Capítulo XIII

Del juzgar de la muerte ajena

Cuando consideramos la firmeza que alguien mostró en la hora de su muerte, que es sin duda la más notable acción de la vida humana, preciso es tener en cuenta que difícilmente creemos encontrarnos en tan supremo momento. Pocas gentes mueren convencidas de que en verdad llegó su última hora, y no hay ocasión en que más nos engañe la halagadora esperanza, que no cesa de trompetear en nuestros oídos: «Otros estuvieron más enfermos sin que por ello muriesen; la cosa no es tan desesperada como parece, y mayores milagros hizo Dios.» Pasan por nuestra fantasía todas estas ideas, porque damos demasiada importancia a nuestra persona; diríase que la universalidad de las cosas creadas sufre en algún modo a causa de nuestra desaparición, y que se apiada de nuestro estado; porque nuestra vista trastornada se representa las imágenes de las cosas de un modo engañoso, creemos que éstas se van a medida que nosotros desaparecemos. Lo propio que acontece a los que viajan por mar, para quienes montañas, campiñas y ciudades, cielo y tierra marchan en sentido inverso a su camino:

Provehimur portu, terraeque urbesque recedunt.[864]

¿Quién vio nunca vejez que no alabara el tiempo pasado y no censurara el presente descargando sobre el mundo y las costumbres de los hombres las miserias de su tristeza?

Jamque caput quassans, grandis suspirat arator...

Et quum tempora temporibus praesentia confert

praeteritis, laudat fortunas saepe parentis,

et crepat antiquum genus ut pietate repletum.[865]

Todo lo arrastramos con nosotros, de donde resulta que consideramos nuestra muerte como un magno suceso que no se realiza sin aparato ni consultación solemne de los astros; tot circa unum caput tumultuantes deos866; y tanto más lo pensamos cuanto más importantes nos creemos y más aferrados estamos a la vida. ¿Cómo? ¿tanta ciencia, tan irreparable pérdida tendrá lugar sin que en ella intervenga para nada la diosa de los destinos? ¿Es posible que un alma tan singular, tan ejemplar y tan rara no cueste a la muerte más que otra vulgar e inútil? Esta vida que ampara tantas otras, de la cual tantas dependen, a que tantos honores rodean, que emplea tantas, gentes a su servicio, ¿desaparece ni más ni menos que si estuviese ligada a un simple nudo? Nadie piensa suficientemente no ser más que un solo hombre; de aquí aquellas palabras que dijo César a su piloto, más hinchadas que el mar que le amenazaba:

Italiam si, caelo auctore, recusas,

me, pete: sola tibi causa haec est justa timoris,

vectorem non nosse tuum; porrumpe procellas,

tutela secure mei[867];

y estas otras:

Credit jam digna pericula Caesar

fatis esse suis: Tantusque evertere, dixit,

me superis labor est, parva quem puppe sedentem

tan magno petiere mari?[868]

y la pública superstición de que el sol ostentó en su frente durante todo un año el duelo por su muerte:

Ille etiam exstineto miseratus Caesare Romam,

quum caput obscura nitidum ferrugine texit[869];

y mil semejantes por las cuales el mundo se deja en tan fácilmente, creyendo que nuestros intereses trastornan al cielo mismo y que su infinidad, se cura de nuestros actos, más insignificantes. Non tanta caelo societas nobiscum est, ut nostro fato mortalis sit ille quoque siderum fulgor[870].

No es razonable suponer resolución y firmeza en quien no cree encontrarse todavía en el momento del peligro, aunque realmente esté dentro de él; tampoco basta que un hombre muera con entereza si de antemano no se preparó para desplegarla, pues acontece a muchos que violentan su continente y sus palabras para en ello alcanzar la reputación que esperan gozar todavía en vida. Algunas he visto morir a quienes la casualidad procuró continente digno, no el designio preconcebido. Entre los antiguos mismos muchos hubo que se dieron la muerte, y en quienes habría lugar de examinar si ésta fue repentina o les llegó por sus pasos contados. Aquel cruel emperador romano[871] confesaba que quería hacérsela saborear a sus prisioneros y cuando alguno se suicidaba en la prisión: «Este se me escapó», decía. Quería prolongar la muerte y hacerla sentir por el tormento paulatinamente:

Vidimus et toto quamvis in corpore caeso

nil animae lethale datum, moremque nefandae

durum saevitiae, pereuntis parcere morti.[872]

