Capítulo XXXIV

Observaciones sobre los medios de hacer la guerra de Julio César

Cuéntase que algunos guerreros tuvieron determinados libros en particular predicamento: Alejandro Magno, Homero; Escipión Africano, Jenofonte; Marco Bruto, Polibio, y Carlos V Felipe de Comines; de la época actual se dice que Maquiavelo goza todavía de autoridad en algunos lugares; pero el difunto mariscal de Strozzi, que eligió a César como consejero, mostró mucho mejor acierto, pues a la verdad éste debería ser el breviario de todo militar, como patrón único y soberano en el arte de la guerra. Y Dios sabe, además, con cuántas gracias y bellezas rellenó un asunto de suyo tan rico, y la manera de decir tan pura, tan delicada y tan perfecta, que para mi gusto no hay escritos en el mundo que con los suyos puedan compararse en este respecto.

Como en cierta ocasión su ejército anduviera algo amedrentado porque entre los soldados corría el rumor de las grandes fuerzas que llevaba contra él el rey Juba en lugar de echar por tierra tal idea aminorando los recursos del adversario, hizo que todos se congregasen para tranquilizarlos e infundirles ánimo, siguiendo la senda contraria a lo que nosotros acostumbramos. Díjoles que no se apenaran por conocer las fuerzas que el enemigo formaban, y que de ellas tenía ciertos indicios, tomando de ello pie para abultar con mucho la verdad y la fama que corrían entre sus soldados, según aconseja Cipo en Jenofonte, en atención a que el engaño no es tan perjudicial al encontrar efectivamente los adversarios más débiles de lo que se había esperado, que al reconocerlos en realidad muy resistentes después de haberlos prejuzgado débiles.

Acostumbraba sobre todo a sus soldados a obedecer sencillamente, sin que se mezclaran a fiscalizar o a hablar de los designios que a los jefes animaban; éstos recibían las órdenes sólo en el punto y hora de la ejecución, y experimentaba placer, cuando habían descubierto alguna cosa, cambiando al instante de mira para engañarlos. A veces, para este efecto, habiendo determinado detenerse en algún lugar, pasaba adelante y dilataba la jornada, principalmente si el tiempo era malo o lluvioso.

En los comienzos de la guerra de las Galias enviáronle los suizos un aviso para facilitarle pasaje al través de la tierra romana, aun cuando realmente hubieran deliberado oponerle resistencia. César, sin embargo, mostró buen semblante ante la nueva, escogiendo algunos días de plazo para comunicar su respuesta, empleándolos en organizar su ejército. No sabían aquellas pobres gentes lo bien que aprovechaba el tiempo, pues muchas veces repitió que la más soberana prenda que a un capitán puede adornar es la ciencia de servirse de las ocasiones con la mayor diligencia, la cual es en sus empresas todas increíble y sorprendente.

Si en lo de ganar ventaja previa sobre su enemigo no era muy meticuloso, so color de tener pactado un acuerdo, éralo tan poco en lo de no exigir de sus soldados virtud distinta a la del valor; y apenas castigaba otras culpas que la desobediencia y la indisciplina. A veces, después de sus victorias, consentíales una libertad licenciosa, dispensándolos durante algún tiempo de las reglas de la disciplina militar. Hay que añadir que sus soldalos eran tan irreprochables, que estando algunos acicalados y perfumados no por ello dejaban de lanzarse al combate furiosamente. Gustaba en verdad de verlos ricamente ataviados, haciendo que llevaran arneses cincelados, dorados y plateados, a fin de que el cuidado de la conservación de sus armas los hiciera más terribles en la defensa. Al arengarlos los llamaba compañeros, como nosotros actualmente: Augusto, su sucesor modificó esta costumbre considerando que César la adoptó por las exigencias de sus empresas y para agradar a los que sólo por voluntad propia lo seguían:

Rheni mihi Caesar in undis

dux erat: hic socius; facinus quos inquinat, aequat[1024];

creyó aquel que semejante nombramiento rebajaba demasiado la dignidad de un emperador y general de ejército, y los llamó simplemente soldados.

