Capítulo XXXIII

La historia de Espurina

No juzga la filosofía haber empleado las armas de que dispone cuando conduce a la razón el soberano gobierno de nuestra alma y cuando alcanza la autoridad de sujetar nuestros apetitos, entre los cuales, los que creen que no los hay más violentos que aquellos que el amor engendra, tienen en su abono que son los que dependen a la vez del cuerpo y del espíritu, y que todo el hombre es por ellos poseído, de tal suerte que la salud misma depende del alivio, así es que a veces la medicina se ve obligada a prestarles sus buenos oficios. Pero en cambio podría también decirse que la unión de los cuerpos va acompañada de descanso y flojedad, pues estos deseos están sujetos a hartura y son susceptibles de remedios materiales.

Habiendo querido algunos libertar su alma de las alarmas continuas que su apetito les procuraba, se sirvieron de incisiones y cortaduras de las partes conmovidas y alteradas; otros abatieron por completo la fuerza y el ardor con la frecuente aplicación de cosas frías, como la nieve y el vinagre: los cilicios que nuestros abuelos usaban destinábanse a este uso. Eran un tejido de crines de caballo con el cual unos hacían camisas, y cintos otros, a fin de torturar sus riñones. Un príncipe me contaba no ha mucho que durante su juventud, en un día de fiesta solemne que se celebraba en la corte del rey Francisco I, donde todo el mundo iba vestido de punta en blanco, le entraron ganas de ponerse el cilicio que tenía en su casa y que su padre ya había usado, pero por mucha devoción que tuvo no le fue posible desplegar la paciencia de aguardar a la noche para despojarse de él, permaneciendo luego enfermo de resultas durante mucho tiempo. Decíame además dicho príncipe que no pensaba que hubiera calor juvenil tan fuerte que amortiguar no pudiera la práctica de esta receta. Quizás él no lo experimentaba de los más ardientes, pues la experiencia nos acredita que tal emoción se mantiene viva muchas veces bajo los tormentos más rudos y que más laceran la materia, y los cilicios no encaminan siempre, a la penitencia a los que los llevan.

Jenócrates procedió con más rigor que mi príncipe, pues sus discípulos, para poner a prueba su continencia, metieron en su cama a Laís, aquella hermosa y célebre cortesana, del todo desnuda, salvo de las armas de su belleza, filtros y encantos locos. Sintiendo Jenócrates que a pesar de sus razonamientos y de sus preceptos el cuerpo rebelde comenzaba a insubordinarse se abrasó los miembros que habían prestado oído a la rebelión. Las pasiones que tienen su asiento cabal en el alma, como la ambición, la avaricia y otras, atarean mucho más la razón, pues ésta no puede ser auxiliada sino por sus recursos propios, ni tampoco estos apetitos son capaces de saciedad; a veces se aumentan y aguzan al experimentarlos.

El solo ejemplo de Julio César puede bastar a mostrarnos la disparidad de esos anhelos, pues nunca se vio hombre más amante de los placeres del amor. El meticuloso cuidado que de su persona mostraba lo testimonia, hasta el extremo de servirse para él de los medios más lascivos que en su época se emplearan, como el hacerse arrancar el pelo de todo el cuerpo con pinzas y el adobarse con perfumes de una delicadeza extrema. Era de suyo hombre hermoso; blanco, de elevada y grata estatura, lleno el semblante y los ojos obscuros y vivos, si otorgamos crédito a Suetonio, pues las estatuas que de él se ven en Roma no concuerdan del todo con ese retrato. A más de sus mujeres, que cambió cuatro veces, y sin contar los amores de su infancia con Nicomedes, rey de Bitinia, disfrutó la doncellez de aquella tan renombrada reina de Egipto, Cleopatra, como lo testifica el pequeño Cesarión fruto de estos amores: enamoró también a Eunoe, reina de Mauritania, y en Roma a Postumia, mujer de Servio Sulpicio; a Lollia, de Gabino; a Tertulla, de Craso, y también a Mutia, esposa del gran Pompeyo, lo cual, según los historiadores romanos, fue la causa de que él la repudiara, cosa que Plutarco confiesa haber ignorado; y los dos Curianos, el padre y el hijo, echaron en cara luego a Pompeyo, cuando se casó con la hija de César, el hacerse yerno de un hombre que lo había hecho cornudo, y a quien él mismo acostumbraba a llamar Egisto. Además mantuvo relaciones con Servilia, hermana de Catón y madre de Marco Bruto, de donde todos infieren aquella gran afección que profesaba a Bruto por haber nacido en el tiempo y sazón en que verosímilmente pudo haberle engendrado. Paréceme, pues, que la razón me asiste al considerarle como hombre extremadamente lanzado en el desenfreno y de complexión amorosísima[1022]; pero la otra pasión de la ambición, en él no menos abrasadora, llegó a combatir la del amor, haciéndola perder lugar repentinamente.

