Capítulo XII

Apología de Raimundo Sabunde [551]

Es en verdad la ciencia cosa de suyo grande. Los que la desprecian acreditan de sobra su torpeza; mas yo no estimo por ello su valer hasta la extrema medida que algunos la atribuyen, como por ejemplo, Herilo el filósofo, que colocaba en ella el soberano bien y aseguraba que en la ciencia sólo residía el poder de hacernos prudentes y contentos, lo cual no creo cierto, así como tampoco lo que otros han dicho: que la ciencia es madre de toda virtud, y que todo vicio tiene su origen en la ignorancia. Dado que fuesen ciertas, aserciones tales siempre están sujetas a larga controversia. Mi casa ha estado desde larga fecha abierta a las personas de saber, y por ello es conocida, pues mi padre, que la ha gobernado por espacio de más de cincuenta años, animado por el nuevo ardor de que dio primeramente muestras el rey Francisco I abrazando las letras y poniéndolas en crédito, buscó con interés la compañía de hombres doctos, recibiéndolos espléndida y fastuosamente como a personas santas a quienes adornara alguna particular inspiración de la divina sabiduría, recogiendo sus discursos y sentencias, cual si de oráculos emanasen, y con tanta más reverencia y religiosidad cuanto que no se hallaba en estado de juzgarlas, pues no tenía ningún conocimiento de las letras, como tampoco lo tuvieron sus predecesores. Yo amo las letras, mas no las adoro. Pedro Bunel, entre otros, hombre muy reputado, habiéndose detenido algunos días en Montaigne en compañía de mi padre y con otras personas sabías, hízole obsequio al marcharse de un libro que se titula: Theologia naturalis, sive liber creaturarum, magistri Raimondi de Sebonde; y como las lenguas italiana y española eran a mi padre familiares, y el libro está escrito en un español mezclado de terminaciones latinas, suponía aquél que mediante algún esfuerzo podía mi padre sacar de su lectura algún provecho, recomendándosela además como obra muy útil y adecuada a la época: era, en efecto, el tiempo en que las nuevas de Lutero principiaban a alcanzar crédito y a quebrantar nuestras antiguas creencias en muchos puntos. En ello opinaba bien Pedro Bunel, previendo que aquel comienzo de enfermedad muy luego degeneraría en ateísmo execrable, pues careciendo el vulgo de la facultad de juzgar de las cosas por sí mismas, dejándose llevar por las apariencias, luego que han dejado en su mano a libertad de despreciar y examinar las ideas que hasta entonces había tenido en extrema reverencia, como son todas aquellas de que depende su salud eterna, y que ha visto poner en tela de juicio algunos artículos de su religión, muy pronto se desprende en tal incertidumbre de todas sus demás creencias, que no tenían el fundamento mayor que aquellas que lo han sido sacudidas, cual si de un yugo se tratara, y abandona todas las impresiones que había recibido por la autoridad de las leyes o por acatamientos del uso antiguo,

Nam cupide conculcatur nimis ante metutum[552];

proponiéndose en lo sucesivo no aceptar nada sin que haya interpuesto antes su criterio y prestado su particular consentimiento.

Habiendo encontrado mi padre algunos días antes de su muerte aquel libro bajo un montón de papeles abandonados, encargome que lo tradujera en francés. Es muy cómoda la traducción de autores como éste, en los cuales lo más interesante son las ideas, mas aquellos en quienes predominan la elegancia y las gracias del lenguaje son difíciles de interpretar, sobre todo cuando es más débil la lengua en que se trata de trasladarlos. Tal ocupación era para mí extraña y completamente nueva, mas hallándome por fortuna sin quehacer mayor, y no pudiendo oponerme a las órdenes del mejor padre que jamás haya existido, salí de mi empresa como pude, en lo cual mi padre halló un singular placer y dio orden de que el manuscrito se diera a la estampa, lo cual se hizo después de su muerte[553]. Encontré yo hermosas las ideas de nuestro autor, la contextura de su obra bien unida y su designio lleno de piedad. Porque muchas personas se entretienen en leerle, sobre todo las damas, a quienes debemos toda suerte de atenciones, las cuales hanse mostrado muy aficionadas a la Apología, he tenido muchas veces ocasión de aclararlas el contexto para descargar el libro de las dos objeciones más frecuentes que suelen hacérsele. El fin es atrevido y valiente, pues en él se intenta por razones humanas y naturales probar y establecer contra los ateos los artículos todos de la cristiana religión, en lo cual, a decir verdad, yo encuentro el libro tan firme y afortunado que no creo que sea humanamente posible mejor conducir los argumentos, y entiendo que en ello nadie ha igualado a Raimundo Sabunde. Pareciéndome esta obra sobrado rica y hermosa para escrita por un autor cuyo nombre es tan poco conocido, y del cual todo cuanto sabemos es que fue español, y que explicó la medicina en Tolosa, hará próximamente doscientos años, preguntó a Adriano Turnebo, hombre omnisciente, sobre la importancia que pudiera tener tal libro, y contestome que, a su juicio, bien podían estar los principios de Sabunde sacados de santo Tomás de Aquino, pues, en verdad, el autor de la Summa Theologica, al par que erudición vasta, poseía una sutileza de razonamiento digna de la mayor admiración, y añadió que sólo el santo era capaz de tales imaginaciones. Pero de todas suertes, sea quien fuere el autor o inventor de la obra de que hablo (y no puede desposeerse de tal título a Sabunde sin pruebas en apoyo), era este filósofo un hombre eminente, a quien adornaban muy hermosas dotes.

El primer cargo que a su libro se hace es que los cristianos se engañan al querer apoyar sus creencias valiéndose de razonamientos humanos para sustentar lo que no se concibe sino por mediación de la fe, por particular inspiración de la gracia divina. En esta objeción parece que hay algún celo piadoso y por ello nos precisa intentar con igual respeto y dulzura satisfacer a los que la proclaman. Labor es ésta que acaso fuera más propia de un hombre versado en la teología que de mí, que desconozco esa ciencia; sin embargo, yo juzgo que en una cosa tan divina y tan alta, que de tan largo sobrepasa la humana inteligencia, como es esta verdad, con la cual la bondad de Dios ha tenido a bien iluminarnos, hay necesidad de que nos preste todavía su auxilio como favor privilegiado y extraordinario, para poderla comprender y guardarla en nuestra mente, y no creo, que los medios puramente humanos sean para ello en manera alguna capaces; y si lo fueran, tantas almas singulares y privilegiadas como en los siglos pasados florecieron, hubieran llegado por su discurso a su conocimiento. Sólo, la fe abarca vivamente de un modo verdadero y seguro los elevados misterios de nuestra religión lo cual no significa que deje de ser una empresa hermosa y laudable la idea de acomodar al servicio de aquélla los instrumentos naturales y humanos con que Dios nos ha dotado; no hay que dudar ni un momento que sea éste el uso más digno en que podemos emplear nuestras facultades, y que no existe ocupación ni designio más alto para un cristiano que el de encaminarse por todos sus estudios y meditaciones a embellecer, extender y amplificar el fundamento de su creencia. No nos conformamos con servir a Dios con el espíritu y con el alma; todavía le debemos y le devolvemos una reverencia corporal; aplicamos nuestros miembros mismos, nuestros movimientos y las cosas externas a honrarle: es preciso, hacer lo propio con la fe acompañándola de toda la razón que sea capaz, pero siempre teniendo en cuenta que no sea de nosotros de quien dependa, ni que nuestros esfuerzos y argumentos puedan alcanzar una tan sobrenatural y divina ciencia. Si ésta no nos penetra por virtud de una infusión extraordinaria; si penetra no solamente por la razón sino además por medios puramente humanos, no alcanza toda su dignidad ni todo su esplendor; y a la verdad, yo recelo que nosotros no la disfrutamos más que por ese camino. Si estuviéramos unidos a Dios por el intermedio de una fe viva, si le comprendiéramos por él, no por nosotros; si lográramos un apoyo y fundamento divinos, los accidentes humanos no tendrían el poder de apartarnos de Dios, como acontece; nuestra fortaleza haría frente a una batería tan débil. El amor a lo nuevo, los compromisos con los príncipes, el triunfo de un partido, el cambio temerario y fortuito de nuestras opiniones, no tendrían la fuerza de sacudir y alterar nuestra creencia; no dejaríamos que se turbara a merced de un nuevo argumento, ni tampoco ante, los artificios de la retórica más poderosa. Haríamos frente a todo con firmeza inflexible e inmutable

Illisos fluctus rupes ut vasta refundit,

et varias circum latrantes dissipat undas

mole sua.[554]

Si el esplendor de la divinidad nos tocara de algún modo, aparecería en nosotros por todas partes; no sólo nuestras palabras, sino nuestras acciones llevarían su luz y su brillo; todo cuanto de nosotros emanase se vería iluminado de esa noble claridad. Deberíamos avergonzarnos de que entre todas las sectas humanas jamás hubo ningún hombre afiliado a las mismas que dejara de acomodar a ellas todos los actos de su vida, por difícil que fuera el cumplimiento de la doctrina, y sin embargo, nosotros, cristianos, nos unimos a la divinidad solamente con las palabras. ¿Queréis convenceros de esta verdad? Comparad nuestras costumbres con las de un mahometano o con las de un pagano; siempre quedaréis por bajo de ambos, allí mismo donde teniendo en cuenta la superioridad de nuestra religión deberíamos lucir en excelencia y quedar a una distancia extrema e incomparable. Y debiera añadirse: puesto que son tan justos, tan caritativos y tan buenos, no pueden menos de ser cristianos. Todas las demás circunstancias son comunes a las otras religiones: esperanza, confianza, ceremonia, penitencia y martirios; la marca peculiar de la verdad de nuestra religión debiera ser nuestra virtud, como es también el más celeste distintivo y el más difícil y la más digna producción de la verdad. Por eso tuvo razón nuestro buen san Luis, cuando aquel rey tártaro que se convirtió al cristianismo quiso venir a Lión a besar los pies del papa, para reconocer la santidad de nuestras costumbres, al disuadirle al punto de su propósito, temiendo que nuestra licenciosa manera de vivir le apartara de una creencia tan santa. Lo contrario precisamente que aconteció a aquel otro que fue a Roma para fortificar su fe, y viendo de cerca la vida disoluta de los prelados y del pueblo, se arraigaron en su alma más y más las creencias de nuestra religión al considerar cuánto debe ser su fuerza y divinidad, puesto que alcanza el mantenimiento de su esplendor y dignidad en medio de tanta corrupción y entregada en manos tan viciosas. Si tuviéramos una sola gota de fe, removeríamos las montañas del lugar en que tienen su asiento, dice la Sagrada Escritura[555]; nuestras acciones, que estarían guiadas y acompañadas de la divinidad, no serían simplemente humanas, tendrían algo de milagroso, como nuestra creencia: Brevis est institutio vitae honestae beataeque, si credas[556]. Los unos hacen ver al mundo que tienen fe en lo que no creen; otros, en mayor número, se engañan a sabiendas, sin acertar a penetrar en qué consiste el creer; nos maravilla, sin embargo que en las guerras que a la hora presente desuelan nuestro Estado, el ver flotar los acontecimientos de modo diverso, de una manera común y ordinaria: la razón de ello es que la fe está ausente de nuestras luchas. La justicia, que reside en uno de los partidos, no figura sino como ornamento y cobertura; con razones se la alega, pero ni es atendida ni tomada en consideración ni reconocida tampoco; figura lo mismo que en boca del abogado, no en el corazón ni en la afección de ninguno de los beligerantes. Debe el Señor su extraordinaria misericordia a la fe y a la religión, en manera alguna a nuestras pasiones; los hombres las conducen y las dan rienda suelta so pretexto de religión, cuando debiera acontecer precisamente todo lo contrario. Poned atención, y veréis cuál acomodamos como blanda cera la religión a nuestros caprichos, haciéndola adoptar todas las formas que nos viene en ganas. Jamás abuso tal se vio en Francia como en los tiempos en que vivimos. Tómenla a tuertas o a derechas, digan negro o blanco, todos la emplean de modo parecido, todos la ponen al nivel de sus empresas ambiciosas, todos la usan para realizar el desorden y la injusticia, de tal suerte que hacen bien dudosa y difícil de creer la diversidad de opiniones que alegan como justificación de sus actos, en cosa de que depende la norma y ley de nuestra vida: ¿acaso pueden emanar de la misma escuela y disciplina costumbres más unidas ni más unas? Considerad la horrible imprudencia con que jugamos con las razones divinas y cuán irreligiosamente las adoptamos y las dejamos, a tenor que la fortuna nos cambia de lugar en estas tempestades públicas. Este solemne principio de si es lícito al súbdito rebelarse y armarse contra el soberano para defender la religión, recordad en boca de quiénes se oyó el año anterior la respuesta afirmativa, y quiénes lo enarbolaron como estandarte; recordad también a los que propendieron por la negativa, los cuales también hicieron bandera de su respuesta, y oíd al presente el lado de donde viene la voz de instrucción de uno y otro parecer, y si las armas se entrechocan menos por esta causa o por aquélla. Quemamos a las gentes cuya opinión es que precisa hacer que la verdad sufra el yugo de nuestra necesidad, a los que entienden que aquélla debe sufrir las modificaciones que exija el interés de nuestra causa. Confesemos la verdad: ¿quién acertaría a elogiar entre la multitud a los que pone en movimiento el celo solo de una afección religiosa, ni siquiera a los que sólo consideran la protección de las leyes de su país o el servicio del príncipe? Con todos juntos no podría formarse ni una compañía cabal. ¿De qué proviene el que sean tan contados los que hayan mantenido voluntad y progreso invariables en nuestros trastornos públicos y que nosotros los veamos unas veces caminar al paso, otras adoptar una carrera desenfrenada? ¿En qué se fundamenta el que hayamos visto a los mismos hombres, ya malbaratar nuestros intereses por su rudeza y violencia, ya por su frialdad, blandura y pesadez, si la causa de todo no la atribuimos a que los empujan sólo consideraciones particulares y casuales, cuya diversidad únicamente los mueve?

Veo con toda evidencia que no concedemos a la devoción, sino aquellas prácticas que halagan nuestras pasiones. No hay hostilidad que aventaje a la que reconoce por causa el interés de la religión: nuestro celo en ese caso ejecuta maravillas cuando secunda nuestra inclinación hacia el odio, la crueldad, la ambición, la avaricia, la detracción, la rebelión; por el contrario, hacia la bondad, la benignidad, la templanza, si como por singularidad alguna rara complexión no guarda en si la semilla de esas virtudes, lo demás no la encamina ni de grado ni por fuerza. Nuestra religión fue instituida para extirpar los vicios, mas sin embargo, los cubre, los engendra y los incita. De Dios nadie puede burlarse. Si creyéramos en él, no ya por el camino de la fe, sino por el de la simple creencia, o tan sólo (y lo digo para nuestra confusión y vergüenza) como en otra persona, como en uno de nuestros compañeros, le amaríamos sobre todas las cosas, por la infinita bondad y belleza infinita que resplandecen en él; cuando menos, le colocaríamos en el mismo rango de afección que las riquezas, los placeres, la gloria y los amigos. El mejor de todos nosotros nada teme ultrajarle, y sin embargo se cuida muy mucho de no ofender a su vecino, a su pariente o a su amo. ¿Existe algún entendimiento, por grande que sea su simplicidad, que teniendo a un lado el objeto de alguno de nuestros viciosos placeres y de otro el destino de una gloria inmortal abrigara la menor duda en la elección del uno o de la otra? Renunciamos, sin embargo, a ella por puro menosprecio pues ¿qué idea nos arrastra a la blasfemia si no es el deseo mismo de inferir esta ofensa? Como iniciaran al filósofo Antístenes en los misterios de Orfeo, decíale el sacerdote que los que practicaban aquella religión recibirían cuando les llegara la muerte eternos y perfectos bienes. «¿Por qué si tal es tu creencia, repuso el filósofo, no mueres tú mismo?» Diógenes, con brusquedad mayor, según su modo, y a mayor distancia de nuestro caso, contestó al sacerdote que le recomendaba que abrazase sus creencias para alcanzar la dicha eterna: «¿Tú quieres que yo me persuada de que Agesilao y Epaminondas, que son hombres grandes, serán miserables, y que tú, que no haces nada, ni eres más que un borrego incapaz de nada que valga la pena, serás bienaventurado porque eres sacerdote?» Esas grandes promesas de la eterna beatitud, si a la manera como acogemos las doctrinas filosóficas las recibiéramos, no nos horrorizaríamos ante la muerte, como nos horrorizamos:

Non jam se moriens dissolvi conquereretur;

sed magis ire foras, vestemque relinquere, ut anguis,

gauderet, praelonga senex aut cornua cervus.[557]

«Quiero desaparecer, diríamos, e irme con Nuestro Señor Jesucristo.»[558] La elocuencia del discurso de Platón sobre la inmortalidad del alma impelió a la muerte a algunos de sus discípulos para gozar así más prontamente de las esperanzas que el filósofo les prometía.

Todo esto es signo evidentísimo de que no recibimos nuestra religión sino a nuestro modo y con nuestras propias manos, como las otras religiones se reciben. Encontrámonos en el país en que la religión católica se practica; consideramos su antigüedad o la autoridad de los hombres que la han defendido, tememos las amenazas que acompañan a los que no creen, o seguimos sus promesas. Estas consideraciones deben emplearse en apoyo de nuestra creencia, pero solamente como cosa subsidiaria, pues no son más que lazos humanos: otra religión, distintos testigos, promesas análogas y amenazas semejantes, podrían imprimir en nosotros por el mismo camino una idea contraria. Somos cristianos de la misma suerte que perigordianos o alemanes. Lo que dice Platón, de que hay pocos hombres tan firmes en el ateísmo, que cualquier daño que les acontezca no los conduzca al reconocimiento del poder divino, papel semejante no tiene nada que ver con la idea de un verdadero cristiano; propio es sólo de las religiones mortales y humanas el ser recibidas por una terrenal conducta. ¿Qué género de fe es la que la cobardía y la debilidad de ánimo arraigan en nosotros? ¡Bonita fe la que no admito lo que cree, sin tener para ello otra razón que la falta de valor para rechazarlo! Pasiones viciosas como las de la inconstancia y la de la sorpresa, ¿pueden ocasionar en nuestra alma ni siquiera una influencia ordenada? Creen éstos, añade Platón, fundamentándose en su propio juicio, que todo cuanto se refiere del infierno y de las penas futuras es fingido, mas cuando la ocasión de experimentarlas se acerca con la vejez y las enfermedades, y con ellas la muerte, el terror los llena de una creencia nueva, por el horror de su condición en lo porvenir. Y porque tales impresiones hacen temerosos los ánimos prohíbe el filósofo en sus leyes el conocimiento de aquellas amenazas, y procura persuadir a los hombres que de los dioses no pueden recibir mal alguno, sino es para recoger luego mayor bien, después que recibe el daño y como un medicinal efecto. Refiérese de Bion que, contaminado con el ateísmo de Teodoro, se burló largo tiempo de los hombres religiosos, pero que al sorprenderle la muerte arrastró su alma a las supersticiones más extremadas, cual si los dioses existieran o no existieran conforme a la voluntad de Bion. Platón, y también los citados ejemplos lo demuestran, sostiene que los hombres se encaminan a Dios por el amor o por la fuerza. Siendo, como es el ateísmo un principio desnaturalizado y monstruoso, difícil también de inculcar en el espíritu, humano, por insolente y desordenado que éste se suponga, hanse visto bastantes que por vanidad o rebeldía concibieron opiniones nada vulgares e ideas reformadoras para aplicarlas al mundo, y mantener su obra por tesón y dignidad; pues si son locos en grado suficiente, en cambio no son bastante fuertes para alojar en su conciencia la obra que realizaron, por eso no dejarán de elevar sus brazos al cielo si reciben en el pecho la herida de una espada. Y cuando el miedo o la enfermedad hayan abatido y enmohecido ese licencioso fervor de humor versátil, tampoco dejarán de volver sobre sí mismos, ni con toda discreción de acomodarse a las creencias y ejemplos públicos. Cosa muy distinta es un dogma seriamente digerido de esas superficiales impresiones que, emanadas del desorden de un espíritu sin atadero, van nadando en la fantasía temeraria e inciertamente. ¡Espíritus miserables y sin seso, que tratan de traspasar en maldad el límite que sus fuerzas consienten!

El error del paganismo y la ignorancia de nuestra santa verdad dejó caer el alma grande de Platón, grande sólo humanamente, en este otro error semejante: «que los niños y los viejos son más susceptibles de religión»; como si ésta naciera y encontrara todo su crédito en nuestra debilidad. El nudo que debiera unir nuestro juicio y nuestra voluntad, el que debiera estrechar nuestra alma y elevarla a nuestro Criador, debería ser un nudo que tomara sus repliegues y su fortaleza no de nuestra consideración ni de nuestras razones y pasiones, sino de un estrechamiento divino y sobrenatural, que no tuviera más que una forma, un aspecto y una apariencia, que es la autoridad de Dios y su gracia. Ahora bien, como nuestro corazón y nuestra alma están regidos y gobernados por la fe, es prudente que ésta saque al servicio de su designio todas las demás partes que nos componen según la naturaleza de cada una. Así, no es creíble que toda esta máquina deje de tener selladas algunas de las marcas de la mano de ese gran arquitecto, y que no haya alguna imagen en las cosas de este mundo que en cierto modo se relacione con el obrero que las ha edificado y formado. Dios dejó en sus altas obras impreso el carácter de la divinidad, y sólo nuestra flaqueza de espíritu nos priva de descubrirlo. Él mismo nos dice que sus acciones invisibles nos las manifiesta por medio de las visibles. Sabunde ha trabajado este digno estudio y nos muestra cómo no hay nada en el mundo que desmienta a su Creador, Estaría en oposición con la divina bondad el que el universo no consintiera en nuestra creencia: el cielo, la tierra, los elementos, nuestro cuerpo y nuestra alma, todas las cosas conspiran en apoyo de nuestra fe; el toque está en saber servirse de ellas y en encontrar para ello el camino; las cosas nos instruyen siempre y cuando que seamos capaces de entenderlas, pues este mundo es un templo santísimo, dentro del cual el hombre ha sido introducido para contemplar monumentos que no son obra de mortal artífice, sino que la divina sabiduría hizo sensibles: el sol, las estrellas, las aguas y la tierra para representarnos las cosas inteligibles. «Las invisibles y divinas, dice san Pablo559, muéstranse por la creación del mundo, considerando la eterna sabiduría del Hacedor y su divinidad mediante sus obras.»

Atque adeo faciem caeli non invidet orbi

ipse Deus, vultusque suos, corpusque recludit

semper volvendo; seque ipsum inculcat, et offert:

ut bene cognosci possit, doceatque videndo

qualis eat, doceatque suas attendere leges.[560]

Ahora bien; nuestra razón y humanos discursos son como materia estéril y pesada: la gracia de Dios es la forma de ellos y lo que los comunica precio y apariencia. De la propia suerte que las acciones virtuosas de Sócrates y Catón fueron inútiles y vanas porque no estuvieron encaminadas a ningún fin, porque no tuvieron en cuenta el amor y obediencia del creador verdadero de todas las cosas, y porque aquellos filósofos ignoraron a Dios, así acontece con nuestras imaginaciones y discursos, que en apariencia muestran alguna forma, pero que en realidad no son más que una masa informe, sin armonía ni luz, si la fe y la gracia del Señor no los acompañan. La fe ilustró los argumentos de Sabunde y los convirtió en firmes y sólidos, capaces de servir de ruta y primer guía a un primerizo para ponerle en camino de la divina ciencia; esos raciocinios lo acomodan de todas armas y hacen visible la gracia de Dios, por medio de la cual se elabora luego nuestra creencia. Yo sé de un hombre de autoridad científica, versado en el estudio de las letras, que me ha confesado haber desechado los errores de la falta de creencia por el solo auxilio de los argumentos de Sabunde. Y aun cuando se los despojara del ornamento, socorro y aprobación de la fe, tomándolos por fantasías puramente humanas, para combatir a los que se precipitaron en las espantosas y horribles tinieblas de la irreligión, serían todavía tan sólidos y tan firmes como cualesquiera otros de la misma condición que pretendiera oponérseles; de suerte que podemos decir con fundamento:

Si melius quid habes, arcesse; vel imperium fer[561]:

sufran pues el empuje de nuestras pruebas o hágannos patentes las suyas. Y con esto vengo a dar, sin haberlo advertido, a la segunda objeción que se hace más comúnmente a la obra de Sabunde.

Dicen algunos que sus argumentos son débiles e insuficientes a demostrar lo que se propone, e intentan sin dificultad objetarlos. Preciso es sacudir a éstos con alguna mayor rudeza, pues son más dañinos y de peor hombría de bien que los primeros. De buen grado se acomodan las doctrinas ajenas en favor de las opiniones que profesamos y de los prejuicios que guardamos; para un ateo todos los escritos le encaminan al ateísmo; el ateo inficiona con su propio veneno la idea más inocente. Tienen éstos muy arraigada la preocupación en el juicio, y así su palabra no gusta de los razonamientos de Sabunde. Por lo demás, antójaseles que se les concede la victoria al dejarlos en libertad de combatir nuestra religión valiéndose de armas humanas, la cual no osarían atacar en su majestad llena de autoridad y mando. El medio que yo empleo para rebatir este frenesí, y que me parece el más adecuado, es el de humillar y pisotear el orgullo de la altanería humana; hacer patentes la inanidad, la vanidad y la bajeza del hombre; arrancarle de cuajo las miserables armas de su razón; hacerle bajar la cabeza y morder el polvo bajo la autoridad y reverencia de la majestad divina. Sólo a ella pertenecen la ciencia y la sabiduría; ella sola es la no puede por sí misma estimar las cosas en su esencia y de quien nosotros tomamos toda luz.

 [562 - 563].

Echemos por tierra aquella creencia presuntuosa, primer fundamento de la tiranía del maligno espíritu: Deus superbis resistit, humilibus autem dat gratia[564]. La inteligencia, dice Platón, reside sólo en los dioses y muy poco o casi nada en los hombres. Así que constituye un consuelo grande para el cristiano el ver que nuestros órganos mortales y caducos están tan bien dispuestos para la fe santa y divina, y que cuando se los emplea en los actos de su naturaleza mortal no sean tan apropiados ni tan fuertes. Veamos, pues, si el hombre tiene en su mano razones más poderosas que las de Sabunde; veamos si dispone siquiera del poder de alcanzar alguna certidumbre por razonamientos o argumentos. Hablando san Agustín contra los incrédulos, halla ocasión de echarles en cara su injusticia, porque encuentran falsos los fundamentos de nuestra creencia que, según aquéllos, nuestra razón no puede llegar a establecer; y para mostrar que bastantes cosas pueden ser o haber sido, de las cuales nuestro espíritu no acertaría a fundamentar la naturaleza ni las causas, les hace ver ciertas experiencias conocidas o indudables, a la cuales el hombre confiesa ser ajeno. De ello habla san Agustín, como de todas las demás cosas, con fineza o ingenio agudo. Es preciso avanzar más y enseñarles que para que se convenzan de la debilidad de su razón no hay necesidad de ir escogiendo ejemplos singulares y peregrinos; que la razón es de suyo tan corta y tan ciega que no hay verdad por luminosa que sea que de tal suerte aparezca; que lo fácil y lo difícil son para ella una cosa misma; que todos los asuntos por igual, y la naturaleza en general, desaprueban su jurisdicción y entrometimiento.

¿Qué es lo que la verdad pregona cuando lo pregona? Huir la mundana filosofía565; dícenos que nuestra sabiduría no es sino locura a los ojos de Dios; que de todas las vanidades ninguna sobrepasa a la del hombre566; que el que presume de su saber, ni siquiera sabe en qué consiste el saber, y que el hombre, que no es nada, si piensa ser alguna cosa, se seduce a sí mismo y se engaña. Estas sentencias del Espíritu Santo expresan tan claramente y de un modo tan vivo los principios que yo quiero mantener, que no necesitaría echar mano de ninguna otra prueba contra gentes que se rendirían con entera sumisión y obediencia a su autoridad; mas éstos de que aquí se trata se obstinan en ser azotadas a sus propias expensas y no consienten en sufrir que se combata su razón de otro modo que con la razón misma.

Consideremos, pues, por un momento al hombre solo, sin auxilio ajeno, armado solamente de sus facultades y desposeído de la gracia y conocimiento divinos, que constituyen su honor todo, su fuerza, el fundamento de su ser; veamos cuál es su situación en estado tan peregrino. Hágame primeramente comprender por el esfuerzo de su razón sobre qué cimientos ha edificado la superioridad inmensa que cree disfrutar sobre las demás criaturas. ¿Quién le ha enseñado que ese movimiento admirable de la bóveda celeste, el eterno resplandor de esas antorchas que soberbiamente se mantienen sobre su cabeza, las tremendas sacudidas de esa mar infinita, hayan sido establecidos y continúen durante siglos y, siglos para su comodidad y servicio? ¿Es acaso posible imaginar nada tan ridículo como esta miserable y raquítica criatura que ni siquiera es dueña de sí misma, que se halla expuesta a recibir daños de todas artes, y que, sin embargo, se cree emperadora y soberana del universo mundo, del que ni siquiera conoce la parte más ínfima, lejos de poder gobernarlo? Y ese privilegio que el hombre se atribuye en este soberbio edificio de pretender ser único en cuanto a capacidad para reconocer la belleza de las partes que lo forman, el solo el que puede dar gracias al magistral arquitecto y hacerse cargo de la organización del mundo, ¿quién le ha otorgado semejante privilegio? Que nos haga ver las pruebas de tan grande y hermosa facultad, que ni siquiera a los más sabios fue concedida. Casi a nadie fue otorgada concesión semejante, y menos, por consiguiente, habían de participar de ella los locos y los perversos, que constituyen lo peor que hay en el mundo. Quorum igitur causa qui dixerit effectum esse mundum? Eorum scilicet animantium, quae ratione utuntur; hi sunt dii et homines, quibus profecto nihil est melius[567]: nunca denostaríamos bastante la impudencia de pretensión tan risible. ¡Infeliz! ¿Qué calidades le acompañan para ser acreedor a tan sublime distinción? Considerando esa vida inmarcesible de los cuerpos celestes, la hermosura de ellos, su magnitud, su continuo movimiento con tanta exactitud acompasado:

Quum suspicimus magni caelestia mundi

templa super, stellisque micantibus aethera fixum,

et venit mentem lunae solisque viarum[568];

al fijarnos en la dominación y poderío de esos luminares, que no sólo ejercen influencia sobra nuestras vidas y fortuna,

Facta etenim et hominum suspendit ab astris[569],

sino sobre nuestras inclinaciones mismas, sobre nuestra razón, sobre nuestra voluntad, las cuales rigen, empujan y agitan a la merced de su influencia, conforme el raciocinio nos enseña y descubre:

Speculataque longe

deprendit tacitis dominantia legibus astra,

et totum alterna mundum ratione moveri,

factorumque vices certis discurrere signis[570];

al ver que, no ya un solo hombre ni un rey, sino que las monarquías, los imperios y cuanto hormiguea en este bajo mundo se mueve u oscila a tenor del más insignificante movimiento celeste:

Quantaque quam parvi faciant discrimina motus.

Tantum est hoc regnum, quod regibus imperat ipsis[571];

si nuestra virtud, nuestros vicios, nuestra ciencia y capacidad, y la misma razón con que nos hacemos cargo de las revoluciones astronómicas y de la relación de ellas con nuestras vidas procede, como juzga aquélla, por su favor y mediación:

Furit altor amore,

et pontum tranare potest, et vertere Trojam:

alterius sors est scribendis legibus apta.

Ecce patrem nati perimunt, natosque parentes;

mutuaque armati cocunt in vulnera fratres.

Non nostrum hoc bellum est; coguntur tanta movero,

inque suas ferri poenas, lacerandaque membra.

***

Hoc quoque fatale est, sic ipsum expendere fatum[572];

si de la organización del cielo nos viene la parte discursiva de que disponemos, ¿cómo puede esta parte equipararnos a aquél? ¿cómo someterá a nuestra ciencia sus condines y su esencia? Todo cuanto vemos en esos cuerpos nos admira: Quae molitio, quae ferramenta, qui vectes, quae machinae, qui ministri tanti operis fuerunt?[573] ¿Por qué, pues, los consideramos como privados de alma, vida y raciocinio? ¿Acaso hemos podido reconocer en ellos la inmovilidad y la insensibilidad, no habiendo con ellos mantenido otra relación que la de sumisión y obediencia? ¿Osaremos decir acaso que no hemos visto en ninguna criatura si no es en el hombre el empleo de un alma razonable? ¡Pues qué! ¿hemos visto algo que se asemeje al sol? ¿deja de existir lo mismo porque no hayamos visto nada que se le asemeje, ni sus movimientos de existir porque no los haya semejantes? Si tantas cosas como no hemos tocado no existen, nuestra ciencia es de todo punto limitada. Quae sunt tantae animi angustiae[574]. ¿Acaso son soñaciones de la humana vanidad el creer que la luna es una tierra celeste; suponer como Anaxágoras que en ella hay valles y montañas y viviendas para los seres humanos, o establecer colonias para nuestra mayor comodidad, como hacen Platón y Plutarco, y también considerar a la tierra como un astro luminoso? Inter caetera mortalitatis incommoda, et hoc est, caligo mentium; nec tantum necessitas errandi, sed errorum amor[575]. Corruptibile corpus aggravat animam, et deprimit terrena inhabitalio sensum multa cogitantem[576]. La presunción es nuestra enfermedad natural y original. La más frágil y calamitosa de todas las criaturas es el hombre, y a la vez la más orgullosa: el hombre se siente y se ve colocado aquí bajo, entre el fango y la escoria del mundo, amarrado y clavado a la leer parte del universo, en la última estancia de la vivienda, el más alejado de la bóveda celeste, en compañía de los animales de la peor condición de todas, por bajo de los que vuelan en el aire o nadan en las aguas, y sin embargo se sitúa imaginariamente por cima del círculo de la luna, suponiendo el cielo bajo sus plantas. Por la vanidad misma de tal presunción quiere igualarse a Dios y atribuirse cualidades divinas que elige él mismo; se separa de la multitud de las otras criaturas, aplica las prendas que le acomodan a los demás animales, sus compañeros, y distribuye entre ellos las fuerzas y facultades que tiene a bien ¿Cómo puede conocer por el esfuerzo de su inteligencia los movimientos secretos e internos de los animales? ¿De qué razonamiento se sirve para asegurarse de la pura y sola animalidad que les atribuye? Cuando yo me burlo de mi gata, ¿quién sabe si mi gata se burla de mí más que yo de ella? Nos distraemos con monerías recíprocas; y si yo tengo mi momento de comenzar o de dejar el juego, también ella tiene los suyos. Platón, en su pintura de la edad de oro bajo Saturno, incluye entre los principales privilegios del hombre de aquella época la comunicación que él mismo tenía con los animales, de los cuales recibía instrucción y conocía las cualidades y diferencias de cada uno; por donde adquiría una prudencia e inteligencia perfectas y gobernaba su vida mucho mejor que nosotros pudiéramos hacerlo; ¿precisa encontrar otra prueba de la insensatez humana al juzgar a los animales? Ese profundo autor creo que en la forma corporal de que los dotó la naturaleza, ésta sólo atendió al uso de los pronósticos que de ellos se deducían en su tiempo. Tal defecto, que impide nuestra comunicación recíproca, puede depender tanto de nosotros como de los seres que considerarnos como inferiores. Está por dilucidar de quién es la culpa de que no nos entendamos, pues si nosotros no penetramos las ideas de los animales, tampoco ellos penetran las nuestras, por lo cual pueden considerarnos tan irracionales como nosotros los consideramos a ellos. Y no es maravilla el que no los comprendamos, pues nos ocurre otro tanto, por ejemplo, con los vascos y los trogloditas. Algunos, sin embargo, se vanagloriaron de comprenderlos, entre otros, Apolonio de Tyano, Melampo, Tiresias y Thales. Y puesto que según los cosmógrafos hay naciones que reciben un perro como rey, preciso es que las mismas encuentren algún sentido claro en la voz y movimientos del perro. Preciso es también advertir la correspondencia que existe entre el hombre y los animales: algo conocemos los sentidos de los mismos; sobre poco más o menos el mismo conocimiento que los animales tienen de nosotros, y así vemos que nos acarician, nos amenazan o solicitan algo de nosotros, lo mismo exactamente que nosotros de ellos. Por lo demás, advertirnos con toda evidencia que entre ellos existe una comunicación entera y plena, que se comprenden, y no ya sólo los de una misma especie, sino también los de especies distintas:

Et mutae pecudes, et denique secla ferarum

dissimiles suerunt voces variasque ciere,

quum metus aut dolor est, aut quum jam gaudia gliscunt.[577]

En cierto ladrido del perro conoce el caballo que el primero está dominado por la cólera, mientras que no le asustan otras modulaciones de su voz. En los animales que se hallan privados de esa facultad, por la comunicación e inteligencia que entre ellos existen, podemos juzgar fácilmente que se entienden, valiéndose para ello de movimientos, que son otras tantas como razones y discursos:

Non alia longe ratione, atque ipsa videtur

protrahere ad gestum pueros infantia linguae.[578]

¿Y por qué no creerlo así? De la propia suerte que los mudos disputan, argumentan y refieren historias por signos; yo he visto algunos tan habituados y diestros que nada les faltaba para exteriorizar todas sus ideas. Los enamorados regañan, se reconcilian, se dirigen ruegos, se dan las gracias y se comunican con los ojos todas las cosas

E'l silenzio ancor suole

aver prieghi e parole.[579]

¿Pues y con las manos, cuántas ideas no se expresan? Requerimos, prometemos, llamamos, despedimos, amenazamos, rogamos, suplicamos, negamos, rechazamos, interrogamos, admiramos, nombramos, confesamos, nos arrepentimos, tememos, nos avergonzamos, dudamos, damos instrucciones, mandamos, incitamos, animamos, juramos, testimoniamos, acusamos, condenamos, absolvemos, injuriamos, desdeñamos, desafiamos, nos despechamos, alabamos, aplaudimos, bendecimos, humillamos al prójimo, nos burlamos, nos reconciliamos, recomendamos, exaltamos, festejamos, damos muestras de contento, compartimos el dolor de otro, nos entristecemos, damos muestras de abatimiento, nos desesperamos, nos admiramos, exclamamos, nos callamos; ¿y de qué dejamos de dar muestras con el solo auxilio de las manos, con variedad que nada tiene que envidiar a las modulaciones más delicadas de la voz? Con la cabeza invitamos, aprobamos, desaprobamos, desmentimos damos la bienvenida a alguno, honramos, veneramos: despreciamos, solicitamos, nos lamentamos, acariciamos, hacemos reproches, nos sometemos, desafiamos, exhortamos, amenazamos, aseguramos, inquirimos. Igualmente exteriorizamos lo más recóndito de nuestro ser con las cejas y con los hombros. No hay en nosotros movimiento que no hable, ya un lenguaje inteligible y sin disciplina, ya un lenguaje público; y si atendemos a la peculiar calidad del mismo, fácil nos será considerarlo como más próximo que el articulado de la humana naturaleza. Y no hablo ya de lo que la necesidad enseña inopinadamente a los que de ello han menester echar mano: de los alfabetos que se hacen con los dedos, de las gramáticas cuyos preceptos consisten en la disposición del gesto, ni de las artes que con ellos se ejercen y practican, ni de las naciones que según Plinio no conocen otro lenguaje un embajador de la ciudad de Abdera, después de haber hablado largo tiempo a Agis, rey de Esparta, le dijo: «¿Señor, qué respuesta quieres que lleve a mis conciudadanos? -Les dirás, contestó el soberano, que te dejé decir cuanto quisiste y tanto como quisiste, sin que yo pronunciara una sola palabra.» He aquí un callar que habla de un modo bien inteligible.

Por lo demás, ¿qué facultades reconocemos en nosotros que no veamos bien patentes en las operaciones que los animales practican? ¿Hay organización más perfecta ni más metódica, ni en que presida mayor orden en los cargos y oficios que la de las abejas? La ordenadísima disposición de los actos y labores que las abejas practican, ¿podemos admitirla ni imaginarla sin suponerlas dotadas de razón y discernimiento?

His quidam signis atque haec exempla sequuti,

esse apibus partem divinae mentis, et haustus

aethereos, dixere.[580]

 

Las golondrinas, que cuando vuelve la primavera vemos registrar los rincones todos de nuestras casas, ¿buscan sin discernimiento y eligen sin deliberación entre mil lugares aquel que encuentran más cómodo? ¿Y en la admirable contextura de sus construcciones, los pájaros no pueden adoptar ya la forma cuadrada, ya la redonda, bien en forma de ángulo obtuso o recto, sin conocer las condiciones y efectos de cada una de estas formas? ¿Se sirven las aves unas veces del agua y otras de la arcilla, sin saber que la dureza de los cuerpos se reblandece con la humedad? ¿Tapizan de musgo sus viviendas o de plumón, sin considerar que los tiernecillos miembros de sus pequeñuelos encontrarán así mayor blandura y comodidad? ¿Se resguardan del viento y de la lluvia y colocan sus nidos al oriente sin conocer as diferencias de aquéllos ni considerar que los unos les son más favorables que los otros? ¿Por qué la araña espesa su tela en un lugar y en otro la elabora menos fuerte, sirviéndose ya de la más recia, ya de la más débil, si sus movimientos no son reflexivos y deliberados?

De sobra reconocemos en la mayor parte de sus obras multitud de excelencias en los animales de que nosotros carecemos, y cuán débil es toda nuestra habilidad para imitarlos. En nuestras obras, que son menos delicadas, reconocemos las facultades que nos es preciso emplear, el esfuerzo de nuestra alma para la realización de las mismas; ¿por qué de los animales no pensamos lo mismo? ¿por qué atribuimos a no sé qué inclinación natural y baja las obras que sobrepasan lo que nosotros somos incapaces de realizar, ni por naturaleza ni por arte? Con ello, sin advertirlo, les achacamos ventajas inmensas sobre nosotros, puesto que la naturaleza, por virtud de una dulzura maternal, como por la mano, los acompaña y los guía a la práctica de todos los actos y comodidades de su vida, al par que a nosotros nos abandona al azar y a la fortuna, y nos obliga a mendigar por arte todo aquello que necesitamos para nuestra conservación, y nos rechaza siempre los medios de alcanzar, ni siquiera por la más violenta contención de espíritu, a la natural habilidad de los animales, de suerte que la brutal estupidez de éstos sobrepasa en comodidades de todo género cuanto nuestra divina inteligencia alcanza; atendido lo cual, tendríamos razón llamando a la naturaleza madrastra cruel o injustísima; pero nos equivocaríamos, pues nuestra manera de ser no es tan desordenada ni deforme.

La naturaleza cuida universalmente por igual de todas sus criaturas y ninguna hay a quien no haya provisto suficientemente de todos los recursos necesarios para la conservación de su ser, pues las vulgares quejas que oigo proferir a los hombres (como la licencia de sus opiniones tan pronto los eleva por cima de las nubes como los rebaja a los antípodas), de que nosotros somos el solo animal desnudo sobre la tierra desnuda; ligado, agarrotado, no teniendo nada con que armarse ni cubrirse, sino los despojos de los otros seres, y de que a todas las demás especies la naturaleza las revistió de conchas, corteza, pelo, lana, púas, cuero, borra, pluma, escamas o seda según las necesidades de cada una, o las armó de garras, dientes y cuernos para la defensa y el ataque, al par que las instruyó en todo cuanto les es pertinente, como nadar, correr, volar y cantar, mientras que el hombre no sabe ni andar, ni hablar, ni comer sin aprendizaje previo, y por sí solo únicamente a llorar acierta:

Tum porro puer, ut saevis projectus ab undis

navita, nudus humi jacet, infans, indigus omni

vitali auxilio, quum primum in luminis oras

nixibus ex alvo matris natura profudit,

vagituque locum lugubri complet; ut aequum est,

cui tantum in vita restet transire malorum?

At variae crescunt pecudes, armenta, feraeque,

nec crepitacula eis opus est, nec cuiquam adhibenda est

almae nutricis blanda atque infracta loquela;

nec varias quaerunt vestes pro tempore caeli;

denique non armis opus est, non moenibus altis,

queis sua tutentur, quando omnibus omnia large

tellus ipsa parit, naturaque daedala rerum[581]:

tales lamentos son completamente falsos; hay en el ordenamiento de las cosas del mundo una equidad más grande y una relación más uniforme. Nuestra piel está provista tan suficientemente, como la suya, de resistencia contra las injurias del tiempo; pruébanlo varias naciones que no conocen todavía el uso de los vestidos. Los primitivos galos iban casi desnudos; nuestros vecinos los irlandeses, que viven bajo un cielo tan frío, apenas se resguardan de la intemperie; pero por nosotros mismos podemos juzgar mejor de esa posibilidad, pues todas las partes del cuervo humano que nos place llevar descubiertas al viento y al aire, resisten ambos elementos, como la cara, los pies, las manos, las piernas, los hombros, la cabeza, si la costumbre a ello nos convida. Si hay en nuestro organismo una parte poco resistente y que debiera resguardarse del frío, es el estómago, donde tienen lugar las funciones de la digestión; sin embargo, nuestros padres lo llevaban descubierto, y nuestras damas, tan blandas y débiles como son suelen a veces ir descotadas hasta el ombligo. La envoltura de las criaturas tampoco es indispensable: las madres de Lacedemonia criaban las suyas dejando en completa libertad todos los miembros, sin sujetarlos ni envolverlos. Nuestro llanto es común a la mayor parte de los animales, y no hay casi ninguno que no se queje y gimotee, aun largo tiempo después de nacer, cosa bien adecuada a la debilidad que en ellos reconocen. Cuanto al alimento, lo mismo que los otros seres lo reclamamos nosotros y nos es tan natural e instintivo como a los animales;

Sentit enim vim quisque suam quam possit abuti[582]:

¿Quién pone en duda que un niño cuando llega a la edad en que ya no le basta el pecho de su madre pide que le den de comer? La tierra produce espontáneamente y ofrece al hombre lo suficiente para la satisfacción de sus necesidades, sin otro cultivo ni artificio: ved cómo en todo tiempo los animales encuentran en ella de qué nutrirse: las hormigas aprovisionan víveres para las estaciones más estériles del año. Esas naciones que acabamos de descubrir, tan copiosamente provistas de carnes y bebidas naturales, sin ningún género de industria, nos enseñan que el pan no es nuestro único alimento, y que sin el cultivo la madre naturaleza nos provee plenamente de todo cuanto nos es indispensable, verosímilmente con mayor abundancia y riqueza que al presente en que empleamos toda suerte de labores y artificios.

Et tellus nitidas fruges, vinetaque laeta

sponte sua primum mortalibus ipsa creavit;

ipsa dedit dulces foetus, et patula laeta;

quae nunc vix nostro grandescunt aucta labore,

conterimusque boves, el vires agricolarum[583]:

el desarreglo y desbordamiento de nuestros apetitos sobrepasa las invenciones que empleamos para aplacarlos.

En cuanto a las armas o medios de defensa nosotros disponemos de muchas que nos son más naturales que a la mayor parte de los otros animales, de movimientos más ágiles de nuestros miembros, y de aquéllos y de éstos sacamos mayor partido sin necesidad de instrucción previa. Aquellos que están habituados a combatir desnudos se les ve arrojarse en peligros semejantes a los nuestros, que luchamos armados. Si algunos animales nos aventajan en los medios de pelea nosotros llevamos ventaja a muchos otros. La costumbre de fortificar el cuerpo y de resguardarlo tiénela el hombre por instinto natural. El elefante aguza y afila los dientes de que se sirve para la guerra, pues tiene algunos que guarda para la lucha, los cuales reserva y no emplea para otros servicios. Cuando los toros se lanzan al combate esparcen y arrojan el polvo en derredor suyo; los jabalíes aguzan sus colmillos; cuando el icneumón emprende la lucha con el cocodrilo, cubre todo su cuerpo de limo bien compacto y bien prensado y se provee así de una coraza: ¿por qué no decir que el hombre busca su defensa de una manera análoga en la madera y en el hierro?

En cuanto al hablar, puede decirse que si no nos es natural, tampoco nos es necesario. De todas suertes entiendo que un niño a quien se hubiera dejado en plena soledad, apartado de todo comercio humano, que sería un ensayo difícil de practicar, encontraría alguna manera de palabra para expresar sus concepciones: no es creíble que la naturaleza nos haya negado ese medio con que dotó a muchos otros animales: ¿pues qué otra cosa es sino hablar esa facultad que en ellos vemos de quejarse o mostrar contento, llaman se unos en ayuda de otros o invitarse al amor, todo lo cual ejecutan por medio de su voz? ¿Cómo no han de hablar entre ellos? Nos hablan a nosotros y también nosotros les hablamos; ¿de cuántos modos no conversarnos con los perros y éstos nos entienden y nos contestan? De distinto lenguaje nos servimos con los pájaros, con los cerdos, con los bueyes, con los caballos, y cambiamos de idioma según la especie:

Cosi per entro loro schiera bruna

s'ammusa l'una con l'altra formica,

forse a spiar lor via e lor fortuna.[584]

Entiende que Lactancio atribuye a los animales no sólo la facultad de hablar, sino también la de reír; y la diferencia de lenguaje que se ve entre nosotros, según las localidades, encuéntrase también en los animales de la misma espacie. Aristóteles alega a este propósito el canto diverso de las perdices según la región que habitan

Variaeque volucres...