Con tan grande cortesía mezclaba César, sin embargo, una severidad no menor en las represiones; habiéndosele insubordinado la novena legión cerca de Plasencia, la deshizo ignominiosamente, aun cuando Pompeyo se mantuviera contra él en pie do guerra, y no la otorgó su gracia sino después de algunas súplicas. Apaciguaba a sus gentes más bien con la autoridad y con la audacia que echando mano de la dulzura.

En el lugar en que habla del paso del Rin, para dirigirse a Alemania, dice que consideraba indigno del honor del pueblo romano que el ejército atravesara el río en un barco, o hizo construir un puente a fin de cruzarlo a pie enjuto. Allí edificó uno admirable, del cual explica detalladamente la fábrica, pues de entre todos sus hechos en ningún punto se detiene de mejor gana que en el representarnos la sutileza de sus invenciones en tal suerte de obras de ingeniería.

He advertido también que concede grande importancia a las exhortaciones que dirige a sus soldados antes del combate, pues cuando quiere mostrar que fue sorprendido o se vio en grave aprieto, alega que ni siquiera tuvo lugar suficiente para arengar a su ejército. Antes de aquella renombrada batalla contra los de Tournay, «César, dice, luego que hubo bien dispuesto todo lo demás, corrió inmediatamente donde la fortuna le llevó para exhortar a sus gentes, y como tropezara con las tropas de la décima legión no tuvo espacio para decirlas sino que recordaran su virtud acostumbrada, que no se atemorizaran e hicieran frente vigorosamente al empuje de sus adversarios; y como el enemigo estaba ya cercano, hizo signo de que la batalla comenzara. De allí pasó al instante a otros lugares para infundir alientos a otras tropas, teniendo ocasión de ver que ya habían venido a las manos.» Así se expresa en el pasaje relativo a esa batalla. A la verdad su lengua le prestó en muchas ocasiones servicios relevantes. En su tiempo mismo su elocuencia militar gozaba de tan gran predicamento que muchos hombres de su ejército recogían de sus labios sus arengas, y por este medio llegaron a reunirse volúmenes que duraron largo tiempo después de su muerte. En su hablar había características delicadezas, de tal suerte que sus familiares, Augusto entre otros, oyendo recitar las oraciones recogidas de sus labios, echaban de ver hasta en las frases y palabras lo que su mente no había producido.

La primera vez no salió de Roma para ejercer un cargo público tocó en ocho días las aguas del Ródano, llevando en el vehículo, junto a él, uno o dos secretarios que escribían sin cesar; detrás iba el portador de su espada. Y en verdad puede decirse que aun cuando no hiciera sino recorrer sus itinerarios, apenas puede concebirse la prontitud con la cual, siempre victorioso, abandonando la Galia y siguiendo a Pompeyo a Brindis, subyugó la Italia en diez y ocho días; de Brindis volvió a Roma; de Roma al centro de España, donde venció dificultades peliagudas en la guerra contra Afranio y Petreyo como asimismo en el dilatado cerco de Marsella. Dirigiose de esta ciudad a Macedonia; derrotó al ejército romano en Farsalia; pasó de este punto, persiguiendo a Pompeyo, a Egipto, subyugándole; de Egipto se encaminó a Siria y a las regiones del Ponto, donde combatió a Farnaces, luego al África, deshaciendo a Escipión y a Juba; y retrocediendo nuevamente por Italia a España, derrotó allí a los hijos de Pompeyo:

Ocyor et caeli flammis, et tigride foeta.[1025]

Ac veluti montis saxum de vertice praeceps

quum ruit avulsum vento, seu turbidus imber

proluit, aut annis solvit sublapsa vetustas,

fertur in abruptum magno mons improbus actu,

exsultalque solo, silvas, armenta,virosque

involvens secum.[1026]

Hablando del sitio de Avarico cuenta que era su costumbre mantenerse noche y día junto a los obreros, a quienes había encomendado algún trabajo. En todas las empresas de consecuencia él era quien primero las preparaba; nunca pasó su ejército por lugar que no hubiera previamente reconocido, y cuando concibió la empresa de pasar a Inglaterra fue el primero en practicar el sondeo, si otorgamos crédito a Suetonio.