Esta particularidad me recuerda a Mahomet, el que subyugó a Constantinopla, acarreando la final exterminación del nombre griego; ningún caso conozco en que esas dos pasiones se encontraran con equidad mayor equilibradas. Fue an infatigable rufián como soldado incansable; mas cuando en su vida se empujan y concurren una y otra cualidad, el ardor guerrero avasalla siempre al amoroso, y éste, bien que fuera de su natural sazón, no ganó de nuevo plenamente la autoridad suprema sino cuando el soberano tocó a la vejez caduca, incapacitado ya de soportar el peso de las guerras.

Lo que se cuenta como un ejemplo contrario de Ladislao, rey de Nápoles, es digno de memoria. Siendo buen capitán, valeroso y ambicioso, era el fin de sus empresas la ejecución de sus deseos voluptuosos y el goce de alguna singular belleza. Su muerte aconteció del propio modo. Había reducido, cercándola, la villa de Florencia a estrechez tanta, que sus habitantes iban ya a procurarle una lucida victoria; pero abandonó el resultado de sus hazañas con la sola condición de que le entregaran a una joven de la ciudad, de la cual había oído hablar por su belleza peregrina, siendo forzoso concedérsela, para libertarse de la pública miseria con una privada injuria. Era la joven hija de un médico famoso en aquel tiempo, el cual, viéndose comprometido en una necesidad tan repugnante, se resolvió a ejecutar una empresa memorable. Adornaba como todos a su hija, colocándole joyas y ornatos que pudieran hacerla grata al nuevo amante, y entre otras cosas puso en su ajuar un pañuelo, exquisito en aroma y labor, del cual la doncella había de servirse en las primeras aproximaciones del sitiador: nunca olvidan las damas ese utensilio en circunstancias semejantes. Este pañuelo estaba envenenado conforme a las prescripciones del arte médico, de tal suerte que al frotarlo con las carnes emocionadas y los abiertos poros les comunicó su tóxico, cambiando repentinamente el sudor ardoroso en sudor helado, y haciendo expirar juntos a la doncella en los brazos del amador.

Y vuelvo a Julio César. Nunca sus placeres le quitaron un solo minuto ni le desviaron un paso de las ocasiones que para su engrandecimiento se le presentaban: esta pasión avasalló en él tan soberanamente todas las demás y poseyó su alma con autoridad tan plena, que le llevó donde quiso. En verdad me desespero al considerar la grandeza de un tal personaje y los maravillosos dones que en él residían: tanta capacidad en toda suerte de saber, que apenas hay ciencia sobre la cual no haya escrito: era tan orador que muchos prefirieron su elocuencia a la de Cicerón; y aun él mismo, a mi ver, no juzgaba deberle gran cosa en este respecto. Sus dos Anticatones fueron principalmente compuestos para contrapesar el bien decir que aquél empleara en su Catón. Por otra parte, ¿hubo nunca un alma tan vigilante, tan activa ni tan paciente en la labor como la suya? Y evidentemente estaba además embellecida con algunas semillas de virtud, de las vivas y naturales, en modo alguno simuladas: era singularmente sobrio y tan poco delicado en su comer que, un día (así lo refiere Opio) habiéndole presentado en la mesa para condimento de alguna salsa aceite medicinado en lugar de aceite común, comió de ella abundantemente sólo por complacer a su huésped. En otra ocasión mandó que azotaran a su panadero por haberle servido pan diferente del ordinario. Catón mismo acostumbraba a decir de él que era el primer hombre sobrio que se hubiese encaminado a la ruina de su país; y bien que el mismo Catón le llamara una vez borracho, la cosa aconteció de este modo: hallándose ambos en el Senado, donde se hablaba de la conjuración de Catilina, en la cual suponían a César metido, entregáronle una carta a escondidas; suponiendo Catón que el papel era un aviso de los conjurados, le obligó a que se lo mostrara, lo cual hizo César para evitar una mayor sospecha. Quiso el acaso que fuera una carta amorosa que, Servilia, hermana de Catón, le escribía, y habiéndola leído se la tiró diciéndole: «¡Toma, borracho!» Este apelativo fue mejor una palabra de menosprecio sugerida por la cólera, que la censura de ese vicio, de la propia suerte que a veces injuriamos a los que nos contrarían con las primeras expresiones que se nos ocurren, aunque en modo alguno las merezcan aquellos a quienes se las aplicamos; además el vicio que Catón le echaba en cara se avecina maravillosamente con el en que a César sorprendiera, pues Venus y Baco concuerdan de todo en todo, a lo que el proverbio asegura. Venus en mí es mucho más regocijada cuando la sobriedad la acompaña.