Longe alias alio jaciunt in tempore voces...

Et partim mutant cum tempestatibus una

raucisonos cantus.[585]

Sería digno de saberse qué lenguaje emplearía el niño de que hablé antes, pues lo que por conjetura se dice no ofrece asomos de verosimilitud. Si contra mi parecer se alega que los sordos de nacimiento no hablan nunca, contestaré que la razón no reside solamente en que no pudieron recibir la instrucción de la palabra por el auxilio del oído, sino más bien que este sentido que les falta está íntimamente ligado con el de la palabra y ambos se mantienen en muy estrecha relación; de suerte que las palabras que articulamos las hablamos primero mentalmente y las hacemos entender a nuestros oídos antes de enviarlas a los extraños.

Todo lo precedente tiene por objeto mantener la semejanza que existe entre las cosas humanas y las que a los animales son peculiares. El hombre no está ni por cima ni por bajo de los otros seres. Todo cuanto bajo el firmamento existe, dice el sabio, vive sujeto a ley y fortuna parecidas:

Indupedita suis fatalibus omnia vinclis[586]:

hay alguna diferencia, hay órdenes y gradaciones mas siempre bajo la apariencia de una misma naturaleza

Res... quaeque suo ritu procedit; et omnes

foedere naturae certo discrimina servant.[587]

Preciso es limitar al hombre y colocarle dentro de las barreras de este orden natural. El hombre, sin embargo, no encuentra inconveniente en traspasarlas, estando como está sujeto y dominado por idéntica obligación que las demás criaturas de su misma naturaleza y de su mismo orden, y siendo como es de condición mediocre, sin prerrogativa alguna ni excelencia verdadera ni esencial; la que se apropia por reflexión o capricho, carece en absoluto de fundamento. Si, en efecto, acontece que el hombre solo es entre todos los animales el único que goza de esa libertad de imaginación y de ese desorden de pensamientos que le representan a un tiempo mismo lo que es y lo que no es, lo verdadero como lo falso, superioridad es ésta que paga bien cara y de la cual tiene bien poco por qué glorificarse ni enaltecerse, pues de ella nace la fuente principal de los males que lo agobian: el pecado, la enfermedad, la irresolución, el desorden, la desesperación. Digo, pues, para volver a mi propósito, que no hay razón alguna para suponer que los animales ejecutan por fuerza o inclinación natural las acciones mismas que nosotros realizamos por discernimiento e industria, y que debemos concluir que parecidos efectos suponen facultades análogas, y acciones más complicadas, más ricas facultades, y reconocer, en suma, que el mismo discernimiento e idéntico discurso de los que nos acompañan en nuestros actos, acompaña igualmente a los animales, o acaso algunas otras facultades superiores a las nuestras. ¿Por qué imaginamos en los demás seres esa obligación natural y fatal, nosotros que no experimentamos ningún efecto semejante? Además, es mucho más digno el ser encaminado a obrar ordenadamente por natural e inevitable constitución, y acerca más a la divinidad, que el obrar ordenadamente por virtud de una libertad temeraria y fortuita, y también un medio más seguro de obrar bien encomendar a manos de la naturaleza las riendas de nuestra conducta que si nosotros las manejáramos. Hace nuestra vanidosa presunción que estimemos mejor deber a nuestras fuerzas que a la liberalidad divina nuestro valer y suficiencia; enriquecemos a los otros animales con los bienes naturales y nosotros renunciamos a ellos para honrarnos y ennoblecernos con las facultades adquiridas; enorme simpleza, a mi entender, pues yo tendría en mucho más las gracias que me pertenecieran por entero, las ingenuas, que las que se mendigan por medio del aprendizaje; ni reside en nuestro poder tampoco alcanzar una recomendación más alta que la de ser favorecidos por Dios y por la naturaleza.

Los habitantes de Tracia, cuando tienen que marchar sobre un río congelado, se sirven como guía de un zorro que camina delante de ellos. El animal aproxima su oído al hielo hasta tocarlo para advertir si el agua corre cerca o lejos; de la observación encuentra que la masa es más o menos espesa, y así avanza o retrocede. ¿Por qué no hemos de suponer que ese zorro hace un razonamiento idéntico al que nosotros podríamos hacer en caso de ejecutar la misma experiencia: «Lo que produce ruido, se mueve; lo que se mueve, no está helado; lo que no está helado, es ruido, y lo que es líquido no sostiene nuestro cuerpo.» Atribuir la habilidad del animal solamente a la fineza extrema de su oído sin otra reflexión ni deducción, es pura quimera y no podemos aceptarla. Igual opinión deben merecernos tantas suertes de procedimientos y astucias como los animales emplean para librarse de nuestras acometidas y persecuciones.

Y si en pro de nuestra superioridad queremos argumentar que nosotros empleamos para fines útiles la maestría de los animales, sirviéndonos de ella cuando nuestra voluntad nos lo ordena, diré que esto en nada difiere de la ventaja o superioridad que unos hombres tienen sobre otros; lo mismo dispone el hombre de sus esclavos. Las climacides en Siria eran unas mujeres que se destinaban, colocadas en igual posición que las bestias, a servir de estribo a las damas para subir al coche. La mayor parte de las personas libres abandonan a cambio de comodidades insignificantes la vida y el ser al poder de otro. Las mujeres y concubinas de los tracios se disputan el ser elegidas para ser sacrificadas en la tumba de sus maridos. ¿Han encontrado jamás los tiranos número bastante de hombres consagraos a su culto, y no los arrastraron a todos a la muerte como los dominaron en vida? Ejércitos enteros se comprometieron con sus capitanes; la fórmula del juramento en la ruda escuela de los gladiadores llevaba consigo las siguientes promesas: «Juramos dejarnos encadenar, quemar, azotar y recibir la muerte con la espada, y sufrir todo cuanto los gladiadores legítimos sufren e su amo»; y religiosamente consagraban el cuerpo y el alma al servicio del mismo:

Ure meum, si vis, flamma, caput, et pete ferro

corpus, et intorto verbere terga seca[588]:

constituía el juramento una obligación sacratísima, así que algunos años entraban en ella hasta diez mil y todos perecían. Cuando los escitas enterraban a su rey, estrangulaban sobre su cuerpo la que había sido más favorecida entre todas sus concubinas, su copero, el caballerizo, el chambelán, el hujier y el cocinero; y cuando se celebraba el aniversario mataban cincuenta caballos montados por cincuenta pajes previamente empalados, desde la cintura a la garganta, y los dejaban así en formación alrededor de la tumba del monarca. Los criados que nos sirven lo hacen con dificultad menor y nos suministran menos atenciones que las que nosotros prodigamos a los pájaros, a los caballos y a los perros. ¿A qué desvelos no nos sacrificamos en aras del bienestar y comodidad de todos esos animales? Ni los servidores más abyectos hacen de buen grado por sus amos lo que los príncipes se honran en ejecutar por sus animales. Viendo Diógenes apenados a sus parientes porque carecían de medios para rescatarle de la servidumbre: «Es locura, decía, desesperarse por tal cosa: el que me cuida y me mantiene es mi criado»; aquellos a cuya guarda están encomendados los animales deben considerarse más bien como servidores que como servidos. Los animales tienen algo de más generoso que los hombres, pues jamás ningún león se puso al servicio de otro león, ni ningún caballo al servicio de otro caballo, por miseria de ánimo. Como el hombre caza a las fieras así los tigres y los leones cazan a los hombres: los unos y los otros practican un ejercicio semejante; los perros persiguen a las liebres, los sollos a las tencas, las golondrinas a las cigarras, los milanos a los mirlos y a las alondras:

Serpente ciconia pullos

nutrit, et inventa per devia rura lacerta...

Et leporem aut capream famulae Jovis et generosae

in saltu venantur aves.[589]

Compartimos el fruto de nuestra caza con nuestros perros y nuestros pájaros, como el trabajo y la habilidad que desplegamos en el ejercicio de ella. Al norte de Anfípolis, en Tracia, cazadores y halcones salvajes distribuyen el botín en partes iguales. En la región que se extiende a lo largo del Palos Meótides, el pescador deja a los lobos una parte de su presa igual a la que se reserva; si no lo hace así, los lobos desgarran al punto sus redes. De la propia suerte que nosotros tenemos un modo de cazar en el cual la habilidad es más eficaz que la fuerza, que es la que se hace con el auxilio de lazos, y también la pesca de caña con anzuelo, vense también ingeniosidades parecidas en los animales. Aristóteles refiere que la jibia lanza de su cuello una membrana larga, como una caña de pescar, la cual extiende o recoge a voluntad, a medida que advierte que algún pececillo se aproxima; le deja morder el extremo de la membrana, mientras el astuto animal se mantiene oculto en la arena o en el légamo, y luego, poco a poco, la retira hasta que el pez está próximo y de un salto puede atraparlo.

Cuanto a la fuerza, no hay animal en la naturaleza toda expuesto a mayores peligros que el hombre. No ya el elefante, la ballena o el cocodrilo y otros animales semejantes nos llevan inmensa ventaja, pues cualquiera de esas fieras corpulentas es capaz de destruir un gran número de hombres: los piojos bastaron para acabar con la dictadura de Sila[590]. El corazón y la vida de un emperador glorioso no son el desayuno de un gusanillo.

¿Por qué aseguramos que sólo el hombre dispone de conocimiento y de ciencia, que se sirve de uno y otro para discernir de las cosas que le son útiles o dañosas para la conservación de su salud o para la curación de sus enfermedades, y que sólo a la especie humana es dado conocer las virtudes del ruibarbo o del polipodio? Cuando vemos que las cabras de Candia, después de haber recibido alguna herida, eligen entre mil y mil hierbas el fresnillo para su curación; cuando la tortuga se come la víbora, busca al punto el orégano para purgarse; al dragón limpiarse y aclararse los ojos con el hinojo; a la cigüeña echarse lavativas con agua de la playa; a los elefantes, no sólo arrancarse las flechas de su propio cuerpo y extraerlas del de sus compañeros, sino también de sus amos, de lo cual da testimonio el del rey Poro, a quien venció Alejandro. Los dardos y venablos que recibieran en el combate se los quitan con destreza tal, que nosotros no acertaríamos a hacerlo con igual suavidad. ¿Por qué, pues, no decir igualmente que tales artes son hijas también de ciencia y discernimiento? Alegar, para deprimirlas, que obedecen sólo a maestría natural, no es despojarlas de aquellos dictados, es, por el contrario, dotar a los animales de mayor suma de razón que la que nosotros tenemos, puesto que, sin aprendizaje, disponen de tan singular destreza. El filósofo Crisipo, que no favorecía mucho las cualidades de inteligencia de los animales, menos que ningún otro filósofo, considerando los movimientos del perro que ha perdido a su amo o persigue cualquier presa, y se encuentra en una encrucijada a la cual concurren tres caminos diferentes, y al ver que el animal olfatea un camino y luego otro, y después de haberse asegurado de ambos sin encontrar las huellas que busca, se lanza por el tercero sin titubear, no puede menos de confesar que ese perro raciocina del modo siguiente: «He seguido la huella de mi amo hasta esta encrucijada, necesariamente ha debido partir después por uno de estos tres caminos, y como no pasó por éste ni por el otro, preciso es que haya tomado el de más allá.» Asegurándose el can, sigue diciendo el filósofo, en la conclusión a que su argumento le lleva, ya no se sirve de su olfato para examinar el tercer camino, ni para nada lo sondea, sino que se deja llevar por la fuerza de su razón. Ese rasgo, puramente dialéctico, ese uso de proposiciones divididas y conjuntas, en que no se echa de menos la enumeración suficiente de las partes, ¿no vale tanto que el perro lo conozca por sí mismo como por la doctrina del sabio Trebizonda[591]?

Sin embargo, los animales tampoco son incapaces de recibir la instrucción humana; enseñamos a hablar a los mirlos, cuervos y loritos. Esta facilidad que en ellos reconocemos de suministrarnos su voz cadenciosa, testifica que esos pájaros están dotados de raciocinio, el cual les hace capaces de disciplina y voluntad para aprender a emitir sonidos articulados. A todos nos admira el ver la diversidad de monadas como los titiriteros enseñan a sus perros; las danzas en que no dejan de ejecutar ni una sola cadencia del son que escuchan, tantos movimientos y saltos como ejecutan a la voz que se les dirige. Todavía contemplo yo con admiración mayor los perros que sirven de guía a los ciegos, lo mismo en los campos que en las ciudades; ved cómo se detienen en determinadas puertas donde acostumbran a dar limosna a sus amos, cómo evitan el encuentro con toda suerte de vehículos al atravesar los sitios en que a primera vista parece haber lugar suficiente para pasar. Yo he visto a un perro que acompañaba a un ciego a lo largo de un foso, abandonar un sendero cómodo y tomar otro camino peor para apartar a su amo del peligro. ¿Cómo se había hecho comprender a aquel animal que su misión era solamente la de mirar por la seguridad de su amo, haciendo caso omiso de su comodidad por servirle? ¿Por qué medio había conocido que tal ruta, suficientemente espaciosa para él, no lo sería para un ciego? ¿Puede todo esto comprenderse sin raciocinio ni discernimiento?

No hay que olvidar tampoco el perro que Plutarco cuenta haber visto en Roma en el teatro de Marcelo, hallándose en compañía del emperador Vespasiano, el padre. Ese perro pertenecía a un titiritero, que era también actor, y el animal tomaba parte en las representaciones como su amo Entre otras cosas, era preciso que hiciera el muerto durante algunos minutos, a causa de haber comido cierta droga: después de tragado el pan con que se simulaba el veneno, comenzaba a tiritar y a temblar como si estuviera aturdido; finalmente, se dejaba caer redondo, como sin vida, y consentía que le arrastrasen de un lugar a otro, conforme el argumento de la obra lo exigía; luego, cuando echaba de ver que la oportunidad era llegada, empezaba primero a moverse, cual si despertara de un sueño profundo, y levantando la cabeza miraba a todos lados de un modo que dejaba pasmados a todos los asistentes.

Los bueyes que trabajaban en los jardines reales de Susa, hacían dar vueltas a enormes ruedas para elevar el agua; a esas ruedas estaban sujetos los alcahuciles (muchas máquinas semejantes se ven en el Languedoc). Habíaseles enseñado a dar cien vueltas cada día, y tan hechos estaban que no fueran más ni menos, que no había medio humano de hacerles dar una más. Cuando llegaban a la ciento se detenían instantáneamente. El hombre necesita encontrarse en la adolescencia para saber contar hasta ciento, y las naciones recientemente descubiertas no tienen idea alguna de la numeración.

Mayor fuerza de raciocinio supone dar instrucción a otro que recibiría; de suerte que, dejando a un lado lo que Demócrito asegura y prueba de que la mayor parte de las artes las hemos recibido de los animales, como por ejemplo: el tejer y el coser, de la araña; el edificar, de la golondrina; la música, del cisne y del ruiseñor, y de la imitación de otros animales aprendimos la medicina, Aristóteles afirma que los ruiseñores enseñan el canto a sus pequeñuelos, empleando para ello tiempo y desvelos, por donde se explica que los que nosotros enjaulamos pierden mucho en la gracia de su canto, porque no aprendieron con sus padres. De aquí podemos deducir que esos pajarillos realzan su habilidad con el estudio y la disciplina, y aun entre los que vuelan en libertad no hay dos cuyo canto sea idéntico: cada uno aprovechó la lección conforme a su capacidad. Por la rivalidad del aprendizaje entran en lucha los unos con los otros, con ímpetu y arrojo tales, que a veces el vencido fenece falto de aliento, del cual se priva antes que de la voz. Los más jovenzuelos rumian pensativos y se esfuerzan en imitar algún fragmento del canto; oye el discípulo la lección de su preceptor y la repite con el mayor esmero; los unos permanecen mudos mientras los otros cantan y todos atienden a la corrección de los defectos, y a veces sienten los resultados de las reprensiones del maestro. Arriano cuenta haber visto un elefante de cuyos muslos pendían dos címbalos y otro sujeto a la trompa; al son de los tres, sus compañeros danzaban en derredor del músico, agachándose o levantándose, según las cadencias que la orquesta marcaba, y cuya armonía era gratísima. En las diversiones públicas de Roma se veían ordinariamente elefantes adiestrados en el movimiento y la danza, que ejecutaban al son de la voz; veíaseles también bailar en parejas adoptando posturas caprichosas, muy, difíciles de aprender. Otros había que ensayaban su lección y que se ejercitaban solos para recordarla y no ser castigados por el maestro.

La historia de la urraca, de que nos habla y da fe Plutarco, merece también particular mención. Teníala un barbero, en Roma, en su establecimiento, y el animalito hacía maravillas imitando cuantos sonidos oía. Ocurrió que, en una ocasión, se detuvieron frente a la tienda unos trompeteros que tocaron largo tiempo; después de haberlos oído, todo el día siguiente la urraca permaneció pensativa, muda y melancólica, de lo cual todo el mundo estaba maravillado, pensando que el sonido de las trompetas la habría aturdido, y que, con su oído, su canto hubiera quedado extinto; pero al fin descubrieron que, en realidad, la urraca estaba sumida en profundas meditaciones, abstraída en sí misma, ejercitando su espíritu y preparando su voz para imitar la música de aquellos instrumentos; así que lo primero que hizo después de su silencio, fue remedar perfectamente el toque de las trompetas con todos sus altos y bajos, y vencido ya el nuevo aprendizaje, desdeñó como insignificantes sus habilidades anteriores.

Tampoco quiero dejarme en el tintero el caso de un perro que Plutarco dice haber visto (y bien advierto que no procedo con mucho orden en mis ejemplos, pero téngase en cuenta que lo mismo hago en todo mi libro). Hallábase Plutarco en un navío y se fijó en un perro que hacía grandes esfuerzos por beber el aceite que estaba en el fondo de una vasija, donde no podía alcanzar con su lengua a causa de la angostura de la boca del cacharro; el can se procuró piedras que metió dentro de la vasija hasta que el líquido rebosó, y pudo con toda comodidad tenerlo a su alcance. ¿Qué acusan esas faenas, sino un entendimiento dotado de la mayor sutileza? Dícese que los cuervos de Berbería hacen lo propio cuando el agua que quieren beber está demasiado baja. Estos casos se asemejan a lo que refería de los elefantes un rey del país donde estos animales viven: cuando por la destreza de los cazadores uno de aquéllos cae en los profundos fosos que se les preparan, que se cubren luego de broza menuda para atraparlos, los demás llevan, con diligencia suma, gran cantidad de piedras y madera, a fin de que con tal argucia pueda escapar el prisionero. Pero los actos de estos animales se relacionan por tantos otros puntos con la habilidad humana, que si fuera a detallar menudamente cuanto de ellos la experiencia nos enseña, probaría fácilmente mi aserto, esto es, que existe mayor diferencia de tal a cual hombre, que la que se encuentra entre tal hombre y tal animal. Un individuo, a cuya guarda estaba encomendado un elefante en una casa de Siria, robaba en cada comida de su pupilo la mitad del pienso que tenía orden de darle; un día quiso el propio amo servir la comida al animal, y vertió en el pesebre la medida cabal que había prescrito para su alimentación; el elefante miró con malos ojos a su desconocido servidor y separó con su trompa y puso a un lado la mitad, declarando con ello el engaño de que venía siendo víctima. Otro que estaba a cargo de un individuo que ponía piedras en el pesebre para aumentar la medida, aproximose al puchero donde hervía la carne para su cena y lo llenó de ceniza. Ambos sucedidos sólo son casos aislados, mas lo que todo el mundo ha visto y todo el mundo sabe, es que en los ejércitos que guerreaban en los países de Levante, una de las resistencias mayores la constituían los elefantes, de los cuales se obtenían resultados, sin ponderación mayores que los que se alcanzan hoy con la artillería, que, con escasa diferencia, hace sus veces en una batalla bien conducida (puedan juzgar de esto más fácilmente los que conocen la historia antigua):

Siquidem Tyrio servire solebant

Annibali, et nostris ducibus, regique Molosso,

horum majores, ot dorso ferre cohortes,

partem aliquam belli, et euntem in praelia turrim.[592]

Necesario era que los romanos tuvieran cabal confianza en la habilidad de aquellos animales y en sus facultades reflexivas para dejar a su albedrío la vanguardia de un ejército, precisamente el lugar en que la menor parada que hubieran hecho, el más insignificante incidente que les hubiera obligado a volver la cabeza hacia sus gentes, habría bastado para desquiciarlo todo, a causa del enorme tamaño y del peso de sus cuerpos. Menos ejemplos se vieron de que los elefantes se lanzasen sobre las tropas a quienes habían de ayudar, que ocasiones hemos visto de pelear y matarse entre sí los soldados de un mismo bando. Encomendábaseles la ejecución, no sólo de movimientos sencillos, sino también de operaciones complicadas. Análogos servicios prestaban los perros a los españoles en la conquista de las Indias, y los pagaban sueldo y los daban participación en el botín. Estos animales mostraban tanta destreza y juicio en la persecución y vencimiento de sus enemigos y en el logro de la victoria, en avanzar o retroceder, según los casos, en distinguir los amigos de los enemigos, como de ardor y valentía.

El hombre admira y se fija más en las cosas peregrinas y singulares que en las ordinarias. Por esta razón me he detenido en enumerar tantas que son prodigiosas. A mi ver, quien examinara de cerca cuanto vemos entre los animales que viven entre nosotros, encontraría sucesos tan admirables como los que se nos dice que acontecieron en países y siglos remotos. Idéntica es la naturaleza, e inalterable es su curso: el que hubiera concienzudamente penetrado el estado actual de la misma, podría con seguridad conocer las leyes que se cumplieron en el pasado y seguirán en lo porvenir cumpliéndose. Yo he visto algunos hombres entre nosotros, que vinieron por mar de lejanas tierras, y como no entendíamos nada de su lenguaje, y porque sus maneras, su continente, sus vestidos, no guardaban ninguna analogía con los nuestros, todos los considerábamos como brutos y salvajes; todos achacábamos a estupidez y animalidad el verlos mudos, ignorantes de la lengua francesa, ignorantes de nuestros besamanos y de nuestras reverencias rastreras, de nuestro porte y modales, en los cuales, según nuestro modo de ver, debe tomar su patrón la naturaleza humana. Cuanto se nos antoja extraño lo condenamos sin remisión, y hacemos lo mismo con todo lo que no entendemos, como sucede con las ideas que de los animales nos formamos. Tienen éstos muchas cualidades que se asemejan a las nuestras, que se relacionan con nuestro modo de ser, y sólo de ellas por comparación podemos formarnos una idea más o menos conjetural; mas de las que les son peculiares y características, ¿qué conocimiento tenemos? Los caballos, los perros, los bueyes, las ovejas, los pájaros y la mayor parte de los animales que viven con el hombre, reconocen nuestra voz y la obedecen; todavía hacía más la murena de Craso, que se acercaba a su mano cuando la llamaba, y lo propio hacen las anguilas de la fuente de Aretusa. Yo he visto muchos estanques en que los peces acuden para comer a la voz de los que los cuidan:

Nomen habent, et ad magistri

vocem quisque sui venit citatus[593]:

de lo cual podemos deducir la admirable inteligencia de esos animales, como también puede con verosimilitud suponerse que los elefantes ejercen algunas prácticas religiosas, pues se les ve, después de lavarse y purificarse, levantar la trompa como si fueran sus brazos, fijar la mirada hacia el sol levante y permanecer durante largo tiempo en actitud meditativa y contempladora a determinadas horas del día; y ejecutan esta ceremonia por inclinación propia, sin enseñanza ni precepto. Mas aunque en los animales no viéramos ningún asomo de culto, no por ello nos es dable asentar que no tengan religión ni tampoco sacar consecuencias de lo que de ellos nos es desconocido. Algo podemos derivar de sus acciones cuando se asemejan a las nuestras, como la que advirtió el filósofo Cleanto, el cual refiere que vio salir un hormiguero de su nido conduciendo el cuerpo de una hormiga muerta a otro hormiguero, del cual varias le salieron al encuentro como para parlamentar con las primeras, y luego de haber permanecido juntas algunos minutos, volvieron a su casa los del segundo para dar cuenta de la entrevista a sus conciudadanas, e hicieron así dos o tres viajes, sin duda por la dificultad de la capitulación, hasta que por fin las últimas trajeron a las primeras un gusano de su guarida en calidad de rescate por el muerto; las primeras cargaron con el gusano y lo llevaron a su casa, dejando a las otras el cuerpo de la difunta. Tal es la interpretación que dio Cleanto a ese espectáculo, testimoniando con ello que los animales que carecen de voz, no dejan, sin embargo, de mantener práctica y mutua comunicación; si nosotros no los comprendemos, nuestra es la torpeza y consiguientemente la de meternos neciamente a hablar de lo que no entendemos. De suerte que los animales ejecutan acciones que sobrepasan con mucho nuestra capacidad, a las cuales nos es imposible llegar por la imitación y que ni quiera por imaginación podemos concebir. Aseguran algunos que en aquel gran combate naval que Antonio perdió contra Augusto, la galera de éste fue detenida en medio de su camino por el pececillo que los latinos llaman remora a causa de la propiedad que tiene de detener los navíos a que se sujeta. El emperador Calígula, navegando con una gran flota por las costas de la Romanía, sufrió el mismo percance; sólo su galera fue detenida de pronto por aquel pececillo, al cual mandó coger, pegado como estaba en la base de su barco, malhumorado de que un animalillo tan insignificante pudiera hacer frente al mar, a los vientos y a la violencia de los remos con permanecer sólo sujeto por la boca a los navíos. Calígula se admiró, no sin razón, de que al verlo de cerca dentro del barco no tuviera ya la misma fuerza que cuando estaba en el agua. Un ciudadano de Cizique alcanzó en lo antiguo reputación de entendido meteorólogo o por haber observado las costumbres del erizo, el cual tiene su madriguera abierta por distintos lugares en la dirección de los diversos vientos; y como posee la facultad de prever el que reinará, tapa el agujero del mismo lado que ha de soplar; visto esto por aquel individuo, hizo saber a su ciudad el viento que reinaría. El camaleón toma el color del lugar en que permanece; el pulpo adopta el color que le place, según los casos, ya para guardarse del peligro que teme, ya para atrapar la presa que busca; la modificación en el primero significa cambio de pasión y en el segundo cambio de acción. El hombre experimenta algunas mutaciones impulsado por el horror, la cólera, la vergüenza y otras causas que alteran el aspecto de su fisonomía; todas las cuales son efectos del sufrimiento, como le ocurre al camaleón; si la ictericia nos pone amarillos, en esta amarillez no toma parte alguna nuestra voluntad. Esos actos que vemos realizar a los demás animales, y que prueban en ellos mayor habilidad y destreza de las que nosotros somos capaces, acreditan en ellos la existencia de alguna facultad superior que no conocemos, como tampoco muchas otras de sus cualidades y fuerzas, de las cuales no alcanzamos rastro alguno.

De todos los medios de predicciones empleados en los tiempos pasados, las más antiguas y seguras eran las que se deducían del vuelo de las aves; nada tenemos nosotros tan admirable que a ello se asemeje. El concierto y el orden, en el movimiento de sus alas, por virtud del cual se alcanza la noción de las cosas venideras, menester es que sea encaminado por algún medio excelente a una tan elevada conclusión: atribuir resultado tan peregrino a natural instinto sin el concurso de la inteligencia ni del raciocinio, es tomar las cosas demasiado al pie de la letra sin detenerse a interpretarlas; es formarse una idea absolutamente falsa. Prueba concluyentemente mi aserto, entre otros animales, la torpilla, que no sólo posee la facultad de adormecer los miembros que se ponen en contacto con ella, sino que aun al través de los hilos y de la red transmite una adormecida pesadez a las manos de los que la mueven o manejan, y hasta dícese que vertiendo agua sobre ella siéntese llegar el adormecimiento hasta la mano, de abajo arriba, al través del agua. Tan maravillosa propiedad no es inútil al animal, quien la advierte y emplea para apoderarse de la presa que busca, ocultándose bajo el cieno a fin de que los otros peces, al deslizarse por encima, se adormezcan con la frialdad que les comunica y caigan en su poder. Las golondrinas, las grullas y otras aves viajeras, cambian de residencia según las estaciones del año, mostrando suficientemente con tal costumbre, que ejercen a voluntad, la facultad adivinadora que posee y de que se sirven aseguran los cazadores que para escoger entre varios perrillos el que deben reservarse como superior a los otros, basta con colocar a la madre en condiciones de poder elegirlo ella misma; separando los animalitos de la perrera, el primero que ella coja será siempre el mejor; o bien simulando poner fuego por todas partes al lecho de los perrillos, aquel que primero sea auxiliado aventajará a los demás. Infiérese de aquí que los animales son hábiles para adivinar y que nosotros carecemos de tal facultad, o bien que son dueños de alguna virtud singularísima para juzgar a sus pequeñuelos, diferente de la nuestra y mucho más penetrante.

La manera de nacer, engendrar, amamantar, obrar, vivir y morir de los animales es análoga a la humana; cuantas ventajas atribuimos a nuestra condición en menoscabo de la suya son gratuitas; la razón del hombre es incapaz de advertir esa superioridad. Para la conservación de nuestra salud, los médicos nos proponen como ejemplo el vivir a la manera de las bestias; la siguiente receta se oye en boca del pueblo constantemente: «Mantened calientes los pies y la cabeza; en todo lo demás vivid como los irracionales.»

El acto principal entre todos los naturales es la generación; el hombre y la mujer tienen para ella los órganos mejor dispuestos que los animales, a pesar de lo cual los médicos preceptúan que nos las arreglamos animalmente en este punto:

More ferarum,

quadrupedumque magis ritu, plerumque putantur

concipere uxores: quia sic loca sumere possunt,

pectoribus positis, sublatis semina lumbis[594];

desechando como perjudiciales esos movimientos indiscretos e insolentes que las mujeres ponen en práctica, y encaminándolas a imitar el ejemplo y uso de los irracionales de su sexo, más tranquilo y moderado:

Nam mulier prohibet se concipere atque repugnat,

clunibus ipsa vini Venerem si laeta retractet,

atque exossato ciet omni pectora fluctus.

Eicit enim sulci recta regione viaque

vomerem, atque locis avertit seminis ictum.[595]

Si procediendo conforme a justicia debe otorgarse a cada uno lo que se le debe, diremos que los animales sirven, aman y defienden a sus bienhechores; persiguen ultrajan a los extraños y a los que les ofenden, por donde practican una justicia semejante a la nuestra, y vemos también que proceden con igualdad equitativa en el cuidado de sus pequeñuelos. Cuanto a la amistad, los animales la practican sin ningún género de duda más constante y más viva que los hombres. Hircano, el perro del rey Lisímaco, no quiso abandonar el lecho de su amo cuando éste murió, ni tampoco comer ni beber, y el día que quemaron el cuerpo se arrojó al fuego y se abrasó. Parecida acción ejecutó también el perro de un individuo llamado Pirro, que no quiso moverse del lecho de su dueño desde el instante en que murió, y cuando se llevaron el cadáver se dejó conducir con él, lanzándose también en la hoguera donde el cuerpo de su amo fue quemado. Nacen a veces en el hombre ciertas inclinaciones al afecto sin que la reflexión intervenga, las cuales derivan de una causa fortuita y algunos llaman simpatías; los animales son tan capaces como nosotros de tenerlas: vémoslos tomarse cariño recíproco, ya por el color del pelo o por el aspecto del semblante, y donde quiera que se encuentren unirse al punto con ademán contento y muestras de buena acogida, al par que rechazan la compañía de otros y a veces los odian. Como nosotros, los animales tienen sus preferencias en sus amores y efectúan una selección entre las hembras; tampoco están exentos de nuestros celos y envidias irreconciliables y extremos.

Los apetitos son o naturales y necesarios, como el beber y el comer, o naturales e innecesarios como el comercio con las hembras, y también los hay que no son naturales ni necesarios; entre éstos figuran casi todos los de los hombres, como superfluos y artificiales. Es maravilla lo poco que ha menester la naturaleza para su contentamiento y cuán poco nos deja que desear. Los aprestos de nuestras cocinas son ajenos a los preceptos naturales; dicen los estoicos que el hombre podría sustentarse con una aceituna al día; la delicadeza de nuestros vinos tampoco incumbe a su regla, ni los atractivos que añadimos a los placeres del amor:

Neque illa

magno prognatum deposcit consule connum.[596]

Estos apetitos extraños que la ignorancia del bien y las ideas falsas han incrustado en nosotros son tan numerosos, que alejan por completo de nuestra vida los exclusivamente naturales, ni más ni menos que si en una ciudad hubiera tan gran número de extranjeros que bastaran a expulsar a los que nacieron en ella, o acabaran con la autoridad y poderío antiguos, usufructuándolos y haciéndose señores de ella. Los animales son mucho más ordenados que nosotros y saben contenerse con mayor moderación dentro de los límites que la naturaleza nos ha prescrito; pero no con tanta escrupulosidad que deje de quedarles alguna analogía con nuestra vida licenciosa, y así como se vieron deseos furiosos que empujaron a los hombres al amor de las bestias, hubo también animales a quienes ganó el amor humano, y que experimentaron afecciones monstruosas de una especie a otra. El elefante rival de Aristófanes, el gramático, se enamoró de una joven vendedora de flores en la ciudad de Alejandría, a quien aquél amaba, y desempeñaba su papel como el más apasionado de los galanes: paseábase por el mercado de frutas, cogía algunas con su trompa y se las llevaba a su amada; procuraba no perderla de vista e introducía su trompa en su seno por ajo del corpiño y le tentaba los pechos. Hablan también algunos de un dragón enamorado de una joven, y de una oca enamorada de un niño en la ciudad de Asopa, de un carnero que idolatraba a la artista Glaucia. Todos días vemos monos furiosamente prendados de amor por las mujeres. Vense igualmente ciertos animales que se dan al amor siendo ambos del mismo sexo. Opiano y otros autores refieren algunos ejemplos en testimonio del respeto que las bestias en sus matrimonios profesan a la parentela; mas en este punto la experiencia nos muestra lo contrario con frecuencia sobrada:

Nec habetur turpe juvencae

ferre patrem tergo; fit equo sua alia conjux;

quasque creavit, mit pequdes caper; ipsaque cujus

semine concepta est, ex illo concipit ales.[597]

¿Puede encontrarse un caso más peregrino de maliciosa sutilidad que el de la mula del filósofo Thales? Iba la caballería cargada de sal y tuvo que atravesar un río, y habiendo tropezado, los sacos se mojaron de tal modo que la sal se deshizo y la carga se aligeró; advertida esta circunstancia por la mula, se metía en los arroyos que encontraba al paso cuando llevaba el mismo cargamento, hasta que su amo, echando de ver su astucia, la cargó de lana; entonces no produciéndola el baño el efecto apetecido dejó ya de meterse en el agua. Algunos animales representan al desnudo el aspecto de nuestra avaricia, pues se les ve con ansia extrema apoderarse de cuanto pueden y esconderlo cuidadosamente aunque ningún empleo hayan de hacer de ello. En punto a los quehaceres domésticos nos sobrepasan con ventaja, no sólo por la previsión que ponen en amontonar y guardar para el porvenir, sino que poseen para ello los conocimientos necesarios: las hormigas crean sus granos y semillas a fin de que se mantengan frescos y secos cuando notan que principian a enmohecerse y a volverse rancias, evitando así que se corrompan y se pudran. La previsión y precaución que emplean para morder los granos de trigo sobrepasa a cuanto pueda imaginar la prudencia humana: como el trigo no permanece siempre seco ni bien conservado, sino que se ablanda y deshace convirtiéndose en una pasta lechosa cuando la germinación se produce, pierde entonces para las hormigas sus propiedades nutritivas; por eso muerden el extremo del grano por donde la germinación empieza.

Por lo que respecta a la guerra, que es la más aparatosa de todas las acciones humanas, quisiera yo saber si con nuestra preponderancia en ella aspiramos a ganar alguna prerrogativa, o, si por el contrario, pretendemos testimoniar nuestra debilidad e imperfección, pues que la ciencia que tiene por misión el destruirnos y acabarnos, arruinar aniquilar nuestra propia especie, no tiene por qué ser deseada de los animales, quienes la desconocen598:

Quando leoni

fortior eripuit vitam leo?, quo nemore unquam

exspiravit aper majoris dentibus apri?[599]

Sin embargo, las luchas no les son completamente ajenas, como lo prueban las furiosas acometidas de las abejas y las empresas de los príncipes de los dos ejércitos enemigos:

Saepe duobus

regibus incessit magno discordia motu;

continuoque animos vulgi et trepidantia bello

corda licet longe praesciscere.[600]

Jamás leo esta divina descripción sin ver en ella estereotipada la absurda vanidad del hombre, pues esos movimientos guerreros que nos embargan a causa de su horror y espanto; esa tempestad de gritos y alaridos;

Fulgur ibi ad caelum se tollit, totaque circum,

aere renidescit tellus, subterque virum vi

excitur pedibus sonitus, clamoreque montes

icti rejectant voces ad sidera mundi[601];

ese espantoso concierto de tantos millares de gentes armadas de tanto furor, tanto ardor, tanto valor reunidos, son casi siempre movidos o detenidos por causas vanas e insignificantes:

Paridis propter narratum amorem

Graecia Barbariae diro collisa duello[602]:

toda el Asia se perdió y consumió en guerra a causa de la mujeriega chismografía de París: la voluntad de un solo hombre, el despecho, el placer, los celos domésticos, razones, en fin, que ni siquiera debieran impulsar a arañarse a dos vendedoras de sardinas, son la causa primordial de alteraciones enormes y trastornos colosales. Los mismos promovedores y actores de las guerras nos lo declaran; oigamos al emperador más grande, al más poderoso, al más victorioso que jamás haya existido, y veremos cómo se burla y toma a risa, ingeniosísima y graciosamente, muchos combates de mar y tierra en los que expusieron o perdieron la vida quinientos mil hombres que siguieron la fortuna del emperador y agotaron la riqueza de dos mundos por coadyuvar a sus empresas:

Quod futuit Glaphyran Antonius, hanc mihi poenam

Fulvia constituit, se quoque uti futuam.

Fulviam ego ni futuam!, quid, si me Manius oret

paedicem, faciam?, non puto, si sapiam.

Aut futue, aut pugnemus, ait. Quid, si mihi vita

carior est ipsa mentula?, signa canant.[603]

(Empleo mi latín con harta libertad, aprovechando el consentimiento, que me habéis otorgado)[604]; de suerte que ese monstruo de aspectos y movimientos tan vistosos, que parece amenazar el cielo y la tierra:

Quam multi libyco voluntur marmore fluctus,

saevus ubi Orion hibernis conditur undis,

vel quam solo novo densae torrentur aristae,

aut Hermi campo, aut Lyciae flaventibus arvis;

scuta sonant, pulsuque pedum tremite excita tellus[605];

esa hidra de tantos brazos y cabezas no es, en conclusión, sino el hombre siempre débil, calamitoso y miserable: un hormiguero revolucionado,

It nigrum campis agmen[606]:

un soplo de viento contrario, el cruce de una banda de cuervos, el tropiezo de un caballo, el paso casual de un águila, una soñación cualquiera, una voz, una señal, la bruma de la mañana, bastan para dar con él por tierra. Lanzadle un rayo de sol a los ojos, y al punto le veréis aturdido; arrojadle un puñado de polvo a la vista, como a las abejas de que habla el poeta, y al instante todas nuestras banderas, todas nuestras legiones perderán la brújula, sin exceptuar siquiera la del gran Pompeyo, pues si la memoria me es fiel, Sertorio le venció en España, ayudado de tan débiles armas, que también emplearon Eumeno contra Antígono y Surena contra Craso:

Hi motus animorum, atque haec certamina tanta,

pulveris exigui jactu compressa quiescent.[607]

Láncese contra él una turba de abejas y estos animalillos acabarán con su fuerza y con su arrojo. Sitiando poco ha los portugueses la ciudad de Tamly, en el territorio de Xiatime, los moradores de aquélla condujeron a la muralla gran número de colmenas, que en el país abundan, y por medio de fuego las arrojaron tan diestramente contra sus enemigos, que éstos se vieron obligados a abandonar su empresa, no pudiendo soportar los asaltos y picaduras. Con tan ingenioso medio defendieron su ciudad y ganaron la libertad, y la buena fortuna hizo que concluido el combate no faltara ni una sola abeja en su panal. Las almas de los emperadores y las de los zapateros de viejo provienen del mismo molde; al considerar la trascendencia de las acciones de los príncipes, el peso e influjo de las mismas, pensamos acaso que son el resultado de alguna fuerza igualmente trascendental, pero nos equivocamos de medio a medio; los monarcas son guiados en sus actos por idénticos resortes que nosotros en los nuestros; la misma razón que nos indispone con el vecino ocasiona entre dos príncipes una guerra; si el motivo que nos impulsa a castigar a un lacayo lo experimenta un soberano, arruina al punto una provincia; su voluntad es tan ligera como la nuestra, pero su poderío mayor. Análogos son los apetitos que mueven a un insecto microscópico, que los que agitan a un elefante.

En punto a fidelidad todos los animales aventajan al hombre. Ninguno hay que le supere en malas artes. Nuestros cronistas hablan del encarnizamiento con que algunos perros vengaron la muerte de sus amos. El rey Pirro encontró un perro que custodiaba el cadáver de un hombre, y habiéndole dicho que el animal llevaba tres días sin moverse de aquel lugar, mandó que dieran sepultura al muerto y se llevó el perro consigo. Un día que el monarca asistía a las maniobras de su ejército, el animal vio a los matadores de su amo, corrió tras ellos en medio de grandes ladridos, lleno de rabia, y por este primer indicio preparó la venganza de la muerte, que la justicia se encargó de castigar. Otro tanto hizo el perro del poeta Hesíodo, denunciando a los hijos de Ganystor de la muerte que habían cometido en la persona de su amo. Otro perro que guardaba un templo de Atenas vio a un sacrílego ladrón que se llevaba las joyas más valiosas; ladró al malhechor, pero como los guardianes no se despertaron siguió tras él, y cuando amaneció se apartó un poco sin dejar de perderle de vista ni un momento: cuando el ladrón le daba de comer nada quería recibir de su mano, pero a los demás que encontraba en su camino los acariciaba moviendo la cola y aceptaba cuanto le ofrecían; si el ladrón se detenía para dormir, el perro se paraba en el lugar mismo; y por fin, como los guardianes tuvieran noticia del animal, se informaron de sus señas, siguieron sus huellas, y dieron con él en la ciudad de Cromyón y con el ladrón también, a quien condujeron a la ciudad de Atenas, donde fue castigado. En reconocimiento de los buenos oficios del can, los jueces ordenaron que fuese en adelante mantenido a expensas del erario, y que los sacerdotes cuidaran de él. Plutarco refiere este hecho como verídico y dice que ocurrió en su siglo.

Cuanto a la gratitud bastará citar el caso que refiere Apión608, como testigo ocular. Un día que se celebraba en Roma para divertimiento del pueblo un combate de fieras, principalmente de leones de gran altura, se vio uno entre los demás que por su furiosa actitud, fuerza y grosor de sus miembros y rugido soberbio y espantoso, atraía la atención general. Entre los esclavos que comparecieron ante el pueblo en esta lucha de fieras hubo uno de Dacia, llamado Androclo, que pertenecía a un cónsul romano. Tan luego como el león lo vio, se detuvo de pronto, cual si hubiera sido ganado por una sorpresa repentina, y luego se le acercó muy despacio, blanda y apaciblemente, como para reconocerle con mayor seguridad; luego que se hubo bien asegurado de quién era, empezó a mover la cola, como hacen los perros que acarician a sus amos, y a besar y lamer las manos y los muslos del pobre esclavo, transido de espanto y loco o miedo. Androclo recobró la calma por la benignidad del león, y la tranquilidad por haberle reconocido; entonces se acariciaron e hicieron fiestas de tal suerte que era el verlos un contento singular. El pueblo daba gritos de alegría; el emperador mandó llamar al esclavo para que le explicase la causa de un acontecimiento tan portentoso, y entonces Androclo relató la admirable historia siguiente:

«Cuando mi amo era procónsul en África me vi obligado a abandonarle por la crueldad y malos tratos que conmigo empleaba; todos los días daba orden de que me azotaran, así es que me vi precisado a escapar de la presencia de un personaje que tanta autoridad tenía en la provincia, y el medio más fácil que encontré a mano fue trasladarme a las soledades y parajes arenosos e inhabitables de aquel país, resuelto, si los medios de subsistir me faltaban, a darme la muerte. Como el sol es abrasador a la hora del medio día y el calor insufrible, encontré una caverna oculta e inaccesible e hice de ella mi guarida; no tardé mucho en recibir la visita de un león con una garra ensangrentada y herida, que se quejaba y gemía de los dolores que sufría. Cuando le vi entrar tuve mucho miedo, pero el animal viéndome oculto y atemorizado en un rincón de su vivienda, se me acercó con dulzura extrema, presentándome su garra herida y mostrándomela cual si me pidiera que se la curase; entonces le extraje una gruesa astilla que tenía incrustada, y como me hubiera familiarizado con él un poco, le oprimí la herida, la lavé y la sequé del modo que mejor me fue dable. El león, sintiéndose mejor de su mal y aliviado del dolor, se durmió con la pata entre mis manos. De entonces en adelante vivimos juntos en la caverna por espacio de tres años, alimentándonos con la misma carne, pues de los animales que mataba en sus cacerías me dejaba los mejores pedazos, que yo guisaba con el calor del sol, a falta de lumbre, y que me servían de sustento. Como andando el tiempo me cansara de una vida tan animal y salvaje, un día que como todos los demás habla salido a sus cacerías, me alejé de la caverna, y cuando habían trascurrido tres, fui sorprendido por los soldados, que me condujeron del África a esta ciudad y me pusieron en manos de mi señor, quien me condenó a perecer entre las garras de las fieras. En conclusión; a lo que yo veo, el león fue cazado poco tiempo después y hoy ha querido recompensarme de la cura que le hice y de los auxilios que le presté.»

Tal fue el sucedido que Androclo refirió al emperador y luego al pueblo, siendo puesto en libertad a petición de todos y absuelto de su condena: por voluntad general se le hizo presente del león. Viose luego, dice Apión, al esclavo conduciendo su león con una cuerda pequeña, como se lleva a un perrillo, paseándole por las tabernas de Roma, en las que le daban dinero; el león se dejaba cubrir con las flores que le arrojaban, y todos exclamaban al verlos: «¡He aquí el león huésped del hombre; he aquí el hombre que curó al león!»

Lloramos frecuentemente la pérdida de los animales a quienes profesábamos cariño; otro tanto hacen ellos cuando nosotros fallecemos:

Post, bellator equus, positis insignibus, Aethon

il lacrymans, guttisque humectat grandibus ora.[609]

Hay pueblos en que las mujeres pertenecen a varios hombres, y otros en que cada individuo tiene la suya; lo propio se ve en los animales y la fidelidad marital mejor guardada que en el género humano. En punto a la confederación y unión610que mantienen entre sí para socorrerse y auxiliarse, vense bueyes, cerdos y otras especies que al grito del ofendido toda la cuadrilla acude en su ayuda y se une para defenderle; cuando el escarro traga el anzuelo del pescador, sus compañeros se reúnen en gran número alrededor de él, y roen y parten la caña; si ocurre que alguno cae en la red, los otros le presentan la cola por fuera, el prisionero la estrecha cuanto puede y así le arrastran hacia fuera a dentelladas hasta que consiguen librarle. Los barbos, cuando uno de sus compañeros es atrapado, se colocan los demás la caña contra el espinazo, y sacan un pincho armado de dientes como una sierra, con la ayuda del cual la cortan. Cuanto a los particulares servicios que nos prestamos en la vida, lo propio puede verse entre los animales en muchas especies. Cuentan que la ballena nunca va sola, sino que la precede un pececillo semejante al gobio de mar, que por eso se llama guía; la ballena le sigue dejándose guiar en línea recta o en redondo, con la misma facilidad que el timón hace girar al navío. En recompensa de tal servicio, el cetáceo no hace daño alguno al pececillo, que duerme en su boca con seguridad completa; sabido es que todo cuanto entra en las fauces de este monstruo, lo mismo un animal que un buque, es al punto deglutido. Mientras el animalillo permanece dormido la ballena no se mueve, y tan pronto como sale al agua, el cetáceo le sigue sin detenerse; si acontece que le pierde de vista, el animal va errando por todas partes y a veces choca contra las rocas como un barco sin timón, Plutarco da testimonio de haber visto esto en la isla de Anticyre. Parecida unión existe entre el pajarillo llamado reyezuelo y el cocodrilo; el primero sirve al segundo de centinela, y cuando su enemigo el icneumón se acerca para combatirle, el pajarillo, temiendo que le sorprenda dormido, le despierta con su canto y con el pico para advertirle del peligro; vive de los restos de las comidas del cocodrilo, que le da asilo familiarmente en su boca, y le permite picotear en sus mandíbulas y en sus dientes para que recoja los pedacitos de carne que le quedaron; cuando el cocodrilo quiere cerrar la boca, el pajarillo lo advierte, que la va cerrando poco a poco para no causarle daño. La concha que llaman nácar vive de modo análogo con el pinotero, que es un animalillo semejante a él y le sirve como de hujier y portero, colocado en la abertura de las valvas, que mantiene siempre entreabiertas hasta que ve entrar algún pececillo propio a su nutrición; entonces él se interna, va picando la carne viva y la obliga a cerrar las valvas; luego los dos juntos comen la presa así encerrada. En la manera de vivir de los atunes se advierte una ciencia singular de las tres partes de la matemática, y en punto a astrología estos animales la enseñan al hombre, pues se detienen en el lugar en que el solsticio de invierno los sorprende, y no se mueven hasta que llega el equinoccio siguiente; por esta razón Aristóteles mismo los supone competentes en astronomía. En cuanto a la geometría y aritmética, estos animales construyen siempre sus cuadrillas en forma cúbica, cuadrada por todas partes, de suerte que forman un cuerpo de batallón sólido, cerrado alrededor, con seis caras iguales; nadan luego en esta disposición cuadrada, tan ancha atrás como delante, de suerte que quien ve una y cuenta un rango puede fácilmente contar los demás, porque la profundidad es igual a la anchura y ésta a la longitud.