Acostumbraba decir que prefería mejor las victorias que se gobernaban por persuasión a las que la fuerza sola contribuía; y en la guerra contra Petreyo y Afranio, como la fortuna le mostrara una evidente ocasión ventajosa, la rechazó, dice, por aguardar con un poco más de tiempo y menos riesgo el acabar con sus enemigos. En esta lucha tuvo un maravilloso rasgo al ordenar a todo su ejército que pasara el río a nado, sin que hubiese necesidad de ello:

Rapuitque ruens in proelia miles,

quod fugiens timuisset, iter: mox uda receptis

membra fovent armis, gelidosque a gurgite, cursu

restituunt artus.[1027]

Júzgole en sus empresas un poco más moderado y juicioso que a Alejandro, el cual parece buscar y lanzarse a los peligros a viva fuerza como impetuoso torrente que choca y se precipita sin discreción ni tino contra todo cuanto a su paso encuentra;

Sic tauriformis volvitur Aufidus,

qui regna Dauni perfluit Appuli,

dum saevit, horrendamque cultis

diluviem meditatur agris[1028];

verdad es que éste luchaba en la flor y calor primeros de su edad; mientras que César empuñó las armas ya maduro y adelantado en años. Además, Alejandro era de un temperamento más sanguíneo, colérico y ardiente, y enardecía su naturaleza, con el vino, del cual César siempre se mostró abstinentísimo.

Mas allí donde, las ocasiones se presentaban, cuando las circunstancias lo requerían, nunca hubo hombre que expusiera su vida de mejor grado. Paréceme leer en algunas de sus expediciones cierta resolución de buscar la muerte a fin de huir la deshonra de ser vencido. En aquella gran batalla que libró contra los de Tournay, corrió para salir al encuentro de sus enemigos, sin escudo, tal y como se encontraba, al ver que la cabeza de su ejército se descomponía, lo cual le aconteció algunas otras veces. Oyendo decir que sus gentes se encontraban sitiadas, pasó disfrazado al través de las tropas enemigas para fortificar a los suyos con su presencia. Como atravesara Durazzo con muy escasas fuerzas, y viera que el resto de su ejército, cuya conducción había encomendado a Antonio, tardara en seguirle decidió él solo pasar de nuevo la mar durante una fuerte tormenta, y desapareció para volver a encargarse del resto de sus fuerzas, porque de los puertos más lejanos y de todo el mar se había Pompeyo enseñoreado. En punto a sus expediciones ejecutadas a mano armada, algunas hay cuyo riesgo sobrepuja todo discurso de razón militar, pues con debilísimos medios acertó a subyugar el Egipto, yendo luego a atacar las fuerzas de Escipión y Juba, diez veces mayores que las suyas propias. Tuvieron los hombres como él no sé que sobrehumana confianza en su fortuna, y César decía que era preciso ejecutar, y, no deliberar, las empresas elevadas. Después de la batalla de Farsalia, como hubiese enviado sus tropas al Asia precediéndole, pasando con un solo navío el estrecho del Helesponto, encontró en el mar a Lucio Casio con diez grandes buques de guerra, y tuvo valor no solamente para esperarle, sino para ir derecho a él, invitándole a rendirse y realizando su voluntad.

Cuando inició el famoso cerco de Alesia, contaba la plaza ochenta mil defensores; la Galia toda se alzó en su perseguimiento para hacerle levantar el sitio, formando un ejército de ciento nueve mil caballos y doscientos cuarenta mil infantes; ¿qué arrojo y qué loca confianza no precisaban para mantenerse firme en su propósito, resolviéndose a afrontar reunidas dos tan grandes dificultades? A las que sin embargo hizo frente; y después de ganar aquella gran batalla contra los de fuera, dispuso como quiso de los que tenía encerrados. Otro tanto aconteció a Luculo en el sitio de Tigranocerta peleando contra el rey Tigranes, mas en condiciones desemejantes, a causa de la blandura de los enemigos con quienes se las hubo.