Los ejemplos de su dulzura y su elocuencia para con los que le ofendieron son infinitos (no hablo de los que mostró cuando la guerra civil se desarrollaba, de los cuales, él mismo lo sienta en sus escritos, se sirvió para halagar a sus enemigos y para hacerlos sentir menos su futura dominación y su victoria). Mas precisa decir, sin embargo, que si esa clemencia no basta para darnos testimonio de su bondad ingenua, nos hacen patente al menos una maravillosa confianza y una grandeza de ánimo relevante en este personaje. Sucediole a veces devolver ejércitos enteros a su enemigo después de haberlos derrotado, sin dignarse siquiera obligarlos por juramento si no a favorecer al menos a contenerse, sin que le hicieran la guerra. En tres o cuatro ocasiones hizo prisioneros a ciertos capitanes de Pompeyo, y otras tantas los puso en libertad. Consideraba éste como enemigos a cuantos en la guerra dejaban de seguirle; César hizo proclamar que por amigos tenía a los que no se movían ni se armaban contra él. A aquellos de entre sus capitanes que le abandonaban para militar en otras filas, no por eso dejaba de entregarles armas, caballos y bagajes. A las ciudades que por la fuerza se le rindieron, otorgábales la libertad de seguir el partido que querían, sin dejarles más guarnición que la memoria de su dulzura y su clemencia. El día de la gran batalla de Farsalia, prohibió que se pusiera mano sobre los romanos, como no fuera en un caso extremo. A mi entender, son todos éstos rasgos bien peligrosos, y no es maravilla si en las guerras civiles que soportamos los que combaten, como él, contra el estado antiguo de su país dejen de imitar su ejemplo; son los de César medios extraordinarios, pertinentes sólo a su fortuna, y a su admirable previsión incumbe sólo dichosamente conducirlos. Cuando considero de su alma la grandeza incomparable, excuso a la victoria el que jamás le abandonara, ni siquiera en esta última injustísima y muy inicua causa.

Volviendo a su clemencia, diré que nos quedan de ella muchos ejemplos ingenuos de la época de su dominación, cuando de su mano dependían todas las cosas y no tenía para qué simularla. Cayo Memmio había compuesto contra él vigorosísimas oraciones, a las cuales César había duramente contestado, y no por ello dejó de contribuir a hacerle cónsul. Cayo Calvo, que le había lanzado algunos epigramas injuriosos, como intentara servirse de sus amigos para reconciliarse, César tomó la iniciativa y fue el primero en escribirle; y como nuestro buen Catulo que tan duramente le zurrara disfrazándole con el nombre de Mamurra, se le excusara un día de su proceder, le sentó al instante a su mesa. Como fuera advertido de que algunos hablaban mal de su persona, limitose a declarar, en una arenga pública, que de ello estaba advertido. Mayor odio que temor le inspiraban sus enemigos: habiendo sido descubiertas algunas cábalas y conjuraciones contra su vida, contentose con hacer público por edicto que le eran conocidas, sin intentar ningún género de persecución contra los conspiradores. Por lo que toca al amor que a sus amigos profesaba, bastará decir que viajando con él un día Cavo Opio y sintiéndose de pronto enfermo, le cedió el único alojamiento de que disponía, permaneciendo acostado toda la noche al raso. Manifiéstanse sus principios de justicia considerando que hizo morir a un servidor a quien profesaba singular cariño, por haber dormido con la mujer de un caballero romano, aun cuando nadie del hecho se hubiera percatado. Ningún hombre mostró tanta moderación en la victoria, ni fortaleza mayor en la fortuna adversa.