En punto a magnanimidad es difícil probarla mejor que citando el ejemplo de un perro enorme que fue enviado de las Indias al emperador Alejandro; presentáronle primeramente un ciervo para que luchara con él, luego un jabalí, después un oso, y no hizo ningún caso de ellos, ni siquiera se dignó moverse del lugar en que se encontraba; pero apenas hubo visto un león se levantó al punto, dando con ello a entender claramente que sólo al último consideraba digno de sostener la lucha. En lo tocante al arrepentimiento y reconocimiento de las faltas cometidas, refiérese que un elefante, habiendo dado muerte al que le cuidaba, empujado por la cólera, sintiose acometido de una tristeza tan intensa que se resistió a comer, dejándose morir de hambre. En punto a la clemencia refiérese de un tigre, el más inhumano de todos los animales, a quien dieron un cabrito para que lo devorase, que pasó dos días sin comer antes de decidirse a tocarlo, y al tercero rompió la jaula en que estaba encerrado para buscar otras provisiones por no querer devorar el animal que le presentaban, que era su amigo y huésped. Y por lo que se refiere a la amistad que se engendra por el trato entre los animales, ordinariamente nos acontece ver reunidos gatos, perros y liebres.

Pero lo que la experiencia enseña a los que viajan por mar, -principalmente por el mar de Sicilia-, sobre la condición de los alciones sobrepasa cuanto el humano entendimiento pueda idear; ¿de qué otra especie animal honró jamás la naturaleza los partos, el nacimiento y la manera de criarse? Cuentan los poetas que una sola isla, la de Delos, que flotaba sobre las aguas, se afirmó para coadyuvar a la procreación de Latona; pero el Criador de todas las cosas hizo que el mar todo se detuviera, afirmara y aplanara, sin olas, vientos ni lluvias, mientras el alción engendra a sus pequeñuelos, precisamente cerca del solsticio, el día más corto del año; y por virtud de tan privilegiado animal tenemos siete días y siete noches en lo más crudo del invierno en que nos es dable navegar sin peligro alguno. Las hembras no reciben otro macho que el suyo propio, y le asisten toda la vida sin abandonarle jamás; y si cae enfermo o se inutiliza, cargan con él, le llevan por todas partes y lo auxilian hasta la hora de la muerte. Mas nadie ha podido conocer todavía la naturaleza de la maravillosa construcción con que el alción fabrica el nido de sus pequeñuelos ni adivinar los materiales de que se compone. Plutarco[611], que vio y tocó algunos nidos, cree que es con las espinas de algún pez como el alción une, liga y entrelaza, colocando unas a lo largo, las otras de través, proveyéndolo de curvas y redondeces, de tal suerte que forma un barco redondo presto a navegar. Tan luego como la construcción termina, el alción lo somete a la prueba de las olas, en el punt donde el mar, sacudiéndolo sin violencia, le hace ver las partes que no fueron sólidamente ligadas, y fortifica la en que advierte que su estructura flojea se deshace por el choque de las ondas. Por el contrario, los puntos que están bien unidos se fortifican y constriñen merced al sacudimiento del agua, de tal suerte que no pueden romperse ni deshacerse o deteriorarse a pedradas ni con el hierro, si no es con mucho trabajo. Más digna de admirarse todavía es la disposición y figura de la concavidad, pues está formada y dispuesta de manera que no puede recibir ni contener otra cosa que el ave que la edificó; a todo lo demás es impenetrable, cerrado y firme, de tal modo que nada puede meterse dentro, ni siquiera el agua del mar. He aquí una descripción clara, sacada de una obra que merece crédito, pero que no acaba de hacernos ver claramente las dificultades de tal arquitectura, así que podemos concluir que es inexplicable el sentimiento vano que nos hace considerar como inferior o interpretar desdeñosamente lo que no somos capaces de imitar ni de comprender.

Para llevar todavía un poco más lejos la correspondencia y semejanza que existe entre nuestras acciones y las de los animales, diré que como el hombre, poseen el privilegio, de que nuestra alma se glorifica, de acomodar a su condición cuanto concibe, despojando de cualidades mortales y corpóreas cuanto a ella llega; el de ordenar las cosas que estima dignas de unirse al espíritu, desligándolas de sus cualidades corruptibles y dejarlas aparte como cosa superflua y material, tales como espesor, longitud, profundidad, peso, color, olor, dureza, suavidad, blandura y todos los accidentes sensibles, para acomodarlos a su condición espiritual e inmortal. Así, por ejemplo, las ciudades de Roma y París, que mi alma se representa tales cuales son, puede concebirlas sin magnitud ni lugar, sin piedras, yeso ni madera: de idéntica facultad parece que los animales gozan, pues un caballo acostumbrado al sonido de las trompetas, a oír el disparo de los arcabuces y el cheque de las armas en los combates, a quien vemos agitarse y temblar estando dormido, extendido sobre su lecho, cual si estuviera en medio de la pelea, es seguro que concibe un sonido de tambor sin oírlo y un ejército sin que vea armas ni soldados:

Quippe videbis equos fortes, quum membra jacebun

in somnis, sudare tamen, spirareque saepe,

et quasi de palma summas contendere vires[612]:

la liebre, que un galgo imagina en sueños, tras la cual la vemos jadeante, levantar la cola, sacudirlas patas y representar a maravilla los movimientos de la carrera, es una liebre inmaterial, sin huesos y sin piel:

Venantumquenes canes in molli saepe quiete

jactant crura tamen subito, vocesque repente

mittunt, el cerebras reducunt naribus auras,

ut vestigia si teneant inventa ferarum:

expergefactique sequuntur inania saepe

cervorum simulacra, fugae quasi dedita cernant;

donec discussis redeant erroribus ad se[613]:

los perros guardianes que vemos gruñir cuando sueñan, y después ladrar y despertarse sobresaltados, como si advirtieran la llegada de algún extraño; este desconocido, que su alma divisa, es un hombre espiritual de imperceptible, sin dimensiones, color ni ser:

Consueta domi catulorum blanda propago

degere, saepe levem ex oculis volucremque soporem

discutere, et corpus de terra corripere instant,

proinde quasi ignotas facies atque ora tuantur.[614]

Por lo que a la belleza corporal respecta, antes de considerarla, sería preciso saber si estamos de acuerdo en cuál es su naturaleza. Probable es que no sepamos en qué consista la belleza, así la de la naturaleza como en general, puesto que a la del hombre y a la de cada uno en particular damos tan gran diversidad de formas. Si algún precepto nos inclinara a ella, todos la reconoceríamos como reconocemos lo tangible y lo palpable; el calor del fuego, por ejemplo. Cada cual la acomoda a su inclinación

Turpis Romano Belgicus ore color[615]:

para los indios es atezada y negra, con los labios gruesos e hinchados y la nariz achatada; cuelgan éstos gruesos anillos de oro en el cartílago para que caiga sobre la boca, e igualmente acostumbran a llevar gruesos círculos incrustados de piedras finas pendientes del labio inferior para que se acerque a la barba; la gracia más exquisita entre esos pueblos consiste en mostrar desmesuradamente la dentadura. En el Perú las orejas de mayor tamaño son las más bellas, y valiéndose de procedimientos diversos alárganlas cuanto pueden; una persona viva y sana cuenta que vio en una nación oriental el cuidado de agrandar las orejas tan acreditado, lo mismo que el cargarlas de pesadas joyas, que podía con toda facilidad meter el brazo con manga y todo por el agujero de una oreja. Otras naciones ennegrecen los dientes con superior esmero y desdeñan el verlos blancos; en otras los tiñen de color rojo. No es solamente los países vascos donde las mujeres se creen más hermosas rapándose el pelo de la cabeza; lo propio ocurre en otras partes, y, lo que es más peregrino, en ciertas regiones polares, según Plinio atestigua. Los mejicanos incluyen entre las cualidades estéticas la pequeñez de la frente, y así como se cortan el pelo de las otras partes de cuerpo hacen que en la frente crezca aplicando remedios para ello; el tamaño de los pechos debe ser desmesurado y las mujeres se esfuerzan por poder ofrecérselo a sus hijos para encima del hombro. Tal cosa para nosotros sería horrible. Para los italianos la belleza corporal ha de ser gorda y maciza, para los españoles delgada y esbelta; éstos la prefieren blanda y delicada, aquéllos fuerte y vigorosa; quién exige melindres y dulzuras, quién majestad y fiereza. Así como Platón encuentra la belleza en la forma esférica, los partidarios de Epicuro la ven en la piramidal más bien, o en la cuadrada, y no pueden transigir con un dios en forma de bola. Mas de todas suertes, en esto, como en todo lo demás, tampoco la naturaleza nos concedió ningún privilegio, sobre los otros seres; y si nos consideramos bien hallaremos que si hay algunos animales menos favorecidos que el hombre en punto a belleza, hay otros y en gran número que nos aventajan, a multis animalibus decore vincimur[616], hasta entre los que como nosotros se muevan en la tierra; pues por lo que toca a los marinos, dejando a un lado la figura, que no puede compararse por lo distinta con la nuestra, tanto se aparta en color, limpieza, pulidez, disposición, en lo demás nos ganan, como asimismo nos son muy superiores todas las aves. La prerrogativa que los poetas encuentran en el hombre por su recta estatura, que mira al cielo, ¿de dónde procede?

Pronaque quum spectent animalia cetera terram,

os homini sublime dedit, caelumque fueri

jussit, et erectos ad sidera tollere vultus[617];

no puede menos de convenirse en que es más poética que verdadera, pues hay muchos animales cuya mirada se dirige exclusivamente al firmamento, y la derechura de los camellos y de los avestruces, creo que es más gallarda que la nuestra. ¿Qué clase de animales es la que no tiene la faz elevada ni mira frente a frente como nosotros, ni descubre en su posición natural así el cielo como la tierra, como le ocurre al hombre? ¿Ni qué cualidades corporales de las que nosotros tenemos y que Platón y Cicerón describen no pueden aplicarse a mil categorías de irracionales? Los que más se nos acercan son precisamente los más feos y repugnantes de toda la escala, pues así por la apariencia exterior como por el aspecto del semblante, son los monos:

Simia quam similis, turpissima bestia, nobis![618]

interiormente y cuanto a los órganos vitales, es el cerdo. Cuando yo considero al hombre enteramente desnudo, sobre todo al sexo que parece estar adornado de cualidades más bellas, y reparo en sus tachas e imperfecciones, me convenzo de que más que ningún otro animal, hemos obrado prudentemente al cubrir nuestras fealdades. Debe perdonársenos el que nos hayamos cubierto con los despojos de aquellos a quienes la naturaleza favoreció más que al hombre, para adornarnos con su belleza, y esconderlos bajo la lana, la pluma, el pelo o la seda. Observemos, además, que el hombre es el único animal cuyos defectos ofendan a sus semejantes y el único también que se guarda de los demás cuando practica sus actos naturales. Es también una circunstancia digna de tenerse en cuenta el que los entendidos en la materia aconsejen como un remedio eficaz en las pasiones del amor la vista al descubierto del cuerpo de la amada, y que para verter el jarro de agua fría sobre el amor baste con ver al descubierto la persona amada

Ille, quod obscaenas in aperto corpore partes

viderat, in cursu qui fuit, haesit amor[619]:

y aunque tal remedio pueda proceder a veces de una condición algo delicada y fría, es una cosa que prueba nuestra debilidad el que por medio de la frecuentación y el trato que lleguemos a hastiarnos los unos de los otros. No es tanto pudor, como artificio y medida prudente, lo que hace que nuestras damas sean tan circunspectas en rechazarnos la entrada en sus tocadores antes de que se hayan pintado y acicalado para mostrarse en público:

Nec Veneres nostras hoc fallit; quo magis ipsae

omnia summopere hos vitae postscenia celant,

quos retinere volunt, adstrictoque esse in amore.[620]

Nada hay en muchos animales de que no gustemos y que no plazca a nuestros sentidos; de tal suerte, que hasta de sus mismos excrementos y secreciones obtenemos no sólo manjares exquisitos, sino nuestros más ricos perfumes y nuestros ornamentos más preciados. Claro está que todo lo dicho no va sino con el común de los hombres y mujeres: sería un verdadero sacrilegio incluir a esas divinas criaturas, sobrenaturales y extraordinarias bellezas, que a veces resplandecen entre nosotros como astros, bajo una envoltura corporal y terrestre.

Por lo demás, la parte que en los animales reconocemos de los beneficios que la naturaleza les otorgó, les es más ventajosa que la nuestra: atribuímonos bienes imaginarios sobrenaturales, bienes futuros y lejanos, de los cuales la humana capacidad no puede darse cuenta, o beneficios que nos aplicamos falsamente, merced a la licencia de nuestro juicio, como la razón, la ciencia, el honor; a los otros seres dejamos en cambio los que sólo son materiales y palpables: la paz, el reposo, la seguridad, la inocencia y la salud, que es el más hermoso y rico presente que de la naturaleza podemos recibir; de tal suerte, que hasta la filosofía estoica declara que si Heráclito y Ferecides hubieran podido cambiar su sabiduría por la salud, y librarse con tal trueque el uno de la hidropesía y el otro de la enfermedad cutánea que la atormentaba, lo hubieran hecho de buen grado. Por donde conceden todavía mayor valor a la sabiduría, comparándola y contrapesándola con la salud, que en esta otra proposición perteneciente también a la secta estoica: si Circe hubiera presentado a Ulises dos brebajes diferentes, uno para convertir un loco en cuerdo y el otro para trocar el cuerdo en loco, Ulises hubiera aceptado el de la locura, mejor que consentido en que Circe cambiara su forma humana en la de un animal, y añaden que la propia sabiduría le hubiera hablado de esta manera: «Abandóname, déjame como estoy antes que acomodarme bajo la figura y cuerpo de un asno.» ¿Cómo? ¿esa portentosa y divina sapiencia la dejan los filósofos por esta forma corporal y terrestre? No son pues la razón, la reflexión ni el alma lo que nos hace superiores a los animales; es si nuestra belleza, nuestra hermosa tez y nuestra bella disposición orgánica, por la cual nos precisa echar a un lado nuestra inteligencia, nuestra prudencia y todas las demás cualidades. Yo acepto de buen grado esa confesión ingenua y franca; en verdad conocieron que aquellas prendas de que tanto nos gloriamos, no son mas que fantasía vana. Aun cuando los animales tuvieran en su mano la virtud toda, la ciencia, la sabiduría y la firmeza de alma de los estoicos, no dejarían por eso de ser animales y no podrían por lo mismo ponerse en parangón con un hombre miserable, insensato y malo. En fin de cuentas, lo que a nosotros no se asemeja nada vale; Dios mismo, para alcanzar valer, es preciso que se nos asemeje, como más adelante veremos; de todo lo cual se deduce que no es por razones sólidas, sino por testarudez vana y loca por lo que nos tenemos por superiores a los otros seres y nos alejamos de su sociedad y condición.

Pero volviendo a mi propósito diré que, por nuestra parte, somos víctimas de la inconstancia, irresolución, incertidumbre, duelo, superstición, ansia por las cosas venideras, a veces aun después de nuestra vida; de la ambición, avaricia, los celos, la envidia, los apetitos desordenados, furiosos e indomables; de la guerra, mentira, deslealtad, detractación y curiosidad. En verdad hemos pagado cara la tan decantada razón de que nos gloriamos y la capacidad de juzgar y conocer, si la hemos alcanzado a cambio infinito número de pasiones de que incesantemente somos presa, dado caso que no queramos también ensalzarnos, como hace Sócrates, de la noble prerrogativa sobre los demás animales a quiénes la naturaleza prescribió cierto límite y época en el placer venéreo, mientras que al hombre le dejó amplio campo a todas horas y en todas ocasiones.

Ut vinum aegrotis, quia prodest raro, nocet saepissime melius est non adhibere omnino, quam, spe dubiae salutis: in opertam pernicien incurrere; sic haud scio, an melius fuerit, humano generi motum istum celerem cogitationis, acumen, solertiam, quam rationem vocamus, quoniam pestifera sint multis, admodum paucis salutaria, non dari omnino, quam tam munifice et tam large dari[621].

¿Qué provecho fue el que alcanzaron Varrón y Aristóteles por el entendimiento peregrino que les adornaba? ¿Acaso los libró de las molestias humanas? ¿Eximioles siquiera de los accidentes a que está sujeto cualquier ganapán? La lógica, ¿procuroles algún consuelo contra la gota? Porque supieran que ese humor tiene su asiento en las junturas, ¿se vieron menos libres de él? ¿Aviniéronse con la muerte por saber que algunos pueblos encuentran en ella contentamiento? ¿resignáronse con la infidelidad matrimonial por tener noticia de que en algunos países las mujeres pertenecen a varios hombres? Muy por el contrario; habiendo el primer, lugar como sabios, el primero entre los romanos, el segundo entre los griegos, en la época más floreciente de las ciencias romana y griega, ningún indicio tenemos de que disfrutaran de ninguna particular ventaja en el transcurso de sus vidas, antes bien, el griego tuvo que emplearse en lavar algunas manchas de la suya. ¿Hase demostrado que la salud y los placeres sean más gustosos para los que conocen la astrología y la gramática?

Illitterati num minus nervi rigent?[622]

¿y la vergüenza y la pobreza menos importunas?

Scilicet et morbis, et debilitate carebis,

et luctum et curam effugies, et tempora vitae

longa tibi post haec fato meliore dabuntur.[623]

Cien artesanos he conocido, y cien labradores, que fueron más prudentes y dichosos que los rectores de universidad; a los primeros quisiera yo asemejarme. A mi juicio, la doctrina debe incluirse entre las cosas necesarias para la vida, como la gloria, la nobleza, la dignidad, o cuando más, en la misma escala que la riqueza, la belleza y otros méritos que son de verdadera utilidad: nosotros las damos precio, no a su cualidad intrínseca. Para la vida social apenas si necesitamos otras leyes ni otros preceptos que los que precisan las grullas o las hormigas en la suya, quienes, sin erudición ni ciencia, se conducen de un modo ordenadísimo. Si el hombre fuera sensato, miraría las cosas según la mayor o menor utilidad que procurasen a su individuo. A considerar cada hombre por las acciones y desórdenes que realiza, encontraranse más excelentes y en mayor número entre los ignorantes que entre los sabios en toda suerte de virtudes. Valía más la antigua Roma, así en la paz como en la guerra, que la Roma sabia, causa de su propia ruina; y aun suponiendo que en todo lo demás fuera idéntica, la hombría de bien y la inocencia pertenecieron a la antigua, pues ambas cualidades sólo se avienen con la sencillez. Mas dejando a un lado este punto, que me llevaría más lejos de lo que pretendo, añadiré únicamente que sólo la humildad y la sumisión engendran los hombres de bien. No es posible del al albedrío de cada individuo el conocimiento de su deber; es preciso prescribírselo, no dejarlo a la elección de cada cual. De otro modo, considerando la variedad infinita de opiniones y razones, nos forjaríamos deberes que nos llevarían a devorarnos los unos a los otros como dice Epicuro. La primera ley que Dios impuso al hombre fue la de una mera obediencia; una orden sencilla y sin complicaciones en que el individuo nada tuviera que conocer ni que cuestionar, pues el obedecer es oficio propio del alma razonable que reconoce un ser celeste, infinitamente superior y bienhechor. De la obediencia y la sumisión nacen todas las demás virtudes, como de la rebeldía emanan todos los pecados. La primera tentación que experimentó la humana naturaleza por mediación del demonio, el primer veneno, nos fue inoculado por la promesa de ciencia y conocimiento: Eritis sicut dii, scientes bonum et malum[624]; las sirenas, para engañar a Ulises y llevarle a sus peligrosos lagos, según Homero refiere, ofreciéronle también el don de la ciencia. El tormento humano es la sed de saber; he aquí por qué la religión católica recomienda tanto la ignorancia, como el único camino de obedecer y creer: Cavete ne quis vos decipiat per philosophiam et inanes seductiones, secundum elementa mundi625. Los filósofos de todas las sectas convienen en que el soberano bien reside en la tranquilidad del alma y del cuerpo, ¿pero dónde encontrarla?

Ad summum sapiens uno minor est Jove, dives,

liber, honoratus, pulcher, rex denique regum;

Praecipue sanus, nisi quum pituita molesta est.[626]

Diríase que la naturaleza, para consuelo de nuestra condición miserable y caduca, sólo nos dio como patrimonio la presunción; así lo afirma Epicteto: «Nada hay en el hombre que le pertenezca de una manera cabal sino el uso de su raciocinio»: humo y viento sólo constituyen nuestro patrimonio. Dice la filosofía que los dioses participan de la salud en esencia y de la enfermedad en inteligencia; el hombre, inversamente, posee los bienes imaginativamente, y los males esencial y materialmente. Por eso hicimos bien en avalorar las fuerzas de nuestra fantasía, pues todos nuestros bienes no son más que sueños. Ved una muestra del orgullo de este calamitoso animal: «Nada hay, dice Cicerón, tan dulce como la ocupación de las letras, por virtud de la cual, la infinidad de las cosas, la inmensa magnitud de la naturaleza, los cielos, la tierra y los mares nos son descubiertos; ellas son las que nos enseñaron la religión, la moderación, la grandeza de ánimo; las que arrancaron nuestra alma de las tinieblas, para mostrarla todas las cosas altas, bajas, primeras, últimas y medias; las letras nos procuran los recursos de vivir dichosamente y hacen que transcurra nuestra vida sin dolores ni pecados.» Creeríase que es del dios vivo y todo poderoso de quien se habla. Y si consideramos los efectos, mil mujercillas de aldea vivieron una existencia más sosegada, dulce y tranquila que la suya:

Deus ille fuit, deus, inclute Memmi,

qui princeps vitae rationem invenit eam, quae

nunc appellatur Sapientia; quique per artem

fluctibus e tantis vitam, tantisque tenebris,

in tam tranquilla et tam clara luce locavit[627]:

palabras hermosas y llenas de magnificencia; mas, sin embargo, un accidente bien ligero puso el entendimiento del que las trazó[628] en estado más lamentable que el de un pastor, a pesar de ese dios tan decantado y de su divina sapiencia. De la misma descarada presunción es lo que promete Demócrito cuando dice: «Voy a hablar de todas las cosas», y el ridículo título que Aristóteles aplica a los hombres cuando los llama «dioses mortales», y la opinión de Crisipo sobre Dion, de quien decía que igualaba a Dios en virtud; Séneca dice que, si bien debe a Dios la vida, de su individualidad exclusiva depende el bien vivir. Idea orgullosa, análoga a ésta: In virtute vere gloriamur; quod non contingeret, si id donum a deo, non a nobis haberemus[629]. Séneca asegura también que la fortaleza del sabio es la misma que la de Dios, sólo que trasplantada en la humana debilidad, por donde el Hacedor nos supera. Tan temerarios principios abundan de un modo estupendo. A ningún hombre ofende tanto el verso comparado con Dios como contemplarse deprimido en el mismo rango que los demás animales, prueba evidente de que guardamos mayor celo por el propio interés que por el de nuestro Creador.

Es preciso pisotear esta vanidad estúpida, sacudir de una manera viva y arrojada los ridículos fundamentos en que se basan tan falsas opiniones. En tanto que el hombre crea poder disponer de una fuerza, jamás reconocerá lo que a su dueño debe; sus ilusiones no tendrán límites, menester será presentarle al desnudo. Veamos meramente algún ejemplo de su filosofía: Dominado Posidonio bajo el peso de una enfermedad tan dolorosa que le hacía retorcerse los brazos y castañetear los dientes, creía burlarse del sufrimiento, exclamando contra aquélla: «Es inútil que así me tortures, pues no dirá que seas un mal.» Lo mismo experimentaba los efectos que mi lacayo; pero desafiábalos para poner de acuerdo Al menos la lengua con los principios de su secta: re succumbere non oportebat, verbis gloriantem630. Encontrándose Arcesilao enfermo de gota, Carneades, que le fue a ver, quiso alejarse embargado por el sentimiento; pero el paciente le llamó, y mostrándole los pies y el pecho, dijo: «Nada pasó de los primeros al segundo; mi pecho se mantiene a maravilla, puesto que se da cuenta de experimentar el mal y quisiera desembarazarse de él; mas no por ello el corazón se aflige ni se abate.» Serenidad más afectada que verídica a mi entender. Afligido Dionisio Heracleotes por una vehemente irritación de los ojos, viose obligado a prescindir de sus resoluciones estoicas. Mas aun cuando la presencia de ánimo produjera los efectos que esos filósofos declaran, rebajando la fuerza de los infortunios que nos circundan, ¿qué hace la ciencia que la ignorancia no realice con mayor pureza y evidencia? El filósofo Pirro, que corría en el mar los azares de una tormenta impetuosa, exhortaba a los que le acompañaban para que no entrasen en cuidados, a que imitasen el ejemplo de un cerdo que miraba la tempestad tranquilo. La filosofía, en último recurso, presenta a nuestra consideración, para que los imitemos, los ejemplos de un atleta o de un mulatero, quienes ordinariamente ni temen la muerte ni ningún tormento, y son capaces de firmeza mayor de la que la ciencia proveyó jamás a ningún hombre que por inclinación natural no estuviera naturalmente predispuesto a la fortaleza. ¿Cuál es la causa de que se puedan cortar los tiernos miembros de un niño, o los de un caballo, con mayor facilidad que los nuestros, sino la ignorancia? ¡A cuántas personas puso enfermas la sola fuerza de imaginación! Frecuente es ver gentes que se hacen purgar, sangrar y medicinar para curar males que no existen sino en su imaginación. Cuando los males irremediables nos faltan, la ciencia nos procura los suyos: tal color de la tez presagia una fluxión catarral; las estaciones cálidas os acarrean la fiebre; esa cortadura de la línea vital de la mano izquierda os advierte que presto seréis víctima de alguna seria indisposición; la ciencia, en fin, va derechamente contra la salud misma. La alegría y el vigor de la juventud no pueden caminar unidos; es preciso extraer la sangre, aminorar la fuerza, por temor de que el exceso de vida no os perjudique a vosotros mismos. Comparad la existencia de un hombre víctima de imaginaciones tales, con la de un labrador que se deja llevar conforme a sus naturales apetitos, que mide las cosas con arreglo al estado actual en que se encuentra, sin pronósticos ni ciencia, que no está enfermo sino cuando realmente tiene el mal encima; mientras el otro tiene la piedra en el alma antes de tenerla en los riñones. Como si no tuviera ya tiempo para sufrir la enfermedad cuando realmente ésta sea llegada, hay quien la anticipa y la toma la delantera.

Innumerables son los espíritus a quienes arruinan la propia flexibilidad y fuerza. Ved la mutación que ha experimentado por su propia agitación uno de los ingenios más juiciosos y mejor moldeados en la pura poesía antigua, superior en esto a todos los demás poetas italianos que jamás hayan existido. ¿No tiene que estar reconocido a la vivacidad que le mató? ¿A la claridad que le cegó? ¿Al acertado y constante ejercicio de sus facultades que le dejaron sin razón? ¿A la curiosa y laboriosa investigación científica que le condujo a la estupidez? ¿A la rara aptitud para los ejercicios del alma que le dejaron sin alma ni ejercicio? Experimenté más despecho que compasión al verle en Ferrara631en tan lastimoso estado, sobreviviéndose a sí mismo, desconociéndose y desconociendo sus obras, las cuales vieron la luz sin que él las revisara, aunque las tuviera delante de sus ojos. Aparecieron sin corregir e informes.

¿Queréis que el hombre vive sano, que se gobierne ordenadamente y se mantenga en postura segura y firme? Envolvedle en las tinieblas, en la ociosidad, e inoculadle la pesantez de espíritu; precisa que nos estupidecemos para penetrar en los dominios de la prudencia, y que nos dejemos deslumbrar para ser guiados. Y si se me repone que la ventaja de ser poco sensibles a los dolores y a los males, lleva consigo el inconveniente de hacernos menos delicados para el disfrute de los bienes y los goces, dirá que así es en efecto; más la miseria de nuestra condición es causa de que tengamos más ocasiones de huir los males, que de gozar los bienes, y el placer mayor no nos produce tanto efecto como el dolor más ligero, segnius homines bona quam mala sentium[632]: no nos damos cuenta del bienestar que acompaña a la cabal salud, pero en cambio nos tortura la enfermedad más insignificante:

Pungit

in cute vix summa violatum plagula corpus;

quando valere nihil quemquam movet. Hoc juvat unum,

quod me non torquet latus, aut pes: cetera quisquam

vix queat aut sanum sese, aut sentire valentem[633]:

nuestro mayor bien es la privación del mal, por eso la secta filosófica que colocó el placer en primer término, hízolo consistir en la ausencia de dolor. La ausencia del mal es la mayor suma de bien que el hombre pueda esperar, como decía Enio:

Nimium boni est, cui nihil est mali.[634]

El mismo cosquilleo y aguzamiento que se encuentra en ciertos placeres, y que parece trasportarnos a un estado superior a la salud y a la ausencia de dolor, ese goce activo, que se mueve, que nos inflama y nos muerde, tampoco alcanza más allá que a la ausencia del dolor mismo. El apetito que nos empuja hacia las mujeres, obedece sólo a la necesidad de expulsar el malestar que nos produce el deseo ardiente y furioso, y no busca otra cosa más que saciarlo y ganar la calma, quedándose libre de la fiebre. Lo propio acontece con los otros placeres. Así que, si la simplicidad nos encamina a preservarnos del mal, nos conduce un estado dichoso, dada nuestra naturaleza. Mas no hay que suponerla tan aplomada que sea absolutamente incapaz de sentimientos, pues Crántor tenía razón al combatir la insensibilidad de Epicuro de ser tan profunda que la acometida misma y el nacimiento de los males no hicieran en él la menor mella. «Yo no alabo esa insensibilidad que no es posible ni deseable; me conformo con estar bien, pero si caigo enfermo, quiero saber que lo estoy; y si se me aplica el cauterio o se me opera con el bisturí quiero sentir sus efectos.»[635] Quien desarraigara la noción del dolor, extirparía igualmente la del placer, y en conclusión aniquilaría al hombre: Istud nihil dolore non sine magna mercede contingit immanitatis in animo, stuporis in corpore[636]. El hombre participa del bien y del mal: ni el dolor debe siempre huirse, ni marchar constantemente en seguimiento de los placeres.

Constituye un argumento poderoso en pro de la ignorancia el que la ciencia misma nos arroje entre sus brazos cuando no encuentra a mano el medio de hacernos superiores al peso de los males; la ciencia se ve obligada a transigir con nuestra libertad, encomendándonos a la ignorancia y cobijándonos bajo su protección para ponernos al abrigo de los golpes y de las injurias de la fortuna. «¿Qué otra cosa significa el precepto de apartar nuestra mente de los males que nos agobian para convertirla al recuerdo del placer perdido; ni el servirnos para consuelo de los males presentes del recuerdo del placer que en otro tiempo disfrutamos; ni el llamar en nuestro auxilio la alegría desvanecida para oponerla a lo que nos tortura?» Levationes aegritudinum in avocatione a cogitanda molestia, et revocatione ad contemplandas voluptates, ponit637. Así pues, donde la fuerza le falta pretende emplear el artificio, y hacer ejercicios gimnásticos allí donde la faltan el vigor del cuerpo y la fuerza de los brazos, pues no ya al filósofo, al más simple mortal que siente los efectos de la fiebre, ¿qué alivio le procurará el recuerdo de la dulzura del vino griego? Entiendo que esto servirá más bien a empeorar la situación:

Che ricordarsi il ben doppia la noja.[638]

De igual naturaleza es este otro consejo que la filosofía recomienda: guárdese sólo en la memoria el recuerdo de la dicha extinta y bórrense las penas que sufrimos; como si de nuestro albedrío dependiera la ciencia del olvido: otra prueba de nuestra insignificancia:

Suavis laborum est praeteritorum memoria.[639]

¡Cómo! ¿y la filosofía, que debe hacerme fuerte para combatir los azares de la fortuna; que debe templar mi ánimo para pisotear todas las humanas adversidades, cae también en la flojedad de hacerme esquivar las desventuras por medio de esos rodeos ridículos y cobardes? Porque la memoria nos representa, no precisamente lo que queremos, sino lo que buenamente la place; y nada se imprime de un modo tan vivo en nuestra mente como aquello que deseamos olvidar: es un excelente remedio para guardar y grabar en nuestra alma algún hecho, el pretender olvidarlo. Es falso este principio de Cicerón: Est situm in nobis, ut et adversa, quasi perpetua oblivione obruamus, et secunda jucunde et suaviter meminerimus[640]; pero este otro es verdadero: Memini etiam quae nolo; oblivisci non possum quae volo[641]. ¿De quién es este principio? De aquel qui se unus sapientem profiteri sit ausus[642].

Qui genus humanum ingenio superavit, si omnes

praestinxit, stellas exortus uti aetherius sol.[643]

Aminorar y desalojar la memoria, ¿no es seguir el verdadero camino de la ignorancia?

Iners malorum remedium ignorantia est.[644]

Igualmente vemos otros preceptos análogos, por virtud de los cuales se nos consiente tomar prestadas del vulgo ciertas apariencias frívolas, siempre y cuando que nos sirvan de consolación y contentamiento; donde no pueden curar la herida se conforman con adormecerla y paliarla. Yo creo que si en la mano de esos filósofos estuviera disponer de algún medio con que socorrer el orden y la firmeza en una vida que se mantuviera tranquila y plácida, merced a alguna débil enfermedad del juicio, la aceptarían de buen grado:

Potare, et spargere flores

incipiam, patiarque vel inconsultus haberi.[645]

Encontraríanse muchos filósofos del parecer de Lycas, quien a pesar de vivir una existencia ordenada, dulce y apacible, rodeado de los suyos, no faltando a ninguno de sus deberes ni para con su familia ni para con los extraños, preservándose a maravilla de las cosas que podían serle perjudiciales, había tomado la manía, por algún ligero trastorno de sus sentidos, de creer que se encontraba en todo momento en los espectáculos y en los teatros, y que presenciaba la representación de las mejores comedias. Luego que fue curado por los médicos de aquella ilusión, faltó poco para que les armase un proceso con objeto de que le restablecieran en la dulzura de sus pasadas imaginaciones:

Pol!, me occidistis, amici,

non servastis, ait; cui sic extorta voluptas,

et demptus per vim mentis gratissimus error[646];

situación análoga a la de Thrasilao, hijo de Pythodoro que creía que todos los navíos que salían del puerto de Pireo y todos los que llegaban, hacían los viajes exclusivamente para su provecho; alegrábase cuando no ocurrían averías a los barcos y acogía con júbilo la llegada de cada uno. Su hermano Crito hízole recobrar la sensatez, pero Thrasilao echó de menos el estado en que había vivido anteriormente, el cual contribuía a su felicidad. Es lo que dice este verso griego antiguo, «que es mucho más ventajoso no ser tan avisado»:

 [647]

Y el Eclesiastés añade «que al exceso de sabiduría acompaña el exceso de pena; quien adquiere la ciencia, adquiere también trabajos y tormentos».

El hecho mismo en que la filosofía conviene en general, el último remedio que recomienda a toda suerte de desdichas, que consiste en poner fin a la vida, cuando no podemos soportarla: Placet? pare. Non placet? quacumque vis, exi... Pungit dolor? Ve fodiat sane. Si nudus es, da jugulum; sin tectus armis Vulcaniis, id est fortitudine, resiste[648]; y esta orden de los griegos a los que invitaban a sus festines. Aut bibat, aut abeat[649] que suena mas propiamente en la boca de un gascón que en la del orador romano, porque el primero cambia fácilmente la V en B:

Vivere si recte nescis, decede peritis.

Lusisti statis, edisti satis, atque bibisti;

tempus abire tibi est, no potum largius aequo

rideat, et pulset lasciva descentius aetas[650]:

¿que viene a significar sino la confesión de su impotencia y la recomendación no sólo de la ignorancia para ponerse a cubierto, sino de la estupidez misma, de la insensibilidad y del no ser?

Democritum postquam matura vetustas

admonuit memorem, motus languescere mentis;

sponte sua letho caput obcius obtulit ipse.[651]

Tal era el parecer de Antístenes, «que creía en la necesidad de aprovisionar juicio para obrar con cordura o cuerda para ahorcarse»; y el de Crisipo, que aseguraba, a propósito de un verso de Tirteo:

De la vertu, ou de mort approcher

que era preciso acercarse a la virtud o a la muerte. Crates decía que los males del amor se curaban con el hambre o con el tiempo; y a quien ambos medios desplacían, recomendábale la cuerda. Sexto, de quien Plutarco y Séneca hablan con gran encomio, lo abandonó todo para consagrarse exclusivamente al estudio de la filosofía, y decidió arrojarse al mar viendo que sus progresos eran demasiado lentos y tardío el fruto: como la ciencia le faltaba, se lanzó a la muerte. He aquí cuáles eran los términos de la ley estoica en esto punto: «Si por acaso aconteciese a alguno una desgracia irremediable, el puerto está cercano y el alma puede salvarse a nado fuera del cuerpo, como apartada de un esquife que se va a pique, pues el temor de la muerte, no el deseo de vivir, es lo que al loco retiene amarrado al cuerpo.»

Del propio modo que la sencillez de alma hace la vida más grata, truécase también en más inocente y mejor, como dije antes: los ignorantes y los pobres de espíritu, dice san Pablo, se elevan hasta el cielo y lo disfrutan; nosotros, en cambio, con todo nuestro saber nos sumimos en los abismos del infierno. Y no hablo de Valiente[652], enemigo jurado de la ciencia y de las letras, ni de Licenio, ambos emperadores romanos, que llamaban a aquéllas peste y veneno de toda nación bien gobernada; ni de Mahoma, que según he leído prohibió a sus sectarios el estudio de las ciencias. El ejemplo del gran Licurgo y su autoridad por todos reconocida, merecen ser tenidos en cuenta: en aquella maravillosa organización lacedemonia, tan admirable y durante tanto tiempo floreciente, estado feliz y virtuoso, si los hubo, fue desconocido el ejercicio de las letras. Los que vuelven del nuevo mundo, descubierto por los españoles en tiempo de nuestros padres, nos testimonian cómo esas naciones, sin leyes ni magistrados, viven mejor reglamentadas que las nuestras, donde se cuentan más funcionarios y leyes que hombres desprovistos de cargos, y que acciones:

Di citatorie piene e di libelli,

d'esamine, e di carte di procure

avea le mani e il seno, e gran fastelli

di chiose, di consigli, e di letture

per cui le facultà de poverelli

non sono mai nelle città sicure.

Avea dietro e dinanzi, e d'ambi i lati.

Notai, procuratori, ed avvocati.[653]

Decía un senador de los últimos siglos de Roma, que el aliento de sus predecesores apestaba a ajos, pero que el estómago guardaba el perfume de las conciencias honradas; y que, al contrario, sus conciudadanos olían bien exteriormente, pero por dentro hedían en fermento toda suerte de vicios, lo cual vale tanto a lo que se me alcanza como si se dijera que los adornaban saber y competencia grandes, pero que la hombría de bien brillaba por su ausencia. La rusticidad, la ignorancia, la sencillez, la rudeza, marchan de buen grado con la inocencia; la curiosidad, la sutileza, el saber, arrastran consigo la malicia. La humildad, el temor, la obediencia, el agrado, que constituyen las piedras fundamentales para el sostenimiento de la sociedad humana, exigen un alma vacía, dócil y poco prevalida de sí misma. Los cristianos saben a maravilla que la curiosidad es un mal inherente al hombre, y el primero que causó su ruina el deseo de aumentar la ciencia y la sabiduría fue la causa de la perdición del género humano, fue el camino por donde se lanzó a la perdición eterna; el orgullo nos pierde y nos corrompe, el orgullo es el que arroja al hombre del camino ordinario, lo que lo hace adoptar las novedades, y pretender mejor ser jefe de un rebaño errante y desviado por el sendero de la perdición, ser preceptor de errores y mentiras, que simple discípulo en la escuela de la verdad, dejándose guiar y conducir por mano ajena al camino derecho y hollado. Es lo que declara esta antigua sentencia griega:  imagen, «la superstición sigue al orgullo y le obedece como a su padre».[654] ¡Oh presunción eterna, cuánto, cuantísimo nos imposibilitas!

Luego que Sócrates fue advertido de que el dios de la sabiduría le había aplicado el dictado de sabio, quedó maravillado, y buscando o investigando la causa, como no encontrara ningún fundamento a tan divina sentencia, puesto que tenía noticia de otros a quienes adornaban la justicia, la templanza, el valor y la sabiduría como a él, y que a la vez eran más elocuentes, más hermosos y más útiles a su país, dedujo que la razón de que se le distinguiera de los demás y se le proclamara sabio, residía en que él no se tenía por tal y que su dios consideraba como estupidez singular la del hombre lleno de ciencia y sabiduría; que su mejor doctrina era la de la ignorancia, y la sencillez la mejor ciencia. La divina palabra declara miserable al hombre que se enorgullece: «Lodo y ceniza, le dice, ¿quién eres tú para glorificarte?» Y en otro pasaje: «Dios hizo al hombre semejante a la sombra», de la cual ¿quién juzgará, cuando por el alejamiento de la luz, aquélla sea desvanecida? No somos más que la nada.

Estamos tan lejos de que nuestras fuerzas puedan llegar a concebir la grandeza divina, que entre las obras de nuestro Creador, aquellas llevan mejor el sello de la magnificencia y son más dignas del Ser supremo que menos están a nuestro alcance. Constituye un motivo de creencia para los cristianos el encontrar una cosa increíble; más está de parte de la razón cuanto más se aleja de la humana razón; pues si fuera conforme a ésta, ya no sería milagro; y si fuera análoga a otra, no llevaría ya el sello de la singularidad. Melius seitur Deus, nesciendo[655], dice san Agustín; y Tácito: Sanctius est ac reverentius de actis deorum credere, quam scire[656], y Platón entiendo que hay alguna levadura de impiedad en el inquirirse con curiosidad extremada de Dios, del mundo y de las causas primeras de las cosas. Atque illum quidem parentem hujus universitalis invenire, difficile; et quum jam inveneris, indicare in vulgus, nefas[657], dice Cicerón. Nuestros labios profieren las palabras Poder, Verdad, Justicia, que encierran la significación de algo grande, pero esa grandeza de ningún modo la vemos ni la concebimos. Decimos que Dios teme, que Dios monta en cólera, que Dios ama,

Inmortalia mortali sermone notantes[658]:

son esos atributos que no pueden residir en Dios conforme los suponen nuestras mezquinas facultades; ni podemos tampoco imaginarias a la altura de la grandeza en que Dios las reúne. Sólo él puede conocerse y ser intérprete de sus obras; si se nos muestra, es para rebajarse, descendiendo en nosotros que nos arrastramos sobre la tierra. «Siendo la prudencia la elección entre el bien y el mal, ¿cómo puede convenir a Dios, a quien ningún mal amenaza? ¿cómo la inteligencia y la razón, de que nos servirnos para llegar de lo incierto a lo evidente, puesto que para Dios nada hay desconocido? La justicia, que recompensa a cada uno según sus merecimientos, la que fue engendrada por la sociedad de los humanos, ¿cómo puede residir en Dios? Ni la templanza, que es la moderación de los apetitos del cuerpo, los cuales nada tienen que ver con la divinidad; la fortaleza en el soportar el dolor, el trabajo, los peligros, no le pertenecen tampoco, que ninguna comunicación ni acceso tienen para con él. Por eso Aristóteles le considera exento por igual de virtudes y de vicios: Neque gratia, neque ira teneri potest; quae talia essent, imbecilla essent omnia[659].

La participación grande o pequeña que en el conocimiento de la verdad tenemos, no la adquirimos con nuestras propias fuerzas; Dios nos lo probó sobradamente escogiendo a personas humildes, sencillas e ignorantes, para instruirnos en sus admirables designios. Tampoco alcanzamos la fe por virtud de nuestro esfuerzo, porque la fe es un presente purísimo de la liberalidad ajena. No por la reflexión ni con la ayuda del entendimiento acogemos la religión, sino, merced a la autoridad y mandamientos ajenos. La debilidad de nuestro juicio nos ayuda más que la fuerza, y nuestra ceguera más que nuestra clarividencia. Con el auxilio de nuestra ignorancia, más que con el de la ciencia, logramos tener idea de la divina sabiduría. No es maravilla que a nuestros medios naturales y terrenales sea imposible lograr el conocimiento sobrenatural y celeste: pongamos sólo de nuestra parte obediencia y sumisión, pues como nos dice la divina palabra: «Acabará con la sapiencia de los sabios y echará, por tierra la prudencia de los prudentes; ¿dónde está el controversista del siglo, el sabio, el censor? ¿No redujo Dios a la nada la ciencia mundana? Y puesto que el mundo no llegó al conocimiento divino por sapiencia, plugo a Dios que por la ignorancia y la sencillez de la predicación fueran salvados los creyentes.»[660]

Y, si en fin, pretendiéramos persuadirnos de si reside en el poder del hombre encontrar la solución de lo que investiga y busca, y si la tarea en que viene empleándose de tan dilatados siglos a hoy le enriqueció con alguna verdad, fundamental y le proveyó de algún principio sólido, yo creo que, hablando en conciencia, se me confesará que toda la adquisición que alcanzó al cabo de tan largo estudio es la de haber aprendido a reconocer su propia flaqueza. La ignorancia que naturalmente residía en nosotros ha sido después de tantos desvelos corroborada y confirmada. Ha ocurrido a los hombres verdaderamente sabios lo que acontece a las espigas, las cuales van elevándose y levantan la cabeza derecha y altiva mientras están vacías, pero cuando están llenas y rellenas de granos en su madurez comienzan a humillarse y a bajar los humos. Análogamente, los hombres, que lo experimentaron todo y lo sondearon todo, como no encontraron en ese montón de ciencia ni en la provisión de tantas cosas heterogéneas, nada fundamental ni firme, sino sólo vanidad, renunciaron a su presunción y concluyeron por reconocer su condición natural. Es lo que Veleyo reprocha a Cotta y a Cicerón, diciéndoles «que la filosofía les enseñó a convencerse de su ignorancia». Ferecides, uno de los siete sabios, escribió a Thales, momentos antes de expirar, diciéndole «que había ordenado a los suyos, luego que lo hubieran enterrado, que le llevaran sus manuscritos para que si satisfacían a aquél y a los otros sabios, los publicaran, o para que los destruyeran, de encontrarlos insignificantes. Mis escritos, añadía, no contienen ningún principio cierto que me satisfaga; así que no tengo la pretensión de haber conocido la verdad ni la de haberla alcanzado; hago entrever las cosas más que las descubro». El hombre más sabio que haya jamás existido, cuando le preguntaron qué era lo que sabía, respondió que sólo tenía noticia de que no sabía nada. Con lo cual corroboraba el dicho de que la mayor parte de las cosas que conocemos es la menor de la que ignoramos, es decir, que aquello mismo que creemos saber es una parte pequeñísima de nuestra ignorancia. Conocemos las cosas en sueños, dice Platón, pero las ignoramos en realidad. Omnes pene veteres, nihil cognosci, nihil percipi, nihil sciri posse dixerunt; angustos sensus, imbecilles animos, brevia curricula vitae[661]. Del propio Cicerón, que debió al saber toda su fortuna, dice Valerio que, cuando llegó a viejo, amaba ya menos las letras; y que mientras las cultivó, hízolo sin inclinarse a ninguna solución, siguiendo la que le parecía probable, propendiendo ya a una doctrina, ya a otra y manteniéndose constantemente en la duda de la Academia: Dicendum est, sed ita, ut nihil affirmem, quaeram omnia, dubitans plerumque, et mihi diffidens[662].