No es cosa meritoria el determinar gozando de salud y calma cabales darse la muerte; es bien fácil fanfarronear antes del momento supremo, de tal modo que el hombre más afeminado del mundo, Heliogábalo, en medio de sus más cobardes placeres proyectó matarse sibaríticamente cuando las circunstancias a ello le obligaran; y con el fin de que su acabar no desmintiera su vida pasada, mandó construir una torre suntuosa, cuya base estaba cubierta de oro y pedrería, para precipitarse desde lo alto; ordenó también hacer cuerdas de oro seda carmesí con que estrangularse, y forjar una espada de oro para atravesarse con ella; y asimismo puso veneno en vasos de esmeralda y topacio para envenenarse, según el género de muerte que quisiera elegir:

Impiger... et fortis victute coacta.[873]

El afeminamiento de tales aprestos, hace fundadamente presumir que si se le hubiera puesto en el caso de llevar a la práctica cualquiera de esos medios sibaríticos, le hubiera acometido un síncope. Aun entre los que con mayor vigor se resolvieron a la ejecución, preciso es considerar si se valieron de un medio que no dejara tiempo para experimentar los efectos: pues al ver deslizarse la vida poco a poco, porque el dolor del cuerpo se unta con el sentimiento del alma, como hay lugar de volverse atrás no puede saberse si la firmeza y la obstinación se mantuvieron hasta los últimos momentos.

Lucio Domicio, que fue hecho prisionero en el Abruzo por Julio César, bebió una pócima para envenenarse, pero arrepintiose luego. Acontece a veces que un hombre resuelve morir, y no logrando asestarse con la fuerza suficiente el primer golpe, como el dolor detiene su brazo, hiérese dos o tres veces de nuevo, pero jamás consigue darse el golpe definitivo. Mientras se seguía el proceso de Plautio Silvano, Urgulania, su abuela, hizo llegar a sus manos un puñal, y no habiendo acertado con él a darse la muerte hízose cortar las venas por sus gentes. Albucilla, en tiempo de Tiberio, al pretender darse muerte hiriose con demasiada blandura, lo cual procuró a sus enemigos ocasión para aprisionarla y matarla como pretendían. Lo propio aconteció al capitán Demóstenes después de su derrota en Sicilia, y C. Fimbria, como se hiriera ineficazmente, rogó a su criado que acabara de rematarle. Ostorio, por el contrario, no pudiendo servirse de su brazo, tampoco quiso emplear el de su criado para otra cosa sino para que le mantuviera derecho y firme, y tomando carrera puso su garganta en el acero, y se la atravesó. En verdad es esta carne que debe tragar sin mascar quien no tenga el paladar de consistencia férrea. Sin embargo, el emperador Adriano ordenó a su médico que le marcara en una tetilla el lugar preciso en que había de herirse para que la persona que le matara supiera dónde había de señalar. Por eso cuando se preguntaba a César qué género de muerte prefería, contestaba que la menos premeditada y la más corta. Y si tal decía César no es cobardía el que yo lo crea. «Una muerte corta, decía Plinio, es el soberano bien de la vida humana.» No pueden reconocerla todos con vista serena. Tampoco puede considerarse con la resolución necesaria para sufrirla quien tiene miedo de hacerla frente y de mirarla con los ojos bien abiertos. Los que en los suplicios vemos correr a su fin y apresurar y empujar su ejecución, no lo hacen por valentía, sino porque quieren quitarse de encima la idea de su fin cercano. Lo que les atormenta no es la muerte; es el morir.

Emori nolo, sed me esse mortuum nihili aestimo.[874]

Grado de firmeza es éste que por experiencia sé que podrá alcanzar, como aquellos que se lanzan en los peligros, cual en el océano, con los ojos cerrados.

En la vida de Sócrates nada hay a mi ver más relevante ni preclaro que los treinta días enteros durante los cuales rumió la sentencia de su muerte, y el haberla digerido por espacio de tanto tiempo, estando seguro de su fin, sin conmoverse ni alterarse, realizando todas sus acciones y profiriendo todas sus palabras con tono de negligencia, más bien que con rigidez, por el peso que pudiera ocasionarle una meditación para todos cruel y aterradora.

