarle la cabeza, pareció recobrar vigor nuevo, aceptó un poco de vino que antes había rechazado, dio gracias a sus jueces por la inesperada templanza de su condena, y declaró que había tomado la determinación de llamar a la muerte, por el temor de un cruel suplicio, creencia a que le movieron los aprestos que había visto prepararse en la plaza, en vista de los cuales se echó a pensar que se le aplicaría una pena terrible.

Yo aconsejaría que esos ejemplos de rigor, por medio de los cuales quiere mantenerse el respeto del pueblo, se practicaran solamente con los despojos de los criminales; el verlos privados de sepultura, el verlos hervir y el contemplarlos descuartizados, produciría tanto efecto en las gentes, como las penas que a los vivos se hacen sufrir, aunque en realidad aquél sea escaso o insignificante, pues como dice la Sagrada Escritura, qui corpus occidunt, et postea non habent quod faciant[541]. Los poetas sacaron gran partido del horror de esta pintura y la pusieron por cima de la muerte misma:

Heu!, reliquias semiassi regis, denudatis ossibus

per terram sanie delibutas foede divexarier![542]

Encontreme un día en Roma, en el momento en que se ejecutaba a Catena, ladrón famoso; primeramente le estrangularon, sin que los asistentes manifestaran por ello emoción alguna, pero cuando empezaron a descuartizarle, el verdugo no daba un solo golpe sin que el pueblo le acompañara con voces quejumbrosas y exclamaciones unánimes, como si todo el mundo lamentase la suerte de aquellos despojos miserables. Ejérzanse tan inhumanos excesos con la envoltura, no con el cuerpo vivo. Así ablandó Artajerjes la rudeza de las antiguas leyes persas, ordenando que los señores que habían incurrido en algún delito en el cumplimiento de sus cargos, en lugar de azotarlos, fuesen desposeídos de sus vestiduras, y éstas castigadas por ellos; y en vez de arrancarles los cabellos, se les quitaba la tiara. Los egipcios tan amigos de cumplir escrupulosamente las prácticas de su religión, creían satisfacer a la divina justicia sacrificando cerdos simulados. Invención atrevida la de querer pagar con objetos ficticios a quien es sustancia tan esencial.

Yo vivo en una época pródiga en ejemplos increíbles de crueldad, ocasionados por la licencia de nuestras guerras intestinas; ningún horror se ve en los historiadores antiguos semejante a los que todos los días presenciamos, a pesar de lo cual no he logrado familiarizarme con tan atroces espectáculos. Apenas podía yo persuadirme, antes de haberlo visto con mis propios ojos, de que existieran almas tan feroces que, por el solo placer de matar, cometieran muertes sin cuento, que cortaran y desmenuzaran los cuerpos, que aguzaran su espíritu para inventar tormentos inusitados y nuevos géneros de muerte, sin enemistad, sin provecho, por el solo deleite de disfrutar el rato espectáculo de las contorsiones y movimientos, dignos de compasión y lástima, de los gemidos y estremecedoras voces de un moribundo que acaba sus horas lleno de angustia.

Este es el grado último que la crueldad puede alcanzar: Ut homo hominem, non iratus, non timens, tantum pectaturus, occidat[543]. Jamás pude contemplar sin dolor la persecución y la muerte de un animal inocente e indefenso de quien ningún daño recibimos; comúnmente acontece que el ciervo, sintiéndose ya sin aliento ni fuerzas, no encontrando ningún recurso para salvarse, se rinde y tiende los mismos pies de sus perseguidores, pidiéndoles gracia con sus lágrimas:

Questuque, cruentus,

atque imploranti similis[544]:

siempre consideré dolorosamente tal espectáculo. Ningún animal cae en mis manos que no le deje inmediatamente en libertad; Pitágoras los compraba a los pescadores y pajareros para hacer con ellos otro tanto:

Primoque a caede ferarum

incaluisse puto maculatum sanguine ferrum.[545]

Los que para con los animales son sanguinarios denuncian su naturaleza propensa a la crueldad. Luego que los romanos se habituaron a los espectáculos en que las bestias recibían la muerte, vieron también gozosos fenecer a los mártires y a los gladiadores. La naturaleza misma, lo recelo al menos, engendró en el hombre cierta tendencia a la inhumanidad; nadie ve con regocijo a los irracionales en sus juegos y caricias, y todos gozan al verlos pelear y desgarrarse. Y porque nadie se burle de la simpatía que me inspiran, diré que la teología misma nos ordena que los tratemos bondadosamente. Considerando que el Criador nos puso en la tierra para su servicio, y que así el hombre como los brutos pertenecen a la familia de Dios, hizo bien la teología al recomendarnos afección y respeto hacia ellos. Pitágoras tomó de los egipcios la doctrina de la metempsicosis, que luego fue acogida por diversas naciones, principalmente por los druidas:

Morte carent animae; semperque, priore reliota

sede, novis domibus vivunt, habitantque receptae[546]:

la religión de los antiguos galos profesaba la creencia de que las almas eran eternas, y que jamás dejaban de cambiar de lugar, trasladándose de unos cuerpos en otros; con esa idea iba mezclada además la voluntad de la divina justicia, pues según los pecados del espíritu, cuando éste había permanecido, por ejemplo, en Alejandro, decían que Dios le ordenaba luego que habitase otro cuerpo semejante al primero en que había vivido.