Sería muy ventajoso para mi propósito considerar al hombre en su común manera de ser, en conjunto, puesto que el vulgo juzga la verdad, no por la calidad de las razones sino por el mayor número de hombres que de igual modo opinan. Pero dejemos tranquilo al pueblo,

Qui vigilans stertit

mortua cui vita est prope jam, vivo atque videnti[663];

que ni juzga ni siente según su propia experiencia, que no emplea sus facultades y las deja ociosas; quiero considerar al hombre superior. Considerémosle, pues, en el reducido número de personajes escogidos que, habiendo sido naturalmente dotados de facultades excelentes, las perfeccionaron y aguzaron por estudio y por arte, y llevaron su entendimiento a la región más alta que pueda alcanzar. Tales hombres guiaron su alma en todos sentidos y la dirigieron a todos los lugares, la auxiliaron y favorecieron con todos los recursos extraños que la fueron favorables, la enriquecieron y adornaron con todo lo que pudieron hallar para su perfeccionamiento en el mundo exterior o interior; en ellos, pues, se encierra la perfección suprema de la humana naturaleza; ellos proveyeron el mundo de reglamentos y leyes, o instruyeron a los demás hombres por medio de las artes y las ciencias y los dieron ejemplo con sus admirables costumbres. Me limitaré sólo a esos hombres, a su testimonio y experiencia, y veremos hasta dónde llegaron y los progresos que hicieron: los defectos y enfermedades que nos muestre esa selección, debe el mundo todo considerarlos como propios.

El que se consagra a la investigación de la verdad llega a las conclusiones siguientes: unas veces la encuentra, otras declara que no puede descubrirla por ser superior a nuestras facultades, y otras que permanece buscándola. Toda la filosofía se halla comprendida en estas tres categorías: buscar la verdad, la ciencia y la certeza. Los peripatéticos, los discípulos de Epicuro, los estoicos y otras sectas creyeron haberla encontrado y echaron los fundamentos de las ciencias que poseemos, que consideraron como incontrovertibles. Clitomaco, Carneades y los académicos desesperaron de encontrar la verdad y juzgaron que nuestras facultades eran incapaces para ello; éstos dejaron sentado el principio de la humana debilidad, y fueron los que contaron mayor número de adeptos, superiores también en calidad. Pirro y otras escépticos o epiquistas, que según testimonian algunos antiguos sacaron sus doctrinas de Homero, de los siete sabios, de Arquíloco y de Eurípides, y entre aquéllos incluyen también a Zenón, Demócrito y Jenófanes, declaran que se encuentran en el camino de la investigación de la verdad, y juzgan que los que creen haberla encontrado, son víctimas de un error grande, considerando además que hay una vanidad demasiado temeraria en los que aseguran que las fuerzas humanas no son capaces de alcanzarla, pues el fijar la medida de nuestros alcances en conocer y juzgar la dificultad de las cosas, suponen una ciencia extremada, de que dudan que el hombre sea capaz:

Nil sciri si quis putat, id quoque nescit

an sciri possit quo se nil scire fatetur.[664]

La ignorancia que se conoce, que se juzga y que se condena no es una ignorancia completa; para serlo, sería necesario que se ignorara a sí misma, de suerte que la tarea de los pirronianos consiste en dudar de las cosas e inquirirse de las mismas no asegurándose ni dando fe de nada. De las tres acciones que el alma realiza: la imaginativa, la apetitiva y la consentiva, aceptan sólo las dos primeras, la última mantiénenla en situación ambigua, sin inclinación ni aprobación hacia la más ligera idea. Zenón representaba gráficamente las tres facultades del alma del siguiente modo: con la mano extendida y abierta, la apariencia; con la mano entreabierta, y los dedos un poco doblados, la facultad consentiva, y con la mano cerrada significaba la comprensión; y si con la mano izquierda oprimía el pulso más estrechamente, representaba la ciencia. Ese estado de su juicio, recto e inflexible, que considera todos los objetos sin aplicación ni consentimiento, los encamina a la ataraxia, que es un estado de alma apacible y tranquilo, exento de las sacudidas que recibimos por la impresión de la opinión y ciencia que creemos tener de las cosas, de la cual emanan el temor, la avaricia, la envidia, los deseos inmoderados, la ambición, el orgullo, la superstición, el amor a lo nuevo, la rebelión, la desobediencia, la testarudez y casi todos los males corporales; y hasta se libran los pirronianos del celo de su disciplina, merced a sus procedimientos de doctrina, porque nada toman a pechos y nada les importa ser vencidos en las disputas. Cuando dicen que los cuerpos buscan su centro de gravedad, entristeceríales el ser creídos, y prefieren que se les contradiga para engendrar así la duda y aplazamiento del juicio, que es el fin que persiguen. No establecen sus proposiciones sino para combatir los reparos que les hagamos. Cuando se aceptan las suyas, combátenlas del mismo modo: todo les es igual, a nada se inclinan. Si sentáis que la nieve es negra, argumentaran no es blanca; si aseguráis que no es ni blanca los mantendrán que es lo uno y lo otro; si sostenéis que no sabéis nada, ellos asegurarán que no estáis en lo cierto, y si afirmativamente aseguráis encontraros en estado de duda, tratarán de convenceros de que no dudáis, o de que no podéis asegurar a ciencia cierta que dudéis.

Merced a esta duda llevada al último límite, se separan y dividen de muchas opiniones, hasta de aquellas que mantuvieron la duda y la ignorancia. ¿Por qué no ha de ser lícito a los dogmáticos, de los cuales unos dicen verde y otros amarillo, profesar la duda como nosotros? ¿Hay algo que pueda someterse a vuestra consideración para aprobarlo o rechazarlo que no sea fácil acoger como ambiguo? Puesto que los demás son arrastrados por las ideas de su país, o por las que recibieron de su familia, o por el azar, sin escogitación ni discernimiento, a veces antes de hallarse en la edad de la reflexión, a tal o cual opinión, hacia la secta estoica o la de Epicuro, a las cuales se encuentran amarrados y sujetos como a una presa de que no pueden libertarse ni desligarse, ad quamcumque disciplinam, velut tempestate, delati, ad eam, tanquam ad saxum, adhoerescunt[665]; ¿por qué no ha de serles dado mantener su libertad y considerar las cosas libremente, sin ningún género de servidumbre? hoc liberiores et solutiores, quod integra illis est judieandi potestas666. ¿No es mucho más conveniente el verse desligado de la necesidad que sujeta a los demás? ¿No es mil veces preferible permanecer en suspenso a embrollarse en tantísimos errores como forjó la humana fantasía? ¿No vale más suspender el juicio, que sumergirse en mil sediciosas querellas? ¿A qué partido me inclinaré? «Inclinaos al que os plazca, siempre y cuando, que adoptéis alguno.» Respuesta necia que sin embargo, todo dogmatismo nos conduce, puesto que con él no nos es permitido ignorar lo que en realidad ignoramos. Adoptad la doctrina más acreditada, jamás será tan incontrovertible que no os sea indispensable, para sustentarla, atacar y combatir mil y mil doctrinas opuestas; así que, mejor es apartarse de la lucha. Si es lícito a cualquiera abrazar tan firmemente como el honor y la vida las ideas de Aristóteles sobre la eternidad del alma y rechazar las de Platón sobre el mismo punto, ¿por qué ha de impedirse que los escépticos las pongan en tela de juicio? Si Panecio se abstiene de emitir su opinión sobre los arúspices, sueños, oráculos, vaticinios y otros medios adivinatorios en que los estoicos creen, ¿por qué el sabio no ha de osar poner en duda lo terreno y lo extraterreno, como Panecio los oráculos, por haberlo aprendido de sus maestros, conforme a la doctrina de su escuela, de la cual aquél es sectario y también jefe? Si el que formula un juicio es un niño, desconoce los fundamentos del mismo; si es un sabio, es víctima de alguna preocupación. Los pirronianos se reservaron una ventaja inmensa en el combate, desechando todo medio de defensa; nada les importa, que se les ataque, con tal de que ellos ataquen también. Todo les sirve de argumento. Si vencen, vuestra proposición cojea; si sois vosotros los vencedores la suya; si flojean, acreditan su ignorancia; si vosotros incurrís en esa falta, acreditáis la vuestra; si aciertan a probar que nada puede ser conocido, todo marcha a maravilla; si no logran demostrarlo, todo va bien igualmente: Ut quum in cadem re paria contrariis in partibus momenta inveniuntur, facilius ab utraque parte assertio sustineatur[667]: más bien se complacen en demostrar que una cosa es falsa, que en hacer ver que es verdadera, y en patentizar lo que no es que lo que es realmente, e igualmente lo que no creen que lo creen. Las palabras que profieren son: «Yo no siento ningún principio; no es así, ni tampoco de otro modo, la verdad no se me alcanza, las apariencias son semejantes en todas las cosas; el derecho de hablar en pro y en contra es perfectamente lícito; nada me parece verdadero que no pueda parecerme falso.» Su frase sacramental es  imagen, es decir, «sostengo, pero no me decido». Estos son sus estribillos y otros de parecido alcance. El fin de los mismos es la pura, cabal y perfectísima suspensión del juicio; sírvense del raciocinio para inquirir y debatir, mas no para escoger ni fijar. Imagínese una perpetua confesión de la ignorancia, y un juicio que jamás se inclina a ningún principio, sean cuales fueren las ideas, y se comprenderá la doctrina pirroniana; la cual explico lo mejor que me es dable, porque muchos encuentran difícil el penetrar bien en sus principios. Los autores mismos que de ella trataron, muéstranla un tanto obscura, y no todos coinciden en la determinación de sus miras.

En las acciones de la vida los pirronianos proceden como todo el mundo, déjanse llevar por las naturales inclinaciones, lo mismo que por el impulso y tiranía de las pasiones, acomodándose a las leyes y a las costumbres, y siguen la tradición de las artes: Non enim nos Deus ista scire, sed tantummodo uti, voluit[668]. Déjanse guiar por lo que a los demás conduce, sin interponer observación ni juicio, por lo cual no me parece muy verosímil lo que de Pirro se cuenta. Diógenes Laercio nos le presenta como estúpido e inmóvil, viviendo una existencia selvática e insociable, aguardando con toda tranquilidad el choque de los carros en las calles, colocándose ante los precipicios, y rechazando el sujetarse a las leyes. Todo lo cual va más allá de su disciplina: no pretendió Pirro convertirse en piedra ni en cepo, sino que quiso ser hombre vivo para discurrir y razonar, gozar de todos los placeres y comodidades naturales, y hacer uso de todos sus órganos corporales y espirituales, ordenada y normalmente. Los privilegios fantásticos, imaginarios y falsos que el hombre usurpó al pretender gobernar, dictar órdenes, establecer principios y afirmar la verdad, desecholos, renunciando a ellos. Ninguna secta filosófica existe que no se vea obligada a practicar y seguir infinidad de cosas que ni comprende ni advierte, si quiere vivir en el mundo; cuando se va por el mar ignórase si tal designio será útil o inútil; el viajero tiene que suponer que el barco que le lleva es excelente, experimentado el piloto y la estación favorable; circunstancias todas solamente verosímiles, a pesar de lo cual vese obligado a aceptarlas y a dejarse guiar por las apariencias, siempre y cuando que éstas no aparezcan al descubierto. Tiene un cuerpo y un alma, los sentidos le empujan, el espíritu lo agita. Aun cuando el hombre encuentre en su mente la manera de juzgar de los pirronianos, y advierta que no debe formular ninguna opinión determinada por hallarse sujeta a error, no por eso dea de ejecutar todos los actos que le impone la vida. ¡Cuántas artes existen cuyo fundamento es más bien conjetural que científico, que no deciden de la verdad ni del error y que caminan a tientas! Reconocen los pirronianos la existencia de la una y del otro, e igualmente la posesión de los medios para investigarlos, pero no para separarlos. Vale infinitamente más el hombre dejándose guiar por el orden natural del mundo, sin meterse a inquirir causas y efectos; un alma limpia de prejuicios dispone naturalmente de ventajas grandes para gozar la tranquilidad; las gentes que inquieren y rectifican sus juicios, son incapaces de sumisión completa.

Así en los preceptos relativos a la religión como en las leyes políticas, los espíritus sencillos son más dóciles y fáciles de gobernar que los avisados y adoctrinados en las causas divinas y terrenales. Nada surgió del humano entendimiento que tenga mayores muestras de verosimilitud, ni sea de utilidad más grande que la filosofía pirroniana, que presenta al hombre desposeído de todas armas, reconociendo su debilidad natural, propio para recibir de lo alto cualquiera fuerza extraña, tan desprovisto de ciencia mundana como apto para que penetre en él la divina, aniquilando su juicio para dejar a la fe mayor espacio, ni descreyente ni amigo de fijar ningún dogma contra las opiniones recibidas; humilde, obediente, disciplinado, estudioso, enemigo jurado de la herejía, y eximiéndose, por consiguiente, de las irreligiosas y vanas ideas introducidas por las falsas sectas: carta blanca, en fin, dispuesta a recibir de la mano de Dios los signos que al Altísimo plazca señalar. Cuanto más nos encomendamos y sometemos a Dios y renunciamos a nosotros mismos, mayor valer alcanzamos. «Acepta en buen hora y cada día, dice el Eclesiastés, las cosas según el aspecto con que a tus ojos se ofrezcan; todo lo demás sobrepasa los límites de tu conocimiento.» Dominus scit cogitationes hominum, quoniam vance sunt[669].

He aquí cómo de las tres sectas generales de filosofía, dos hacen profesión expresa de duda e ignorancia; en la de los dogmáticos, que es la tercera, fácil es echar de ver que la mayor parte de los filósofos si adoptaron la certeza fue más bien por presunción; no pensaron tanto en establecer principios incontrovertibles, como en mostrarnos el punto adonde habían llegado en el requerimiento de la verdad. Quam docti fingunt magis, quam norunt[670]. Declarando Timeo a Sócrates cuanto sabía del mundo, de los hombres y los dioses, empieza por decir que le hablará como de hombre a hombre, y que bastará con que sus razones sean probables como las de cualquiera otro, porque las exactas no están en su mano ni tampoco en la de ningún mortal. Lo cual imitó así uno de sus discípulos: Ut potero, explicabo: nec tamen, ut Pythius Apollo, certa ut sint et fixa, quae dixero; sed, ut homunculus, probabilis conjectura sequens[671]; y en lo que sigue sobre el discurso del menosprecio de la muerte, Cicerón interpretó así las ideas de Platón: Si forte, de deorum natura ortuque mundi disserentes, minus id, quod habemus in animo, consequimur, haud erit mirum: aequum est enim meminisse, et me, qui disseram, hominem esse, et vos, qui judicetis; ut, si probabilia dicentur, nihil ultra requiratis[672]. Aristóteles amontona ordinariamente gran número de opiniones y creencias contradictorias para compararlas con sus ideas, y hacernos ver que toca de cerca la verosimilitud, pues la verdad no se demuestra con el apoyo de la autoridad y testimonio ajenos; por eso Epicuro evitó religiosamente alegar en sus escritos los pareceres de los demás. Aristóteles es el príncipe de los dogmáticos y nos enseña que el mucho saber engendra el dudar; en sus obras se ve una obscuridad buscada y tan inextricable, que no es posible conocer a ciencia cierta lo que dice; sus doctrinas son el pirronismo bajo una forma resolutiva. Oíd la protesta de Cicerón, que nos explica lo que acontece en la mente de los demás, fundándose en sus propias ideas: Qui requirunt, quid de quaque re ipsi sentiamus, curiosius id faciunt, quam necesse est... Haec in philosophia ratio contra omnia disserendi, nullamque rem aperte indicandi, profecta a Socrate, repetita ab Arcesila, confirmata a Carneade, usque ad nostram viget aetatem... Hi sumus, qui omnibus veris falsa quoedum adjuncta esse dicamus,tanta similitudine, ut in iis nulla insit certe judicandi et assentiendi nota[673]. ¿Por qué no sólo Aristóteles, sino la mayor parte de los filósofos simularon dificultades sin cuento y entretuvieron la curiosidad de nuestro espíritu dándole materia para que royera ese hueso vacío y descarnado? Clitómaco afirmaba que jamás había podido comprender la opinión de Carneades después de haber leído y releído sus escritos. ¿Porqué rehuyó Epicuro la sencillez en los suyos y a Heráclito se le llamó el tenebroso? La dificultad es una moneda de que los sabios se sirven, como los jugadores del pasa-pasa, para que quede oculta la insignificancia de su arte. La estupidez humana con ella se cree pagada:

Clarus, ob obscuram linguam, magis inter imanes...

Omnia enim stolidi magis admirantur, amantque,

inversis quae sub verbis latitantia cernunt.[674]

Cicerón reprende a algunos de sus amigos porque emplearon en la astrología, el derecho, la dialéctica y la geometría más tiempo del que esas artes merecían, lo cual les apartaba de los deberes de la vida, que son ocupación más provechosa y honrada. Los filósofos cirenaicos desdeñaban igualmente la física y la dialéctica; Zenón, en el preliminar de sus libros de la República, declara inútiles todas las artes liberales; Crisipo decía que todo lo que Platón y Aristóteles habían escrito sobre la lógica era cosa de divertimiento y ejercicio, y no podía resignarse a creer que hubieran hablado formalmente de una materia tan fútil; Plutarco dice otro tanto de la metafísica; Epicuro hubiéralo dicho también de la retórica, de la gramática, de la poesía, de las matemáticas y de todas las ciencias, excepto la física. Sócrates consideraba todas las ciencias como inútiles, menos la que tiene por fin el estudio de las costumbres y el de la vida. Sea cual fuere la cuestión que se le propusiera, hacía siempre que el cuestionador le diera cuenta de la situación de su vida presente y pasada, la cual consideraba y juzgaba, estimando inferior, y subordinado a aquél todo aprendizaje diferente: parum mihi placeant eae litterae quae ad virtutem doctoribus nihil profuerunt[675]; así que, la mayor parte de las artes fueron desdeñadas por el saber mismo; pero los sabios no creyeron desacertado ejercitar en ellas su espíritu, aun sabiendo de antemano que no podían esperar ningún resultado provechoso.

Por lo demás, unos consideran a Platón como dogmático, otros como escéptico, quiénes en ciertos puntos o primero, quiénes en otros lo segundo; Sócrates, ordenador de sus diálogos, anima constantemente la disputa, pero jamás la resuelve, ni le satisface ninguna conclusión, y declara que su ciencia no es otra que la de argumentar. Homero consideraba que todas las sectas filosóficas tenían igual fundamento; con tal principio mostraba que debe sernos indiferente seguir cualquiera de ellas. Dícese que de Platón nacieron diez escuelas diferentes, no es de extrañar por tanto que ninguna otra doctrina sea tan inclinada a la duda y a no aseverar nada, como la suya.

Decía Sócrates que las parteras, al adoptar la profesión cuyo fin es sacar al mundo felizmente lo que engendran los demás, abandonaban el oficio de engendrar; y que él, merced al dictado de sabio que los dioses le habían concedido, dejaba de procrear hijos espirituales, conformándose con ayudar y favorecer con su concurso a los demás, revelándoles su naturaleza y engrasando sus conductos para facilitar el paso de su fruto, juzgarlo, bautizarlo, alimentarlo, fortificarlo, fajarlo y circuncidarlo, ejerciendo su entendimiento en provecho ajeno.

La mayor parte de los filósofos dogmáticos, como los antiguos advirtieron en los escritos de Anaxágoras, Parménides, Jenófanes y otros, escribieron de una manera dudosa y ambigua, inquiriendo más que instruyendo, aunque a veces entremezclaran su estilo con algunos toques doctrinales. Lo propio se nota en Séneca y Plutarco, quienes sientan principios antitéticos, lo cual se echa de ver leyéndolos con detenimiento. Los que ponen de acuerdo la doctrina de los jurisconsultos, debieran en primer término armonizar las ideas contradictorias de un mismo autor. Platón gustaba filosofar por diálogos para poner en boca de distintos personajes la diversidad y variación de sus propias fantasías. Examinar las ideas desde distintos puntos de vista vale tanto o más que considerarlas desde uno solo; la utilidad es mayor. Tomemos un ejemplo en nosotros mismos: las resoluciones son el fin del hablar dogmático resolutivo; así nuestros parlamentos las presentan al pueblo como más ejemplares, propias a mantener en él la reverencia que debe a las asambleas, principalmente por la competencia de las personas que las forman; emanan no tanto de las conclusiones cotidianas, comunes a todo juez, como del examen y consideración de raciocinios opuestos y diferentes, a que los principios se prestan. El más amplio campo para las discusiones de unos filósofos con otros, reside en las contradicciones y diversidad de miras en que cada uno de ellos se encuentra embarazado como en un callejón sin salida, unas veces de intento para mostrar la vacilación del espíritu humano en todas las cosas, otras obligado a ello por la volubilidad e incomprensibilidad de las mismas, lo cual pone de manifiesto la evidencia de aquella máxima que dice «que en un lugar resbaladizo y sin resistencia debemos suspender nuestro crédito»; pues como asegura Eurípides, «las obras de Dios nos proporcionan obstáculos por diverso modo»; principio semejante al que Empédocles sentaba en sus libros, como agitado de un furor divino por el requerimiento de la verdad: «No, no, decía, nada experimentamos, nada vemos, todas las cosas nos están ocultas, ninguna existe que podamos reconocer.» En lo cual coincidía con estas palabras de la Sagrada Escritura: Cogitationes mortalium timidae, et incertae adinventiones nostrae, et providentiae[676]. No hay que extrañar que los mismos filósofos que desesperaron de encontrar la verdad, la buscaran con tanto ahínco y placer; el estudio es una ocupación grata, tan grata que los estoicos incluyen entre los demás placeres el que proviene del ejercicio del espíritu, recomiendan la moderación y encuentran intemperancia en el saber excesivo.

Estando Demócrito comiendo le sirvieron unos higos[677] que sabían a miel, y al instante se echó a buscar en su espíritu la causa de tan inusitado gusto; para ponerse en camino de averiguarla, iba a levantarse de la mesa, con objeto de ver el sitio de donde los higos se habían sacado, cuando su criada, que se hizo cargo de la extrañeza del amo, le dijo, riendo, que no se rompiera la cabeza con investigaciones, pues el sabor a miel dependía de que guardó la fruta en una vasija que la había contenido. Disgustose el filósofo con la mujer por haberle quitado la ocasión de inquirir, y robado el objeto de su curiosidad: «Me has dado un mal rato, la dijo, pero no por ello dejaré de buscar la causa como si fuera natural»; y no hubiera dejado, gustosísimo, de encontrar un fundamento verosímil, a lo que en realidad era falso y artificial. Esta anécdota, de un filósofo grande y famoso, nos demuestra claramente la pasión hacia el estudio que nos empuja a la persecución de las causas mismas de cuya solución desesperamos. Plutarco refiere un caso análogo de un hombre que se oponía a que se le sacara del error por no perder el placer de buscarlo; de otro se habla que no quería que su médico le curase la sed de la fiebre por no perder el gozo de calmarla bebiendo. Satius est supervacua discere, quam nihil[678]. Acontece que en algunos alimentos que tomamos existe solamente el placer, sin que sean nutritivos o sanos; así lo que nuestro espíritu obtiene de la ciencia no deja de ser grato, aunque no sea ni alimenticio ni saludable; análogamente, lo que nuestro espíritu alcanza de la ciencia tampoco deja de procurarnos goces que no son saludables ni provechosos. La reflexión de las cosas de la naturaleza, dicen los filósofos, es alimento propio a nuestro espíritu, porque eleva nuestra alma y hace que desdeñemos las cosas bajas y terrenales por la comparación con las superiores y celestes; la investigación misma de lo oculto y grande es gratísima hasta para quien no logra alcanzar sino el respeto y temor de juzgarlas. La imagen vana de esta curiosidad enfermiza vese más palmaria todavía en este otro ejemplo que se oye con frecuencia en sus labios. Eudoxio deseaba, y para lograrlo rogaba ardientemente a los dioses, que le permitieran una vez siquiera ver el sol de cerca, penetrarse de su forma, grandeza y hermosura, aunque el fuego del astro le abrasara. Quería a costa de su vida alcanzar una ciencia de cuya posesión no podía sacar ningún provecho, y por un pasajero conocimiento perder cuantos había adquirido y cuantos adquirir pudiera en lo sucesivo.

Dudo mucho que Epicuro, Platón y Pitágoras dieran como moneda contante y sonante sus doctrinas sobre los átomos, las ideas y los números; eran sobrado cuerdos para sentar como artículos de fe cosas tan inciertas y debatibles. Lo que en realidad puede asegurarse es que, dada la obscuridad de las cosas del mundo, cada uno de aquellos grandes hombres procuró encontrar tal cual imagen luminosa: sus almas dieron con invenciones que tuvieran al menos una verosimilitud aparente que, aunque no fuera la verdad, pudiera sostenerse contra los argumentos contrarios: Unicuique ista pro ingenio finguntur, non ex scientiae vi[679]. Un hombre de la antigüedad, a quien se vituperaba por profesar la filosofía, en la cual, sin embargo, no hacía gran caso, respondió «que en eso consistía la esencia del filosofar». Han querido los sabios pesarlo todo, examinarlo todo, y han hallado tal labor adecuada a la natural curiosidad que forma parte integrante de nuestra naturaleza. Algunos principios sentáronse como evidentes para beneficio y provecho de la paz pública, como las religiones, por eso las doctrinas, que constituyen el sostén de los pueblos, no las ahondaron tan a lo vivo, a fin de no engendrar rebeldía en la obediencia de las leyes ni en el acatamiento de las costumbres. Platón, sobre todo, presenta al descubierto esa tendencia; pues cuando escribe según sus ideas, nada sienta como evidente; pero cuando ejerce de legislador, adopta un estilo autoritario y doctrinal, en el cual ingiere sus invenciones más peregrinas, tan útiles para llevar la persuasión al vulgo como ridículas para la propia convicción individual, convencido de lo blandos que somos para recibir toda suerte de impresiones, sobre todo las más osadas y singulares. Por eso en sus leyes cuida mucho de que en público se canten exclusivamente poesías cuyos argumentos tiendan a algún fin útil; siendo tan fácil imprimir toda clase de fantasmas en el humano espíritu, es injusto el no apacentarlo con mentiras provechosas, en vez de suministrarle otras que sean inútiles o dañosas. En su República, dice de una manera terminante «que para provecho de los hombres hay con frecuencia necesidad de engañarlos». Fácil es echar de ver que algunas sectas persiguieron con más ahínco la verdad, y que otras, en cambio, enderezaron sus miras a lo útil, por donde ganaron mayor crédito. La miseria de nuestra condición hace que aquello que como más verídico se presenta a nuestro espíritu, deje de aparecernos como más povechoso para la vida. Hasta las sectas más avanzadas, la de Epicuro, la pirroniana y la llamada nueva académica, vense obligadas, en última instancia, a plegarse a las necesidades de la vida y de las leyes civiles.

Exceptuando las religiones y las leyes, los filósofos tamizaron todas las ideas, ya en un sentido, ya en otro; cada cual se esforzó por interpretarlas a tuerta o a derechas; pues no habiendo encontrado nada, por oculto que estuviera, de que no hayan querido hablar, necesario les fue forjar locas conjeturas; y no es que las consideraran como fundamentales ni irrevocables para la demostración de la verdad, sirviéronse de ellas como de simple ejercicio para sus estudios. Non tam id sensisse quod dicerent, quam exercere ingenia materiae difficultate videntur voluisse680. Y si así no fuera, ¿cómo explicarnos la inconstancia, variedad y vanidad de opiniones formuladas por tantos talentos admirables y singulares? Y, en efecto, ¿qué cosa hay más vana que pretender que adivinemos la divina Providencia por medio de las analogías y conjeturas que hemos ideado? ¿someterle y someter al mundo a nuestra capacidad y a nuestras leyes? ¿servirnos a expensas de la Divinidad de la escasa inteligencia que el Señor se dignó concedernos, y no siéndonos dable más que elevar la mirada a su trono glorioso, haberle rebajado trasladándole a la tierra en medio de nuestra corrupción y de nuestras miserias?

Entre todas las ideas de la antigüedad relativas a la religión, me parece la más verosímil y aceptable la que reconoce a Dios como un poder incomprensible, origen y conservador de todas las cosas; todo bondad, todo perfección, aceptando de buen grado la reverencia y honor que los humanos le tributaban, sean cuales fueren las formas del culto:

Jupiter omnipotens, rerum, regumque, deumque

progenitor, genitrixque.[681]

Este celo universal por la adoración de la Divinidad fue visto en el cielo con buenos ojos. Todos los pueblos alcanzaron fruto de las prácticas devotas. Los hombres perversos y las acciones impías alcanzaron siempre el castigo que merecieron. Las historias paganas encuentran dignos y justos los oráculos y prodigios empleados en provecho del pueblo y dedicados a sus divinidades fabulosas. El Hacedor, por su misericordia infinita, se dignó, a veces, fomentar con sus beneficios temporales los tiernos principios que, con la ayuda de la razón, nos formamos de él al través de las imágenes falsas de nuestras soñaciones. Y no sólo falsas, sino también impías e injuriosas son las que el hombre se forjó de Dios. De todos los cultos que san Pablo encontró en Atenas, el que le pareció más excusable fue el consagrado a una divinidad oculta y desconocida.

Pitágoras se acercó más a la verdad al juzgar que el conocimiento de esta Causa primera y Ser de los seres, debla ser indefinido, sin prescripción, imposible de formular que no era otra cosa que el supremo esfuerzo de nuestro espíritu hacia el perfeccionamiento, cada cual amplificándolo conforme a la fuerza de sus facultades. Numa quiso acomodar a esta creencia la devoción de su pueblo, hacer que profesara una religión puramente mental, sin objeto determinado ni aditamento material; idea vana e impracticable, pues el humano espíritu es incapaz de mantenerse vagando en esa infinidad de pensamientos informes; precísale concretarlos en cierta imagen a su semejanza. La majestad divina consintió en dejarse circunscribir en algún modo dentro de los límites naturales: sus sacramentos sobrenaturales y celestiales muestran signos de nuestra terrenal condición; su adoración se exterioriza por medio de oficios y palabras sensibles, pues el hombre es quien cree y ora. Dejando aparte otros argumentos pertinentes a este punto, digo que no me resigno a creer que la vista de nuestros crucifijos y las pinturas del suplicio de nuestro Redentor, los ornamentos y ceremonias de nuestros templos, los cánticos entonados al unisón de nuestra mente y la impresión de los sentidos no llenen el alma de los pueblos de una eficacísima unción religiosa.

Entre las divinidades a que se dio forma corporal, conforme la necesidad lo requirió a causa de la universal ceguera, creo que yo me hubiera afiliado de mejor grado a los adoradores del sol[682], así por su grandeza y hermosura como por ser la parte de esta máquina del universo que está más apartada de nosotros, y, por lo mismo, tan poco conocida, que los que la tributaron culto son excusables de haberla admirado y reverenciado.

Thales, el primer filósofo que trató de investigar la naturaleza divina, consideraba a Dios como un espíritu que con el agua hizo todas las cosas. Anaximánder opinaba que los dioses morían y nacían en diversas épocas, y que eran otros tantos mundos, infinitos en número. Anaxímenes decía que el aire era dios, causa generadora de todas las cosas creadas y en perpetuo movimiento. Anaxágoras fue el primero que creyó que todas las cosas eran conducidas por la fuerza y dirección de un espíritu infinito. Alcmeón consideraba como divinos el sol, la luna, todos los cuerpos celestes y además el alma. Pitágoras hizo de Dios un espíritu esparcido entre la naturaleza de todas las cosas, del cual nuestras almas se emanaron. Parménides un círculo que rodea el cielo y alimenta el mundo con el ardor de su resplandor. Empédocles decía que los dioses eran los cuatro elementos de que todas las demás cosas surgieron. Protágoras se abstuvo de emitir opinión alguna. Demócrito, ya que las imágenes y sus movimientos circulares, ya que la misma naturaleza de donde esas imágenes surgen, y también nuestra ciencia e inteligencia. Platón emite opiniones de diversa índole en el diálogo titulado Timeo dice que el padre del mundo no puede nombrarse; en las Leyes, que es necesario abstenerse de investigar su ser, y en otros pasajes de esos mismos tratados hace otros tantos dioses del mundo, el cielo, los astros, la tierra y nuestras almas, y admite además los que como dioses fueron reconocidos por las antiguas leyes en cada república. Jenofonte emite sobre la divinidad ideas tan encontradas como Sócrates, su maestro; tan pronto dice que no hay que informarse de cuál sea la forma de Dios; tan pronto que el sol es dios, o que el alma es dios, como que no hay más que uno o que hay varios. Speusipo, sobrino de Platón, hace de Dios cierta fuerza vital que gobierna todas las cosas y las considera como fuerza animal; Aristóteles ya afirma que Dios es el espíritu, ya que el mundo; otras veces dice que la tierra tuvo un origen distinto de la divinidad, y otras que Dios es la cumbre solar. Jenócrates cree en la existencia de ocho dioses; cinco, que son otros tantos planetas; el sexto, compuesto de todas las estrellas fijas; el séptimo y el octavo, el sol y la luna. Heráclides Póntico oscila entre las anteriores opiniones, y por fin se inclina a creer que Dios carece de sensaciones, haciendo de él la tierra y el cielo. Teofrasto divaga de un modo semejante entre todas las ideas anteriores, atribuyendo el orden del mundo unas veces al entendimiento, otras al firmamento y otras a las estrellas. Estrato afirma que la divinidad es la propia naturaleza dotada de la facultad de engendrar, aumentar o disminuir, fatalmente. Zenón la ley natural, ordenando el bien y prohibiendo el mal; considera aquélla como un ser animado y no admite como dioses a Júpiter, Juno y Vesta. Diógenes Apoloniates se inclina a creer que es el aire; Jenófanes afirma que la divinidad es de forma redonda, que ve, oye y no respira, y no tiene ninguna de las cualidades de la naturaleza humana. Aristón cree que la forma de Dios es incomprensible; la considera desprovista de sentidos, o ignora si es animada o inanimada. Cleanto ya cree que es la razón, ya el universo, ya el alma de la naturaleza, ya el calor que envuelve y lo rodea todo. Perseo, oyente de Zenón, sostuvo que se distinguió con el nombre de dioses a todos los seres que procuraron alguna utilidad a la vida humana, y a las cosas mismas provechosas. Crisipo hizo una amalgama confusa de todas las ideas precedentes, e incluyó entre mil formas de la divinidad los hombres que se inmortalizaron. Diágoras y Teodoro negaban en redondo que hubiera dioses. Epicuro hace a los dioses luminosos, transparentes y aéreos; asegura que están colocados entre dos fuertes, entre dos mundos, a cubierto de todo accidente; revisten la fortuna humana, y disponen de nuestros miembros, de los cuales no hacen uso alguno:

Ego deum genus esse semper dixi, et dicam caelitum;

sed eos non curare opinar, quid agat humanum genus.[683]

¡Confiad ahora en vuestra filosofía; alabaos de haber encontrado la verdad en medio de semejante baraúnda de cerebros filosóficos! La confusión de las humanas ideas ha hecho que las multiplicadas costumbres y creencias que se oponen a las mías me instruyan más que me contrarían; no me enorgullecen tanto, cuanto me humillan al confrontarlas, y han sido causa, además, de que todo aquello que expresamente no viene de la mano de Dios, lo considere como sin fundamento ni prerrogativa. Las costumbres de los hombres no son menos contrarias en este punto que las escuelas filosóficas, de donde podemos inferir que la misma fortuna no es tan diversa ni variable como nuestra razón, ni tan ciega e inconsiderada. Las cosas más ignoradas son las más propias a la definición; por eso el convertir a los hombres en dioses, como hizo la antigüedad sobrepasa la extrema debilidad de la razón. Mejor hubiera yo seguido a los que adoraron la serpiente, el perro o el buey, porque la naturaleza y el ser de esos animales nos son menos conocidos así que, tenemos fundamento mayor para suponer de ellos todo cuanto nos place, al par que para atribuirles facultades extraordinarias y singulares. Pero haber trocado en dioses los seres de nuestra condición, de la cual debemos conocer toda la pobreza, haberlos atribuido el deseo, la cólera, la venganza, los matrimonios, las generaciones y parentelas, el amor y los celos, nuestros miembros y nuestros huesos, las enfermedades y placeres, nuestra muerte y nuestra sepultura, constituye el límite del extravío del entendimiento humano:

Quae procul usque adeo divino ab numine distant,

inque deum numero quae sint indigna videri.[684]

Formae, aetates, vestitus, ornatus noti sunt; genera conjugia, cognationes, omniaque traducta ad similitudinem imbecillitatis humanae: nam et perturbatis inducuntur; accipimus enim deorum cupiditates, aegritudines, iracundias[685]; haber atribuido a la divinidad, no ya la fe, la virtud, el honor, la concordia, la libertad, las victorias, la piedad, sino también los placeres, el fraude, la muerte, la envidia, la vejez, la miseria, el miedo, las enfermedades, la desgracia y otras miserias de nuestra vida débil y caduca;

Quid juvat hoc, templis nostros inducere mores?

O curvae in terris animae et caelestium inanes![686]

Los egipcios, con una prudencia cínica, prohibían, bajo la pena de la horca, que nadie dijera que Serapis e Isis, sus divinidades, hubieran sido un tiempo hombres, y sin embargo, nadie entre ellos ignoraba que en realidad lo habían sido; sus efigies, representadas con un dedo puesto en los labios, significaban a los sacerdotes, según Varrón, aquella orden misteriosa de callar su origen mortal por razón necesaria, suponiendo que el declararla apartaría a las gentes del culto que a Serapis e Isis se tributaba. Puesto que era tan vivo en el hombre el deseo de igualarse a Dios, hubiera procedido con mayor acierto, dice Cicerón, aproximándose las cualidades divinas y haciéndolas descender a la tierra, que enviando al cielo su corrupción y su miseria; mas considerando bien las cosas, los humanos hicieron lo uno y lo otro, impelidos de semejante vanidad.

Cuando los filósofos especifican la jerarquía de sus dioses y se apresuran a señalar sus parentescos, funciones y poderío, no puedo resignarme a creer que hablen con fundamento. Cuando Platón nos descifra el jardín de Plutón y los goces o tormentos materiales que nos aguardan después de la ruina y aniquilamiento de nuestro cuerpo, acomodándolos a las sensaciones que en la vida experimentamos

Secreti celant calles, et myrtea circum

silva tegit; curae non ipsa in morte relinquunt[687];

y cuando Mahoma promete a sus fieles un paraíso tapizado, adornado de oro y pedrería, poblado de doncellas de belleza peregrina, lleno de manjares y vinos exquisitos, bien se me alcanza que todo ello es cosa de burla de que ambos echaron mano para llevarnos a sus opiniones y hacernos participar de sus esperanzas, bien acomodadas con nuestros terrenales deseos. Así algunos de los nuestros cayeron en parecido error, prometiéndose después de la resurrección una vida mundanal acompañada de toda suerte de placeres y dichas terrenales. ¿Cómo creer que Platón, que engendró concepciones tan celestes y que se aproximó tan de cerca a la divinidad, que se le llama divino, haya estimado que el hombre, esta misérrima criatura, tuviera ninguna analogía con el incomprensible poder divino? ¿Cómo es verosímil que creyera que nuestros lánguidos órganos, ni la fuerza de nuestros sentidos, fueran capaces de participar de la beatitud o de las penas eternas? Menester es reponerle valiéndonos de la humana razón por el tenor siguiente: si los placeres que nos prometes en la otra vida son como los que en la tierra experimenté, nada tienen de común con lo infinito; aun cuando mis cinco sentidos se vieran colmados de gozo y mi alma poseída de todo el contento que puede desear y esperar, bien sabemos todo el que puede soportar; todo reunido nada significa. Si subsiste algo humano, no hay nada divino; si aquello no difiere de cuanto puede pertenecer a nuestra situación terrenal, no cuenta para nada; mortal es todo contentamiento de los mortales. Si el reconocimiento de nuestros padres, de nuestros hijos, de nuestros amigos, podemos disfrutarlo en el otro mundo; si allí perseguimos todavía tal o cual placer, estamos dentro de las comodidades terrenales y finitas. No podemos dignamente concebir la grandeza de las encumbradas y divinas promesas si en algún modo nos es dable concebirlas; para imaginarlas dignamente es necesario considerarlas como inimaginables, indecibles, incomprensibles y absolutamente distintas de las habituales a nuestra experiencia miserable. El corazón y la vista del hombre, dice san Pablo, son incapaces de considerar la dicha que Dios tiene preparada a quien lo sigue. Y si para hacernos capaces de ello se transforma y cambia nuestro ser por medio de las purificaciones, como Platón afirma, la metamorfosis tiene que ser tan completa que, según la doctrina física, ya no seremos nosotros:

Hector erat tunc quum bello certabat; at ille

Tractus ab Aemonio, non erat hector, equo[688];

será otro ser diferente el que reciba las recompensas:

Quod mutatur... dissolvitur; interit ergo:

trajiciuntur enim partes, atque ordine migrant.[689]

¿Creeremos, por ejemplo, que según la metempsicosis de Pitágoras, en la vivienda que imagina para las almas, el león en que se traslade el alma de César tenga las mismas pasiones ni que sea el mismo Julio César? Si tal cosa fuera cierta, tendrían razón los que sostienen esa idea contra las doctrinas de Platón, reponiéndole que el hijo podría cabalgar sobre su madre convertida en mula, y objetando con otros absurdos semejantes. ¿Pensamos acaso que en las mutaciones que tienen lugar de unos animales en otros de la misma especie, los recién venidos no son distintos de los que les precedieron? De las cenizas del fénix dicen que se engendra un gusano y luego otro fénix; ¿quién puede imaginar que el segundo no sea distinto del primero? a los gusanos de seda se les ve como muertos y secos; el mismo cuerpo produce una mariposa, de la cual surge otro gusano que sería ridículo suponer que fuera todavía el primero. Lo que una vez dejó de existir no existe ya jamás:

Nec, si materiam nostram collegerit aetas

post obitum, rursumque redegerit, ut sita nunc est,

atque iterum nobis fuerint data lumina vitae,

pertineat quidquam tamen ad nos id quoque factum,

interrupta semel quum sit repetentia nostra.[690]

Y cuando Platón dice que sólo la parte espiritual del hombre será la que goce de las recompensas de la otra vida, hace una afirmación desprovista de fundamento:

Scilicet, avolsus radicibus, ut nequit ullam

dispicere ipse oculus rem, seorsum corpore toto[691];

pues en ese caso no será ya el hombre, ni por consiguiente nosotros, los que participemos de aquel goce, estando como estamos formados de dos partes principales y esenciales, cuya separación es la muerte y ruina de nuestro ser.

Inter enim jecta est vitaï pausa, vageque

deerrarunt passim motus ad sensibus omnes[692]:

no decimos que el hombre sufre cuando los gusanos roen sus miembros que desempeñaron las funciones vitales, ni cuando la tierra los consume:

Et nihil hoc ad nos, qui coitu conjugioque

corporis atque animae consistimus uniter apti.[693]

Con mayor razón, ¿en qué principio de su justicia pueden fundarse los dioses para recompensar las acciones buenas y virtuosas del hombre después de su muerte, puesto que las divinidades mismas les encaminaron a ejecutarlas? ¿Por qué los dioses se ofenden y vengan en el hombre las acciones viciosas, puesto que ellos engendraron en las criaturas la condición que las movió a incurrir en falta, de la cual podrían apartarlas con la más ligera moción de su voluntad? Epicuro podría reponer lo antecedente a Platón con fundamento sobrado, si sus labios no profirieran frecuentemente esta sentencia, «que la naturaleza mortal no puede establecer nada sólido ni cierto sobre la inmortal». El humano entendimiento es víctima de constantes extravíos en todo, pero más especialmente cuando trata de formarse idea de las cosas que atañen a la divinidad. ¿Quién mejor que nosotros puede estar convencido de ello? Aunque le hayamos auxiliado con principios seguros e infalibles, aunque hayamos iluminado sus pasos con la santa luz de la verdad que plugo a Dios comunicarnos, vémonos a diario, por poco que nuestra mente se aparte del ordinario sendero, por poco que se desvíe de la ruta trazada y seguida por la iglesia, que al instante se pierde, embaraza y cae en mil obstáculos, flotando y dando vueltas en el vasto mar revuelto, y sin freno de las opiniones humanas, sin sujeción ni objetivo. En el momento que pierde nuestra razón aquel seguro y tradicional camino, se divide y disipa en mil rutas diferentes.

No puede el hombre salirse de su esfera ni imaginar nada que de sus alcances se aparte. Mayor presunción supone, dice Plutarco, el que los hombres hablen y discurran de los dioses y de los semidioses, que el que una persona desconocedora de la música pretenda juzgar a un cantor, o que un hombre que jamás pisó un campo de batalla quiera cuestionar sobre las cosas de la guerra, presumiendo conocer por ligeras conjeturas un arte que le es ajeno. A mi entender, la antigüedad creyó glorificar a la divinidad colocándola al mismo nivel que el hombre, revistiéndola con facultades humanas, adornándola con nuestros caprichos y proveyéndola de todas las necesidades que atestiguan nuestra flaqueza. Así la ofrecieron manjares para que los comiese, bailes y danzas para regocijarla, vestidos, para que se cubriese y casas para que viviera; la regalaron con el incienso y la música, con flores y ramos, y para mejor acomodarla a nuestras viles pasiones, adularon su justicia inmolando víctimas humanas, regocijándola con la disipación y ruina de los seres por los dioses creados y conservados. Tiberio Sempronio hizo quemar en holocausto de Vulcano las armas y ricos despojos que ganara contra sus enemigos en Cerdeña; Paulo Emilio, los que adquirió en Macedonia en loor de Marte y Minerva; tan luego como Alejandro hubo llegado al Océano Índico, arrojó al mar para ganar el favor de Thetis muchos vasos de oro, convirtiendo además sus altares en espantosa carnicería, no sólo de inocentes animales, sino también de seres humanos. Muchas naciones, la nuestra entre otras, sacrificaron a los hombres, y creo que no exista ninguna que haya estado exenta de tal costumbre:

Sulmone creatos

quator hic juvenes, totidem, quos educat Ufens,

viventes rapit, inferias quos inmolet umbris.[694]

Los getas se consideran como inmortales y su muerte tiénenla por el encaminamiento hacia su dios Zamolsis. Cada cinco años le envían un emisario para proveerlo de las cosas que ha menester; el delegado se elige a la suerte, y la manera de despacharlo es como sigue: primeramente le informan verbalmente de su misión, y después tres de los que le asisten sostienen derechos otros tantos dardos, sobre los cuales lanzan al emisario. Si éste resulta herido y muere de repente, es signo indudable de favor divino; si escapa a la muerte, le consideran como perverso y execrable, y proceden a una nueva prueba de igual modo. Amestris, madre de Jerjes695, siendo ya de edad avanzada, hizo enterrar vivos a catorce jóvenes de las principales casas de Persia para rendir gracias a algún dios subterráneo, conforme a la religión de su país. Hoy todavía se alimentan con sangre de criaturas de corta edad los ídolos de Themixtitan, y no gustan de otro sacrificio que no sea el de esas almas infantiles y puras. ¡Justicia hambrienta de sangre inocente!

Tantum relligio potuit suadere malorum![696]

Los cartagineses inmolaban a Saturno sus propios hijos, -el que no los tenía los compraba-, y el padre y la madre tenían obligación de asistir a la muerte de las tiernas víctimas, adoptando un continente de alegría y satisfacción.