Pomponio Ático, tan conocido por su correspondencia con Cicerón, hallándose enfermo, hizo llamar a Agripa, su yerno, y a dos o tres amigos más, y les dijo que como estuviera convencido de que nada ganaba queriendo curarse, y que cuanto hacía para prolongar su vida prolongaba también y aumentaba su dolor, había resuelto poner fin al uno y a la otra, rogándoles que aprobaran su deliberación, o cuando menos que no perdieran el tiempo oponiéndose a ella. Pero como determinara acabar dejándose morir de hambre, en vez de perecer, sanó súbita y casualmente: el remedio de que echara mano para destruirse procurole la salud. Felicitáronse por tan fausto desenlace los médicos y sus amigos, y festejaron acontecimiento tan dichoso, mas se engañaron de verdad, porque no les fue posible hacerle cambiar de decisión. Para mantenerse firme en ella alegaba Pomponio que un día u otro había de dar el mismo paso, y que puesto que ya estaba empezado quería evitarse el trabajo de comenzar nuevamente en otra ocasión. Este personaje vio de cerca la muerte, y no sólo no temió lanzarse en sus brazos, sino que se encarnizó por ganar su compañía. Como le placiera la causa que le movió a entrar en la liza, la bravura le impulsó a experimentar el fin lejos de tener miedo al morir, quiso tocarlo y saborearlo.

El ejemplo del filósofo Cleantes es muy parecido al de Pomponio. Sus encías se habían inflamado y podrido, y los médicos le aconsejaron una abstinencia completa. Dos días de ayuno le produjeron tan buen efecto que aquéllos dieron su curación por terminada, consintiéndole volver a su régimen ordinario. Cleantes se hizo el sordo, y como hubiera comenzado a gustar la dulzura del desfallecimiento en que yacía, no quiso retroceder, trasponiendo el camino a que tan adentro había llegado.

El joven romano Tulio Marcelino, queriendo anticipar la hora de su fin para libertarse de una enfermedad que le ocasionaba mayores sufrimientos de los que quería soportar, llamó a sus amigos con objeto de deliberar sobre su muerte, aun cuando los médicos le habían prometido un seguro restablecimiento, si bien no inmediato. Unos, dice Séneca, le daban el consejo que por flaqueza hubieran para sí practicado, y otros por servilismo, el que suponían que debía serle más grato. Pero tropezó con un estoico que le habló así: «No te inquietes, Marcelino, cual si de un asunto importante deliberaras; vivir no es cosa que valga la pena; viven tus criados, y los animales viven también; lo importante es permanecer en el mundo con dignidad, constancia y prudencia. Considera el tiempo que hace que vives haciendo lo mismo: comer, beber, dormir; beber, dormir y comer: ni un instante dejamos de rodar alrededor de este círculo. No sólo las desgracias y los males insoportables nos hacen desear la muerte, sino también la saciedad misma de vivir.» Marcelino no había menester de consejero. Necesitaba sólo quien le ayudara a realizar su propósito, y como sus criados temieran prestarle auxilio, el filósofo les dijo que los servidores son sospechosos solamente cuando hay duda de que la muerte del amo no fue voluntaria, y que no ayudarle sería lo mismo que matarle, porque, como dice Horacio,

Invitum qui servat, idem facit occidenti.[875]

Luego el estoico advirtió a Marcelino cuán procedente sería que, así como en las comidas se sirve el postre a los asistentes al final, así su vida acabada, debía distribuir alguna cosa entre los que le habían rodeado. Como Marcelino era hombre animoso y liberal, mandó repartir algunas cantidades entre sus servidores, y los consoló al mismo tiempo. Por lo demás no hubo necesidad de acero ni tampoco de derramar sangre; quiso salir de la vida, no huirla. No escapar a la muerte, sino experimentarla, y con el fin de procurarse medio de examinarla bien de cerca, permaneció tres días sin comer ni beber, y el cuarto ordenó que le dieran un baño de agua tibia. Luego fue poco a poco desfalleciendo, no sin sentir algún placer voluptuoso, según declaró.

Y en efecto, los que sufrieron esos desfallecimientos físicos que de la debilidad provienen, dicen que ningún dolor les ocasionan, sino más bien un placer, cual si se encaminaran al sueño y al reposo. Muertes son éstas estudiadas y digeridas.

Cual si sólo a Catón fuera dado mostrar en todo ejemplos de fortaleza quiso su bien que tuviera mala la mano con que se asestó la herida. Así pudo tener lugar para afrontar la muerte y atraparla por el pescuezo, reforzando su vigor ante el peligro en vez de debilitarlo. Si hubiera tenido yo que representarle en su actitud más soberbia, habría escogido el momento en que todo ensangrentado desgarraba sus entrañas, mejor que empuñando la espada, como lo hicieron los escultores de su tiempo, pues aquel segundo suicidio sobrepujó con mucho la furia del primero.

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