Muta ferarum

cogit vincia pater truculentos ingerit ursis,

praedonesque lupis; fallaces vulpibus addit.

***

Atque ubi per varios annos, per mille figuras

Egit, Lethaeo purgatos flumine, tandem

Rursus ad humanae revocat primordia formae[547];

si el alma había sido valiente, decían que se acomodaba en el cuerpo de un león; si voluptuosa, en el de un cerdo; si cobarde, en el de un ciervo o en el de una liebre; si maliciosa, en el de un zorro, y así sucesivamente, hasta que, purificada por el castigo de haber vivido en tales cuerpos, trasladábase nuevamente al humano:

Ipse ego, nam memini, Trojani tempore belli,

Panthoides Euphorbus eram.[548]

Por lo que toca a este próximo parentesco entre el hombre y los animales, yo no lo doy grande importancia, como, tampoco al hecho de que algunas naciones, señaladamente las más antiguas y nobles, no sólo admitieron a los animales en su sociedad y compañía, sino que los colocaron en un rango más elevado que el de las personas, considerándolos como familiares y favoritos de sus dioses, respetándolos y reverenciándolos como a la divinidad. Pueblos hubo, que no reconocieron otra divinidad ni otro dios. Belluae a barbaris propter beneficium consecratae[549]

Crocodilon adorat

pars haec; illa pavet saturam serpentibus ibin:

Effigies sacri hic nitet aurea cercopitheci;

. . . . . . . . . . . .hic piscem fluminis, illic

oppida tota canem venerantur.[550]

La interpretación misma que Plutarco hace de este error, que es muy atinada, recae también en honor de los antiguos; pues asegura que, por ejemplo, los egipcios no adoraban individualmente al gato o al buey, sino que en ambos animales rendían culto a la personificación del poder divino: en el segundo la paciencia y el provecho, y en el primero la vivacidad o, como nuestros vecinos los borgoñones y también los alemanes, el desasosiego por verse encerrados, con lo cual representaban la libertad, que ponían por cima de toda otra facultad divina. Cuando veo en los que practican opiniones más moderadas los razonamientos con que procuran mostrarnos la cercana semejanza que existe entre nosotros y los animales, las facultades que nos son comunes y la verosimilitud con que a ellos se nos compara, quito mucho lustre a nuestra presunción y me despojo de buen grado del reinado imaginario que sobre las demás criaturas se nos confiere.

Aun cuando todo esto fuera discutible, existe sin embargo cierto respeto y un deber de humanidad que nos liga, no ya sólo a los animales, también a los árboles y a las plantas. A los hombres debemos la justicia; benignidad y gracia, a las demás criaturas que pueden ser capaces de acogerlas; existe cierto comercio entre ellas y nosotros y cierta obligación mutua. Yo no tengo inconveniente alguno en confesar la ternura de mi naturaleza, tan infantil, que no puede rechazar a mi perro las caricias intempestivas con que me brinda, ni las que me pide. Los turcos piden limosnas y tienen hospitales para el cuidado de los animales. Los romanos cuidaron con exquisito esmero de las ocas, por cuya vigilancia se salvó el Capitolio. Los atenienses ordenaron que las mulas y machos que habían prestado servicios en la construcción del templo llamado Hecatompedón no trabajaran más, y fueran libres de pastar donde los placiera, sin que nadie pudiera impedírselo. Los agrigentinos enterraban ceremoniosamente los animales a quienes habían profesado cariño, como los caballos dotados de alguna rara cualidad, los perros y las aves cantoras, y hasta los que habían servido sus hijos de pasatiempo. La magnificencia que les era inherente en las demás cosas, resplandecía también en el número y suntuosidad de los monumentos elevados a aquel fin, los cuales existieron hasta algunos siglos después y sus egipcios daban sepultura en tierra sagrada a los lobos, los osos, los cocodrilos, los perros y los gatos; embalsamaban los cuerpos y llevaban luto cuando morían. Cimón dio honrosa sepultura a las yeguas con que ganó tres veces consecutivas el premio de la carrera en los juegos olímpicos. Xantipo el antiguo hizo enterrar a su perro en un promontorio situado en la costa del mar que después llevó su nombre, y Plutarco consideraba como caso de conciencia el vender y enviar a la carnicería, por alcanzar un provecho insignificante, un buey que por espacio de mucho tiempo le había servido.

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