Capricho singular el de querer pagar a la bondad divina con nuestra aflicción, como los lacedemonios, que tributaban culto a Diana con los alaridos de los muchachos a quienes azotaban en holocausto de la diosa, a veces hasta darles muerte. Proceder salvaje el de querer gratificar al arquitecto con el derrumbamiento de su edificio, y el de pretender librar de la pena que merecen los culpables con el castigo de los inocentes; la desgraciada Ifigenia con su muerte en el puerto de Áulide, descargó ante Dios al ejército griego de los delitos que éste había cometido:

Et casta inceste, nubendi tempore in ipso,

hostia concideret mactatu maesta parentis[697]:

las hermosas y generosas almas de los dos Decios, el padre y el hijo, lanzáronse al través de las tropas enemigas para procurar el favor de los dioses a los negocios públicos de Roma. Quae fuit tanta deorum iniquitas, ut placari populo romano non possent, nisi tales viri occidissent?[698] Añádase a lo dicho, que no es al delincuente a quien incumbe el hacerse castigar a su albedrío cuando le viene en ganas; el juez es quien debe ordenar la pena y no puede considerar como castigo lo que mejor acomoda al que lo sufre; la venganza divina presupone nuestro absoluto disentimiento, así por su justicia como por el quebranto que merecemos. Ridículo fue el capricho de Polícrates, tirano de Samos, quien para interrumpir el curso de su continua dicha, al par que para compensarla, lanzó al mar la joya más preciada que poseía, juzgando que con este mal voluntario podía hacer frente a las vicisitudes de la fortuna; la cual, para burlarse de su insensatez, hizo que la misma alhaja volviera a sus manos, pues se encontró en el vientre de un pescado. ¿A qué vienen los desgarramientos y desmembramientos de los coribantes y de los ménades, y en nuestra época los de los mahometanos, que se acuchillan la cara, el vientre y los miembros para congraciarse con su profeta, puesto que la ofensa que le infirieron reconoce por causa la voluntad, y no el pecho, los ojos, los órganos genitales, la apostura, los hombros ni la garganta? Tantus est perturbatae mentis, et sedibus suis pulsae furor ut sic dii placentur, quemadmodum ne homines quidem saeviunt699. Nuestra natural contextura, no sólo debemos considerarla para nuestro servicio, sino también para el de Dios y el de los demás hombres; es una acción injusta el ofenderla voluntariamente, como igualmente el quitarnos la vida, sea cual fuere la causa. Tengo también por traición y cobardía grandes el mutilar y corromper las funciones de nuestro cuerpo, las cuales son puramente materiales y se hallan sometidas por naturaleza a la dirección del alma, por evita a ésta el cuidado de sujetarlas a la razón; ubi iratos deos timent, qui sic propitios habere merentur?... In regiae libidinis voluptatem castrati sunt quidam; sed nemo sibi, ne vir esset, jubente domino, manus intulit[700]. De tal suerte mancharon su religión con perversas prácticas:

Saepius olim

relligio peperit scelerosa atque impia facta.[701]

Ahora bien: ninguna de nuestras cualidades puede parangonarse ni relacionarse en modo alguno con la naturaleza divina; todas la manchan y marcan con otras tantas imperfecciones. La belleza, poder y bondad infinitos, ¿cómo han de poder asemejarse ni tener correspondencia alguna con una cosa tan abyecta como nosotros, sin el extremo perjuicio y decaimiento de la divina grandeza? Infirmus Dei fortius est hominibus: et stultum Dei sapientius est hominibus[702]. Preguntado Stilpón el filósofo si los dioses recibían placer de nuestras honras y sacrificios: «Sois indiscretos, contestó; retirémonos aparte para hablar de este asunto.» Y sin embargo nosotros le prescribimos límites; nuestra razón mide su poderío (llamo razón a nuestras visiones imaginarias; como tales las reconoce la filosofía, la cual declara «que el loco y el perverso están extraviados por razón, que en ellos reviste una forma particular»); queremos subyugar a Dios a las vanas y débiles apariencias de nuestro entendimiento; a él, que nos creó y creó asimismo nuestra facultad de conocer. Porque nada se hace de la nada, Dios no pudo formar el mundo sin servirse de materia. ¿Acaso el Hacedor Supremo ha puesto en nuestras manos las llaves de los últimos resortes de su poder? ¿Comprometiose por ventura a no sobrepasar los límites de nuestra ciencia? Supón, ¡oh criatura! que hayas podido advertir en la tierra alguna huella de la divinidad; ¿piensas, por ello que el Señor haya empleado cuantos medios residen en su poder, ni que haya puesto todo su saber en la composición del universo? Tú contemplas solamente el orden y concierto de esta cuevecilla donde habitas; la divinidad tiene una jurisdicción infinita más allá; esta parte que aquí ves no es nada en comparación del todo:

Omnia cum caelo, terraque, marique,

nil sunt ad summam summaï, totius omnem.[703]

Lo que a ti se te alcanza es una ley restringida; tú ignoras que es universal. Sujétate a aquello de que dependes, mas no agregues a Dios, que no es tu compañero, ni tu conciudadano, ni tu camarada. Si en algún modo se te mostró, no fue para rebajarse a tu pequeñez, ni para otorgarte el cargo de veedor de su poder: el cuerpo humano no puede volar a las nubes; para ti hizo el Criador todo su bien. El sol recorre sin cesar su carrera. Los límites de la tierra y de los mares no pueden confundirse; el agua no tiene forma ni resistencia; un muro sin demolirse no deja paso a un cuerpo sólido; el hombre no puede conservar su vida en medio de las llamas; no puede estar en el cielo y en la tierra ni en cien lugares a la vez, corporalmente; para ti instituyó Dios estos preceptos, y a tu individuo incumben. El Criador testificó a los cristianos que los libertó cuando le plugo. ¿Por qué siendo como es todopoderoso había de sujetar sus fuerzas a cierto límite? ¿En favor de quién había de renunciar a su privilegio? En nada alcanza tu razón mayor verosimilitud ni fundamento mayor que cuando te convence de la pluralidad de los mundos;

Terramque, et solem, lunam, mare, cetera quae sunt,

non esse unica, sed numero magis innumerali[704]:

los hombres más famosos de los pasados siglos, así lo creyeron y también algunos del nuestro; llevoles a tal convencimiento la humana razón, puesto que en este universo que contemplamos nada existe aislado ni idéntico,

Quum in summa res nulla sit una,

unica quae gignatur, et unica solaque crescat[705];

todas las especies hanse multiplicado en diverso número, por lo cual parece inverosímil que Dios haya hecho este solo monumento sin compañero, y que la materia de esta forma haya sido agotada en este exclusivo individuo;

Quare etiam atque etiam tales fateare necesse est,

esse alios alibi congressus materiaï,

qualis hic est, avido complexu quem tenet aether[706]:

señaladamente si es un ser animado como sus movimientos parecen dar a entender y Platón afirma; muchos de entre nosotros lo confirman igualmente, o al menos no lo niegan, como también lo acredita la antigua opinión de que el cielo, las estrellas y otras partes del planeta son criaturas compuestas de cuerpo y alma, mortales en orden a su composición, pero inmortales por voluntad del Criador. Así que, si existen otros mundos como creyeron Epicuro, Demócrito y casi todos los filósofos, no sabemos si los principios y leyes de la tierra son comunes a los demás. Acaso su organización sea distinta; Epicuro los supone análogos o desemejantes. En este mundo vemos una variedad infinita en las regiones apartadas; en ese nuevo rincón del universo que nuestros padres descubrieron no se ve trigo, ni vino, ni ninguno de los animales de nuestros climas; todo es diferente. En los pasados siglos, considerad en cuántos lugares desconocieron la existencia de Baco y Ceres. Según Plinio y Herodoto[707], hay hombres en ciertos países que se asemejan muy poco a nuestra especie, y existen seres mestizos y ambiguos entre la humana naturaleza y la esencialmente animal; hay localidades en que los hombres nacen sin cabeza, tienen los ojos y la boca en el pecho, o son andróginos; en otras andan a gatas; en otras no tienen más que un ojo en la frente, y la cabeza más parecida a la de un perro que a la nuestra; en algunas, la mitad inferior del cuerpo es la de un pez, y viven en el agua; lugares hay en que las mujeres paren a los cinco años, y no viven más que ocho; otros en que los hombres tienen la cabeza y la piel de la frente tan duras, que son impenetrables al hierro, que rebota cuando con ellas choca; en ciertos sitios los hombres no tienen barba; hay pueblos que no conocen el fuego; otros en que la esperma es de color negro; ¿qué decir de los países en que los hombres se convierten en lobos o jumentos, y después otra vez en hombres? Y si es verdad, como Plutarco afirma, que en una localidad de las Indias haya hombres sin boca, que se alimentan con la percepción de ciertos olores, ¡cuán limitadas y falsas además son nuestras ideas! Nada puede imaginarse tan ridículo ni tan incapaz de razón y sociedad como todos esos seres. El concierto y la causa interna de nuestro mundo, serían casi siempre cosa peregrina y singular para todos ellos.

Mayormente, ¿cuántas cosas conocemos que se hallan en contradicción con las reglas que a la naturaleza hemos prescrito? ¡Y, sin embargo, pretendemos juzgar los límites del poder de Dios mismo! ¿Cuántas cosas son para nosotros milagrosas y contra el orden natural? Cada hombre y cada pueblo lo juzga todo conforme a la medida de su ignorancia. ¡Cuántas propiedades ocultas y raras encontramos en las cosas! Para nosotros seguir la marcha de la naturaleza no es más que seguir las huellas de nuestra inteligencia, en tanto que puede seguirlas, y lo más que nuestra vista alcanza. Todo lo que está más allá considerámoslo como monstruoso o irregular. Según lo cual, aquellos que sean más hábiles y avisados, hallaranlo todo disparatado, pues a éstos persuadió la humana razón de que no existe fundamento alguno para afirmar nada, ni siquiera que la nieve es blanca: Anaxágoras decía que era negra; de si existe algo en el universo o no existe nada; si hay ciencias o sólo ignorancia; todo lo cual Metrodoro Chio negaba que el hombre pudiera afirmarlo. Eurípides dudaba que viviéramos, «si la vida que vivimos es vida, o si lo que llamamos muerte es realmente la vida»:

 [708]

 [709]

y no sin razón, porque llamamos existir a este instante que no es más que un relámpago dentro del curso infinito de una noche eterna, y una interrupción brevísima de nuestra natural y perpetua condición, puesto que la muerte llena todo lo que antecede, y sigue a aquel momento, y todavía una buena parte del mundo. Otros afirman que no hay movimiento, que nada se agita; tal opinaban los discípulos de Meliso, en atención a que si no hay más que Uno, ni este movimiento esférico puede incumbirle, ni tampoco el de un lugar a otro, como Platón sostiene, asegurando que en la naturaleza no hay generación ni corrupción. Protágoras dice que nada hay en aquélla si no es la duda; que acerca de todo puede cuestionarse y hasta de este mismo principio, es decir, si realmente puede cuestionarse de todas las cosas. Nusífanes entiende que los objetos aparentes son inciertos, y que nada hay más seguro que la duda y la incertidumbre. Parménides cree que de lo aparente en general no hay nada que tenga fundamento, que no hay más que Uno; Zenón que ni siquiera ese Uno existe, y que no existe nada, porque si el Uno fuera, tendría que estar en otro o en sí mismo; si está en otro, ya son dos y si está en sí mismo son también dos, el continente y el contenido. Según estos dogmas, la naturaleza de las cosas es sólo una sombra falsa y vana.

Siempre consideré que esta manera de hablar es indiscreta e irreverente en boca de un cristiano: «Dios no puede morir; Dios no puede contradecirse; Dios no puede hacer esto o aquello.» Me parece reprochable el encerrar así los límites del poder divino bajo las leyes de nuestra palabra; las ideas que para nuestra mente representan tales proposiciones, debieran por lo menos representarse de un modo más reverente y religioso.

Nuestro hablar adolece de debilidades y defectos, como todo lo que constituye la naturaleza humana. La mayor parte de los desórdenes del mundo son puramente gramaticales; nuestros procesos no nacen sino de los debates que acarrea la interpretación de las leyes; y la mayor parte de las guerras, de que somos incapaces de formular claramente los convenios y tratados de los príncipes. ¡Cuántas contiendas y querellas sanguinarias produjo el no conocer a ciencia cierta el sentido de la sílaba Hoc![710] Tomemos la cláusula que la lógica presenta como la más clara; si afirmamos que «hace buen tiempo» y decimos verdad, será que haga sin duda buen tiempo. ¿No es una manera clara de expresarse? Pues, sin embargo, nos inducirá a error, como puede verse por el ejemplo siguiente: si decís «Yo miento», y sois verídicos, mentís realmente. El arte, la razón y la conclusión de la segunda proposición son semejantes a los de la primera, y, sin embargo, las dos nos presentan obstáculos. Los filósofos pirronianos no pueden explicar sus concepciones con ningún lenguaje; para ello habrían menester de uno nuevo, pues el nuestro se compone de proposiciones afirmativas, las cuales van contra la esencia misma de sus doctrinas; de tal suerte, que cuando dicen «Yo dudo», incurren ya en contradicción, pues afirman que saben que dudan. Así que, tuvieron necesidad de guarecerse en la siguiente comparación con la medicina, sin la cual la tendencia de la secta de que hablo sería inexplicable. Cuando dicen «Yo ignoro», o «Yo dudo», añaden que ambas proposiciones desaparecen por sí mismas, junto con todo lo demás, a la manera que él ruibarbo empuja hacia fuera los malos humores, y él mismo sale al propio tiempo. Tal estado de espíritu enunciase interrogativamente de una manera más segura, diciendo:¿QUÉ SÉ YO?, que es mi acostumbrada divisa.

Ved cuál los hombres se prevalen hablando de Dios irreverentemente. En las controversias actuales que tienen por asunto nuestra religión, por poco que cerquéis a vuestro adversario os dirá sin ambage alguno «que no reside en poder de Dios el hacer que su cuerpo esté en la tierra, y en el paraíso y en varios lugares a la vez». Plinio, expresándose también irreverentemente, decía que al menos constituye un consuelo grande para la pequeñez del hombre el considerar que Dios no lo puede todo; pues no es dueño, decía, de quitarse la vida aunque lo quisiera, lo cual constituye la mayor ventaja que en nuestra condición reside; no puede convertir a los mortales en inmortales, ni resucitar a los muertos, ni que el que vivió no haya vivido, ni hacer que el que disfrutó de honores no los haya disfrutado; no teniendo otro poder si no es el olvido sobre las cosas que fueron. Y para sentar hasta ejemplos risibles en las relaciones del hombre con su Criador, concluye diciendo que Dios no puede impedir que dos veces diez no sean veinte. Los labios de un cristiano no deben proferir jamás semejantes términos. Y parece que los hombres se sirven de lenguaje tan altivo y loco para igualarse al Hacedor Supremo:

Cras vel atra

nube polum Pater occupato,

vel sole puro; non tamen irritum,

quodcumque retro est, efficiet, neque

diffinget, infectumque reddet,

quod fugiens semel hora vexit.[711]

Cuando declaramos que la infinidad de los siglos pasados y los que están por venir no son para Dios sino un instante; que su bondad, sapiencia y poderío son idénticos a la esencia divina, nuestras palabras lo dicen, más nuestro entendimiento no comprende ni alcanza lo que expresan nuestras palabras. Y sin embargo, la temeraria presunción del hombre quiere hacer pasar a Dios por el tamiz de su entendimiento, por donde se engendran todas las soñaciones y todos los errores de que el mundo se ve lleno, por querer aquilatar en su balanza cosa tan distante de la pequeñez terrenal[712]. Mirum, quo procedat improbitas cordis humani parvulo aliquo invitata successu[713]. ¡Con cuánto desdén reprenden los estoicos a Epicuro, el cual juzgaba que la esencia de la dicha pertenecía sólo a Dios, y que el sabio no participa de aquélla sino como de una sombra remotísima! ¡Y cuán temerariamente unieron el destino de Dios al de los hombres! Yo creo que algunos que se llaman cristianos incurren todavía en la misma imprudencia. Thales, Platón y Pitágoras lo rebajaron a la necesidad. Esta altivez de pretender descubrir a Dios con nuestros ojos mortales, fue causa de que un hombre insigne diera a la divinidad forma corporal, y lo es también de que a diario atribuyamos a Dios los acontecimientos importantes de nuestra vida. Como a nosotros nos producen mella, creemos que han de producirla también a Dios, quien a nuestro modo de ver considera con mirada más atenta que los sucesos insignificantes de nuestra existencia ordinaria los que nos son trascendentales: magna dii curant, parva negligunt[714]; oíd su ejemplo, él os iluminará con las luces de su razón: nec in regnis quidem reges omnia minima curant[715]. ¡Como si para el Criador no fuera lo mismo conmover los cimientos de un imperio que estremecer la hoja de un árbol! ¡Como si su providencia no se ejerciera lo mismo en el desenlace de una batalla que en el salto de una pulga! La mano del Hacedor gobierna todas las cosas de igual modo, con la misma fuerza, con idéntico orden; nuestro interés para nada influye en sus designios, las medidas que tomamos no le importan ni para nada influyen en sus actos: Deus ita artifex magnus in magnis, ut minor, non sit in parvis[716]. Nuestro orgullo hace que nos equiparemos a Dios, lo cual es la mayor de las blasfemias. Porque nuestras ocupaciones son para nosotros pesada carga, Estrabón dispensó a los dioses de todo deber, como hacen sus sacerdotes; hace producir y conservar a la naturaleza todas las cosas, se explica así la formación del mundo y descarga al hombre del temor de los juicios divinos; quod beatum aeternumque sit, id nec habere negotïï quidquam, nec exhibere alteri[717]. Quiere la naturaleza que entre las cosas análogas exista relación semejante; así pues, del número infinito de mortales infiere que hay igual número de inmortales. Las cosas infinitas que perjudican y matan, presuponen igual número que aprovechan y conservan. Como las almas de los dioses, sin lengua, ojos ni oídos, se entienden entre sí y juzgan de nuestros pensamientos, así las almas de los hombres, cuando se encuentran libres, desprendidas del cuerpo por el sueño o por algún encantamiento, adivinan, pronostican y ven las cosas que serían incapaces de ver unidas al cuerpo. Los hombres, dice san Pablo, convirtiéronse en locos, en fuerza de querer ser cuerdos, y cambiaron la incorruptible gloria de Dios en la imagen corruptible del hombre. Considerad, siquiera sea ligeramente, las extravagantes y aparatosas deificaciones de los antiguos: luego de celebrar con soberbia pompa la ceremonia de los funerales, cuando el fuego prendía en lo alto de la pirámide y llegaba al lecho del difunto, dejaban escapar un águila, la cual, volando a las nubes, significaba que el alma del muerto se encaminaba al paraíso. Pueden verse mil medallas, señaladamente la que representa a la honrada Faustina[718], que muestran al águila llevando a cuestas hacia el cielo a las almas deificadas. Es lastimoso que nos engañemos así con nuestras propias imitaciones e invenciones;

Quod finxere, timent[719]:

como los muchachos, que se asustan de la misma cara que tiznaron y ennegrecieron a sus compañeros[720]: quasi quidquam infelicius sit homine, cui sua figmenta dominantur[721].

Hay diferencia grande entre honrar al que nos ha criado y rendir culto al que nosotros hemos hecho. Augusto tuvo más templos que Júpiter en los cuales se le veneró, y se creyó en sus milagros lo mismo que en los de Júpiter. En recompensa de los beneficios que de Agesilao recibieran, anunciáronle los tasianos que le habían canonizado. «¿Vuestra nación, contestó aquél, tiene el poder de convertir en dios a quien le viene en ganas? Santificad primero, para ver cómo le va a uno de entre vosotros, luego, cuando yo haya visto los efectos, agradeceré en el alma el don con que me brindáis.» La insensatez del hombre no reconoce límites, puesto que siendo incapaz de forjar el animal más microscópico fabrica dioses a docenas. Oíd encarecer a Trimegisto el humano poderío: «Entre las cosas admirables, dice, sobrepasa a todas las demás el que el hombre haya llegado a conocer y a crear la naturaleza divina.» He aquí algunos argumentos de la escuela misma de la filosofía:

Nosse cui divos et caeli numina soli

aut soli nescire, datum[722]:

«Si Dios existe es un ser animado; si es animado tiene sentidos, y si tiene sentidos está sujeto a accidentes. Si carece de cuerpo, tampoco tiene alma, y por consiguiente es incapaz de acción; si tiene cuerpo es perecedero.» Y con esto héteme al hombre victorioso y triunfante. «Nosotros somos incapaces de haber hecho el mundo; por consiguiente existe alguna fuerza superior que en él ha puesto la mano. Sería una estúpida arrogancia el que nos considerásemos como los seres más perfectos de este universo; hay pues algo mejor que es Dios. Cuando contempláis una residencia pomposa y rica, aunque no sepáis a quién pertenece, no suponéis que haya sido expresamente construida para albergue de ratones; así pues, ese divino monumento colocado sobre nuestras cabezas, ese celestial palacio debemos considerarlo como la vivienda de algún morador, cuya grandeza es mucho mayor que la nuestra. ¿Lo más alto, no es siempre lo más digno? Por eso nosotros estamos colocados aquí abajo. Nada sin alma ni razón puede crear un ser animado capaz de esa facultad: el mundo nos produce, luego hay en él alma y razón. Cada una de las partes de nosotros mismos es menor que nuestro ser cabal; nosotros formamos parte del mundo, de donde se desprende que éste se halla dotado de sabiduría y razón en mayor dosis de lo que nosotros lo estamos. Es cosa hermosa tener un gobierno de extensión dilatada, por eso el del mundo pertenece a alguna naturaleza privilegiada. Los astros no nos dañan; son por consiguiente seres llenos de bondad. El hombre, lo mismo que los dioses, tiene necesidad de alimento, los segundos se nutren con los vapores de aquí bajo. Los bienes terrenales no pertenecen a Dios, ni a nosotros tampoco. Recibir ofensas e infringirlas muestran imperfección análoga; es por consiguiente insensato temer a Dios. Dios es bueno por naturaleza; el hombre, por industria, lo cual es más meritorio. La sabiduría divina y la humana se diferencian sólo en que aquélla es eterna; y como la duración ninguna cualidad añade a la sabiduría, hétemos compañeros. Tenemos vida, razón y libertad, y noción de la bondad, de la caridad y de la justicia, atributos todos que le son propios.» En conclusión el deísmo y el ateísmo, todos estos argumentos en pro y en contra de la divinidad, los forja el hombre ayudado por la idea que de sí mismo se forma. ¡Qué patrón y qué modelo! Ampliemos, elevemos y abultemos cuanto nos plazca las cualidades humanas; ínflate, pobre criatura, una, dos y mil veces

Non, si te ruperis, inquit[723];

Profecto non Deum, quem cogitare non possunt, sed semetipsos, pro illo cogitantes, non ulum, sed se ipsos, non illi, sed sibi comparant[724].

Puesto que en los fenómenos naturales los efectos no dejan ver las causas sino a medias, ¿con cuánta más razón en este punto serán vagas y obscuras? Ésta sobrepasa el orden de la naturaleza; su condición es demasiado elevada, demasiado alejada y demasiado soberana para consentir que nuestras conclusiones puedan sujetarla y contraerla. Somos incapaces de llegar a ella con el concurso de nuestras exiguas fuerzas; nuestro camino es demasiado rastrero; lo mismo está el hombre cerca del cielo en lo alto del monte Cenis que en lo más hondo del mar. Consultad con vuestro astrolabio si de ello queréis convenceros. Los filósofos paganos hacen figurar a Dios hasta en el contacto carnal de las mujeres, cuántas veces y en cuántas generaciones: Paulina, mujer de Saturnino, rica matrona romana, creyendo pernoctar con el dios Serapis se encontró entre los brazos de un amante por el alcahuetismo de los sacerdotes de aquel templo. Varrón, el autor latino más sutil y sabio, escribe en sus libros de teología que el sacristán del templo de Hércules jugó con este dios una cena y una muchacha; en caso de que ganara, se descontarían los gastos de las ofrendas del templo, y si perdía sufragarla las costas; el sacristán perdió y pagó su cena y a la muchacha. Esta se llamaba Laurentina, y vio por la noche el Dios entre sus brazos, el cual la dijo que el primero con quien al día siguiente tropezara la pagaría espléndidamente su salario; y en efecto encontrose con Tarancio, joven rico, que la llevó a su casa y andando el tiempo la hizo heredera. La muchacha a su vez, creyendo ser grata a Hércules, dejó todos los bienes al pueblo romano, por lo cual tributáronsela honores divinos. Como si no bastara que por el lado paternal y por el maternal Platón fuera originalmente descendiente de los dioses, ni tampoco el tener a Neptuno por fundador de su raza, considerábase en Atenas como cosa cierta que Avistón, habiendo querido gozar de la hermosa Perictione y no acertando a realizar sus deseos, fue advertido en sueños por Apolo de que la dejara intacta hasta que hubiera dado a luz. Teníase por asegurado que los padres de Platón fueron Apolo y Perictione. En las historias se encuentran numerosos ejemplos de cornamentos análogos, procurados por los dioses a los pobres humanos, y de maridos desacreditados en favor de rango de sus hijos. En la religión de Mahoma vense por la creencia de los pueblos fieles al profeta gran número de Merlines[725], o lo que ellos mismo, hijos sin padre, absolutamente espirituales, engendrados con el auxilio de la divinidad en el vientre de las doncellas, los cuales llevan un nombre que tiene en la lengua árabe esa significación.

Precisa notar que en cada cosa nada hay más elevado ni más estimable que el propio ser de la misma; el león, el águila, el delfín, nada conciben que aventaje a su especie; todos ponen en parangón sus propias cualidades con las demás cosas existentes; las cuales podemos estrechar o ensanchar, y es todo cuanto pende de nuestra mano, pues fuera de aquella relación y de este principio, nuestra imaginación no puede llegar; nada puede adivinar, la es imposible de todo punto ir más allá. Nacen de aquí estos antiguos principios: «De todas las formas de la naturaleza es el hombre la más hermosa, por consiguiente Dios está incluido en ella. Nadie sin virtud puede ser dichoso; tampoco la virtud puede existir independientemente de la razón, ni ésta puede residir en otro ser que no sea el hombre.» Dios por consiguiente reviste figura humana: Ita est in formatum et anticipatumque mentibus nostris, uthomini, quum de Deo cogitet, forma ocurrat humana[726]. Por eso, decía con gracia Jenófanes, que si como es verosímil, los animales se forjan sus dioses correspondientes, idearanlos parecidos a ellos y se glorificarán como nosotros; ¿qué razón hay para que un ansarón no sostenga el razonamiento siguiente: «Todas las partes del universo tienen relación con mi individuo; la tierra me sirve de apoyo, el sol me alumbra, las estrellas ejercen influencia sobre mi ser; los vientos, y los mares me procuran bienestar y comodidades; ningún otro animal se ve más favorecido que yo bajo la bóveda celeste, yo soy el niño mimado de la naturaleza? ¿No es el hombre quien me acaricia, me sirve y procura vivienda? En beneficio mío siembra y recolecta; si le sirvo de alimento, también devora el hombre a sus semejantes, y también yo me nutro de los gusanos que le matan y le roen.» Así hablará la grulla[727], y todavía con más altivez que el hombre, por la libertad que su vuelo la procura, merced al cual goza del privilegio de cernerse en las regiones más altas: Tam blanda conciliatris, et tam sui est lena ipsa natura![728] Así pues, colocándose el hombre en esa textura concluye que para él son los destinos, para él solo el universo mundo; el sol alumbra y la tormenta estalla para nosotros; el Criador y las criaturas, todo es para nosotros: es la conclusión y fin o adonde se dirige la universalidad de las cosas. Considerad lo que la filosofía registró hace ya más de dos mil años sobre las cosas celestiales: según aquélla los dioses no obraron ni hablaron sino en beneficio del hombre, ni les atribuye distinto oficio ni misión. Vedlos aquí que contra nosotros vienen a las manos:

Domitosque Herculea manu

telluris juvenes, unde pariculum

fulgens contremuit domus

Saturni veteris.[729]

Consideradlos participando en nuestros desórdenes, correspondiendo así a las muchas veces que nosotros hemos tomado parte en los suyos:

Neptunus muros, magnoque emota tridenti

fundamenta quatit, totamque a sedibus urbem

eruit: hic Juno Scaeas saevissima portas

primat tenet.[730]

Por el celo que los caunianos ponen en la dominación de sus dioses peculiares échanse el arma a la espalda el día que los festejan y sacuden el aire con sus espadas, arrojando y expulsando así de su territorio a los dioses extraños. El poder de los mismos lo acomodamos a nuestras necesidades: curan unos los caballos; otros los hombres; quién las epidemias, la tiña, la tos; quién una clase de sarna, quién otra: adeo minimis etiam rebus prava religio inserit deos[731]: quién es causa de que prosperen las vides, quién los ajos; los unos tienen a su cargo el gobierno de la lujuria, los otros el comercio; cada clase de trabajadores tiene su dios correspondiente; los unos poseen sus partidarios en oriente, los otros en occidente:

Hic illius arma,

hic currus fuit.[732]

O sancte Apollo, qui umbilicum certum terrarum obtines.[733]

Paliada Cecropidae, Minoia Creta Dianam,

Vulcanum tellus Hypsipylea colit,

Junonem Sparte, Pelopelïadesque Mycenae;

Pinigerum Fauni Maenalis ora caput;

Mars Latio venerandus erat[734]

hay quien no posee más que un lugar pequeño o una familia; otro vive solo, otro acompañado voluntaria o inevitablemente,

Junctaque sunt magno templa nepotis avo[735];

los hay tan raquíticos e insignificantes, pues el número de ellos asciende a treinta y seis mil[736], que precisa reunir cinco o seis para producir una espiga de trigo; cada uno lleva su nombre del lugar donde se encuentra; tres en una puerta: el del frente, el de los goznes y el del dintel; cuatro a una criatura, protectores de sus envolturas, de lo que come, de lo que bebe y de lo que mama. Algunos gozan de una existencia real; la de otros es incierta y dudosa; otros hay que todavía no pudieron entrar en el paraíso:

Quos, quoniam caeli nondum dignamur honore

quas dedimus certe terras habitare sinamus[737]:

ejercen algunos profesiones diversas: físicas, poéticas o civiles; otros hay que participan de la divinidad y de la humana naturaleza, mediadores entre Dios y las criaturas, que reciben una adoración de segundo orden; son infinitos en oficios y títulos; los unos buenos, malos los otros, los hay viejos derrengados, y hasta mortales, pues según Crisipo, cuando el día sea llegado de la última conflagración del mundo, todos los dioses perecerán a excepción de Júpiter. Forma el hombre mil comunicaciones ridículas entre el Criador y él, y no es peregrino que así acontezca teniéndose como se tiene por compañero suyo:

Jovis incunabula Creten.[738]

He aquí la razón que nos dan en este punto Scévola[739], pontífice máximo, Varrón, teólogo eminente, en sus respectivas épocas: «Es necesario, dicen, que el pueblo ignore muchas cosas verdaderas y crea muchas otras que son erróneas»: Quum veritatem, qua liberetur, inquirat credatur ei expedire, quod fallitur[740]. La vista humana no puede advertir las cosas sino bajo las formas que nos son habituales. ¿No os acordáis del salto que dio el pobre Faetón por haber pretendido manejar las riendas de los caballos de su padre con sus mortales manos? Nuestro espíritu experimenta por su temeridad suerte idéntica. Si preguntáis a la filosofía la materia de que están formados el cielo y el sol, ¿que os responderá si no dice que de hierro, o con so Anaxágoras de piedra, o de otra substancia que nos sea familiar? ¿Se pregunta a Zenón qué cosa es naturaleza? «Un fuego, dice, que merced a cierto artificio engendra metódicamente.» Arquímedes, maestro en la ciencia que se atribuye la prioridad sobre todas las demás en verdad y certeza, contestará: «El sol es un dios de hierro inflamado.» ¡Gallarda idea fruto de la belleza o inevitable necesidad de las geométricas demostraciones! No tan útiles sin embargo ni tan evidentes, puesto que Sócrates entendía que bastaba en punto a conocimientos geométricos con saber medir la tierra que hollamos bajo nuestras plantas; y que Polieno, que fue en esa ciencia doctor famoso e ilustre, no la desdeñara al fin, como falsa y de apariencia vana, luego que hubo gustado los dulces frutos de los sosegados jardines de Epicuro. Sócrates en Jenofonte, a propósito de Anaxágoras, a quien la antigüedad tuvo por más competente que ningún otro filósofo en las cosas celestes y divinas, dice que vio su cerebro perturbado, como acontece a todos los hombres que persiguen de una manera inmoderada los conocimientos que no están a sus alcances. Decía que el sol era una piedra candente, sin reparar en que la piedra no brilla cuando está en el fuego, ni fijarse en que dentro de él se consume, como tampoco en que el fuego no ennegrece a los que están frente a él, ni en que nos es posible mirarle fijamente, ni en que el fuego mata las hierbas y las plantas. Al entender de Sócrates, y también al mío, el mejor juicio en punto a las cosas ultraterrenas es abstenerse en absoluto de formar ninguno. Platón, hablando de los demonios en su diálogo Timeo, exprésase en los siguientes términos: «Empresa es ésta que sobrepasa nuestras luces naturales; preciso es en este punto creer a los antiguos que se dijeron por ellos engendrados; es ir contra la razón el negar la fe a los hijos de los dioses, aunque lo que digan no esté probado por razones ineludibles ni verosímiles, puesto que están seguros de hablarnos de cosas que les son familiares y habituales.»

Veamos ahora si conocemos con alguna mayor claridad las cosas humanas y naturales. ¿No es empresa ridícula que para explicar aquellas a que por confesión propia no podemos llegar andemos forjando concepciones falsas, hijas de nuestra invención, como sucede cuando tratamos de explicarnos el movimiento de los planetas que, como no podemos comprender, porque nuestro espíritu no es siquiera capaz de penetrar la naturaleza de sus funciones, le apliquemos toda suerte de resortes materiales, pesados y puramente terrenales?

Temo aureus, aurea summae

curvatura rotae, radiorum argenteus ordo[741]:

supondréis acaso, como Platón, que fueron cocheros, carpinteros y pintores los que instalaron allá arriba máquinas de movimientos diversos, dispusieron los engranajes y el concierto de los cuerpos celestes, de colores múltiples, alrededor del huso de la necesidad:

Mundus domus est maxima rerum,

quam quinque altitonae fragmine zonae

cingunt, per quam limbus pictus bis sex signis

stellimicantibus, altus in obliquo aethere, lunae

bigas acceptat[742]:

 

todas esas ideas son sueños y fanáticas locuras. ¿Por qué la naturaleza no ha de abrirnos un día su seno para que viéramos al descubierto su mecanismo preparando para ello nuestros ojos? ¡Oh gran Dios! ¡cuántos abusos haríamos en nuestra ciencia raquítica! Mucho me engaño si guarda ni siquiera una sola cosa al tenor de nuestras ideas; yo dejaré este mundo más desconocedor de mi ignorancia, que de todo los demás que en él se encuentra.

¿Es en Platón donde he visto esta divina frase, «que la naturaleza es una poesía enigmática»?[743] como quien dice una pintura velada, rodeada de tinieblas, entreluciente de una variedad infinita de claridades aparentes, en vista de las cuales nuestras conjeturas se fundamentan: Latent ista omnia crassis occultata et circumfusa tenebris; ut nulla acies humani ingenii tanta sit, quae penetrare in caelum, terram intrare possit[744]. Y en verdad la filosofía no es otra cosa que una poesía sofística. ¿De donde sacan los escritores antiguos sino de los poetas todos los principios que sientan? Los primeros filósofos fueron poetas y como tales trataron su ciencia. Platón no es más que un poeta descosido; Timón le llama, para injuriarle, gran forjador de milagros. Todas las ciencias supraterrenas se revisten de estilo poético. De la propia suerte que las mujeres echan mano de dientes de marfil cuando los naturales les faltan, y en lugar del color natural ostentan otro valiéndose de cualquier substancia adecuada; como se procuran muslos artificiales con trapos y filtros, y pechos con algodón, y a los ojos de todos se embellecen de una manera falsa y prestada, así hace la ciencia (y en nuestras leyes mismas hay, al decir de algunos, ficciones necesarias en las cuales se fundamenta la legitimidad de la justicia); aquélla nos procura en pago y en presuposición las ideas que nos muestra haber sido inventadas, pues esos epiciclos excéntricos y concéntricos de que la astronomía se ayuda para explicarnos el movimiento de las estrellas, suminístranoslos como lo mejor que ha a podido encontrar en aquel punto. Igualmente la filosofía nos muestra no lo que realmente es, no la realidad pura, o lo que tal ciencia creo que sea la verdad, sino lo que forjar puede más verosímil y grato. Hablando Platón de las funciones de nuestro cuerpo y de las que son peculiares al de los animales, concluye así: «Que todo cuanto dejamos dicho sea la verdad, no podemos asegurarlo; certificaríamoslo si pudiéramos disponer de la confirmación de algún oráculo; sostenemos solamente que es lo más verosímil que hayamos acertado a decir.»

No sólo para explicar los fenómenos celestes echa mano la ciencia lo sus cuerdas, sus máquinas y sus ruedas; consideremos ahora aunque sea ligeramente lo que dice de nosotros mismos y de nuestra contextura. No hay retrogradación, trepidación, accesión, retroceso, en los astros y cuerpos celestes que la filosofía no haya forjado también en este humano cuerpecillo, por lo cual no anduvieron desacertados los filósofos en llamar al hombre mundo pequeño; de mecanismo tan complicado le supusieron. Para explicar los diversos movimientos que ven en el hombre, las distintas funciones y facultades que sentimos en nosotros, ¿en cuántas partes no dividieron nuestra alma? ¿En cuántos lugares no la colocaron? ¿En cuántos órdenes y categorías no dividieron la pobre criatura humana llevándola siempre más allá de los que son naturales y perceptibles? ¿Cuántos oficios no la atribuyen? Convierten al hombre en una república imaginaria; es para ellos un asunto del que se apoderan y manejan a su antojo, y se les deja en libertad absoluta de descomponerlo, arreglarlo, unirlo y ataviarlo, cada cual conforme a su albedrío, mas a pesar de todo jamás acaban de comprenderlo. Y no ya sólo cuando ejercitamos nuestras facultades y sentidos, ni aun en sueños son capaces los filósofos por medio de sus sistemas de explicar al hombre sin que haya alguna cadencia o algún sonido que no les escape, por complicados que aquéllos sean, estando formados como lo están de mil piezas imaginarias y falsas. Lo cual, razonablemente procediendo, no puede excusárseles, pues a los pintores, cuando nos representan el cielo, la tierra, los mares, las montañas, las islas lejanas, perdonámosles que nos muestren sólo alguna ligera huella, y como de cosas ignoradas contentámonos con tal cual aire o semejanza; mas cuando retratan el natural un asunto que nos es conocido y familiar exigimos de ellos la exacta y perfecta representación de las líneas y colores y los desdeñamos cuando a ello no alcanzan. Me complace la idea de la joven milesiana que viendo constantemente al filósofo Thales con los ojos clavados en el firmamento colocó a su paso un objeto para hacerle tropezar y recordarle que tendría lugar de contemplar las estrellas cuando hubiera previsto las cosas que estaban a sus pies. Aconsejábale con ello la muchacha que se examinara a sí mismo antes de inspeccionar el cielo, pues como por boca de Cicerón dice Demócrito:

Quod est ante pedes, nomo spectat: caeli scrutantur plagas.[745]

Mas a nuestra condición es inherente que las cosas que tenemos entre manos se muestren tan lejanas de nosotros, tan por cima de las nubes como los mismos astros, como declara Sócrates en Platón. Aquél afirma que quien en la filosofía se ocupa incurre en el error mismo que la doncella censuraba a Thales, esto es, que nada ve de lo que está ante sus ojos, pues todo filósofo ignora lo que hace su vecino y lo que él mismo ejecuta, y desconoce igualmente lo que son uno y otro, si hombres o animales.

Los filósofos que encuentran poco sólidas las razones de Sabunde, que nada ignoran, que todo se lo explican, que todo lo saben,

Quae mare compescant causae; quid temperet annum;

stellae sponte sua, jussaeve, vagentur el errent;

quid premat obscurum lunae, quid proferat orbem;

quid velit et possit rerum concordia discors[746]:

¿no sondearon alguna vez entre sus libros las dificultades que se presentan para conocer el propio ser de cada uno? Claramente vemos que los dedos se mueven, y los pies, y que algunas partes se agitan por sí mismas sin nuestro consentimiento y otras con él; vemos igualmente que ciertas emociones nos hacen enrojecer, y que otras nos hacen palidecer; que tal idea obra solamente sobre el bazo y que tal otra llega al cerebro, una nos mueve a risa, otra al llanto; tal otra avasalla y conmueve todos nuestros sentidos y detiene el movimiento de nuestros miembros; ante tal objeto el estómago se revuelve; ante tal otro algo, que está más abajo; pero de qué suerte una impresión espiritual se insinúe en un objeto corporal y sólido[747], y la naturaleza de la unión y juntura de tan admirables resortes, jamás hombre alguno lo ha sabido; Omnia incerta ratione, et in naturae majestate abdita[748], dice Plinio, y San Agustín, Modus, quo corporibus adhaerent spiritus..., omnino mirus est, nec comprehendi ab homine potest; et hoc ipse homo est[749]; y sin embargo nadie pone en duda la unión del alma y del cuerpo, pues las opiniones de los hombres son aceptadas en virtud de antiguas creencias, merced a la autoridad y de una manera gratuita, cual si de religión o leyes se tratara. Recíbese de buen grado lo que comúnmente se cree, y la verdad antedicha acompañada de todo el aparato de argumentos y pruebas, como un sistema de doctrina firme y sólido ya incapaz de alteración, sobre el cual no se vuelve a insistir. Cada cual, rivalizando, va solidificando y fortaleciendo la creencia recibida con todo aquello que su razón alcanza, la cual es un instrumento flexible, maleable y acomodaticio a toda forma; así el mundo se llena de mentiras e insulseces.

La causa de que dudemos de pocas cosas es que jamás se sometan a prueba las impresiones comunes; jamás se pone la mano allí donde residen la debilidad y el error; andamos siempre por las ramas; no se pregunta si un principio es cierto, sino si se ha dicho de este o del otro modo; no se pregunta si Galeno dijo algo que valiera la pena, sino si dijo así o de otro modo. No es por consiguiente peregrino que tal sujeción en la libertad de nuestros juicios, y tiranía semejante de nuestras creencias haya llegado a las escuelas y a las artes. El dios de la ciencia escolástica es Aristóteles; discutir sus principios es cosa sagrada, como lo era el controvertir sobre los de Licurgo en Esparta; la doctrina de aquél, que nos sirve de ley y nos gobierna, acaso sea tan falsa y tan desprovista de fundamento como cualquiera otra. Yo no sé por qué razón no habían de aceptarse lo mismo las ideas de Platón, o el sistema de los átomos de Epicuro, o el lleno y el vacío de Leucipo y Demócrito, o el agua de Thales, o la infinitud de naturaleza de Anaximánder, o el aire de Diógenes, o los números y la simetría de Pitágoras, o el infinito de Parmónides, o el uno de Museo, o el agua y el fuego de Apolodoro, o las partes similares de Anaxágoras, la unión y discordia de Empédocles, el fuego de Heráclito o cualquiera otra opinión entre esa confusión infinita de pareceres y sentencias que engendra esta hermosa razón humana, gracias a su certeza y clarividencia en todo cuanto se entremete. En este punto del principio de las cosas naturales no sé porqué, lo mismo que las de Aristóteles, no habría yo de acoger cualesquiera de las que practicaron los filósofos citados; los principios del nuestro son de tres especies, que llamó materia, forma y privación ¿Hay algo más vano que hacer de la nada misma causa de la producción de todas las cosas? ¿La privación, no es idea negativa? ¿En qué se fundamentó, por tanto, para hacer de ella principio y origen de todas las cosas existentes? Sin embargo, las verdades de Aristóteles nadie osará tocarlas si no es como asunto de ejercicio lógico; nadie las discutirá ni las pondrá en tela de juicio, sólo se controvertirán para ponerlas a cubierto de objeciones extrañas; la autoridad de las mismas es el fin; una vez franqueado éste, ya no es lícito investigar nada.

Es cosa sencillísima edificar cuanto se quiere sobre una base convenida, pues según la ley y disposición de los principios, el resto del edificio se levanta fácilmente sin incurrir en contradicción alguna. Por tal camino hallamos en nuestra razón fundamentos sobrados y discurrimos sin meternos en honduras, pues el maestro gana de antemano tanto lugar en nuestro crédito como le precisa para probar lo que quiere, como los geómetras con sus hipótesis admitidas; el consentimiento y aprobación que le prestamos, le sirve para llevar nuestra convicción adonde se le antoja, lo mismo a uno que a otro lado, y para hacernos piruetear a medida de su capricho. Quien es creído en aquello que presupone, es nuestro amo y nuestro dios; preparará el plan conforme a los fundamentos que sienta con amplitud y facilidad tales, que auxiliado por ellos podrá elevarnos hasta las nubes si se le ocurre. En esta manera de comunicar la ciencia hemos tomado como moneda corriente la frase de Pitágoras de que cada maestro debe ser creído en la ciencia o el arte que profesa; el dialéctico se remite al gramático para demostrar lo que las palabras significan; el retórico toma del dialéctico los motivos de sus argumentos; el poeta se sirve de las cadencias del músico; el geómetra, de las proporciones del aritmético; los metafísicos emplean como fundamento de sus principios las conjeturas de la física, porque cada ciencia tiene sus principios presupuestos, con lo cual la razón humana está embridada por los cuatro costados. Y si se llega a chocar contra la barrera en que yace el error principal, al momento tienen en la boca esta sentencia: «No se debe discutir con los que niegan los primeros principios.» Mas como los hombres no pueden tenerlos si la divinidad no se los ha revelado, todo lo demás, el principio, medio y fin no es más que sueño y humo. A los que combaten por presuposición les es necesario presuponer el mismo axioma de que se debate, pues todo principio humano, todo enunciado tiene tanta autoridad como el que se trata de echar por tierra, si la razón no establece la diferencia entre ambos; así que, es indispensable colocarlos todos en la balanza, y en primer término los generales, los que nos sujetan y tiranizan. La persuasión de la certeza es testimonio de locura o incertidumbre extremas; no hay gentes más desquiciadas ni menos filosóficas que los filodoxos[750] de Platón: según estos es necesario saber si el fuego es caliente, si la nieve es blanca; si hay algo de sólido o de blando en nuestro conocimiento.

En cuanto a las respuestas que forman el asunto de antiguas anécdotas, como la que se dio al que ponía en duda la existencia del calor, a quien se respondió que se arrojara al fuego; y al que negaba la frialdad del hielo, que se metiera un pedazo en el pecho, ambas son indignas de los oficios de a filosofía. Si los filósofos nos hubieran dejado en el estado de naturaleza, de manera que acogiéramos los fenómenos exteriores según influyen en nosotros por la mediación de nuestros sentidos, de suerte que los actos del hombre obedecieran a deseos sencillos y ordenados con arreglo a la condición primera de nuestro nacimiento, tendrían razón en dar aquellas contestaciones; mas de ellos aprendimos a convertirnos en jueces del mundo; ellos fueron quienes nos inculcaron la idea de que «la razón humana debe juzgar todo cuanto existe dentro y fuera de la bóveda celeste; la que todo lo abarca y lo puede todo, por el intermedio de la cual todo se sabe y conoce». Aquellas respuestas estarían muy en su lugar entre los caníbales, quienes gozan la dicha de una larga vida sosegada y tranquila sin el auxilio de los preceptos de Aristóteles; que ni siquiera conocen el nombre de la física; sería mejor aplicada y tendría fundamento mayor que cuantas les sugirió su razón e invención; de experimentarla serían capaces al par que nosotros todos los animales, todos los seres que obran todavía a impulso de la pura y simple ley natural, a la cual renunció la filosofía. No basta que ésta me diga: «Tal cosa es verídica o cierta porque así la experimentas y así la ves»; es necesario que me prueben si lo que yo creo sentir siéntolo en realidad, y por qué y cómo lo siento; que me demuestren el nombre, origen, fundamentos y fines del calor y del frío; las cualidades del agente y del paciente, o que me despojen de sus tan decantadas doctrinas, que consisten en no admitir ni aprobar nada sin el concurso de la razón, que es la piedra de toque en sus disquisiciones todas, llena evidentemente de falsedad y error, de debilidad y flaqueza.

¿Por qué medio podremos aquilatarla mejor que por ella misma? Si no tenemos motivos suficientes para creerla cuando de sí misma habla, apenas si será adecuada para juzgar de las cosas que le son ajenas; si algo existe en cuyo conocimiento sea fuerte, será al menos su propio ser y el lugar donde reside, que es el alma, de la que es efecto o parte constitutiva; pues la razón verdadera y esencial, que bautizamos con falsos nombres, tiene su asiento en el seno de Dios; allí están su vivienda y su retiro; de allí emana cuando a Dios le place mostrarnos algunos de sus rayos, como Palas surgió de la cabeza de su padre para hacerse visible al mundo.

Veamos, pues, lo que la razón humana nos ha enseñado de sí misma y del alma; no del alma en general, de la cual casi toda la filosofía hace derivar los cuerpos celestes y los primeros cuerpos participantes; ni de aquella que Thales atribuye a las cosas mismas que se consideran como inanimadas, movido por la contemplación del imán, sino de la que nos pertenece, y por consiguiente debemos conocer mejor:

Ignoratur enim, quae sit natura animal;

nata sit; an, contra, nascentibus insinuetur;

et simul intereat nobiscum morte dirempta;

an tenebras Orci visat, vastasque lacunas,

an pecudes alias divinitus insinuet se.[751]

Crates y Dicearco afirmaban que no existía, y que los movimientos y los actos corporales obedecían a un movimiento natural; Platón aseguraba que era una substancia dotada de movimiento propio; Thales, una naturaleza sin reposo; Asclepiades, la ejercitación de los sentidos; Hesíodo y Anaximánder, una substancia compuesta de tierra y agua; Parmónides, de tierra y fuego; Empédocles, de sangre:

Sanguineam vomit ille animam.[752]

Para Cleanto, Posidonio y Galeno era el alma un calor, o una substancia de complexión calurosa:

Igneus est ollis vigor, et caelestis origo[753];

para Hipócrates, un espíritu extendido por todo el cuerpo; para Varrón, un aire que se recibe por la boca, se calienta en el pulmón, se templa en el corazón y se distribuye por todo el cuerpo; para Zenón, la quinta esencia de los cuatro elementos; según Heráclido Póntico, el alma era la luz; según Jenócrates y los egipcios, un número movible; según los caldeos, una virtud sin forma determinada:

Habitum quemdam vitalem corporis esse,

harmoniam Graeci quam dicunt[754]:

pero no olvidemos la opinión de Aristóteles, para quien lo que pone en movimiento al cuerpo, a lo cual llama entelequia, es cosa tan obscura e indeterminada como cualquiera de las ideas de los filósofos precedentes; pues no haría ni de la esencia, ni del origen, ni de la naturaleza del alma, limitándose a señalar sus efectos. Lactancio, Séneca y la mayor parte de los filósofos dogmáticos confesaron que era cosa que no entendían; y Cicerón declara, al ver semejante diversidad de opiniones Harum sententiarum quae vera sit, deus aliquis viderit[755].