Per todas estas hermosas inclinaciones fueron ahogadas y adulteradas por esa furiosa pasión ambiciosa, merced a la cual se dejó arrastrar con impetuosidad tanta, que puede asegurarse que ella sola llevaba el limón y las riendas de sus acciones todas: convirtió a un hombre liberal en ladrón público, para proveer a sus profusiones y larguezas, haciéndole proferir aquellas palabras, feas e injustísimas, de que si los más perversos y perdidos de entre todos los hombres que en el mundo fueran hubiesen sido fieles al servicio de su engrandecimiento, los estimaría, contribuyendo con su poder a su medro, lo mismo que si de hombres de bien se tratara: procurole la ambición una vanidad tan sin límites, que en presencia de sus conciudadanos se alababa de «haber trocado la gran república romana en nombre sin forma ni cuerpo»; hízole decir además «que en lo sucesivo sus respuestas debían servir de leyes»; recibir sin moverse de su sitial a lo mejor del Senado, que había ido a verle, y soportar, en fin, que la adoraran consintiendo que en su presencia le tributasen honores divinos. En suma, ese solo vicio, a mi entender, perdió en él al más hermoso y rico natural que jamás se viera, convirtiendo en abominable su memoria para todas las gentes de bien, por haber querido sacar el lauro de la ruina de su país y de la destrucción del más poderoso y floreciente Estado que el mundo jamás haya visto. Podrían, por el contrario, encontrarse algunos ejemplos de personales relevantes a quienes la voluptuosidad hizo olvidar el manejo de sus negocios, como Marco Antonio y algunos más, pero tratándose de hombres en quienes el amor y la ambición permanecieran tan en el fiel de la balanza, en que ambas pasiones se entrechocaran con fuerza tan igual, no duda que César ganara el premio de la maestría.

Y volviendo a mi camino, diré que es meritorio el que podamos sujetar nuestros apetitos, ayudados por el discurso de la razón, o forzar nuestros órganos por la violencia a que se mantengan en su deber estricto; mas el azotarnos a causa del interés del vecino; el procurar no solamente libertarnos de esa dulce pasión que nos cosquillea por el placer que sentimos al experimentar que a los demás somos gratos, de los demás queridos y buscados, y hasta el odiar y malhumorarnos por nuestras gracias que de ello son la causa, condenando nuestra belleza porque sobre otro ejerce influjo, apenas he visto ningún ejemplo. Uno es el de Espurina, mancebo de la Toscana,

Qualis gemma micat, fulvum quae dividit aurum,

aut collo decus, aut capiti; vel quale per artem.

Inclusum buxo, aut Oricia terebintho

lucet ebur[1023],

el cual, hallándose dotado de singular hermosura, tan excesiva que ni aun los más serenos ojos podían resistir la mirada de los suyos, no solamente dejó de contentarse con no acudir al socorro de fiebre y fuego tan intensos que atizando iba por todas partes, sino que entró en furioso despecho contra sí mismo y contra aquellos ricos presentes que la naturaleza le había hecho, cual si de la ajena culpa fueran responsables, y cortó y desfiguró a fuerza de heridas y cicatrices la perfecta proporción y simetría que la naturaleza había tan raramente observado en su semblante.

Para anotar mi sentir sobre estas acciones, diré que las admiro más que las honro: esos excesos enemigos son de mis preceptos. El designio de Espurina fue hermoso y por la conciencia dictado, mas a mi ver un poco falto de prudencia. ¿Qué pensar si su fealdad sirvió luego a lanzar a otros al pecado de menosprecio y de odio, o al de la envidia, merced a una rara recomendación, o al de la calumnia, creyendo que ese humor obedeció a una ambición avasalladora? ¿hay alguna cosa, de la cual el vicio no alcance, si así lo quiere, ocasión para ejercerse en algún modo? Fuera más justo, y también más gloriosa, el haber hecho de aquellos divinos dones un motivo de virtud ordenada y ejemplar.

Los que se apartan de los comunes deberes y del infinito número de reglas espinosas, circundadas de interpretaciones tantas, como ligan a un hombre de cabal hombría de bien en la vida civil, hacen a mi ver un bonito ahorro, sea cual fuere la rudeza peculiar que desplieguen: es esto en algún modo morir por escapar al trabajo de bien vivir. Pueden los tales tener otro premio, mas el de la lucha nunca pensé que lo gozaran; ni tampoco creo que en punto a contrariedad haya nada por cima del mantenerse firme en medio del oleaje tumultuoso del mundo, ejerciendo lealmente y satisfaciendo a todos los deberes de su cargo. Acaso sea más fácil privarse radicalmente de todo sexo que mantenerse dentro del estricto deber en compañía de una esposa; y más descuidadamente puede vivirse en medio de la pobreza que sumergido en la abundancia justamente dispensada: el uso lleva, según razón, a mayor rudeza que la abstinencia; la moderación es virtud más atareada que la privación. En el bien vivir de Escipión, el joven, hállanse mil maneras distintas; el buen vivir de Diógenes no comprende más que una: éste excede tanto en simplicidad las vidas ordinarias, como las exquisitas y cumplidas le sobrepujan en utilidad y en fuerza.

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