Por experiencia propia conozco, dice san Bernardo, hasta qué grado la esencia de Dios es incomprensible, puesto que la de mi propio ser soy incapaz de penetrar. Heráclito, que consideraba todos los seres llenos de almas y de espíritus, aseguraba sin embargo que no podía avanzarse tanto en el conocimiento de aquélla que pudiera llegarse a él. Por tan imposible tenía profundizar a esencia el espíritu.

No hay menos disensión ni se debate menos el lugar en que el alma reside. Hipócrates y Herófilo la colocan en el cerebro; Demócrito y Aristóteles, esparcida por todo el cuerpo:

Ut bona saepe valetudo quum dicitor esse

corporis, et non est tamen haec pars ulla valentis[756];

Epicuro, en el estómago:

Hic exsultat enim pavor ac metus; haec loca circum,

laetitiae mulcent[757];

los estoicos, rodeando el corazón y dentro del mismo; Erasistrato, unida a la membrana del epicráneo; Empédocles, en la sangre, y también Moisés, por lo cual prohibió a su pueblo que se sirviera como alimento de la sangre de los animales, a la cual el alma va unida; Galeno opinó que cada parte de nuestro cuerpo tiene, su alma correspondiente; Strato la sitúa entre ceja y ceja. Qua facie quidem sit animus, aut ubi habitet, ne quaerendum quidem est[758], dice Cicerón, cuyas propias palabras transcribo aquí de buen grado sin alteración alguna, pues sería insensato que yo tendiese alterar el lenguaje de la elocuencia. Es además difícil desfigurar sus argumentos que son poco frecuentes, poco sólidos y nada ignorados. La razón por qué Crisipo y los demás filósofos de su secta colocan el alma alrededor del corazón merece consignarse, y es la siguiente: cuando queremos dar fe cabal de alguna cosa, dice, ponemos nuestra mano en el pecho, y cuando pronunciamos la palabra  imagen, que significa yo, la mandíbula inferior se inclina hacia el mismo. Estos detalles no deben dejarse pasar sin consignar al propio tiempo la vanidad de un personaje tan principalísimo como Crisipo, pues aparte de que tales ideas carecen en absoluto de fundamento, la última no prueba sino a los griegos que tengan el alma en aquel lugar. Ningún juicio humano por despierto que sea deja de caer a veces en singulares soñaciones. Más todavía: ved a los estoicos, padres de la humana prudencia, que consideran que el alma de un hombre que acaba sus días de violenta muerte se arrastra y sufre largo tiempo antes de separarse del cuerpo, no pudiendo desasirse de la carga del mismo, como un ratón que cae en la ratonera. Afirman algunos que el mundo fue creado para que en él encontraran cuerpo, como castigo de sus culpas los espíritus caídos que perdieron la prístina pureza en que fueron creados, pues la primera creación fue incorpórea. Según que éstos se alejaron más o menos de su espiritualidad, así se los incorpora ligera o pesadamente; de aquí la variedad de cantidad tan grande de materia. Mas el espíritu que a causa de la magnitud de sus culpas fuese investido del cuerpo del sol debía tener una cantidad de pecados bien rara y particular.

El término de nuestras disquisiciones es constantemente, la confusión y el embrollo; como Plutarco dice del comienzo de las historias, que a la manera de los mapas la extremidad de las tierras conocidas se compone de lagunas, intrincadas selvas, desiertos y lugares inhabitables; he aquí por qué los más groseros y triviales desatinos se encuentran con mayor frecuencia en los que tratan de cosas elevadas y profundas, abismándose en su curiosidad y presunción. El fin y el comienzo de la ciencia fundaméntanse en análoga insensatez; ved cómo vuela el espíritu de Platón, cómo se cierne en nubes poéticas; ved cómo en sus diálogos se expresan los dioses en lengua enigmática. Pero, ¿dónde tenía la cabeza cuando dijo que el hombre era un animal sin pluma, con dos pies? Con tal definición dio margen a que los que querían burlarse de él encontraran ocasión de hacerlo; pues habiendo desplumado un capón vivo, todos le nombraban «el Hombre de Platón».

¿Y qué decir de los discípulos de Epicuro? ¿Cuál fue la simpleza que les movió a imaginar que sus átomos, que consideraban como cuerpos dotados de cierta pesantez y un movimiento natural hacia abajo, hubieran edificado el mundo, hasta que gracias a sus adversarios advirtieron que según aquellas propiedades era imposible que los átomos se unieran los unos a los otros, puesto que su caída era recta y perpendicular y por eso dichos cuerpos describían solamente líneas paralelas en todas direcciones? Por lo cual se vieron obligados a admitir un movimiento de lado, fortuito, y a suponer además en los átomos colas curvas, en forma de gancho, con que hacerlos capaces de unirse de manera compacta. Y con todo, todavía les ponían en duro aprieto los que les presentaban este reparo: «Si vuestros átomos formaron sin más causa ni razón que el acaso tantos géneros de formas y figuras, ¿por qué no acertaron jamás a hacer una casa o un zapato? ¿porque no creer con igual fundamento que una cantidad infinita de letras griegas arrojadas en medio de la calle fueran capaces por sí mismas de formar la contextura de la Ilíada?»

Todo aquello que es capaz de razón, dice Zenón, aventaja a lo que no es susceptible de ella; no existe nada superior al mundo; por consiguiente éste es susceptible de razón. Cotta, valiéndose de este mismo argumento, hace al mundo matemático; y valiéndose de otras razones del filósofo precitado, le convierte en músico y organista: el todo es mayor que una de sus partes; nosotros somos capaces de filosofía y formamos parte del mundo, por consiguiente el mundo es sabio. Pudieran citarse infinidad de ejemplos análogos, y no sólo de argumentos falsos, sino también sin fuerza, que no pueden tomarse en serio, y que acusan a sus autores no tanto de ignorancia como de imprudencia, de las censuras que los filósofos se hacen los unos a los otros en las disensiones sobre sus pareceres y sus distintas sectas.

Quien juntara convenientemente un montón de asnerías hijas de la humana sapiencia diría cosas maravillosas. Yo reúno algunas para que al efecto sirvan de muestra, no menos útiles de considerar que las que son sanas y moderadas. Juzguemos por ellas el mérito que debemos hacer del hombre, de sus sentidos y de su razón, al ver que todos esos grandes filósofos que a tan elevadas regiones levantaron la humana suficiencia, incurrieron en errores tan evidentes y tan descomunales.

Yo prefiero creer que la filosofía trató la ciencia de una manera casual, como cosa de juego de manos, y que los filósofos se sirvieron de la razón como de un instrumento vano y frívolo, sentando como ciertos toda suerte de fantasías y caprichos, unas veces fuerte y otras débilmente. El mismo Platón, que define al hombre como si fuera una gallina, escribe en un pasaje de sus obras lo que Sócrates ya había dicho, esto es: «Que en verdad ignora qué cosa sea el hombre; y que lo que puede afirmar es que lo tiene por una de las cosas del mundo más difíciles de conocer.» Por esta variedad e instabilidad de opiniones nos llevan como por la mano, tácitamente, a la resolución de su irresolución. Procuran adrede no mostrar siempre con entera claridad sus opiniones, obscureciéndolas ya bajo las sombras fabulosas de la poesía, ya bajo algún otro disfraz, pues nuestra imperfección hace que la carne cruda no sea siempre la más adecuada para nuestro débil estómago; es preciso condimentarla, alterarla y corromperla; así hacen los filósofos, rodean con frecuencia de tinieblas sus sencillas opiniones y sus juicios, y los falsean para acomodarlos al uso público. No quieren hacer profesión expresa de ignorancia, no se resignan a confesar la debilidad de la razón humana, para no meter miedo a los muchachos, pero descubren suficientemente ambas cosas con su ciencia inconstante y turbia.

Encontrándome en Italia aconsejé a una persona a quien costaba mucho trabajo expresarse en la lengua del país que, con tal de que no pretendiera sino hacerse entender, sin que ni siquiera le pasara por las mientes el emplear filigranas, que echara mano sólo de las primeras palabras que le vinieran a la boca, ya fueran latinas, francesas, españolas o gasconas, y que las añadiera la terminación italiana; de tal suerte no dejaría de hallar algún habla italiana: toscana, romana, veneciana, piamontesa o napolitana, con la cual coincidiría la suya. Lo propio siento de la filosofía; ofrece ésta tal variedad y aspectos tan diversos; ha sentado tantos principios, que todos nuestros ensueños y delirios se encuentran encerrados en ella; la mente humana no es capaz de concebir ninguna idea, buena o mala, que ya la filosofía no haya formulado: nihil tam absurde dici potest, quod non dicatur ab aliquo philosophurum[759]. Yo doy rienda suelta a mis caprichos ante el público; bien que germinaron en mí sin ningún modelo, estoy seguro de que tendrán alguna relación con algún sistema antiguo, y no faltará alguien que diga: «Ved de dónde tomó sus ideas».

Mis costumbres son puramente hijas de la naturaleza; para dar con ellas no apelé al auxilio de ajena disciplina; tan sencillas como son, cuando a las mientes me vino la idea de que salieran al público con algún decoro creí conveniente entreverarlas con ejemplos y reflexiones, y yo mismo me maravillo al encontrarlas, por caso peregrino, de acuerdo con mil diversos filósofos. El régimen de mi vida no lo aprendí sino a expensas de mi propia experiencia, luego que hube empleado aquélla, que es un caso nuevo de filosofía casual e impremeditada.

Volviendo a nuestra alma; eso de que Platón pusiera la razón en el cerebro, la ira en el corazón, la codicia en el hígado, quizás obedezca a que tal doctrina sea más bien una interpretación de los movimientos de nuestro espíritu que la separación y división de un todo compuestos de diversos miembros. La más verosímil de las opiniones filosóficas es que siempre es un alma sola la que con el auxilio de sus facultades raciocina, recuerda, comprende, juzga, desea y ejecuta todas las demás operaciones con el concurso de los instrumentos corporales, como el que gobierna su barco conforme la experiencia le enseñó, ya sujetando una cuerda, ya levantando una entena o moviendo el remo; empleando solamente una sola facultad dirige la nave toda. Que el lugar en que el alma reside es el cerebro, pruébalo el que las heridas u otros accidentes que le tocan, afectan al punto las facultades de aquélla; del cerebro pasa a las demás partes del cuerpo,

Medium non deserit unquam

caeli Phaebus iter; radiis tamen omnia lustrat[760];

a la manera que el sol esparce su claridad desde el cielo, con la cual inunda el mundo:

Cetera pars animm, por totum dissita corpus,

paret, et ad numen mentis momenque movetur.[761]

Algunos dijeron que había un alma general como un gran cuerpo, del cual todas las almas particulares surgían; y que luego volvían a él uniéndose de nuevo a esa substancia universal:

Deum namque ire per omnes

terrasque, tractusque maris, caelumque profundum:

hinc pecudes, armenta, viros, genus omne ferarum,

quemque sibi tenues nascemtem arcessere vitas:

scilicet huc reddi deinde, ac resoluta referri

Onima; nec morti esse locum[762]:

otros que no hacían más que juntarse y unirse; otros que emanaban de la esencia divina; otros, por intermedio de los ángeles, de fuego y aire; algunos, que nacieron en tiempos remotísimos; otros en el mismo instante que el cuerpo; algunos las hacen descender del círculo de la luna y volver a él; la mayor parte de los filósofos antiguos creían que las almas se engendran de padres a hijos, de modo análogo a las demás cosas naturales, fundándose para ello en el parecido de los hijos con los padres

Instillata patris virtus tibi[763]:

Fortes creantur fortibus, et bonis[764];

y porque pasan de padres a hijos, no sólo las huellas corporales, sino también el carácter, la complexión e inclinaciones del alma:

¿Denique cur acris violentia triste leonum

Siminium sequitur?, dolu vulpibus, et fuga cervis

a patribus datur, et patrius pavor incitat artus?

***

Si non certa suo quia semine, seminioque

vis animi pariter crescit cum corpore toto?[765]

dedujeron que tal principio sirve de fundamento a la justicia divina, que castiga en los hijos los delitos de los padres; puesto que la huella de los vicios paternales viene a sellarse en algún modo en el alma de los hijos, y el desorden de la voluntad de aquéllos pasa a éstos. Con mayor razón si las almas tuvieran procedencia distinta a la continuación natural, y si hubieran desempeñado algún oficio cuando se encontraban fuera del cuerpo, recordarían cuál fue su ser primero en razón a las facultades que las son peculiares de discurrir, razonar y recordar:

Si in corpus nascentibus insinuatur,

cur super anteactam aetatem meminisse nequimus,

nec vestigia gestarum rerum ulla tenemus?[766]

para hacer valer la condición de ellas como pretendemos, es preciso presuponerlas sabias cuando se encuentran en el estado de simplicidad y pureza naturales; así hubieran permanecido hallándose libres de la prisión corporal, lo mismo que antes de entrar en ella, y lo mismo que serán cuando hayan salido; si nos halláramos convencidos de esto sería preciso que lo recordasen todavía estando en el cuerpo, conforme Platón sentaba, al afirmar que todo lo que aprendemos no es más que el recuerdo de lo que sabíamos antes, cosa que todos pueden considerar como falsa reparando en su propia experiencia; en primer lugar, porque no recordamos más que lo que hemos aprendido previamente, y si la memoria cumpliera exclusivamente con su misión nos sugeriría al menos algún rasgo ajeno al aprendizaje; en segundo lugar, lo que el alma conoce en su estado de pureza, constituiría una verdadera ciencia; conocería las cosas como realmente son, auxiliada por su divina inteligencia; en el mundo acoge el vicio y la mentira si en ambas cosas se la instruye, y para las cuales no puede servirse de su reminiscencia, pues que ninguna de las dos cosas penetraron jamás en ella. Decir que la prisión corporal ahoga hasta extinguirlas sus facultades nativas es desde luego contrario a los que reconocen ser tan grandes las fuerzas del alma y lo mismo sus operaciones que los hombres reconociéronlas tan admirables en esta vida, que de ellas dedujeron su divinidad y eternidad pasadas y la inmortalidad en lo porvenir:

Nam si tantopere est animi mutata potestas,

omnis ut actarum exciderit retinentia rerum,

non, ut opinor, ca ab letho jam longior errat[767];

además, sólo en nosotros mismos y no en otra parte deben considerarse las fuerzas y efectos del alma; el resto de sus perfecciones es para ella vano e inútil; por el estado presente debe reconocerse su inmortalidad toda, y a sus relaciones con la existencia humana debemos sujetarnos. Sería el colmo de las injusticias acortar sus medios y potencias, desarmarla, a causa del tiempo que duró su prisión y cautividad, de su debilidad y enfermedad contraídas durante el espacio en que estuvo ligada y sujeta; juzgarla digna de perpetua condenación; detenerse en la consideración de un tiempo tan reducido, que a veces suele ser una o dos horas, y cuando más un siglo, que comparados con la eternidad no son más que un instante, para dictaminar de un modo definitivo de todo su ser, no es equitativo en modo alguno, como tampoco lo sería la recompensa eterna como premio a una tan corta vida. Platón, para salvar esta desproporción, quiere que el castigo o la pena futuros se limiten a cien años, período que guarda cierta harmonía con el tiempo que vivimos en la tierra; otros filósofos supusieron también límites temporales, a la sentencia última, con lo cual juzgaron que la generación del alma seguía la marcha común de las cosas humanas, como igualmente la vida de las mismas, según las opiniones de Epicuro y Demócrito, que han sido las más recibidas, fundándose en que se veía al alma nacer al par que el cuerpo y crecer en fuerzas, lo mismo que las materiales; reconocíase en ella la debilidad de su infancia; con el tiempo, el vigor y la madurez, luego su declinación y vejez, y por último su decrepitud:

Gigni pariter cum corpore, et una

crescere sentimus, pariterque senescere mentem.[768]

Considerábanla como capaz de pasiones diversas, agitada por diferentes movimientos penosos por donde venía a caer en cansancio y dolor; capaz igualmente de alteración y cambio de ligereza, sopor y languidez; sujeta, en fin, a enfermedades y peligros como el estómago o los pies:

Mentem sanari, corpus ut aegrum,

cernimus, et flecti medicina posse videmus[769];

deslumbrada y trastornada por la fuerza del vino, fuera de su natural asiento por los efectos de la fiebre, adormecida por la aplicación de ciertos medicamentos y despejada por el concurso de otros:

Corpoream naturam animi esse necesse est,

corporeis quoniam telis ictuque laborat[770]:

veíanse todas sus facultades embotadas y por los suelos, por la sola mordedura de un perro enfermo, y carecer en absoluto de toda firmeza de raciocinio, al par que de suficiencia, virtud y resolución filosóficas; no ser dueña de sus fuerzas para poderse librar del efecto de semejantes accidentes; la baba de un miserable mastín inoculada en la mano de Sócrates dar al traste con toda su filosofía, con todas sus elevadas y ordenadas ideas; aniquilarlas de modo que no quedara ninguna huella de su conocimiento primero:

Vis... animai

conturbatur, et... divisa seorsum

Disjectatur, eodem illo distracta veneno[771];

y ese veneno no encontrar mayor resistencia en aquella alma que en la de una criatura de cuatro años; capaz de convertir toda la filosofía, de estar encarnada, en insensata y furiosa; de suerte que Catón, que permanecía indiferente ante la muerte y ante la fortuna, no pudiera fijar la mirada sobre un espejo ni en el agua, transido de horror y espanto, de caer por la mordedura de un perro rabioso en la enfermedad que los médicos llaman hidrofobia:

...Vis morbi distracta per artus

turbat agens animam, spumantes aequore salso

ventorum ut validis ferbescum viribus undae.[772]

La filosofía armó bien al hombre para el sufrimiento de todos los demás accidentes, unas veces con la paciencia, y cuando le cuesta demasiado encontrarla con el decaimiento, que aparta la idea de toda sensación; pero éstos son menos de que sólo puede servirse un alma dueña de sí misma y de sus fuerzas, capaz de raciocinio y deliberación; mas no el accidente por virtud del cual el alma de un filósofo se trueca en la de un loco, alterada, perdida y fuera de su asiento, a lo cual pueden dar margen muchas causas, como una agitación vehemente producida por una fuerte pasión del alma, una herida en determinada región del cuerpo u otra causa cualquiera, nos llevan al atolondramiento y al deslumbramiento cerebral:

Morbis in corporis avius errat

saepe animus; dementit enim, deliraque fatur.

Interdumque gravi lethargo fertur in altum

aeternumque soporem, oculis nutuque cadenti.[773]

A mi entender los filósofos no han tocado apenas este punto, como tampoco otro de importancia análoga; para aliviar nuestra mortal condición tienen constantemente en los labios este dilema: «El alma es mortal o inmortal; si lo primero, no recibirá ningún castigo; si lo segundo, irá sucesivamente camino de la enmienda.» No hablan tampoco de si en lugar de mejorar empeora, y dejan producir a los poetas las amenazas de penas venideras, con lo cual no se mantienen mal sus sistemas. Ambas omisiones se ofrecieron muchas veces a mi consideración al ver sus discursos. Vengamos a la primera.

El alma pierde la posesión del soberano bien estoico de tanta constancia y firmeza; precisa que nuestra aparatosa prudencia se de por vencida en este punto y rinda armas. Por lo demás, consideraban también los filósofos, empujados por la vanidad de la razón humana, que la unión y compañía de dos cosas tan diversas como son lo mortal y lo inmortal, no puede ni siquiera concebirse:

Quippe etenim mortale aeterno jungere, el una

consentire putare, et fungi mutua posse,

desipere est. Quid enim diversius esse putandum est,

aut magis inter se disjunctum discrepitansque,

quam, mortale quod est, immortali atque perenni

junctum, in concilio saevas tolerare procellas?[774]

y con mayor convicción sentaban que a la hora de la muerte acaban el cuerpo y el alma:

...Simul aevo fessa fatiscit[775];

de lo cual, al entender de Zenón, vemos una imagen en el sueño, que, en opinión de este filósofo, «es un debilitamiento y caída del alma lo mismo que del cuerpo», contrahi animun, et quasi labi puta atque decidere[776]; y aunque en algunos hombres la fuerza y el vigor se mantienen en el fin de la vida, explicábanlo aquéllos por la diversidad de enfermedades, puesto que a muchos se ve en el último trance conservar, en estado de lucimiento, ya un sentido, ya otro, unos el oído, otros el olfato, y no hay debilidad tan general que no quede algo cabal y vigoroso:

Non alio pacto, quam si, pes quum dolet aegri,

in nullo caput interea sit forte dolore.[777]

Nuestro juicio llega deslumbrándose a la posesión de la verdad como la vista del mochuelo ante el esplendor del sol, como dice Aristóteles. ¿Y por qué caminos le llevaríamos al convencimiento si no es por tan toscos cegamientos ante una tan evidente luz? La opinión contraria a la anterior, la que sostiene la inmortalidad del alma, que según Cicerón fue primeramente profesada, al menos según los libros testifican, por Ferécides Sirio en tiempo del rey Tulo, y cuya invención atribuyen otros a Thales, es la parte de la humana ciencia que ha sido tratada con más reservas y dudas. Hasta los dogmáticos más firmes se ven obligados, en este punto principalmente, a colocarse bajo el amparo de las sombras de la Academia. Nadie sabe lo que Aristóteles creyó en este particular, como tampoco lo que tuvieron por cosa asegurada en general todos los filósofos antiguos, cuyas ideas son vacilantes: rem gratissima promittentium magis, quam probantium[778]. Aristóteles se oculta bajo una nube de palabras y conceptos difíciles o ininteligibles, y ha dejado a sus discípulos, tantas cuestiones por aclarar en sus ideas como en el asunto sobre que versan.

Dos cosas les hacían esta doctrina aceptable: la primera, que sin la inmortalidad de las almas no habría sobre qué fundamentar la esperanza vana de la gloria, que es una mercancía que goza de gran crédito en el mundo; la segunda, que es cosa saludable, como Platón afirma[779], el que aun cuando los vicios se aparten de la vista y conocimiento de la humana justicia, están siempre al descubierto para la divinidad, que los castigará hasta después de la muerte de los culpables. El hombre tiene una preocupación extrema de prolongar su ser, y como puede la satisface; para guardar el cuerpo están las sepulturas; para la conservación del nombre, la gloria. Todo su esfuerzo empleolo en reedificarse, inquieto por su destino, y en sostenerse con el auxilio de sus maquinaciones. No pudiendo el alma mantenerse por sí misma, a causa de su alteración y debilidad, por todas partes va mendigando consuelos, esperanzas, fundamentos y circunstancias extrañas en que asirse y plantarse; por débiles y sin realidad que su invención se las sugiera, descansa en ellas con seguridad mayor que en sí misma y con mejor gana. Pero aun aquellos que más firmemente profesan la idea justa y clara de la inmortalidad de nuestro espíritu, es maravilla que se vieran tan cortos e impotentes para probar su creencia valiéndose de las humanas fuerzas. Somnia sunt non docentis, sed optantis780, decía un escritor antiguo. El hombre puede reconocer por este testimonio, que sólo a la casualidad debe la verdad que por sí mismo descubre, puesto que aun en el momento que la tiene en su mano carece de medios de cogerla ni guardarla, y su razón carece igualmente de fuerzas para prevalecerse de ella. Las ideas todas que nuestra inteligencia y nuestro valer engendran, así las verdaderas como las falsas, están sujetas a incertidumbre y se prestan a controversia. Para castigo de nuestro orgullo o instrucción de nuestra incapacidad y miseria envió Dios el desorden y confusión de la torre de Babel; cuanto emprendemos sin su asistencia, cuanto vemos sin la luz de su divina gracia no es más que vanidad y locura. La esencia misma de la verdad, que es uniforme y constante, cuando por casualidad la encontramos, corrompémosla y bastardeámosla con nuestra debilidad. Cualquier camino que el hombre siga por sí mismo, Dios consiente que llegue de un modo inevitable a la confusión misma cuya imagen nos representó con sin igual viveza en el justo castigo que infirió a la osadía de Nemrod, aniquilando la vana empresa de la construcción de su pirámide: Perdam saptientiam sapientium, et prudentiam prudentium reprobabo[781]. La diversidad de lenguas con que trastornó aquella obra, ¿qué otra cosa significa sino los perpetuos altercados y discordancia de opiniones y razones que acompañan y embrollan útilmente la contextura vana de la humana ciencia? ¿Quién soportaría nuestro orgullo si fuéramos siquiera capaces de un adarme de conocimiento? Congratúlame lo que dice aquel santo: Ipsa veritatis ocultatio aut humilitatis exercitatio est, aut elationis attritio[782]. ¿Hasta qué extremo de insolencia y presunción no llevamos nuestra ceguedad y torpeza?

Mas volviendo a la inmortalidad del alma, diré que sería razonable en grado eminente, que nos atuviéramos a Dios sólo y al beneficio de su gracia para afirmarnos en la verdad de una tan noble creencia, pues que de la sola liberalidad del Altísimo recibimos el fruto que hace nuestro espíritu imperecedero y capaz de gozar de la beatitud eterna. Confesemos ingenuamente que sólo de Dios nos vino esa creencia y esa fe, porque no es lección que pueda encontrarse con el auxilio de las luces de nuestro entendimiento. Quien sondee su ser y sus fuerzas por dentro y por fuera sin ampararse en el privilegio divino; quien contemple al hombre sin adularle, no verá en él eficacia ni facultad que huela a cosa distinta que la tierra y la muerte. Cuanto más nos damos, brindamos y rendimos a Dios, nuestro proceder es más cristiano. Lo que Séneca dice conocer por aprobación casual de la voz pública, ¿no valiera mejor que lo supiera por mediación de Dios? Quum de animorum aeternitate disserimus, non leve momentum apud nos habet consensus hominum aut timentium inferos, aut colentium. Utor hac publica persuasione[783].

La debilidad de los humanos argumentos en este punto pruébase singularmente por las fabulosas circunstancias que los filósofos idearon para dar cuerpo a la idea de nuestra inmortalidad y para hallar la índole de que pueda ser la misma. Dejemos a un lado a los estoicos (usuram nobis largiuntur tanquam cornicibus: diu mansuros aiunt animos; semper negant[784]), que conceden a las almas otra vida a más de la presente, pero finita. La idea más extendida y recibida, y que hoy día se profesa aún en diversos lugares, es la atribuida a Pitágoras, no porque fuera el inventor de ella, sino en razón al peso y autoridad que con su aprobación recibió, es la siguiente: «Que las almas al alejarse de nosotros no hacen más que rodar de un cuerpo en otro, de un león a un caballo y de un caballo a un rey, paseándose así sin cesar de casa en casa.» Pitágoras decía que se acordaba de haber sido primero Etálides, después Euforbo, luego Hermotimo y. por último Pirro, de cuyo ser pasó a transformarse en Pitágoras; añadía que guardaba memoria de los sucesos de su vida anterior hasta doscientos seis años atrás. Sostienen algunos que las almas a veces suben al cielo y luego bajan a la tierra:

O pater, anne aliquas ad caelum hinc ire putandum est

sublimes animas, iterumque ad tarda reverti

corpora? Quae lucis miseris tam dira cupido?[785]

Orígenes las hace ir y venir eternamente del estado de pureza al de impureza. Varrón afirma, que el cabo de cuatrocientos cuarenta años de mudanzas vuelven al primer cuerpo de donde salieron; Crisipo dice que efectivamente acontece lo que Varrón sostiene, pero en un espacio de tiempo desconocido e ilimitado. Platón, que declara conocer por Píndaro y los antiguos poetas la creencia de las infinitas vicisitudes y mutaciones a que el alma está sujeta, dice que las penas o recompensas en el otro mundo para ella son sólo temporales, como su vida lo fue en la tierra, y concluye que nuestro espíritu posee un conocimiento singular de las cosas del cielo, del infierno y de la tierra por la cual pasé, volvió a pasar y permaneció en distintos viajes, de que conserva recuerdo. He aquí los progresos de nuestra alma, según aquel filósofo: «La que vivió bien se unirá al astro que se la destine; la que llevó mala vida pasará al cuerpo de una mujer; y si con esto no se corrige tampoco, trasladarase al cuerpo de un animal de naturaleza semejante a sus costumbres viciosas y torpes.» No quiero olvidarme de consignar la objeción que los discípulos de Epicuro presentan a esta transmigración de las almas de un cuerpo en otro y que bien puede mover a risa. Dicen así: «¿Qué acontecería si el número de muertos superase al de nacidos? porque en este caso las almas que se quedaran sin vivienda tropezarían unas con otras al querer procurarse nuevo estuche.» Pregúntanse también: «¿Cómo pasarían el tiempo mientras aguardaran lugar donde meterse? Por el contrario, de nacer mayor número de animales que los que mueren, siguen los mismos discípulos de Epicuro, los cuerpos se verían embarazados aguardando la infusión de sus almas respectivas, y ocurriría que algunos de ellos morirían antes de haber vivido.»

Denique connubia ad veneris, partusque ferarum

esse animas praesto, deridiculum esse videtur

et spectare inmortales mortalia membra.

innumero numero, certareque paeproperanter

inter se, quae prima potissimaque insinuetur.[786]

Otros hubo que detuvieron el alma en el cuerpo de los muertos para animar con ella las serpientes, los gusanos y otros animales que suponen engendrados por la corrupción de nuestros miembros y hasta por nuestras cenizas; otros la dividen en dos partes, mortal la una e inmortal la otra; algunos tiénenla por substancia corporal e inmortal; sin embargo, otros la consideran como inmortal, pero desprovista de ciencia, y conocimiento. Hubo también quien creyó que los diablos tenían por origen las almas de los condenados; y algunos filósofos nuestros lo entendieron mal, como Plutarco entiende que los dioses salen de las que se salvaron; y adviértese que este autor pocas son las cosas que sienta con mayor firmeza que ésta, pues en las otras partes de sus escritos reinan la duda y la ambigüedad: «Menester es, dice, reconocer y crear firmemente que las almas de los hombres virtuosos, conforme a los principios de la naturaleza y de la justicia divina, se convierten de hombres en santos y de santos en semidioses, tan luego como su estado es perfecto; en seguida que fueron purgadas y purificadas, cuando están ya completamente libres de toda partícula mortal, transfórmanse en dioses cabales y perfectos recibiendo con ello feliz y glorioso fin; y el cambio no se efectúa por precepto ni ley ordinarias, sino en realidad, conforme a la verosimilitud que la razón dicta.» Quien quiera ver a Plutarco discurrir sobre este punto extrañará que un filósofo que siempre se muestra como el más prudente y moderado de todos los de su escuela, se bata con arrojo tal al referirnos sus milagros en este particular, en su Discurso de la luna y del demonio de Sócrates, donde tan palmariamente como en cualquiera otro lugar, puede evidenciarse que los misterios de la filosofía guardan con los de la poesía relaciones grandes; el humano entendimiento busca su perdición cuando quiere sondear y examinar todas las cosas asta el fin, de la propia suerte que cansados y trabajados por el dilatado curso de nuestra vida, volvemos de nuevo a la niñez. ¡He aquí las hermosas y verídicas instrucciones que de la ciencia humana alcanzamos en lo tocante al conocimiento de la esencia del alma!

No hay temeridad menor en lo que la filosofía nos enseña de la parte corporal. Elijamos solamente uno o dos ejemplos, pues de otro modo nos perderíamos en el tormentoso y vasto mar de los errores medicinales. Sepamos siquiera si en este punto las opiniones concuerdan. ¿De qué materia se engendran los hombres los unos a los otros? -Y no hablemos al origen del primero, pues no es maravilla que en cosa tan alta y remota el entendimiento humano se trastorne y extravíe. -Arquelao el físico, de quien Sócrates fue discípulo mimado, decía según testifica Aristoxeno, que los hombres y los animales habían sido formados de un cieno lechoso expelido por el calor de la tierra; Pitágoras asegura que nuestra semilla es la espuma de nuestra mejor sangre; Platón dice que se desprende de la médula espinal, lo cual pretende probar sentando que esa parte de nuestro, organismo es la primera que se resiente cuando el ejercicio del placer fatiga; Alcmeón dice que es una parte de la substancia del cerebro, y en apoyo de su aserto añade que la vista se enturbia de los que trabajan con exceso en el mismo ejercicio; Demócrito entiende que es una substancia extraída de la masa corporal; Epicuro la hace derivar del alma y del cuerpo; Aristóteles opina que es un resto del alimento de la sangre, el último que circula por nuestros miembros; otros quieren que sea la misma sangre después de transformada por el calor de los órganos genitales, lo cual infieren de que en los esfuerzos extremos se arrojan gotas de sangre pura. En este último parecer quizás haya alguna verosimilitud caso de que sea posible que exista alguna en medio de una confusión semejante. Ahora bien, para explicar la germinación de la semilla ¿cuantísimas ideas contradictorias no se emiten? Aristóteles y Demócrito dicen que las mujeres no tienen jugo espermático, y que sólo hay en ellas una agüilla que el calor del placer y del movimiento hacen salir al exterior, pero que en nada contribuye a la generación; Galeno y los que le siguen afirman, por lo contrario, que sin el contacto de la semilla del macho y la de la hembra la generación no podría tener lugar. También los médicos, filósofos, jurisconsultos y teólogos están en completo desacuerdo sobre el tiempo que las mujeres llevan el fruto en el vientre; por ejemplo propio[787] puedo ir en ayuda de los partidarios del parto de once meses. No ha mujer por simple que sea de entendederas que no pueda darnos su opinión concreta sobre todas estas cuestiones, y en cambio nosotros, gentes cultivadas, somos incapaces de ponernos de acuerdo sobre ellas.

Y me parece que con lo dicho basta y sobra para demostrar que el hombre no está más instruido en el conocimiento de la parte material que en el de la espiritual de su individuo[788]. Propusímosle primero a sí mismo para que nos diera nuevas, y después a su razón misma para ver lo que nos declaraba. Creo haber mostrado suficientemente cuán poco nuestra reflexión alcanza en lo tocante a la razón misma; quien no acierta a comprender su propia naturaleza ¿qué es lo que puede dar a conocer? Quasi vero mensuram illius rei possit agere, qui sui nesciat[789]. En verdad Protágoras nos las contaba buenas cuando hacía del hombre la medida de todas las cosas; del ser que jamás pudo conocer su naturaleza; si no él, su dignidad no consentirá que ninguna otra criatura goce del privilegio de conocer la suya; y como aquélla es tan contraria, y un juicio destruye el otro constantemente, el decantado principio de Protágoras debe movernos a risa, y fundándonos en él podemos dejar sentada la insignificancia de la medida y del medidor. Cuando Thales asegura que el conocimiento del hombre es muy difícil para el hombre mismo, enséñanos que la ciencia de todas las demás cosas nos es imposible.

Vos[790], para quien me tomé el trabajo de ampliar, contra mi costumbre, un tan largo discurso, no dejaréis de mantener las doctrinas de Sabunde según la forma ordinaria de argumentar en que diariamente sois instruida, y ejercitaréis en ellas vuestro entendimiento y estudio, pues de la última estratagema no hay que echar mano sino como remedio supremo. Es un recurso desesperado ante el cual debéis abandonar las armas para que vuestro adversario pierda las suyas; un procedimiento secreto del cual hay que servirse rara vez y cautelosamente. Temeridad grande sería el perderos por perder a otro; para vengarse no hay que buscar la muerte, como hizo Gobrias, quien hallándose luchando encarnizadamente con un señor persa, sobrevino de pronto Darío con la espada en la mano, el cual temió descargar un golpe por no atravesar a Gobrias, quien gritó que hiriese sin reparo, aun cuando a los dos los atravesase. Yo he visto desechar como injustos ciertas armas y condiciones en combates singulares, en los cuales el que los proponía abocábase, al par que a su adversario, a un fin inevitable. Los portugueses se apoderaron de catorce turcos en el mar de las Indias, quienes, impacientes de su cautividad, resolvieron y lograron convertirse en cenizas, al par que a sus amos y el navío que los guardaba, frotando clavos unos contra otros hasta que una chispa cayó en los barriles de pólvora de cañón que la nave conducía. Tocamos aquí los límites y confines últimos de las ciencias, cuya extremidad es viciosa, como acontece con la virtud. Manteneos en el camino trillado; no es nada provechoso ser tan sutil ni tan fino: recordad lo que dice el proverbio toscano:

Chi troppo s'assottiglia, si scavezza.[791]

Yo os recomiendo, así en vuestras palabras e ideas como en vuestras costumbres y en todo otro respecto, la moderación y la templanza; huid de lo singular y de lo nuevo; todos los caminos desusados me son ingratos. Vos, que por la autoridad que vuestra grandeza os procura, y más aún que la grandeza otras cualidades inherentes a vuestra persona, podéis con un abrir y cerrar de ojos mandar y ordenar a quien os plazca, debéis encomendar el mantenimiento de aquel argumento definitivo a alguien de profesión literaria que haya enriquecido vuestro espíritu. Sin embargo, creo que con lo dicho basta para todo cuanto en este punto habéis menester.

Epicuro decía de las leyes que aun las peores nos eran tan necesarias que sin ellas los hombres se devorarían los unos a los otros; y Platón demuestra que sin leyes viviríamos como los animales. Nuestro espíritu es un instrumento vagabundo, peligroso y temerario, difícil de sujetar a orden ni medida. Yo he conocido algunos hombres cuya inteligencia estaba por cima del nivel ordinario, cuyas opiniones y costumbres desbordáronse paulatinamente; es peregrino que entre los que aventajan a los demás en alguna cualidad extraordinaria o singular haya quien mantenga su vida en sosiego, sociable, ordenada y tranquilamente. Es justo poner al espíritu humano las barreras y trabas más estrechas; así en el estudio como en todos los demás órdenes de esta vida terrenal precisa contar y ordenar sus pasos, precisa que el arte señale los límites de sus correrías. Se le sujeta y agarrota con religiones, costumbres, leyes, ciencias, preceptos, penas y recompensas mortales o inmortales, y a pesar de todo, a causa de su esencia voluble y disoluta, escapa a todos esos frenos: es un cuerpo vano que no tiene por donde ser atrapado, diverso e informe, al cual no puede imprimirse huella ni apresarlo. En verdad, hay pocas almas tan ordenadas, sólidas y bien nacidas que puedan dejarse en libertad completa, a quienes sea factible moderadamente y sin incurrir en actos temerarios vagar en sus juicios mas allá de las comunes opiniones; lo mejor que puede hacerse es someterlas a perpetua tutela. El espíritu es un arma peligrosa para su propio dueño cuando éste no sabe emplearla de modo conveniente y ordenado; ningún animal tan necesitado como el hombre de antojeras para que su vista esté sujeta, y para que vea bien el suelo que pisa; para impedirle que se extravíe acá y allá fuera el que él holla y las leyes le señalan; vale más que entréis dentro del orden establecido, sea cual fuere, que lanzar vuestro vuelo hacia la licencia desenfrenada en que cae el que pretende investigarlo todo; y si alguno de esos nuevos doctores[792] intenta lucir su ingenio en vuestra presencia, a expensas de su salvación y de la vuestra, para libraros de epidemia tan peligrosa que a diario se propaga en vuestra corte, aquel argumento en última instancia impedirá que recibáis daño del peligroso contagio, y asimismo las personas que os rodeen.

Así vemos que la libertad y licencia de los antiguos filósofos engendró en las ciencias humanas muchas sectas que profesaron opiniones diversas; cada cual procuró juzgar y elegir para tomar partido. Mas al presente que los hombres siguen una tendencia uniforme, qui certis quibusdam destinatisque sententiis addicti et consecrati sunt, ut etiam, quae non probant, cogantur, defendere[793], y que acogemos las artes en virtud de orden y autoridad ajenas, de tal suerte que las escuelas no tienen más que un jefe y están sujetas a disciplina circunscrita, no se mira ya lo que las monedas pesan ni lo que valen; cada cual las admite según el precio que la aprobación y curso común las asigna; no se ocupa nadie de la ley de las mismas, sino de lo que valen en el mercado. Así que, se aprueban igualmente todas las cosas, así la medicina como la geometría, los juegos de manos y encantamientos, el mal de ojo, las apariciones de los espíritus de los muertos, los pronósticos y los horóscopos y hasta la ridícula investigación de la piedra filosofal; todo se acepta sin contradicción. Basta con saber que el lugar de Marte se encuentra en el medio del triángulo de la mano; el de Venus en el dedo pulgar; el de Mercurio en el menique, y que cuando la línea transversal corta la protuberancia de la base del índice, es indicio de crueldad; cuando falta bajo el dedo corazón, y la media natural forma un ángulo con la vital en el mismo lugar, es signo de muerte desgraciada; si en la mano de una mujer la línea natural está abierta y no cierra el ángulo con la vital, cosa es que denota impureza. Apelo a vuestro testimonio para que me declaréis si en posesión de tanta ciencia un hombre puede figurar como bien reputado y mejor acogido en cualesquiera sociedad y compañía.

Decía Teofrasto que el humano conocimiento encaminado por los sentidos podía juzgar de la razón de las cosas hasta un punto determinado, pero que al llegar a las causas extremas y primeras era preciso que se detuviera o retrocediera a causa de su propia debilidad o de la dificultad de las cosas mismas. Es una opinión que se encuentra en el término medio, que es el más aceptable y reposado, la de creer que nuestra capacidad puede llevarnos al conocimiento de algunas cosas, y que es impotente para explicarse otras en la investigación de las cuales es temerario emplearla. Pero es difícil poner trabas al espíritu, cuya índole es ávida y curiosa, y como no se detiene antes de los mil pasos, tampoco se para a los cincuenta; ha conocido por experiencia que lo que uno no pudo descubrir otro lo encontró o lo resolvió, y que lo que era desconocido en un siglo el siguiente lo aclaró; que las ciencias y las artes no alcanzan desarrollo completo de un solo golpe, sino que se desenvuelven poco a poco, merced al repetido cultivo y pulimento, a la manera como los osos dan forma a sus pequeñuelos lamiéndolos a su sabor; lo que mis fuerzas no pueden descubrir, no dejo de sondearlo ni de experimentarlo, e insistiendo una y otra vez, removiéndolo y manejándolo en todos sentidos, procuro al que venga después de mi alguna facilidad para trabajar con mayor provecho y para que su labor sea menos espinoso encontrando la materia más flexible y manejable:

Ut Hymettia sole

cera remollescit, tractataque pollice multae

vertitur in facies, ipsoque fit utilis usu[794];

otro tanto hará el segundo con el tercero, en consideración de lo cual la dificultad no debe desesperarme, ni mi impotencia tampoco, porque no es más que la mía.

El hombre es tan capaz de conocer todas las cosas como de conocer algunas; y si confiesa, como Teofrasto dice, la ignorancia de las causas y principios primeros, que abandone resueltamente todo el resto de su ciencia; si el fundamento le falta, su razonamiento cae por tierra; la investigación y controversia no tienen otro fin ni de en detenerse más que ante las causas fundamentales; si tal fin no sujeta su carrera, va a parar indefectiblemente en la irresolución sin límites. Non potest aliud alio magis minusve comprehendi, quoniam omnium rerum una est definitio comprehendendi795. Verosímil es que si el alma supiera alguna cosa, conoceríase meramente a sí misma; y de saber algo, aparte que no fuera el alma misma, ese algo sería su cuerpo y envoltura; sin embargo, hasta el día, los apóstoles de la medicina discuten sin llegar a ningún fin práctico, cuál sea la anatomía de nuestro organismo:

Mulciber in Trojam, pro Troja stabat Apollo[796];

¿cuándo esperamos que se pongan de acuerdo? Más cerca estamos de nosotros mismos que de la blancura de la nieve o de la pesantez de la piedra. Si el hombre no se conoce, ¿cómo ha de conocer sus funciones y sus fuerzas? Y no es que seamos incapaces en absoluto de poseer alguna que otra verdad; lo que hay cuando la alcanzamos es por casualidad, en atención a que por idéntico camino, de la misma suerte, acoge nuestra alma los errores; no tiene medio de separar ni distinguir la verdad de la mentira.

Los filósofos de la Academia admitían alguna modificación a esta idea, y creían que era en extremo exagerado decir, por ejemplo, «que no nos era más verosímil sostener que la nieve fuese blanca que negra, y que no estamos más seguros del movimiento de una piedra que nuestro brazo lanza que de la rotación de la octava esfera». Para evitar principios tales que nuestra mente no puede admitir sino con violencia, aunque sientan que en modo alguno somos capaces de conocimiento y que la verdad yace encerrada en profundos abismos donde la vista humana no puede penetrar, confiesan que algunas cosas son más probables que otras, y admiten en el juicio humano la facultad de poder inclinarse a unos pareceres más que a otros; en esto solo consentían sin permitirse llegar a solución ni resolución de ningún género. La opinión de los pirronianos es más atrevida y más verosímil también, pues la inclinación de los académicos, su propensión a admitir una idea antes que otra, ¿qué es sino el reconocimiento de alguna probabilidad mayor en un objeto que en otro? Si nuestro entendimiento es capaz de penetrar la forma, los contornos, el porte y cariz de la verdad, podría alcanzarla completa, lo mismo que a medias, naciente e incompleta. Aumentad esa apariencia de verosimilitud que los hace dirigirse antes al lado izquierdo que al derecho; esa onza de probabilidad que inclina la balanza, multiplicada por ciento, por mil, y sucederá al cabo que el platillo caerá completamente y hará la elección de la verdad completa. ¿Pero cómo se dejan llevar por la verosimilitud si desconocen la verdad? ¿Cómo saben los caracteres de aquello cuya esencia ignoran? Si nuestras facultades intelectuales y nuestros sentidos carecen de fundamento y de base, si no hacen más que flotar a merced del viento que sopla, sin fundamento ni razón dejamos que nuestro juicio se incline a ningún punto concreto en la apreciación de las cosas, cualesquiera que sea la verosimilitud que éstas puedan presentarnos; y el más seguro asiento de nuestro entendimiento, al parque el más dichoso, sería aquel en que se mantuviera en calma, derecho e inflexible, sin agitaciones ni conmociones: Inter visa vera, aut falsa, ad animi assensum, nihil interest[797]. Que las cosas no penetran en nosotros en su forma y esencia, ni por su fuerza propia y autoridad, vémoslo sobradamente, porque si lo contrario aconteciera recibiríamoslas todos de igual modo: el vino tendría idéntico sabor en la boca del enfermo que en la del que goza de buena salud; el que padece de grietas en los dedos o los tiene yertos de frío hallarla una resistencia parecida en la madera o el hierro que maneja a la que encuentra el que los tiene sanos y en la temperatura normal.

Vemos, pues, que los fenómenos exteriores se rinden a nuestra discreción, acomodándose como nos place en nuestro organismo. Ahora bien, si alguna cosa recibiéramos sin alteración, si las fuerzas humanas fueran suficientemente capaces y firmes para apoderarse de la verdad por sus propios medios, siendo éstos comunes a todos los hombres, la verdad pasaría de mano en mano de unos a otros, y cuando menos habría algo en el mundo, de tanto como en él existe, que se creyera por general y universal consentimiento; pero el hecho de que no haya ninguna idea que deje de ser debatida y controvertida por nosotros, o que no pueda serlo, muestra bien a las claras que nuestro juicio natural no penetra con claridad lo que percibe, pues mi entendimiento no puede hacer que otro admita mis juicios, lo cual significa que yo los adquirí por virtud de un medio distinto al natural poder que permanezca en mí y en todos los hombres.

Dejemos a un lado esta confusión sin límites que se ve entre los mismos filósofos, y ese perpetuo y universal debate del conocimiento de las cosas; pues está fuera de duda que los hombres en nada están de acuerdo, y no me olvido de incluir a los más sabios ni a los más capaces, ni siquiera en que el cielo esté sobre nuestras cabezas; los que de todo dudan ponen también esto en tela de juicio, y los que niegan que seamos aptos para comprender cosa alguna, dicen que no hemos adivinado siquiera que el cielo está sobre nosotros. Las dos opiniones examinadas son evidentemente las más importantes.

Además de esta diversidad y división infinitas, fácil es convencerse de que nuestro juicio es voluble e inseguro por el desorden e incertidumbre que cada cual en sí mismo experimenta. ¿De cuántas maneras distintas no opinamos de las cosas? ¿Cuántas veces no cambiamos de manera de ver? Aquello que yo aseguro hoy, aquello en que creo, asegúrolo y créolo con todas mis fuerzas; todos mis instrumentos y mis resortes todos se apoderan de tal opinión y respóndenme de ella cuanto pueden y les es dable; yo no podría alcanzar ninguna verdad ni tampoco guardarla con seguridad mayor; ella posee todo mi ser por modo real y verdadero; mas, a pesar de todo, ¿no me ha sucedido, y no ya una vez, sino ciento y mil, todos los días, abrazar otra idea con la ayuda de idénticos instrumentos y de la misma suerte, que luego he considerado como falsa? Lleguemos siquiera a la prudencia a nuestras propias expensas. Si me engañaron muchas veces mis sentimientos; si mis conclusiones son ordinariamente falsas e infiel la balanza de que dispongo, ¿qué seguridad mayor que las otras puede inspirarme la última idea? ¿No es estúpido dejarse engañar tantas veces por el mismo guía? Y, sin embargo, que el azar nos cambie quinientas veces de lugar, que llene y desaloje como en un vaso, en nuestro juicio, las ideas más contradictorias y antitéticas; siempre la presente, la última, es la cierta y la infalible: por ella debemos abandonarlo todo, bienes, honor, salvación y vida.

Posterior... res illa reperta

perdit et immutat sensus ad pristina quaeque.[798]

Predíquesenos lo que se quiera, sea cual fuere lo que aprendamos, sería preciso acordarse siempre de que es el hombre el que enseña y el hombre mismo el que acepta la doctrina; mortal es la mano que nos lo presenta y mortal la que lo recibe. Únicamente las cosas que nos vienen del cielo tienen autoridad y derecho de persuasión; ellas sólo llevan impresa la huella de la verdad, la cual tampoco vemos con nuestros ojos, ni acogemos con nuestros naturales medios, pues tan grande y tan santa imagen no podría encerrarse en tan raquítico domicilio, si Dios para ello no la preparara, si Dios no le reformara y fortificara por virtud de su gracia y favor particular y sobrenatural. Al menos debiera nuestra condición, siempre sujeta a error, hacer que nos condujéramos con moderación y recato mayores en nuestros cambios; cualesquiera que sean las especies que, nuestro entendimiento acoja, debiéramos recordar que recibimos con frecuencia las falsas y que con los mismos instrumentos defendemos la verdad que combatimos el error.

No es por tanto extraordinario que los hombres se contradigan, siendo tan propensos a inclinarse y a torcerse por las causas más nimias. Es evidente que nuestra concepción, nuestro juicio todas las facultades de nuestra alma en general, se modifican según los movimientos y alteraciones del cuerpo, las cuales no cesan ni un momento. ¿No tenemos el espíritu más despierto, la memoria más pronta, la comprensión más viva en estado de salud que cuando estamos enfermos? El contento y la alegría, ¿no nos hacen ver los objetos que se presentan a nuestra alma opuestamente a como nos los muestran la tristeza y la melancolía? ¿Pensáis, acaso, que los versos de Catulo o de Safo sonríen a un viejo avaro e impotente como a un joven vigoroso y ardiente? Cleómenes, hijo de Anaxándridas, hallándose enfermo, fue reprendido por sus amigos de caprichos nuevos y en él no acostumbrados. «Ya lo creo, repuso aquél; como que no soy el mismo que cuando gozaba de salud cabal; puesto que cambió mi naturaleza, cambiaron también mis gustos o inclinaciones.» En los embrollos de nuestros tribunales óyese esta frase: Gaudeat de bona fortuna, que se aplica a los delincuentes cuyos jueces están de buen temple o son dulces y benignos, pues es indudable que las sentencias son unas veces más severas, espinosas y duras, otras más suaves y propensas a la disculpa; tal que salió de su casa con el dolor de gota, la pasión de los celos o incomodado por el latrocinio de su criado, como lleva el alma tinta y saturada de cólera, no hay que dudar que su dictamen deje de propender hacia esa pasión. Aquel venerable senado areopagita juzgaba durante la noche temiendo que la vista de los acusados corrompiera su justicia. La atmósfera misma y la serenidad del cielo imprimen en nosotros mutaciones y cambios, como declara un verso griego que Cicerón interpretó así:

Tales sunt hominum mentes, quali pater ipse

Juppiter auctifera lustravit lampade terras.[799]

No son sólo las fiebres, los brebajes y los desórdenes del organismo lo que da en tierra con nuestro juicio; las cosas más insignificantes le trastornan, y no hay que poner en duda, aunque nosotros no lo advirtamos, que si la continua calentura puede aniquilar nuestra alma, la terciana también la altera proporcionadamente800. Si la apoplejía adormece y extingue por completo la vista de la inteligencia, no hay que dudar que el resfriado no la obscurezca también. Por todo lo cual apenas si puede encontrarse durante todo el curso de nuestra vida una sola hora en que nuestro juicio se encuentre en su debido asiento; nuestro cuerpo está sujeto a tan continuos cambios, constituido por tantas clases de resortes, que yo creo lo mismo que los médicos que no haya siempre alguno que se salga de su lugar.

Además los males no se descubren fácilmente; para ello precisa que sean extremos e irremediables, tanto más cuanto que la razón camina siempre torcida, cojeando, lo mismo con la mentira que con la verdad, de suerte que es bien arduo descubrir sus daños y desarreglos. Llamo yo razón a la probabilidad discursiva que cada uno se forja de ellas puede haber cien contrarias sobre un mismo objeto, pues es un instrumento de plomo y cera, alargable, plegable y acomodable a todas las medidas y coyunturas, según la capacidad del que lo maneja. Por honrados que sean los propósitos de un juez, si no se escucha de cerca, en lo cual pocas gentes se entretienen, la simpatía hacia la amistad, el parentesco, la belleza o la inclinación a la venganza, y no ya cosas de tanta monta; tan sólo el instinto fortuito que nos mueve a favorecer una cosa más que otra, y que nos facilita, sin el concurso de la razón, aquel a que nos inclinamos entre dos análogos dictámenes, o alguna otra bagatela semejante, pueden insinuar insensiblemente el juicio hacia la benevolencia o malevolencia en una causa, y hacer que la balanza se tuerza.

Yo, que me espío más de cerca, que tengo incesantemente los ojos tendidos sobre mí, como quien no tiene gran cosa que hacer en otra parte,

Quis sub Areto

rex gelidae metuatur orae,

quid Tiridatem terreat, unice

securus[801],

apenas si me atrevo a confesar la debilidad e insignificancia que encuentro en mí mismo; mi fundamento es tan instable y está tan mal sentado, tan propenso a caer y tan presto a influenciarse por el menor movimiento, y mi vista tan desordenada, que en ayunas me reconozco otro que después de la comida; si la salud y la claridad de un hermoso día me sonríen, héteme hombre urbano a carta cabal; si me duele un callo y me prensa el dedo gordo, héteme hombre desagradable o intratable; el mismo paso del caballo me parece unas veces molesto, otras agradable; el mismo camino unas veces más corto y otras más largo; y un mismo objeto unas veces más y otras menos simpático; momentos hay en que estoy dispuesto a hacerlo todo, otros en que no me siento capaz de hacer nada; lo que ahora me es grato, otra vez me apenará. Cúmplense en mi persona mil agitaciones casuales e indiscretas; ya el humor melancólico me domina, ya el colérico, y por su privado poderío ciertos momentos predomina en mí la alegría, ciertos otros la tristeza. A veces cuando cojo un libro, advierto en tal o cual pasaje gracias sin cuento que emocionan mi alma dulcemente; luego las busco de nuevo en el mismo libro e inútilmente le doy vueltas, desaparecieron, se borraron ya para mí. En mis escritos mismos no siempre encuentro el aire de mi primera imaginación; no sé lo que quise decir, y me esfuerzo a veces por corregir y poner un nuevo sentido por haber perdido el hilo del primero, que valía más. Todo en mí se convierte en idas y venidas; mi raciocinio no camina siempre hacia adelante, antes bien se mantiene flotante y vago,

Velut minuta magno

deprensa navis in mari, vesaniente vento.[802]

Muchas veces, y en ocasiones lo hago adrede, tomando como cosa de ejercicio y distracción el mantenimiento de una idea contraria a la mía, aplicándose a ello mi espíritu con ahínco e inclinádose de ese lado, me sujeto de tal modo que no encuentro ya las huellas de la opinión contraria y me alejo de ella. Déjome llevar adonde me inclino, de cualquier modo que sea, y me deslizo por mi propio impulso.

Cada cual, sobre poco más o menos, diría otro tanto de sí mismo si como yo se mirara y considerara. Los predicadores saben que la emoción que les gana cuando hablan los acalora más en las creencias; todos, cuando la cólera nos domina, defendemos con más brio nuestras ideas, las imprimimos en nosotros y las abrazamos con mayor vehemencia y aprobación, que encontrándonos pacíficos y en completa calma. Referís sencillamente una causa a vuestro abogado, el cual os responde vacilante y dudoso, y echáis de ver al punto que le es del todo indiferente sostener un partido o el opuesto; pero si le habéis pagado bien para que aguce el diente y la tome a pechos, entonces toma la cosa en serio y su voluntad empieza a exaltarse, al par de su razón y su ciencia; una verdad clara e indubitable se presenta a su entendimiento; descubre en él nueva luz, cree aquélla a ciencia cierta, su persuasión es completa. Y en ocasiones, yo no sé si es el ardor que nace de despecho y la obstinación frente a la violencia del magistrado para combatir el daño general o el interés de la propia reputación, lo que hizo a ciertos hombres sostener hasta abrasarse el alma, una opinión que entre sus amigos y en situación tranquila de espíritu no les hubiera calentado ni siquiera la yema de los dedos. Los movimientos y sacudidas que nuestra alma recibe por las pasiones corporales ejercen sobre ella una gran influencia, pero tienen aun mayor poderío las suyas ropias, a las cuales está fuertemente ligada de tal modo que quizás pueda sostenerse que no tiene otro movimiento que el que producen sobre ella los vientos que la agitan y que sin el influjo de los mismos permanecería quieta como un navío en alta mar, al cual los vientos abandonaron. Quien mantuviera este principio conforme a la opinión de los peripatéticos no nos engañaría mucho, puesto que está probado que las acciones más hermosas del alma proceden y han menester del impulso de las pasiones. El valor, dicen aquéllos, no se puede alcanzar sin la asistencia de la cólera; semper Ajax fortis, fortissimus tamen in furore803; ni se persigue a los malos ni a los enemigos con vigor bastante si la cólera no nos domina. El abogado debe inspirar la ira a los jueces para alcanzar de ellos justicia.

La sed de riquezas movió a Temístocles, a Demóstenes y lanzó a algunos filósofos a soportar trabajos y vigilias y a emprender viajes dilatados; la misma pasión nos lleva al honor, a profesar determinada doctrina y a desear la salud, que son fines útiles. La cobardía del alma para soportar las desdichas y las tristezas, engendra en la conciencia la penitencia y el arrepentimiento, y nos hace sentir el azote de Dios para nuestro castigo y las miserias de la corrección de nuestros semejantes; la compasión aguijonea la clemencia; la prudencia que sirve para conservarnos y gobernarnos se aviva por nuestro temor; ¿cuántas acciones hermosas no reconocen por móvil la ambición, cuántas la presunción? Ninguna virtud potente y suprema deja de reconocer por causa la pasión. ¿Y no será ésta una de las razones que movió a los epicúreos a descargar a Dios de todo cuidado y solicitud en las cosas de nuestra vida, puesto que ni los efectos mismos de su bondad pueden tocarnos sin agitar nuestro reposo por medio de las pasiones, que son como el incentivo y la solicitación que encaminan al alma a las acciones virtuosas, o bien pensaron de otro modo y creyeron que son como movimientos tempestuosos que arrancan violentamente al alma de su tranquilo asiento? Ut maris tranquillitas intelligitur, nulla, ne minima quidem, aura fluctus commovente: sic animi quietus et placatus status cernitur, quum perturbatio nulla est, qua moveri queat[804].

¿A qué diferencia de apreciaciones, y a cuántas opiniones encontradas no nos lleva la diversidad de las pasiones que batallan dentro de nosotros? ¿Cuál es, por consiguiente, la seguridad que puede inspirarnos cosa tan instable y movible, sujeta por natural condición al transtorno y al desorden, y que jamás camina sino con forzado y a ajeno paso? ¿Si nuestro juicio mismo es víctima de enfermedad y perturbación; si por ello se ve forzado a considerar las cosas loca y temerariamente, cuál es la seguridad que podemos esperar de él? Atrevimiento grande es el de los filósofos al considerar que los hombres realizan acciones y se asemejan más a la divinidad cuando se encuentran fuera de sí, en estado de furia e insensatez; vamos camino de la enmienda merced a la privación y amodorramiento de nuestra razón; las dos sendas naturales para entrar en el palacio de los dioses y prever el destino son el furor y el sueño. Todo lo cual es peregrino: por el transtorno con que las pasiones alteran nuestra razón, hétenos convertidos a la virtud, y por la extinción de la misma, a que el furor o el sueño nos llevan, nos trocamos en profetas y adivinos. Jamás hubiera podido yo encontrarme en más cabal acuerdo. Lo que a la filosofía por mediación de la verdad sacrosanta inspiró contra sus generales proposiciones, o sea que el estado tranquilo de nuestra alma, el más sosegado, el más sano que los filósofos puedan imaginar, no es la mejor situación de nuestro espíritu, porque nuestra vigilia está más dormida que nuestro sueño; nuestra prudencia es menos moderada que la locura; nuestros ensueños aventajan a la razón, y el peor lugar donde podamos colocarnos reside en nosotros mismos. ¿Pero suponen los filósofos poder suficiente en las criaturas para advertir que cuando del hombre se desprendió el espíritu, tan clarividente, grande y perfecto, y mientras el mismo espíritu permanece en él tan ignorante, terrestre y ciego, es una voz que parte del espíritu la que se alberga en el hombre ignorante y obscuro, y por consiguiente increíble?

Yo no tengo experiencia grande de esas agitaciones vehementes, porque mi temperamento es débil y mi complexión reposada; la mayor parte de ellas sorprenden de súbito nuestra alma sin darla tiempo para reconocerse, pero esa pasión que según el común sentir la ociosidad engendra en el corazón de la juventud, aunque se desarrolle lentamente, representa sin duda, para los que intentaron oponerse a su desarrollo, la fuerza de aquellos grandes trastornos que nuestro juicio experimenta. En otra época me propuse mantenerme firme para combatirla y rechazarla, pues tan lejos estoy de ser de aquellos que buscan los vicios, que ni siquiera los sigo cuando no me arrastran; sentíala nacer, crecer y aumentar a despecho de mi resistencia, y por fin agarrarme y poseerme, de tal suerte que, cual si estuviera desvanecido, la imagen de las cosas comenzaba a parecerme distinta que de costumbre; indudablemente veía abultarse y crecer los méritos del objeto que yo deseaba, y advertía que se engrandecían e inflaban merced al viento de mi imaginación; las dificultades de mi empresa facilitarse y allanarse, mi razón y mi conciencia perder la brújula. Mas luego que se evaporó este ardor, al momento, como iluminada por la claridad de un relámpago, mi alma adquirió luz nueva, diferente estado, juicio distinto; las dificultades de alejarme me parecían grandes o invencibles, e idénticos objetos mostráronseme con cariz bien diferente a como el calor del deseo me los había presentado. ¿Cuál de los dos aspectos era el verdadero? Los pirronianos nada saben sobre este punto. Jamás estamos libres de dolencias; las calenturas tienen sus grados de calor y de frío; de los efectos de una pasión ardorosa caemos en otra helada: cuanto me había lanzado adelante, otro tanto fue mi retroceso:

Qualis ubi alterno procurrens gurgite pontus,

nunc ruit ad forras, scopulosque superjacit undam

spumeus, extremamque sinu pefundit arenam;

nunc rapidus retro, atque aestu revoluta resorbens

saxa, fugit, littusque vado labente relinquit.[805]

El conocimiento de mi propia volubilidad engendró en mi cierta constancia de opiniones; así que, apenas si ha modificado las naturales y primeras que recibí; sea cual fuere la verosimilitud que en lo nuevo pueda haber, yo no me inclino a ello fácilmente, porque temo perder en el cambio, y como no me siento capaz de escoger, déjome guiar por otro y me mantengo en el lugar en que Dios me colocó: si así no obrara, rodaría incesantemente. Así, merced a la bondad divina pude sostenerme íntegro, sin agitación ni transtornos en la conciencia, en las antiguas creencias de nuestra religión al través de tantas sectas y opiniones como nuestro siglo ha producido.

Los escritos de los antiguos, hablo de los más notables, sólidos y vigorosos, ejercen sobra mí grande influencia y me llevan donde quieren; el autor que leo me parece siempre el más fundamental, creo que todos tienen razón, cada cual cuando le toca el turno aunque prediquen opiniones contrarias. Esta facilidad que gozan los buenos escritores de convertir en verdadero o verosímil todo lo que quieren, y el que nada haya por peregrino que sea con que no puedan engañar una sencillez parecida a la mía, es una demostración evidente de la debilidad de sus pruebas. El cielo y las estrellas se movieron durante tres mil años, todo el mundo lo creyó así hasta que Cleanto el samiano, o según Teofrasto, Nicetas de Siracusa sentaron la opinión de que era la tierra la que se movía, por el círculo oblicuo del zodíaco, dando vueltas alrededor de su eje; y en nuestra época, Copérnico ha demostrado tan bien esta doctrina, que la ha puesto en armonía con la marcha de todos los cuerpos celestes: ¿qué deducir de aquí sino que debe importársenos poco cuál sea el cuerpo que realmente se mueva? ¡Quién sabe si de aquí a mil años una tercera opinión echara por tierra los dos pareceres precedentes!

Sic volvenda aetas commutat tempora rerum:

quod fuit in pretio, fit nullo denique honore;

porro aliud succedit, et e contemptibus exit,

inque dies magis appetitur, floretque repertum

laudibus, at mira est mortales inter honore.[806]

Así que, cuando se nos muestra alguna doctrina nueva, tenemos motivos sobrados para desconfiar y para suponer que, antes de presentarse la misma en el mundo, la contraria gozaba de crédito y estaba en boga; y como la moderna acabó con la antigua, podrá suceder que se le ocurra a alguien en lo porvenir un tercer descubrimiento que destruirá del mismo modo el segundo. Antes de que las doctrinas de Aristóteles gozaran de universal aprobación, otros principios contentaban la razón humana, como aquéllas la gobiernan actualmente. ¿Qué privilegio tienen éstas para que la marcha de nuestra invención se detenga en ellas ni para que a las mismas en lo venidero permanezca sujeta nuestra creencia? En manera alguna están exentas de ser abandonadas, como no lo estuvieron las que reinaron antes. Cuando con algún argumento sólido se me invita a convencerme de algo nuevo, creo de buen grado que si yo no puedo rebatirlo, otro lo derribará por mí, pues dar crédito a todo cuanto no podemos negar, sería simplicidad grande, y ocurriría además, siguiendo tal inclinación, que las creencias del vulgo, y todos lo somos, darían tantas vueltas, como una veleta; pues el alma del mismo, como es débil y sin resistencia, veríase forzada a admitir constantemente distintas ideas; la última borraría todas las precedentes. Quien se reconozca sin fuerzas bastantes para argumentar debe responder, según costumbre, que reflexionará sobre el particular, o remitirse a los más avisados de quienes ha recibido la instrucción. ¿Cuánto tiempo hace que la medicina existe? Dícese que un médico moderno, nombrado Paracelso[807], cambia y desmenuza toda la doctrina antigua, y sostiene que hasta el presente aquella ciencia no había servido sino para matar a los hombres. Yo creo de buen grado que probará bien su aserto, mas poner su vida a prueba de sus nuevas experiencias creo que no sería muy prudente. No hay que creer lo que dice todo el mundo, reza el proverbio, porque entre todos lo dicen todo. Un hombre amigo de novedades y cambios en las ideas que sobre las cosas de la naturaleza profesamos decíame, no ha mucho, que la antigüedad había albergado evidentemente ideas erróneas en lo relativo al viento a sus movimientos, y prometió demostrármelo si tenía la paciencia de escucharle. Luego que hube puesto alguna atención para oír el sus argumentos; que eran de todo en todo verosímiles, díjele: «Cómo, pues, ¿los que navegaban con arreglo a los principios de Teofrasto iban a parar al Occidente cuando vagaban hacia Levante? ¿Marchaban extraviados o reculando? -El azar los llevaba a buen camino, me repuso, pero realmente se engañaban.» Yo le repliqué que prefería proceder según los resultados que según la razón; verdad que con frecuencia se contradicen. Se me ha demostrado que en la geometría, que se considera como la más cierta entre todas las ciencias, hay demostraciones evidentes, contrarias a lo que la experiencia nos enseña. Santiago Peletier808 me dijo un día estando en mi casa que había ideado dos líneas, las cuales encaminándose la una hacia la otra no llegaban a tocarse hasta el infinito, y así lo probaba. Los pirronianos emplean todos sus argumentos y razones para destruir lo que la experiencia nos dicta; maravilla el considerar hasta qué punto les acompañó en tal designio la flexibilidad de la razón humana para combatir la evidencia de las cosas, pues llegan hasta demostrar que no nos movemos, que tampoco hablamos, que no hay cuerpos pesados y que el calor no existe, con igual fuerza de argumentos como se prueban las cosas más verosímiles. Tolomeo, que fue un hombre eminentísimo, fijó en su época los limites del universo; todos los antiguos filósofos creyeron saber hasta dónde llegaba salvo algunas excepciones,: las islas apartadas que podían escapar a su conocimiento. Hace mil años se habría considerado como pirroniano a quien hubiera puesto en duda la ciencia cosmográfica y las opiniones recibidas por todos en este punto; habría sido una herejía creer en la existencia de los antípodas; mas he aquí que en nuestro siglo se ha descubierto una dilatadísima extensión de tierra firme, y no ya una isla, no una región particular, sino una superficie casi igual en magnitud a la que antes nos era conocida. Nuestros, geógrafos: no dejan de asegurar que ahora ya todo está visto y todo está hallado:

Nam quod adest praesto, placet, et pollere videtur.[809]

Falta saber, puesto que a Tolomeo le engañaron sus cálculos, y razonamientos en lo antiguo, si no será una simpleza fiarme en lo que los modernos me dicen, y si no es lo seguro que este gran cuerpo que llamamos mundo sea cosa bien diferente de lo que juzgamos[810].

Platón dice que el universo muda de aspecto constantemente; que el sol, las estrellas y el cielo, cambian a veces el movimiento que vemos de Oriente en Occidente en sentido contrario. Los sacerdotes egipcios contaron a Herodoto que desde la época del primer rey cine tuvieron, hacía once mil años (y de todos los soberanos le enseñaron las efigies en estatuas que habían sido tomadas del natural), el sol había cambiado cuatro veces su curso; que el mar y la tierra se truecan alternativamente el uno en la otra y que la época en que el mundo nació no puede determinarse. Aristóteles y Cicerón creen lo mismo, y un filósofo moderno asegura que existió siempre, que muere y renace; y para probar su aserto cita los nombres de Salomón e Isaías, a fin de evitar las contradicciones de que Dios ha sido a veces criador sin criatura, que ha estado ocioso, que se desdijo de su ociosidad poniendo su mano en esta obra del mundo, y que, por consiguiente, está sujeto a variación. La más famosa escuela filosófica griega considera al universo como un dios, creado por otro dios más grande, compuesto de un cuerpo y un alma que se halla en el centro del mundo primero y se extiende armónicamente a toda la circunferencia. Este mundo es felicísimo, muy grande, muy sabio, eterno, e incluye otros dioses: la tierra, el mar, los astros, que se relacionan entre sí en agitación armoniosa y perpetua, como si dijéramos en una danza divina, apartándose unas veces, acercándose otras, ocultándose y mostrándose los unos a los otros, cambiando de lugar ya hacia adelante, ya hacia atrás. Heráclito decía que el mundo estaba compuesto de fuego, y conforme a las leyes del destino debía un día inflamarse y convertirse en fuego para renacer nuevamente. De los hombres aseguró Apuleyo, sigillatim mortales, cunetim perpetui[811]. Alejandro[812] notificó a su madre la relación de un sacerdote egipcio, sacada de los monumentos de este pueblo, que probaba la antigüedad remotísima del mismo, y en el que se hablaba además verídicamente del origen y progresos de otros países. Cicerón y Dadero dijeron que la cronología caldaica comprendía hasta cuatrocientos mil años. Aristóteles, Plinio y otros aseguraron que Zoroastro había vivido seis mil años antes que Platón; éste afirma que los habitantes de la ciudad de Sais guardaban por escrito memorias de ocho mil años y que Atenas fue edificada mil antes que la dicha ciudad. Epicuro cree que los fenómenos que en este mundo presenciamos y tales como los vemos, se verifican de idéntico modo en otros mundos, lo cual hubiera sostenido con seguridad mayor si hubiese tenido noticia de la semejanza de los países recientemente descubiertos con el nuestro, así en el presente como en el pasado.

En verdad, considerando lo que hemos podido conocer del gobierno del mundo físico, hame maravillado a veces el ver a una distancia grandísima de lugares y tiempos las analogías en un número considerable de ideas populares, disparatadas y de creencias salvajes, las cuales por ningún concepto parecen derivar de nuestra natural condición. ¡Hacedor grande de milagros es el espíritu humano! Pero esa semejanza tiene todavía algo más de extraordinario, pues se descubre hasta en los nombres y en mil otras cosas, y hay pueblos que jamás tuvieron, que se sepa, ninguna nueva de nosotros en que se practicaba la circuncisión813; otros en que había Estados grandes gobernados por mujeres, sin el concurso de hombres; otros en que había algo equivalente a nuestra cuaresma y ayunos, junto con la privación de los placeres amorosos; en algunos lugares la cruz era venerada, ya colocándola en las sepulturas, ya en otros sitios; la de san Andrés empleábanla para librarse de las visiones nocturnas, y se servían de ella para preservar de encantamientos a los recién nacidos; en otra parte encontraron una de madera, de gran elevación, que adoraban como dios de la lluvia, la cual estaba, plantada lejos del mar, bien adentro en la tierra firme, viose en algunas regiones una visible representación de nuestras penitencias, el uso de mitras; el celibato eclesiástico; el arte de adivinar por medio de las entrañas de los animales sacrificados; la abstinencia de toda clase de carnes y pescados para alimentarse; la costumbre de emplear los sacerdotes un habla particular y no la corriente en el culto divino; la creencia de que el primer dios había sido vencido por el segundo, que nació después; la idea de que los hombres fueron criados en medio de delicias, que luego perdieron por el pecado en que incurrieron; la creencia de que fue cambiado su territorio y empeorada su condición natural; la de que en lo antiguo fueron sumergidos por la inundación de las aguas celestes, y que se salvaron sólo unas cuantas familias guareciéndose en los huecos más altos de las montañas, los cuales taparon de manera que el agua no penetrase, encerrando dentro algunas especies de animales; y que cuando advirtieron que la lluvia cesó hicieron salir algunos perros que, como volvieran mojados, juzgaron que el agua apenas había bajado todavía; luego hicieron salir otros que volvieron llenos de lodo, y entonces salieron a repoblar el mundo, que encontraron lleno de serpientes. Sábese que en algunos países creyeron en el juicio final, de tal suerte que se sublevaron contra los españoles porque extendían los huesos de los muertos al registrar las riquezas de sus sepulturas, alegando que estos huesos extraviados no podrían luego fácilmente juntarse. Viose también ejercer el comercio por medio del cambio, sin otro procedimiento diferente, y establecidos ferias y mercados a este fin; enanos y criaturas deformes para ornamento de las mesas; empleo de los balcones para la caza; subsidios tiránicos; jardines regalados y vistosos; danzas y saltos complicados; música instrumental; escudos nobiliarios, juego de pelota, de dados y otros de azar, en los cuales se exaltaban a veces hasta jugarse ellos mismos y su libertad, practicábase en algunos lugares la medicina por encantamientos y sortilegios; encontrose en otros la escritura jeroglífica, la creencia en un primer hombre, padre del género humano; la adoración de un dios que había vivido como hombre en estado de virginidad perfecta, que practicó el ayuno y la penitencia, que predicó la ley natural y las ceremonias de la religión, y que desapareció de la tierra milagrosamente; la creencia en los gigantes; la costumbre de emborracharse con ciertos brebajes y el hábito de beber a competencia; viéronse igualmente ornamentos religiosos en que había pintadas osamentas y cabezas de muertos, vestiduras sacerdotales, agua bendita e hisopos; mujeres y criados que se hacían quemar y enterrar con el marido o con el amo cuando éstos morían; establecida la ley de que los primogénitos heredaran todos los bienes, no dejando a los segundos parte alguna, y sí sólo la obligación de obedecer; costumbre en la institución de algunos empleos de grande autoridad de que el que los recibía adoptara un nombre nuevo y dejara el que hasta entonces había usado; costumbre de poner cal en la rodilla del niño recién nacido, diciéndole al propio tiempo: «De la tierra viniste y en tierra te convertirás»; y el arte de los augurios. Estos vagos asomos de nuestra religión, que se muestran palmarios en algunos de los ejemplos citados, dan testimonio de la dignidad divina, y prueban que no solamente se insinuó en todas las naciones infieles del mundo antiguo por algunas huellas, sino también en las del nuevo, merced a una común y sobrenatural inspiración, pues tuvieron éstas igualmente la creencia en el purgatorio, con la sola diferencia de que para ellas en lugar de fuego habría en él un frío polar, y suponía que las almas habían de ser castigadas y purgadas merced a los rigores de una frialdad extrema. Y este ejemplo me recuerda otra graciosa diversidad de costumbres: así como se encontraron pueblos que gustaban aligerar el extremo del miembro, cortando el pellejo a la mahometana y a la judía, hubo otros que hicieron tan grave caso de conciencia, de no aligerarlo, que se servían de cordoncitos para mantener la piel cuidadosamente estirada y sujeta por encima, de modo que la punta no viese el aire. De la propia, suerte que nosotros honramos a nuestros monarcas y las fiestas a que asistimos adornándonos con los mejores vestidos que tenemos, en algunas regiones, para mostrar disparidad y sumisión a su rey, los súbditos se presentaban a él con sus trajes más harapientos; al entrar en el palacio se ponían uno viejo y desgarrado sobre el bueno, a fin de que todo el brillo y ornamento pertenecieran al amo. Pero sigamos con nuestros argumentos.

Si la naturaleza comprende dentro de los límites de su progreso ordinario como todas las demás cosas las creencias, juicios y opiniones de los hombres; si todos estos atributos tienen también sus revoluciones, sus épocas, nacimiento y muerte, como las coles; si el firmamento influye sobre ellos y los hace rodar con él, ¿qué autoridad magistral ni fundamental podemos atribuirlos? Si por experiencia tocamos y palpamos que la constitución de nuestro ser depende del aire, del clima y del terruño en que nacemos, y no ya sólo el tinte, la estatura, la complexión e inclinaciones, sino también las facultades del alma; et plaga caeli non solum ad robur corporum, sed etiam animorum facit[814], dice Vegecio; si la diosa fundadora de la ciudad de Atenas eligió para situarla la región en que reinara un ambiente que hiciera a los hombres prudentes, conforme los sacerdotes egipcios dijeron a Solón, Athenis tenue caelum, ex quo etiam acutiores putantur Attici, erassum Thebis; itaque pingues Thebani, et valentes[815]; de suerte que como los vegetales y los animales difieren según los climas, acontece lo propio con los hombres, quienes por idéntica causa son más o menos belicosos, justos, moderados o dóciles; aquí sujetos al vino, allá al robo y a la lujuria, en unos sitios inclinados a la superstición, en otros a la incredulidad; aquí propenden a la libertad, allá a la servidumbre; en unos lugares son aptos para el cultivo de las ciencias o las artes, en otros son groseros y en otros ingeniosos; ya obedientes, ya rebeldes, buenos o malos, según la naturaleza del clima en que viven, y adquieren complexión diferente de la que antes tuvieron, como las plantas; por eso Ciro no consintió que los persas abandonaran su país, cubierto de fragosidades y montañas, para trasladarse a otra región más llana, considerando que las tierras feraces y de dulce clima hacen a los hombres flojos, y las fértiles convierten en estériles los espíritus; si vemos ya florecer un arte, ya otro, ya una creencia, ya otra diferente, merced a la influencia atmosférica; que tal siglo cría ciertas naturalezas e inclina al género humano a esta o a la otra tendencia, y el espíritu de los hombres ya vigoroso, ya raquítico como nuestros campos, ¿adónde van a parar todas las hermosas prerrogativas de que nos vanagloriamos? Puesto que un hombre sabio puede engañarse, y cien pueblos enteros, y hasta la naturaleza humana yerra durante siglos en unas cosas o en otras, ¿qué fijeza podemos tener en que a veces deje de engañarse ni de que en el siglo en que vivimos deje de incurrir en error?

Paréceme que entre otros testimonios de nuestra debilidad, el siguiente no debe echarse en olvido: ni siquiera por deseo vehemente acierta el hombre a encontrar lo que le precisa: no ya sólo experimentalmente, ni siquiera en imaginación ni deseo podemos acomodarnos con aquello de que habríamos menester para nuestro contentamiento. Dejemos a nuestra mente tejer y destejer a su sabor, tampoco será capaz de desear lo que la es propio para satisfacerse:

Quid enim ratione timemus,

aut cupimus?, quid tam dextro pedo concipis, ut te

conatus non paeniteat, votique peracti?[816]

Por eso Sócrates no pedía que los dioses le concedieran sino aquello que conforme al juicio de los mismos pudiera serle saludable; y los rezos de los lacedemonios así los públicos como los particulares, iban simplemente encaminados a que les fueran otorgadas las cosas buenas y hermosas, dejando a la discreción del supremo poder la elección y escogitamiento de las mismas:

Conjugium petimus, partumque uxoris; at illis

notum, qui pueri, qualisque futura sit uxor[817]:

y los cristianos ruegan a Dios «que su voluntad se cumpla»,para no ir a dar en la desdicha en que la mitología nos dice que cayó el rey Midas, quien suplicó a la divinidad que todo cuanto tocara se convirtiese en oro; su ruego fue escuchado, y el vino que bebía trocose en oro, lo mismo que el pan que comía, el lecho en que reposaba, su camisa y sus vestiduras; de suerte que se vio agobiado bajo el goce que le procuró la realización de sus deseos, y sumido en una dicha insoportable, siéndole necesario rogar de nuevo para quitársela de encima:

Attonitus novitati mali, divesque, miserque

effugere optat opes, et, quae modo voverat, odit.[818]

De mí mismo diré que habiendo solicitado de la fortuna, cuando joven, como el mayor de sus favores, la orden de San Miguel, que era entonces el mayor y más singular honor de la nobleza francesa, me fue dado disfrutar de tal distinción, ¡pero de qué modo! En vez de realzarme y elevarme del lugar que antes ocupaba, merced a tan honorífica posesión, aquélla me trató de suerte diferente, pues la humilló hasta el nivel de mis hombros y aun más bajo todavía. Cleobis y Bitón, Trofonio y Agamedes rogaron, los primeros a su diosa y los últimos a su dios, que les concediera una recompensa digna de la piedad que albergaban en sus pechos, y el presente que recibieron fue la muerte: ¡de tal modo los juicios celestes difieren de los nuestros en punto al conocimiento de nuestras necesidades! Podría Dios otorgarnos las riquezas, los honores, la vida y la salud misma, en ocasiones en perjuicio nuestro; pues no nos es saludable todo lo que nos es grato. Si en lugar de la curación nos envía la muerte o el empeoramiento de nuestros males, virga tua, et baculus tuus, ipsa me consolata sunt[819], hácelo por razones de su providencia, la cual considera con mirada infalible lo que nos conviene, y nosotros carecemos de capacidad para saberlo. Aceptémoslo buenamente como todo lo que emana de una mano sapientísima y amiga:

Si consilium vis:

permittes ipsis expendere numinibus, quid

conveniat nobis, rebusque sit utile nostris.

Carior est illis homo quam sibi[820]:

pues solicitar de los dioses honores y cargos, es pedir que nos lancen en un combate, en medio de los azares, o de cualquiera otra complicación, cuya salida es incierta y dudoso el fruto.

Ninguna lucha tan empeñada ni ruda como la que sostienen los filósofos sobre la cuestión de conocer cuál sea el soberano bien del hombre. Varrón calcula que de tal pendencia nacieron doscientas ochenta y cinco sectas. Qui autem de summo bono dissentit, de tota philosophiae ratione disputat[821]:

Tres mihi convivae prope dissentire videntur,

poscentes vario multum diversa palato:

Quid dem?, quid nom dem? Renuis tu, quod jubet alter;

quod petis, id sane est invisum acidumque duobus.[822]

Así debía responder la naturaleza a tantas cuestiones y debates. Los unos dicen que nuestro bien reside en la virtud; los otros en el placer; algunos en no contrariar ni violentar las propias inclinaciones; quién asegura que en la ciencia; quien que en la carencia de dolor; quién en no dejarse llevar por las apariencias. A esta opinión se asemeja la sentencia de Pitágoras:

Nil admirari, prope res est una, Numici,

solaque, quae possit fecere et servare beatum[823],

que es el ideal de la secta pirroniana. Atribuye Aristóteles a magnanimidad el no admirar nada, y Arquesilas decía que el fundamento de la rectitud e inflexibilidad del juicio eran los vicios y los males. Verdad es que en lo que sentaba como axioma apartábase de los pirronianos, los cuales cuando dicen que el bien supremo reside en la ataraxia, que es la quietud absoluta del juicio, no pretenden dignificarle de una manera afirmativa; pero el movimiento mismo del alma; que les hace huir de los precipicios y ponerse a cubierto del sereno, muéstrales tal idea y les hace rechazar otra.

Cuan vivamente desearía yo, mientras me encuentro en esta vida, que algún sabio, Justo Lipsio[824], por ejemplo, que es el hombre más docto que nos queda, y cuyo espíritu culto y mesurado guarda analogía tan grande con el de Turnebo, tuviera voluntad, salud y reposo suficientes para ordenar en un registro, según sus divisiones y sus clases, con curiosidad y buena fe, las opiniones todas de la antigua filosofía sobre nuestro ser y nuestras costumbres y controversias; el crédito de que gozaron todas estas ideas; si los filósofos practicaron las máximas que enseñaron, y en fin, todo lo memorable y ejemplar, digno siempre de ser consignado. No cabe duda que tal libro sería útil y hermoso. En suma, si con las luces de nuestro propio espíritu pretendemos reglamentar nuestras costumbres, ¿a cuántas confusiones no nos lanzamos? Lo que nuestra razón nos aconseja de más cuerdo es que cada cual obedezca las leyes de su país, como recomiendan los preceptos de Sócrates, inspirados, dice, por la sabiduría divina, con lo cual manifiesta que nuestros deberes no tienen otra pauta que la fortuita. La verdad debe tener un carácter idnético y universal. Si el hombre conociese la verdadera esencia de la rectitud y la justicia, no las supondría inherentes a las costumbres de esta o aquella región, ni supondría tampoco que residen en las costumbres de los persas o en las de los indios. Nada como las leyes está sujeto a más continua mutación; desde que yo vine al mundo he visto cambiar hasta tres o cuatro veces las de los ingleses[825], nuestros vecinos, y no ya sólo las políticas, lo cual sería menos peregrino, sino las que tocan a lo más importante que pueda existir sobre la tierra, a la religión, cosa que me avergüenza y desconsuela por tratarse de una nación con la que mi familia tuvo unión íntima de parentesco; en mi casa se guardan todavía testimonios de ello. En nuestro propio país he visto tal causa que nos exponía a la pena capital convertirse en legítima; nosotros, que mantenemos otras, estamos abocados, según la incertidumbre de la fortuna guerrera, a ser un día criminales de lesa majestad humana y divina, si nuestra justicia cae en manos de la injusticia, y en el espacio de pocos años las cosas mudan por completo. ¿Cómo podía aquel, dios de la antigüedad[826] acusar en la mente humana la ignorancia del ser divino y enseñar a los hombres que la religión no era sino invención, terrena, propia a unir los unos a los otros, declarando a los que consultaban sus luces que el verdadero culto de cada uno era el que veía observado por la costumbre en el lugar en que había nacido?, ¡Oh Dios! ¡qué reconocimiento tan grande es el que debemos a la benignidad de nuestro Criador soberano por haber libertado nuestras creencias de esas devociones vagabundas y arbitrarias; por haberlas llevado al eterno fundamento de la palabra santa! ¿Qué nos responderá a esto la filosofía? «Que sigamos las leyes de nuestro país», es decir, ese flotante mar de las opiniones de un pueblo o de un príncipe, que me pintarán la justicia con colores tan diversos y la modificarán de tantos modos como cambios haya en sus pasiones respectivas. Mi juicio no puede ser tan flexible ni acomodaticio. ¿Qué clase de bondad es la que ayer gozaba de predicamento y mañana se desacredita, ni la que el curso de un río convierte en crimen? ¿Qué verdad la que esas montañas limitan y que se trueca en mentira para los que viven más allá?[827]

No dejan de ser graciosos cuando para imprimir a las leyes alguna certidumbre aseguran que las hay firmes, perpetuas e inmutables, y que éstas se llaman naturales por estar selladas en el género humano, por la condición peculiar de la propia esencia de éste; de éstas quien fija el número en tres, quien en cuatro, unos más y otros menos, prueba evidente de que en ello hay igual incertidumbre como en todo lo demás. En verdad son infortunados los que así se expresan, pues no puedo escribir otro nombre al considerar que de un número tan infinito de leyes no se encuentre ni una siquiera que el azar o la casualidad hayan hecho aceptar universalmente por general aquiescencia de todas las naciones. Así que, la única prueba verosímil por la cual puedan imponer algunas naturales es la universalidad de su aprobación, pues aquello que la naturaleza nos hubiera recomendado practicaríamoslo por general consentimiento, y no sólo cada pueblo en general, sino también cada individuo en particular, advertirían la violencia y la fuerza que les produciría quien pretendiera desviarlos de esa ley. Muéstrenme para que la vea una sola en que se emplean esas condiciones. Protágoras y Aristón no suponían otro fundamento en la justicia de las leyes que el parecer y autoridad del legislador, y consideraban que si se prescindía de esta circunstancia, hasta la bondad y la honradez perdían sus méritos respectivos, quedando reducidas a nombres huecos y a cosas indiferentes. Trasímaco en Platón entiende que no hay más derecho que la ventaja del superior. No hay cosa sobre la tierra en que mayor variedad se encuentre que en las costumbres y en las leyes; lo que aquí es abominable considérase allá como digno de encomio; como por ejemplo en Lacedemonia la sutileza en el robar. Los matrimonios entre parientes se prohíben rigorosamente entre nosotros; en otras partes se honran tales uniones:

Gentes esse feruntur,

in quibus et nato genitrix, et nata parenti

jungitur, et pietas geminato crescit amore[828];

los parricidios, la cesión de las mujeres, los tráficos, robos y licencias; toda suerte de voluptuosidades, toda clase de extravíos, nada hay, en suma, por loco, insensato u horrible que no se encuentre recibido por el uso de alguna nación.

Creíble es que existan leyes naturales como se ve entre las demás criaturas, pero entre nosotros se perdieron. Esta hermosa razón humana, ingiriéndose en todo como señora y soberana, enturbió y confundió el aspecto de las cosas conforme a su vanidad e inconstancia: nihil itaque amplius nostrum est; quod nostrum dico, artis est[829]. Todas las cosas ofrecen matices diversos y se prestan a consideraciones varias, lo cual engendra la diversidad de opiniones: una nación las examina por un lado, detiénese en él, y otra por otro.

Nada tan horrible de imaginar como el comerse a su propio padre. Los pueblos que antiguamente practicaron esta costumbre tomáronla, sin embargo, como testimonio de piedad y afección intensas, buscando con ella conceder a sus progenitores la más digna y honrosa sepultura, alojando en sí mismos y como en su misma médula el cuerpo y las reliquias de sus padres, vivificándoles en algún modo y regenerándolos por la trasmutación en su carne viva por medio de la digestión y la nutrición. Fácil es considerar lo abominable y cruel que hubiera sido a los ojos de estos hombres, acostumbrados y empapados en superstición semejante, el arrojar en la tierra los despojos de los que los engendraran para que se corrompieran y fueran devorados por los gusanos.

Licurgo no ve en el robo más que la vivacidad, diligencia, arrojo y destreza que supone el apoderarse de algo que pertenezca al prójimo, y la utilidad pública que se sigue de que cada cual mire con interés mayor aquello que le pertenece, estimando que de ambas cosas (ataque y defensa) se alcanzaba gran provecho para la disciplina militar, que era la principal virtud y la ciencia primordial a que quería encaminar y habituar a su nación; méritos que su entender aventajaban al desorden e injusticia de prevalecerse de los ajenos bienes.

Dionisio el tirano ofreció a Platón una túnica a la moda persa, larga, adamascada y perfumada; Platón la rechazó diciendo que como había nacido hombre, por nada del mundo se vestiría de mujer; pero Aristipo la aceptó fundamentándose en esta otra razón: «Que ningún atavío podía corromper un valor sano y vigoroso.» Censuraban sus amigos su cobardía por haber tolerado que el tirano le escupiera en el rostro, y el filósofo respondió: «También los pescadores sufren de buen grado que las ondas del mar bañen su cuerpo de los pies a la cabeza por atrapar un miserable pececillo.» Diógenes estaba lavando sus berzas, y viendo pasar a Aristipo, le dijo: «Si supieras vivir con coles no serías el cortesano de un tirano»; a lo cual Aristipo repuso: «Y si tú supieras vivir entre los hombres no estarías ahí lavando coles.» He aquí cómo la razón procura argumentos para probarlo todo: es un jarro con dos asas que puede cogerse del lado derecho lo mismo que del izquierdo:

Bellum, o terra hospita, portas:

bello armantur equi; bellum haec armenta minantur.

Sed tamen idem olim curru succedere sueti

quadrupedes, et frena jugo concordia ferre,

spes est pacis.[830]

Recomendábase a Solón que no vertiera lágrimas impotentes e inútiles por la muerte de su hijo: «Por eso precisamente las derramo, contestó, porque son impotentes o inútiles.» La mujer de Sócrates agravaba, su pesar porque los jueces le hacían morir injustamente, a lo cual su marido repuso: «Pues qué, ¿desearías más bien que me hicieran morir justamente?» Nosotros llevamos las orejas agujereadas; los griegos consideraban esta costumbre como testimonio de esclavitud y servidumbre; nos ocultamos para gozar de las mujeres: los indios las disfrutan públicamente. Los escitas inmolaban a los extranjeros en sus templos: en otras partes los templos eran lugar seguro de franquicia:

Inde furor vulgi; quod numina vicinorum

odit quisque locus, quum solos credat habendos

esse deos, ques ipse colit[831]:

He oído hablar de un juez, que, cuando encontraba algún conflicto difícil de resolver entre Bartolo y Baldo[832], escribía en la margen de su libro: «Cuestión para el amigo»; con lo cual quería significar que la verdad estaba tan embrollada y debatida en el pasaje, que si se terciaba una causa análoga podría favorecer a quien mejor se le antojara. Sólo por falta de destreza podía dejar de adoptar en todo igual criterio. Los abogados y jueces de nuestra época encuentran en todas las causas razones de sobra para resolverlas conforme a su capricho. En una ciencia tan complicada, que depende de la autoridad de tantas opiniones, y de un asunto tan arbitrario, no puede acontecer que no nazca una peregrina confusión de juicios. De suerte que por claro que aparezca un proceso los pareceres sobre el mismo se diversifican; lo que uno entiende de un modo, otro lo entiende de otro, y a veces uno mismo de distintos modos en distintas ocasiones. De lo cual vemos ejemplos a diario merced a licencia semejante, que mancha la ceremoniosa autoridad y brillo de nuestra justicia, al no fijar concretamente el sentido de las leyes y al correr de unos a otros jueces para decidir de una misma causa.

Cuanto a la libertad de las opiniones filosóficas en punto a la virtud y al vicio, entre ellas se encuentran muchas mejor para calladas que para escritas, a fin de evitar el contagio de los espíritus flojos. Arcesilao decía que en la lujuria no había que considerar por qué lugar se pecaba: Et obscaenas voluptates, si natura reguirit, non genere, aut loco, aut ordine, sed forma, aetate, figura, metiendas Epicuras putat... Ne amores quidem sanctos a sapiente alienos esse arbitrantur... Quaeramus, ad quam usque aetatem juvenes amandi sint[833]. Estos dos últimos lugares estoicos sobre el amor de los jóvenes y la censura de Dicaerco a Platón mismo, prueban que la filosofía más sana cae en las licencias del uso común.

Las leyes adquieren autoridad con el uso y el arraigo. Es peligroso referirlas al punto de donde emanaron. Ennoblécense rodando, como los ríos; seguid el curso de éstas en dirección contraria a la corriente hasta llegar al lugar donde nacen, y no veréis más que una fuentecilla apenas perceptible, que al envejecer se enorgullece y fortifica. Ved as antiguas razones que imprimieron el primer impulso a ese famoso torrente, lleno de dignidad, que al par inspira reverencia y horror, y las encontraréis tan ligeras, tan deleznables, que las gentes que lo aquilatan todo, y todo lo examinan con las luces de la razón, y que nada admiten por autoridad ni a crédito, no es maravilla que juzguen a veces de un modo que se aleja de los pareceres comunes. Son éstas gentes que toman por patrón la imagen primordial de la naturaleza, y no es por tanto extraordinario que en la mayor parte de sus ideas se extravíen del camino trillado. Pocos de entre ellos hubieran aprobado las formalidades impuestas a nuestros matrimonios; la mayor parte prefirieron tener mujeres comunes a varios, sin obligación para con ellas, y rechazaron toda suerte de ceremonias, análogas a las nuestras. Decía Crisipo que un filósofo puede dar una docena de volteretas, hasta cuando va sin calzones por unas cuantas aceitunas. Este filósofo no hubiera aprobado la conducta de Clistenes, que se negó a conceder la mano de su hija Agarista a Hipodóclides, por haberle visto hacer equilibrios infantiles sobra una mesa. Metroclo dejó escapar un pedo un tanto indiscretamente en una disputa, hallándose delante de sus discípulos; luego, de vergüenza, se metió en su casa sin querer salir, hasta que Crates le fue a ver, y añadiendo a sus consolaciones y razones el ejemplo de su cinismo se puso a expeler ventosidades en competencia con él, y le purgó de escrúpulos; además llevola a su secta estoica, que era más franca, haciéndole abandonar la peripatética, mucho más urbana, y que hasta entonces había seguido. Lo que nosotros llamamos decoro, lo que nos impide hacer al descubierto aquello que debe practicarse privadamente, los estoicos lo llamaban tontería; añadían que es alardear de melindroso el no reconocer lo que la naturaleza, la costumbre y nuestras propias, inclinaciones pregonan y proclaman. Estimábanlo vicio, juzgando que era denigrar el valor de los misterios de Venus el apartarlos del santuario de su templo para exponerlos a la vista del pueblo. Creían que descorrer el velo que ocultaba estos juegos era envilecerles; que la vergüenza, el recelo, la circunspección y la reserva en el goce de los placeres del amor, constituyen una parte de la estima en que los tenemos; y que la voluptuosidad se ocultaba muy ingeniosamente bajo la máscara de la virtud para no ser prostituida en medio de las encrucijadas, pisoteada y menospreciada a los ojos del pueblo, echando de menos el decoro y ventajas de sus acostumbrados recintos. Por eso algunos aseguran que acabar con los burdeles públicos es no solamente extender por todas partes la lujuria que se cobija en esos lugares, sino además aguijonear en los hombres el mismo vicio a causa de la dificultad de satisfacerlo:

Moechus es Aufidiae, qui vir, Scaevine, fuisti:

rivalis fuerat qui tuus, ille vir est.

Cur aliena placet tibi, quae tua non placet uxor?

numquid securus non potes arrigere?[834]

Experiencia semejante se comprueba con mil ejemplos análogos:

Nullus in urbe fuit tota, qui tangere vellet

uxorem gratis, Caeciliane, tuam,

dum licuit: sed nunc, positis custodibus, ingens

turba fututoruni est. Ingeniosus homo es.[835]

Preguntaron lo que hacía a un filósofo a quien sorprendieron en el momento mismo en que se hallaba practicando el acto amoroso, y respondió sin inmutarse: «Estoy plantando un hombre»; ni más ni menos que si se le hubiera visto plantar ajos, ni se avergonzó siquiera.

Sin duda a causa del respeto un padre de la Iglesia836 considera que ese acto debe necesariamente ocultarse, y efectuarse pudorosamente, puesto que en la licencia de las uniones cínicas no podía suponer que la faena tuviera fin, sino que se complacían en los movimientos lascivos para mantener el descaro de que la secta hacía gala, y que para lanzar al exterior todo cuanto la vergüenza guardaba reprimido y oculto tenían luego necesidad de buscar la sombra. No penetró el santo suficientemente toda la magnitud de la licencia, pues Diógenes, ejerciendo en público su masturbación, formulaba en presencia de las gentes que le veían el deseo «de poder saciar su vientre restregándolo». Preguntado por qué no buscaba otro lugar más conveniente para comer que las calles y las plazas, respondió que también sentía el hambre en plena calle. Las mujeres que se agregaban a la secta de los cínicos uníanse también a sus personas en cualquier lugar y sin miramiento alguno. Hiparquia fue recibida en la sociedad de Crates con la condición de seguir en todas las cosas los preceptos de la regla de éste. Estos filósofos concedían a la virtud elevado precio y rechazaban todas las demás disciplinas de la moral, de suerte que en todas sus acciones reconocían la autoridad soberana en su conciencia colocándola por cima de las leyes, no imponiendo otra barrera a la satisfacción de los deseos que la moderación propia y el respeto de la libertad ajena.

Heráclito y Protágoras, por aquello de que las personas enfermas encuentran el vino amargo y las que están sanas agradable; porque el remo parece torcido cuando está dentro del agua y derecho cuando está fuera, y otros fenómenos análogos que los objetos muestran, argumentaron que todas las cosas llevan en sí mismas las causas de las particularidades que presentan; que en el vino hay algo de amargo que se asimila el paladar del enfermo; en el remo cierta condición de curvatura que ve el que lo mira en el agua, y así de lo demás. Todo lo cual viene a significar, que todo está en todas las cosas y por consiguiente nada en ninguna, porque nada hay donde todo se encuentra.

Este principio trae a mi memoria la experiencia que todos tenemos, o sea que no hay sentido ni interpretación, derecho o torcido, amarga o dulce, que el espíritu humano deje de hallar en los escritos que registra. De la palabra más terminante, pura y perfecta, ¿cuánta falsedad e impostura no se hace nacer? ¿Qué herejía dejó de hallar testimonios y fundamentos sobrados para encontrar crédito? Por eso los que pregonan el error jamás prescinden del auxilio que les presta la interpretación de las palabras. Queriendo probarme un hombre digno de respeto por medio de testimonios verídicos la investigación de la piedra filosofal, en cuyo inquirimiento está sumergido, mostrome poco ha cinco o seis pasajes de la Biblia en los cuales me decía que se fundamentaba para descargo de su conciencia, pues la persona a que aludo es un eclesiástico. Y a decir verdad, la razón que encontró acomodábase no mal a la defensa de aquella hermosa ciencia.

Por semejantes medios ganan crédito los adivinos. No hay pronosticador, con tal de que posea autoridad bastante para que se examine lo que dice, y se busquen con interés todos los escondrijos y matices de sus palabras, a quien no se haga decir con verosimilitud todo cuanto se quiera, como a las Sibilas. Hay tantísimos medios de interpretación que es bien difícil que un espíritu ingenioso no encuentre, a tuertas o a derechas, en todas las cosas, lo que se proponga hallar. Por eso vemos un estilo nebuloso y ambiguo en algunos escritos con tanta frecuencia, el cual tan de antiguo gozó de predicamento. Que un autor cualquiera acierte a interesar y a dar quehacer a la posteridad, cosa que a veces se consigue más por la casualidad que por el talento; que por fineza de espíritu o por torpeza se muestre algo obscuro o contradictorio, y no haya cuidado, los comentadores le achacarán lo que dijo y lo que no dijo. Esto es lo que dio crédito a muchos engendros insignificantes y a muchos escritos, y lo que recargó de consideraciones diversas una misma idea y un mismo sistema.

¿Es posible que Homero haya querido decir todo cuanto se le ha hecho decir, y que se haya prestado a tan opuestas interpretaciones que los teólogos, los legisladores, los capitanes, los filósofos y toda suerte de gentes, cuya misión es tratar de las ciencias, por diversa y contrariamente que las traten, se apoyen en él, y por él quieran demostrar algunos de sus aciertos? Maestro competente en todas las artes, en todas las obras y en todos los oficios, y general consejero en todas las empresas, quienquiera que haya tenido necesidad de oráculos y predicciones los encontró siempre en el poeta. Un amigo mío, hombre doctísimo, ha acertado a ver en Homero admirables cosas en pro de nuestra religión; y no hay quien le saque de su idea: Homero quiso decir cabalísimamente cuanto él encuentra. El autor de la Iliada le es tan familiar como al que más; pero lo que mi amigo encuentra en favor de nuestras creencias muchos antiguos lo vieron en beneficio de las suyas. Ved cómo se comenta a Platón: todos se enaltecen aplicándose sus doctrinas a sí mismos, y las llevan del lado que se les antoja; se le pasea y se le mezcla en todas las nuevas opiniones que el mundo recibe; se le pone en oposición con él mismo, conforme al diferente curso de las cosas; se le hace que desapruebe las costumbres lícitas de su siglo cuanto que son ilícitas en el nuestro. Y todo con viveza y energía, según que poseo ambas cualidades el espíritu del intérprete. Sobre el principio de Heráclito de que todas las cosas encierran en sí mismas las apariencias que muestran, Demócrito sacaba una conclusión enteramente contraria, a saber: que los objetos no tenían ninguno de los aspectos que nosotros encontramos en ellos; y del hecho que la miel sea dulce al paladar de los unos y amarga para el de los otros, deducía que no era ni dulce ni amarga. Los pirronianos dirían que no saben si es dulce o si es amarga, o ni lo uno ni lo otro, o las dos cosas a la vez, pues siempre van a dar al punto más elevado de la duda. Los cirenaicos creían que nada había perceptible exteriormente, y que sólo somos capaces de advertir las cosas interiores, como el dolor y el placer, no reconociendo ni el color ni el tono de los mismos, sino solamente ciertas afecciones que se nos presentan; y aseguraban que el hombre no podía ejercitar su juicio en otra parte. Protágoras opinaba que para cada cual es verdadero lo que tal cree. Los epicúreos colocan en los sentidos el fundamento de todo juicio, en el conocimiento de las cosas y en la voluptuosidad. Platón quiere que el conocimiento de la verdad y la verdad misma, alejados de las opiniones y de los sentidos, pertenezcan exclusivamente a espíritu y a la cogitación.

Este principio me lleva a hablar de nuestros sentidos, en los cuales yace el principal fundamento y la más palmaria prueba de nuestra ignorancia. Todo cuanto se conoce llega sin duda a nosotros por la facultad de conocer, pues como el juicio proviene de la operación del que juzga, natural es que esta operación la lleve a cabo por los medios y voluntad de que dispone, y no por impulso ajeno, como acontecería si llegáramos al conocimiento de las cosas por la fuerza y conforme a la ley de su esencia misma. Así pues, toda noción llega a nosotros por conducto de los sentidos, que son nuestros dueños soberanos:

Via qua munita fidei

proxima fert humanum in pectus, templaque mentis.[837]

Por ellos comienza la ciencia y en ellos se resuelve. Después de todo no sabríamos más que una piedra si no tuviéramos noticia de que existen el sonido, el olor, la luz, el sabor, la medida, el peso, la blandura, la dureza, la aspereza, el color, la suavidad, la anchura, la profundidad; ellos forman el plan y los principios de todo el edificio de nuestra ciencia, y según algunos el término ciencia equivale al de sentimiento. Quien me llevara a negar el poder de los sentidos me dejaría indefenso; no podría hacerme objeción más capital: son el principio y el fin del humano conocimiento:

Invenies primis ab sensibus esse creatam

notitiam veri, neque sensus posse refelli...

Quid majore fide porro, quam sensus, haberi

debet?[838]

Aminórese cuanto se quiera su poderío, siempre habrá de concederse que por su mediación se alcanza toda la instrucción que poseemos. Dice Cicerón que Crisipo, habiendo intentado echar por tierra la virtud y fortaleza de los sentidos, llegó a imaginar argumentos acomodados a su tesis, pero que no pudo llegar a explicarla. Carneades, que sostenía la opinión contraria, repúsole: «¡Ah desdichado, tu propia fuerza te ha perdido!» A nuestro entender no hay absurdos mayores que los de sostener que el fuego no calienta y que la luz no alumbra; que en el hierro no hay pesantez ni resistencia; y que todas ésas son nociones que los sentidos nos comunican; ni creencia o ciencia humanas, que puedan compararse en certidumbre a las citadas.

La primera consideración que viene a mi mente en punto a nuestros órganos es la de poner en duda que el hombre se encuentre provisto de todos los naturales. Yo veo muchos animales que viven existencia cabal y perfecta, los unos sin vista, los otros sin oído. ¿Quién sabe si a nosotros nos faltan también uno, dos, tres o varios sentidos? Caso que de alguno estemos desposeídos, nuestra razón no es capaz de advertir la falta. Privilegio es de nuestros órganos el ser el último límite de las cosas que percibimos. Nada hay más allá de ellos que nos pueda servir a descubrirlo, y a veces ni siquiera uno de nuestros sentidos puede llegar a descubrir el otro:

An poterunt oculos aures reprehendere?, an aures

tactus?, an hunc porro tactum sapor arguet oris?,

an confutabunt nares, oculive revincen?[839]

Todos ellos son el límite extremo de nuestra facultad.

Seorsum cuique potestas

divisa est, sua vis cuique est.[840]

Es imposible convencer a un ciego de nacimiento de que no ve, e igualmente imposible hacerle desear la vista ni que lamente la falta de tal órgano; por eso no debemos servirnos del fundamento de que nuestra alma esté contenta y satisfecha con los que tenemos, en atención a que en ese punto es incapaz de echar de ver su enfermedad e imperfección, en el caso de que ambas cosas fueran un hecho. Imposible es también decir nada al ciego de que hablo que pueda hacer llegar a su imaginación las ideas de luz, color y vista. Nada es capaz de llevar sus sentidos a la evidencia. Los ciegos de nacimiento, a quienes vemos desear la vista, realmente ignoran lo que piden: nos oyeron decir que les falta algo de lo que nosotros tenemos, lo cual nombran acertadamente, lo mismo que sus efectos y consecuencias, pero sin embargo no saben lo que es, ni siquiera de una manera aproximada.

He conocido a un caballero, de buena casa, nacido ciego, o que quedó sin vista de edad tan tierna que ignora qué cosa sea ver. Está tan poco noticioso de lo que le falta, que usa y emplea como nosotros las palabras que designan el fenómeno de la visión, y las aplica de un modo que por entero le pertenece. Presentándole un niño de quien era padrino, cogiole en sus brazos y exclamó: «¡Hermosa criatura! ¡da gusto verla! ¡qué ojos tan alegres!» Como cualquiera de nosotros, dirá: «Esta sala es agradable; hoy está sereno; hace un sol espléndido.» Más todavía: como sabe que nuestros ejercicios acostumbrados son la caza, el juego de pelota y el tiro al blanco, por haberlo oído decir, tomó cariño a tales distracciones y cree ejercer en ellas idéntica parte que los demás; anímase y complácese, sin que la vista a ello le ayude, con el grito de «Ahí va una liebre», cuando se encuentra en alguna gran explanada en que puede cazarse; luego se le dice que la liebre fue atrapada, y hétemelo tan orgulloso de su presa como oye decir que los demás están. Coge la pelota con la mano izquierda y la lanza con la pala con todas sus fuerzas; dispara el arcabuz y se da por satisfecho cuando los que le acompañan le dicen que apuntó alto, o que tocó cerca del blanco.

¿Quién sabe si el género humano comete una torpeza análoga a falta de algún sentido, y si merced a esta circunstancia lo principal del aspecto de las cosas permanece oculto para nosotros? ¿Quién sabe si las obscuridades que encontramos en muchas obras de la naturaleza provienen también de igual causa, y si muchos fenómenos que vemos en los animales, que superan nuestras facultades, proceden también de igual origen, y si algunos de entre ellos gozan vida más plena que la nuestra? Cuando cogemos una manzana nos servimos casi de todos nuestros sentidos; advertimos en ella el color rojo, la pulidez, el olor y la dulzura; a más de estas propiedades dicho fruto puede tener otras que nosotros no echamos de ver por carecer de sentidos que las adviertan. En las propiedades que llamamos ocultas en muchas cosas, como la del imán de atraer al acero, ¿no es verosímil que en la naturaleza haya facultades sensitivas propias para juzgarlas y advertirlas y que la carencia de las mismas nos acarree la ignorancia de la esencia verdadera de tales causas? Acaso es cierto sentido particular lo que descubre a los gallos la hora de la mañana y la de la media noche, y los mueve a cantar; lo que enseña a las gallinas antes de que nadie se lo diga a temer al gavilán, y no al pato ni al pavo, que son de mayor tamaño; lo que advierte a los pollos de la naturaleza hostil del gato contra ellos, y a no temer al perro; a prevenirse contra el maullido, que es en cierto modo cariñoso, y no contra los ladridos, que son rudos y pendencieros; a los abejorros, hormigas y ratones a escoger el mejor queso y las peras mejores antes de haberlos gustado, y lo que encamina al ciervo, al elefante y a la serpiente al conocimiento de cierta hierba propia para su curación. No hay sentido cuyo influjo no sea grande y que por su mediación no procure un número infinito de conocimientos. Si nos encontráramos privados de la inteligencia de los sonidos, de la armonía y de la voz, esta circunstancia procuraríamos una confusión inimaginable en todos nuestros otros conocimientos; pues además de la misión propia de cada órgano, ¿cuántos argumentos, consecuencias y conclusiones no deducimos para otras cosas por la comparación de unos sentidos con otros? Que un hombre inteligente imagine la naturaleza humana nacida sin el sentido de la vista, y calcule el desorden e ignorancia que acompañaría a tal ausencia, y cuantas tinieblas y ceguera en nuestra alma. Por donde puede verse de cuánta trascendencia sea para el conocimiento de la verdad; la privación de un sentido, o de dos, o de tres; dado que en nosotros exista. Hemos formado una verdad con el apoyo y concurso de los cinco que tenemos, pero acaso fuese necesario el acuerdo de ocho o diez, y su concurso, para advertirla de un modo cierto y en su esencia.

Las sectas que combaten la ciencia del hombre apóyanse principalmente en la debilidad e incertidumbre de nuestros sentidos. Como todo conocimiento llega a nosotros por su mediación, si no son exactos en las nociones que nos comunican, si corrompen o alteran lo que del exterior nos transmiten, si la luz que por conducto de ellos corre a nuestra alma se obscurece durante el pasaje, nuestro conocimiento no tiene fundamento alguno. De esta duda nacieron las siguientes ideas: «Que cada objeto encierra en sí mismo cuanto en él encontramos»; «que nada es real de lo que creemos ver en él», y la opinión de los epicúreos, según la cual «el sol no es más grande de lo que nuestra vista lo juzga:

Quidquid id est, nihilo fertur majore figura,

quam, nostris oculis quam cernimus, esse videtur:

que las apariencias que hacen ver un cuerpo grande a quien está cercano a el, y más pequeño a quien está lejos, son ambas verdaderas:

Nec tamen hic oculos falli concedimus hitum...

Proinde animi vitium hoc oculis adfingere noli[841]:

afirman otros de una manera absoluta que los sentidos nos transmiten fielmente los objetos; que precisa sujetarse a lo que nos manifiestan, y alejar razones distintas para explicar la diferencia y contradicción que en ellos encontramos, y, hasta inventar cualquier patraña cuando razones no encontramos; hasta, tal extremo llegaron algunos, antes que acusar a aquéllos.» Timágoras juraba que por oprimirse o estirarse los párpados nunca vio convertirse una luz en dos; y añadía que semejante apariencia radicaba en la errónea opinión no en el órgano visual. De todos los absurdos imaginables, el mayor para los epicúreos es el rechazar la fuerza y efecto de los sentidos:

Proinde, quod in quoque est his visum tempore, verum est.

Et, si non poterit ratio dissolvere causam,

cur ea, quae fuerint juxtim quadrata. procul sint

visa rotunda; tamens praestat rationis egentem

reddere mendose causas utriusque figurae,

quam manibus manifesta suis emittere quaequam,

et violare fidem primam, et convellere tota

fundamenta, quibus nixatur vita, salusque:

non modo enim ratio ruat omnis, vita quoque ipsa

concidat extemplo, nisi credere sensibus ausis

praecipitesque locos vitare, et cetera, quae sint,

in genere hoc fugienda![842]

Semejante recomendación, tan desesperada y poco filosófica, no declara cosa distinta, sino que la ciencia humana no puede sustentarse más que por medio de razones irrazonables, locas y descabelladas; pero que sin embargo es preferible que el hombre, para acreditar su autoridad, se sirva de ellas y de cualquiera otro remedio, por quimérico que sea, antes que reconocer su torpeza irremediable, verdad que tan poco le favorece. No puede rechazar que los sentidos no sean los soberanos dueños de la ciencia que posee; pero el hecho es que son inciertos, y propenden al error en cualquier circunstancia. Contra esta aseveración evidente se levanta en contradicción, y si las fuerzas legítimas le faltan, como sucede en realidad, va derecho, a la testarudez, a la temeridad y al cinismo para encontrar en ellos armas. Si lo que los epicúreos afirman fuese cierto, a saber, «que carecemos de todo conocimiento, si son falsas las representaciones de los sentidos»; y si fuera verdad lo que los estoicos afirman, «que las representaciones de los sentidos son tan falsas que no pueden dar lugar a ciencia alguna», podemos concluir, fundamentándonos en esas dos grandes escuelas dogmáticas, que la ciencia no existe.

En punto al error e incertidumbre de las operaciones de los sentidos pueden procurarse tantos ejemplos como les plazca: tan frecuentes son los errores a que nos conducen. Cuando el eco le repercute en un valle el sonido de una trompeta que suena una legua detrás de nosotros semeja precedernos:

Exstantesque procul medio de gurgite montes,

classibus inter quos liber patet exitus: iidem

apparent, et longe divolsi licet, ingens

insula, conjunctis tamen ex his una videtur...

Et fugere ad puppim colles campique videntur,

quos agimus praeter navim, velisque volamus...

Ubi in medio nobis equias acer obhaesit

flumine, equi corpus transversum ferre videtur

vis, et in adversum flumen contrudere raptim.[843]

Cuando con el dedo índice se toca un balín de arcabuz, estando el del corazón entrelazado por la parte superior de aquél, precisa hacerse violencia para reconocer que no hay más que uno; de tal modo los sentidos nos representan dos. Que éstos sean muchas veces dueños del raciocinio y le obliguen a recibir impresiones que conoce y juzga falsas, vese a cada momento. Dejando a un lado el del tacto, cuyas funciones son más cercanas, vivas y substanciales, el cual tantas veces da en tierra, por los efectos dolorosos que comunica a nuestro cuerpo, con las más estoicas resoluciones, y obliga a exhalar alaridos a quien implantó heroicamente en su alma; «que el cólico como cualesquiera otra enfermedad y dolor es cosa indiferente que carece de fuerzas para aminorar en nada la dicha soberana y la bienandanza en que el filósofo se coloca por virtud del vigor de su espíritu», no hay ánimo por flojo que sea, a quien el redoblar de los tambores y el sonido de las trompetas deje de alentar, ni tan duro que no se sienta despertado y acariciado por los dulces acordes de la música. Ninguna alma hay tan ruda que no se sienta movida a reverencia al considerar el vasto recinto de nuestras iglesias, rodeado de misterio; la diversidad de los ornamentos y el orden de las ceremonias; al oír la santa armonía de los órganos, y el timbre religioso y tranquilo de las voces del coro; hasta los que trasponen con indiferencia los umbrales de nuestros templos experimentan como un temblor en sus pechos, algún temor que los hace desconfiar de la eficacia de sus ideas. Por lo que a mí toca, en modo alguno me siento suficientemente fuerte para escuchar con frialdad los versos de Horacio o de Catulo cantados por una garganta armoniosa y una boca joven y linda; Zenón decía bien cuando sentaba que la voz constituye la esencia de la belleza. Han querido hacerme creer que un hombre a quien todos los franceses conocemos me obligó a aceptar como buenos, recitándomelos, unos versos que había compuesto; que no eran lo mismo en el papel que en el aire, y que mis ojos juzgaron de diverso modo que mis oídos; de tal suerte la pronunciación realza y avalora las obras que de ella dependen. Por lo cual Filoxeno no montó en cólera al oír entonar malamente una de sus composiciones, sino, que pateó e hizo añicos unos ladrillos que pertenecían al recitador, diciéndole: «Rompo lo que es tuyo, como tú corrompes lo que es mío.» ¿Por qué hasta los mismos que recibieron la muerte con ánimo varonil apartaron la faz para no ver el golpe que soportaban? Los que para el cuidado de su salud desean y solicitan que se les ampute o cauterice, ¿por qué son incapaces de resistir la vista de los aprestos, utensilios y la operación del cirujano, puesto que los ojos no tienen participación ninguna en el dolor? ¿No son estos ejemplos buena prueba del predominio que los sentidos ejercen sobre la razón? Inútil es que sepamos que esas trenzas recibiéronse prestadas de la cabeza de un paje o de un lacayo, que ese carmín vino de España, y esa blancura y pulidez del mar Océano; la vista nos fuerza a encontrar a la dama más linda y apetitosa contra todo viso de razón, pues todos esos atractivos son pegados:

Auferimur cultu; gemmis, aurorque teguntur

crimina: pars minima est ipsa puella sui.

Saepe, ubi sit quod ames, inter tam multa requiras:

decipit hac oculos aegide dives amor.[844]

¡Cuánto conceden al empuje de los sentidos los poetas que representan a Narciso perdido de amor por su sombra,

Cunetaque miratur, quibus est mirabillis ipse;

se cupit imprudens; et, qui probat, ipse probatur;

dumque petit, petitur; pariterque accendit, et ardet[845];

y el cerebro de Pigmalión, tan trastornado se vio por la impresión de la vista de su estatua de marfil que le inspiró deseos, suponiéndola animada por el soplo de la vida!

Oscula dat, reddique putat: sequiturque, tenetque,

et credit tacas digitos insidere membris;

et metuit, pressos veniat ne livor in artus.[846]

Colóquese a un filósofo en una jaula de alambres delgados, y puestos a distancia, suspendida en lo alto de las torres de Nuestra Señora de París: nuestro hombre verá evidentemente que la caída es imposible; mas sin embargo no podrá evitar (caso de no estar habituado al oficio de pizarrero) que la contemplación de altura tan extraordinaria no le espante y atemorice; de resistencia sobrada damos muestras con mantenernos seguros en las galerías de los campanarios, cuando éstos tienen aberturas y antepechos; personas hay que no resisten ni siquiera que les pase por la cabeza la idea de encontrarse a una altura tan considerable. Colóquese una viga entre dos torres del mismo templo[847] de un grosor y anchura suficientes a que podamos andar sobre ella; no hay prudencia filosófica, por firme que sea, que nos aliente a recorrerla como la recorreríamos si estuviera en el suelo. Con frecuencia he experimentado hallándome en las alturas de las montañas que están más allá de mi país (soy, sin embargo, de los que se espantan poco de tales cosas), que no podía resistir la vista de la profundidad infinita que divisaba sin horror y temblor de corvas y muslos, eso que no me aproximó demasiado, ni tampoco la caída hubiera sido posible a no haberme arrojado voluntariamente. He advertido también que cualquiera que sea la elevación del precipicio ante el cual estemos colocados, siempre y cuando que en la pendiente haya un árbol o una roca para detener algún tanto nuestra vista y compartir su atención, semejante circunstancia nos alivia, y tranquiliza, cual si fuera cosa de que en la caída pudiésemos recibir socorro; pero los abismos cortados, sin prominencias, ni siquiera podemos mirarlos sin que el vértigo nos gane instantáneamente, lo cual es una evidente impostura de la vista: ut despici sine vertigine simul oculorum animique non possit[848]. Por eso el gran Demócrito se saltó los ojos para descargar su alma de los desórdenes que con ellos recibía, y poder así filosofar con libertad mayor. Mas siguiendo iguales miras debió también ponerse estopa en los oídos, los cuales al decir de Teofrasto constituyen el instrumento más peligroso de que disponemos para recibir impresiones violentas, que nos trastornan y modifican; y debió privarse de todos los demás sentidos, o lo que es lo mismo, de su ser y de su vida, pues en todos ellos reside el poderío de avasallar nuestra razón y nuestra alma. Fit etiam saepe specie quadam, saepe vocum gravitate et cantibus, ut pellantur animi vehementius; saepe etiam cura et timore[849]. Aseguran los médicos que ciertos temperamentos se agitan hasta el furor oyendo determinados sonidos musicales. He visto alguien que no podía sentir que royeran un hueso bajo su mesa sin perder al punto la paciencia, y apenas hay hombre que no se estremezca ante el ruido áspero e intenso que produce la lima al aplicarla contra el hierro; al oír mascar de cerca; el escuchar a alguien que tenga en la garganta o en la nariz algún obstáculo, muchos se incomodan hasta la cólera o el odio. El flautista templador de Graco, que ablandaba, vigorizaba y acomodaba el diapasón requerido por la voz de su amo cuando éste arengaba en Roma, ¿qué servicio prestaba si el movimiento e índole del sonido no era capaz de conmover ni alterar el juicio de los oyentes? ¡En verdad hay razón para enorgullecerse de la seguridad de nuestros lindos órganos, que se modifican y cambian merced a un viento tan sutil y ligero!

Idéntica ilusión que los sentidos llevan al entendimiento recíbenla ellos a su vez; frecuentemente nuestra alma se desquita de igual modo. Diríase que los unos y la otra se engañan a competencia. Lo que vemos y oímos cuando estamos agitados por la cólera no lo vemos ni lo oímos tal y conforme es en realidad:

Et solem geminum, et duplices se ostendere Thebas[850]:

aquello que amamos nos parece más hermoso de lo que en el fondo es:

Multimodis igitur pravas turpesque videmus

esse in deliciis, summoque in honore vigere[851];

y más feo lo que nos disgusta; para un hombre desesperado y afligido la claridad del día es obscura y tenebrosa. Nuestros sentidos no sólo se ven trastornados, sino también entorpecidos por completo a causa de las pasiones del alma; ¿cuántas cosas ven nuestros ojos que nuestro espíritu no admite cuando otras cosas le preocupan?

In rebus quoque apertis nosecre possis,

si non advortas animum, proinde esse, quasi omni

Tempore semotae fuerint, longeque remotae[852]:

Diríase que el alma, recogida interiormente, encuéntrase preocupada por las representaciones de los sentidos. De todo esto podemos concluir que el hombre, así interior como exteriormente, hállase repleto de debilidad y mentira.

Los que compararon nuestra existencia a un sueño, quizás tuvieron más razón de lo que pensaron. Cuando soñamos, nuestra alma vive, obra y ejercita todas sus facultades, ni más ni menos que cuando velamos; y si bien lo hace de una manera más blanda y borrosa, no es hasta el extremo que la diferencia sea como la que va de la noche a una claridad viva, sino más bien como la que existe entre la noche y la sombra. Cuando soñamos, el alma duerme; cuando estamos despiertos, dormita; más o menos intensas, en las tinieblas se encuentra siempre, en las tinieblas cimerianas. Velamos dormidos, y velando dormimos. Yo no veo con tanta claridad en el sueño; mas por lo que toca al velar, jamás lo contemplo puro y sin nubes. El sueño en su profundidad adormece a veces los sueños mismos, pero nuestro velar no es nunca tan despierto que disipe y purgue los ensueños, que son los sueños de los que velan, o peor aún. Reconociendo nuestra razón y nuestra alma las quimeras e ideas que engendramos en el sueño, acertándolas lo mismo que los actos que realizamos cuando despiertos, ¿por qué no ponemos en duda si nuestro pensar y nuestro obrar son otro sueño, y nuestro velar alguna manera de dormir?

Si los sentidos son nuestros primeros jueces, no son sin embargo los que exclusivamente debemos llamar a consejo, pues en tal facultad los animales tienen tanto o más derecho que nosotros. Es evidente que algunos tienen el oído más agudo que el hombre, otros la vista, otros la sensibilidad, y otros el tacto o el gusto. Decía Demócrito que los dioses y las bestias estaban dotados de facultades sensitivas mucho más perfectas que el hombre. Ahora bien, entre los efectos de los sentidos de aquéllas y los nuestros la diferencia es extrema; nuestra saliva limpia y seca nuestras llagas, pero mata a la serpiente:

Tantaque in bis rebus distantia, differitasque est,

ut quod aliis cibus est, aliis fuat acre venenum,

saepe etenim serpens, hominis contacta saliva,

disperit, ac sese mandeado conficit ipsa[853]:

¿cuál será, pues, la cualidad que aplicaremos a la saliva? ¿según las propiedades que en nosotros produce, o conforme al resultado en la serpiente? ¿por cuál de los dos casos fijaremos la verdadera esencia que buscamos? Plinio afirma que en las Indias hay ciertas liebres marinas cuya carne es para el hombre venenosa, y el hombre es a su vez veneno para ellas, pues con el solo contacto las mata; ¿quién será en este caso el verdadero veneno, el hombre o el pez?, ¿a quién habremos de dar crédito de eficacia destructora, al pez, que es veneno para hombre, o al hombre, que es veneno para pez? Ciertos miasmas dañan al hombre que no perjudican al buey; otros dañan al buey y dejan libre al hombre; ¿cuál de los dos miasmas será de naturaleza pestilente? Los que padecen de ictericia ven todas las cosas amarillentas y más pálidas que los que no sufren esta enfermedad:

Lurida preaterea fiunt, queacumque tuentur

arquati.[854]

Los que tienen el mal que los médicos llaman hyposphagma, que consiste en el esparcimiento de la sangre bajo la piel, ven todas las cosas rojas y sangrientas. Estos humores que así cambian las propiedades de nuestra vista, ¿qué sabemos si predominan en los animales y les son normales? Porque, en efecto, vemos unos que tienen los ojos amarillos, como nuestros enfermos de ictericia; otros que los tienen encarnados y sangrientos. Es verosímil que para ambos el color de los objetos difiera de como nosotros los vemos; ¿cuál será, por tanto, el verdadero? Porque no está palmariamente demostrado que la esencia de las cosas se manifieste exclusivamente al hombre: la dureza blancura, profundidad, agrior y demás cualidades de las mismas tocan al servicio y conocimiento de los animales, de la propia suerte que a los nuestros; dioles la naturaleza la facultad de advertirlas como a nosotros. Cuando estiramos hacia bajo el párpado inferior, los objetos que se muestran a nuestra vista los vemos alargados y extendidos; algunos animales tienen los ojos así conformados. ¡Quién sabe si este alargamiento es la verdadera forma de los cuerpos no la ordinaria con que ante nuestra vista se muestran! Si levantamos el mismo párpado inferior, los objetos nos aparecen dobles:

Bina lucernarum flagrantia lumina flammis...

Et duplices hominum facies, et corpora bina.[855].

Si tenemos alguna dificultad en los oídos u obstruido el conducto de ellos, advertimos los sonidos de manera distinta a la ordinaria; por lo mismo los animales que tienen las orejas peludas, o cuyo conducto auditivo es muy pequeño, no oyen como nosotros y acogen el sonido de distinto modo. En las fiestas y en los teatros vemos que colocando ante la luz de las antorchas un cristal de un color cualquiera, todo cuanto recibe la luz del mismo nos aparece verde, amarillo o violeta:

Et volgo faciunt id lutea russaque vela,

Et ferrugina, quum, magnis intenta theatris

Per malos volgata trabesque, trementia pendent:

Namque ibi consessum caveai subter, et omnem

Scenai, speciem, patrum, matrumque, deorumque

Inficiunt, coguntque suo fluitare colore.[856]

Verosímil es que los ojos de los animales, que reconocemos ser de color diferente a los nuestros, les hagan ver los cuerpos del color que aquéllos.

Para darnos cuenta exacta de la operación que nuestros sentidos ejecutan sería pues menester primeramente que estuviéramos de acuerdo con los animales y luego con nosotros mismos lo cual está muy lejos de acontecer, pues debatimos constantemente lo que otro dice, ve o gusta; e igualmente que sobre todo lo demás, de la diversidad de imágenes que por medio de los sentidos formamos. Por virtud de la regla ordinaria de la naturaleza, oye y ve y gusta de distinto modo un niño que un hombre de treinta años; y éste diversamente que un sexagenario: son los sentidos más obscuros y opacos para los unos, y más abiertos y agudos para los otros. Recibimos las cosas distintas según nuestro estado y lo que las mismas se nos antojan; así que, siendo nuestra apreciación tan incierta y controvertible, no es raro que se nos diga que podemos reconocer que la nieve nos aparece blanca, pero que el sentar que por su esencia sea así en realidad sobrepasa nuestros alcances; de suerte que, permaneciendo sin dilucidar este principio, toda la frágil ciencia humana se la lleva el viento necesariamente. ¿En qué no dejan de contradecirse unos sentidos a otros? Una pintura parece de relieve a la vista, y al tacto sin ninguna prominencia; ¿podremos decir del almizcle que es agradable, o ingrato, puesto que satisface al olfato y disgusta al paladar? Existen hierbas y ungüentos adecuados para una parte del cuerpo que aplicados a otra la hieren; la miel es grata al paladar y desagradable a la vista: en esas sortijas que están escopleadas en forma de plumas, a que llaman Pennes sans fin, no hay ojo por avizor que sea que pueda discernir la anchura verdadera, ni que acierte a librarse de la ilusión que nos las muestra ensanchándose de un lado y adelgazándose y estrechándose del otro, hasta cuando se las hace dar vueltas alrededor del dedo. Sin embargo, al tacto se nos presentan iguales en anchura por todos lados. Las personas que por aumentar su deleite se servían en lo antiguo de espejos propios para abultar y agrandar el objeto que ante ellos presentaban, a fin de que los órganos de que se iban a servir las placieran mejor merced a ese abultamiento ocular, ¿a cuál de los dos sentidos complacían, a la vista, que les representaba los órganos gruesos y grandes cuanto querían, o al tacto, que se los mostraba pequeños o insignificantes? El pan que comemos, es simplemente, pan, pero nuestro organismo lo transforma en huesos, sangre, carne, pelos y uñas:

Ut cibus in membra atque artus quum diditur omnes,

disperit, atque aliam naturam sufficit ex se[857];

la substancia, que chupa la raíz de un árbol se cambia en tronco, hojas y fruto; y el aire, siendo idéntico, truécase por la aplicación a una trompeta, diverso en mil suertes de sonidos; así que yo me pregunto: ¿son nuestros sentidos los que modifican de igual modo las cualidades diversas de los objetos? ¿o son éstos los que así las tienen? Mayormente, puesto que los accidentes de las enfermedades, de las quimeras o del sueño, nos hacen ver las cosas diferentes de como se muestran a los sanos, a los cuerdos y a los que velan, ¿no es verosímil que nuestra postura y nuestro temperamento naturales tengan también el poder de desfigurar las cosas acomodándolas a su condición, de igual suerte que las naturalezas trastornadas? ¿Por qué no ha de comunicar la templanza a los objetos alguna forma peculiar suya y lo propio la cualidad contraria? El paladar del inapetente aumenta la insipidez del vino, el del sano el sabor, el del sediento la exquisitez. Por consiguiente, acomodando nuestro estado las cosas a sí mismo y transformándolas al mismo tenor, desconocernos cómo son en esencia, pues todo llega a nosotros alterado y falsificado por los sentidos. Donde el compás, la escuadra y la regla no son exactos, todas las proporciones que de ellos se deduzcan, todos los edificios que se erijan según la medida de los mismos, serán también necesariamente imperfectos y defectuosos. La incertidumbre de nuestros sentidos trueca en dudoso todo cuanto nos reflejan:

Denique ut in fabrica, si prava est regula prima,

normaque si fallax rectis regionibus exit,

et libella aliqua si ex parti claudicat hilum;

omnia mendose fieri, atque obstipa necessum est,

prava, cubentia, prona, supina, atque absona tecta:

jam ruere ut quaedam videantur velle, ruantque

prodita judiciis fallacibus omnia primis:

sic igitur ratio tibi rerum prava necesse est,

falsaque sit, falsis quaecumque ab sensibus orta est.[858]

Y esto demostrado, ¿quién será apto para aquilatar este error? De la propia suerte que al contravertir sobre cosas de religión hemos menester de un hombre que no esté ligado al uno ni al otro bando, que esté libre de toda afección e inclinación, lo cual no acontece entre los cristianos, lo mismo sucede aquí, pues si el juez es viejo, no puede hacerse cargo de la vejez, siendo él mismo parte interesada en el debate; si es joven, acontece de igual modo; y lo mismo si es sano o enfermo, si duerme o vela. Precisaríamos uno exento de todas esas condiciones, a fin de que libre de prejuicios, juzgara de las cosas como siéndole indiferentes. Un juez cuya existencia es imposible.

Para aquilatar las apariencias fenomenales de las cosas precisaríamos un instrumento que las midiera; para comprobar las operaciones de los instrumentos hemos menester una demostración, y para convencernos de si ésta es exacta tendríamos que echar mano de otro instrumento, con lo cual hétenos ya en el límite a que nuestras invenciones pueden llegar. Puesto que nuestros sentidos no son capaces de detener nuestra disputa, encontrándose como se encuentran llenos de incertidumbre, menester es que la detenga la razón; ninguna podrá sentarse sin el concurso de otra, y hétenos de nuevo metidos en un círculo vicioso, que llegaría al infinito. Nuestra fantasía no obra sobre las cosas que le son ajenas, sino que recibe el concurso de los sentidos; éstos tampoco alcanzan las cosas que les son extrañas, sino solamente sus pasiones peculiares; de modo que la fantasía es sólo apariencia sin ser objeto y sólo contiene la pasión de los sentidos; aquella facultad y los objetos son cosa distinta, por lo cual, quien se deja llevar por las apariencias, juzga en presencia de cosa distinta. Decir que le los sentidos llevan al alma las cualidades de los objetos extraños por semejanza, no es posible, porque ni el alma ni el entendimiento pueden certificarse de tal semejanza, careciendo como carecen de todo comercio con los objetos extraños. De igual modo que quien no conoce a Sócrates no puede decir al ver su retrato si se le asemeja. Así que, quien a pesar de todo quisiera juzgar por las apariencias, si quiere hacerse cargo de todas es imposible, pues se presentan en oposición las unas a las otras por sus contrariedades y discrepancias, como la experiencia nos lo acredita; ¿tendremos motivos para conjeturar que por virtud de algunas podremos colocar otras en su verdadero lugar? Para ello habría que comprobar la elección con otra elección; la segunda por la tercera, y así nunca acabaríamos. Finalmente, ninguna hay que sea constante en nuestro ser ni en los objetos; nosotros, nuestro juicio y todas las cosas mortales van rodando y corriendo sin cesar, de suerte que nada cierto puede sentarse de lo primero ni de las otras, estando el juez la cosa juzgada en continuos mutación y movimiento[859].

Comunicación con el ser no tenemos ninguna porque toda humana naturaleza está constantemente en el punto medio, entre el nacer y el morir; y no da de sí misma sino una apariencia obscura y sombría, y una idea débil e incierta; y si por acaso fijáis vuestro pensamiento en querer que conozca su ser, haréis lo propio que si pretendierais coger un puñado de agua: a medida que la mano vaya apretando y oprimiendo lo que por naturaleza se escapa por todas partes, más irá perdiendo lo que quiere retener y asir. Así que, en vista de que todas las cosas están sujetas a pasar de un estado a otro, la razón, que en ellas busca una esencia real, se ve chasqueada constantemente, no pudiendo alcanzar nada de subsistente, porque todo o comienza a recibir forma o principia a morir antes de que sea nacido. Platón decía que los cuerpos jamás tenían existencia, y sí nacimiento, considerando que Homero hizo al Océano padre de los dioses, y a Thetis la madre, por estar en fluxión, transformación y variación perpetuos. Esta idea fue común a todos los filósofos anteriores a aquél, a excepción de Parménides, que consideraba las cosas como privadas de movimiento a la fuerza del cual da suma importancia. Pitágoras sentaba que toda materia está sujeta a modificación y es caduca; los estoicos, que el tiempo presente no existe, y que lo que llamamos presente no es sino la juntura de venidero y lo pasado, Heráclito creía que nunca un hombre había entrado dos veces en el mismo río; Epicarmes, que quien pidió dinero prestado no lo debe ya después; y que quien la víspera fue invitado a almorzar al día siguiente ya no está convidado, en atención a que no son las mismas personas; cambiaron ya[860], «y que una substancia mortal no podía hallarse dos veces en estado idéntico, pues a causa de la rapidez y ligereza del cambio, ya se disipa, ya se une, viene o va; de manera que lo que comienza a nacer no alcanza nunca la perfección del ser, en atención a que ese mismo nacer nunca acaba y nunca se detiene como habiendo llegado al fin, sino que a partir de la semilla va constantemente cambiándose y mudándose de un estado a otro; como de la semilla humana se hace primero en el vientre de la madre un fruto informe, luego un niño ya formado, luego, fuera del seno, un niño que se cría mamando, después un muchacho, luego un joven, después un hombre cumplido, más tarde un viejo y al fin un anciano decrépito; de suerte que la edad y generación subsiguientes van constantemente deshaciendo y estropeando la que precedió:

Mutat enim mundi naturam totius aetas,

ex alioque alius status excipere omnia debet;

nec manet ulla sui similis res: omnia migrant,

Omnia communat natura, et vertere cogit.[861]

Neciamente tememos una sola espacie de muerte, puesto que hemos pasado y estamos pasando por tantas otras; pues, no solamente, como Heráclito decía, la muerte del fuego engendra el aire y la del aire engendra el agua, sino que con evidencia mayor podemos ver cosa idéntica en nosotros mismos; la flor de la edad muere y pasa cuando la vejez sobreviene, y la juventud acaba en lo mejor de la edad del hombre hecho; la infancia en la juventud, y la primera edad muere en la infancia, y el día de ayer en el de hoy y el de hoy morirá en el de mañana, y nada hay que permanezca ni que sea siempre uno. Que así acontezca, en efecto, pruébalo el que si nos mantuviéramos los mismos y unos no nos regocijaríamos ahora con una cosa y luego con otra. ¿De dónde proviene que estimemos cosas contrarias o las odiemos, que las alabemos o las censuremos? ¿Cómo sentimos afecciones diversas y jamás pensamos de igual modo? Porque no es verosímil que sin mudanza adoptemos pasiones diferentes; y aquello que experimenta cambio no permanece uno mismo, y no siendo un mismo cambia nuestra esencia pasando de un estado a otro. Por consiguiente nuestros sentidos se engañan y mienten, tomando aquello que les aparece por lo que es en realidad a falta de bien conocer lo que realmente es. Todo lo cual considerado, ¿qué podremos decir que sea la verdad? Aquello que es eterno, es decir, lo que jamás tuvo nacimiento ni tendrá tampoco fin; aquello a que el tiempo no procura mutación ninguna, pues es el tiempo cosa movible y que aparece como en sombra con la materia que se agita y flota constantemente, sin permanecer nunca estable ni permanente, aquello a que pertenecen estas palabras: antes y después, ha sido y será; las cuales desde luego muestran evidentemente que no es nada que exista, pues sería solemne torpeza y falsedad palmaria decir que subsiste lo que aun está por nacer o que ya dejó de subsistir. Y en cuanto a estas palabras: presente, instante, ahora, por las cuales parece que sostenemos y fundamentamos la inteligencia del tiempo, al descubrirlo la razón destrúyelo instantáneamente, pues lo disuelve al momento, y el futuro y el pasado, como queriéndolos ver necesariamente divididos en dos. Lo propio acontece a la naturaleza, que es medida como al tiempo que la mide, pues nada hay tampoco en ella que permanezca ni subsista, sino que todas las cosas o son nacidas o nacientes, o encuéntranse ya en el acabar. Por todo lo cual sería pecado decir de Dios, que es lo único que existe, que fue o que será862, pues estos términos son declinaciones, vicisitudes o transformaciones de aquello que no puede durar ni permanecer en su ser, por donde precisa concluir que Dios sólo existe, y no conforme a ninguna medida del tiempo, sino según una eternidad inmutable o inmóvil, no medida por tiempo ni sujeta a declinación alguna; ante el cual nada existe, ni existirá después, ni será más nuevo o más reciente; sino que es un Ser naturalmente existente que por un sólo ahora llena la eternidad, y nada hay, que sea verdaderamente más que él solo, sin que pueda decirse ha sido o será; que no tiene principio ni tendrá fin».

A esta tan religiosa conclusión de un hombre pagano quiero añadir solamente las palabras siguientes de otro de igual condición863, para cerrar este largo y engorroso discurso, que me procuraría materia sin culto: «Cosa abyecta y desdicha es el hombre, dice, si no eleva su espíritu por cima de la humanidad.» Concepto hermoso y deseo laudable, mas tan absurdo como lo uno y lo otro; pues pretender hacer el puñado más grande que el puño, la brazada mayor que los brazos, y esperar dar una zancada mayor de lo que permite la longitud de nuestras piernas es imposible y monstruoso; y lo mismo que el hombre se coloque por cima de sí mismo y de la humanidad, pues no puede ver más que con sus ojos ni coger más que con sus manos. Elevarase si milagrosamente Dios le tiende las suyas, renunciando y abandonando sus propios medios, dejándose alzar y realzar por los que son puramente celestes. Incumbe sólo a nuestra fe cristiana y no a nuestra resistencia estoica el aspirar a esa divina y milagrosa metamorfosis.

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