Quiero notar aquí dos acontecimientos peregrinos y extraordinarios relativos al cerco de Alesia: uno es que, habiéndose reunido los galos para dirigirse allí al encuentro de César, luego que hubieron contado todas sus fuerzas resolvieron separar una buena parte de tan gran multitud, temiendo que esta los lanzara en confusión. Nuevo es este ejemplo de inspirar temor el ser muchos, pero si bien se mira no es inverosímil que el cuerpo de un ejército deba componerse de un guarismo moderado y sometido a ciertos límites, ya por la dificultad de alimentarlo, ya por la de conducirlo ordenadamente. A lo menos sería fácil demostrar que aquellos ejércitos de los antiguos, monstruosos en número, apenas hicieron nada que valiera la pena. Al decir de Ciro en Jenofonte, no es el número de hombres, sino el número de buenos hombres lo que constituye la superioridad de las tropas; todo lo demás sirve mejor de trastorno que de socorro. Bayaceto se apoyó principalmente para resolverse a librar batalla a Tamerlán, contra el parecer de todos sus capitanes, en que el infinito número de hombres de su enemigo le procuraba cierta esperanza de confusión. Scanderberg, juez excelente y expertísimo en estas cosas, acostumbraba decir que a un guerrero suficientemente capaz deben bastarle diez o doce mil combatientes para guarecer su reputación en toda suerte de lides militares. El otro punto, contrario al parecer al empleo y razón de la guerra, es que Vercingetorix, que mandaba como general en jefe todas las regiones de las Galias sublevadas contra César, tomó la determinación de encerrarse en Alesia; quien manda todo un país no debe estancarse en un sitio determinado, sino en el caso extremo en que de otro lugar no disponga, y nada tenga que esperar sino la defensa del mismo. Si su situación no es ésta, debe mantenerse libre para socorrer en general todos los puntos que su gobierno abarca.

Volviendo a César, diré que el tiempo le trocó en más tardío y reposado, como testimonia su familiar Opio, considerando que no debía exponer fácilmente el honor de tantas victorias con el advenimiento de un solo infortunio. Es lo que dicen los italianos cuando en los jóvenes quieren censurar el arrojo temerario, llamándolos «menesterosos de honor», bisognosi d'onore. Hallándose aún dominados por esa necesidad y hambre grande de reputación, obran bien buscándola a cualquier precio, lo cual no deben hacer los que alcanzaron ya la suficiente. Alguna justa medida puede haber en este deseo de gloria, o sea saciedad de apetito semejante, al igual de todos los otros, y muchas gentes lo entienden así.

Estaba muy lejos de aquella religión de los antiguos romanos, quienes en sus guerras no querían prevalerse sino de la virtud simple e ingenua; pero llevaba a aquéllas mayor suma de conciencia de la que nosotros empleamos en nuestro tiempo, y no aprobaba toda suerte de medios para llegar a la victoria. En la lucha con Ariovisto sobrevino un movimiento entre los dos ejércitos mientras con él parlamentaba, promovido por los jinetes de su adversario ayudado por el tumulto alcanzaba ventaja grande sobre sus enemigos, pero no quiso sacar ningún provecho, temiendo que pudiera echársele en cara el haber procedido de mala fe.

En el combate iba cubierto con ricas vestiduras de color brillante para que fuera advertida su presencia.

Disponía de sus soldados con muy estrecha disciplina, la cual aumentaba con la proximidad del enemigo.

Cuando los primitivos griegos querían acusar a alguien de incapacidad extrema era común entre ellos decir «que no sabía leer ni nadar»: César también creía que la ciencia de nadar era en las guerras utilísima, y de ella alcanzó provecho grande. Cuando había menester despachar con urgencia algún negocio, franqueaba ordinariamente a nado los ríos que en su camino le salían al paso, pues era amigo de viajar a pie, lo mismo que Alejandro el Grande. Como en Egipto se viera obligado para salvar su vida a guarecerse en un barco pequeño, en el cual tanta gente buscó albergue que todos temían ahogarse de un momento a otro, prefirió lanzarse al mar, ganando su flota a nado, la cual estaba unos doscientos pasos más allá, y guardó en su mano izquierda sus tablillas fuera del agua, mientras que con los dientes sujetaba la cota de armas a fin de que el enemigo no se la arrebatara. Realizó esta proeza siendo ya casi viejo.

Ningún guerrero gozó nunca de tanto crédito para con sus soldados. En los comienzos de sus guerras civiles los centuriones le ofrecieron costear de su bolsillo un soldado cada uno, y los de a pie servirle a sus propias expensas (los que se hallaban en situación más holgada), comprometiéndose además al sostén de los más necesitados. El difunto señor almirante de Castillón nos mostró no ha mucho un ejemplo parecido en nuestras guerras civiles, pues los franceses de su séquito proveían con su bolsa al pago de los extranjeros que le acompañaban. Apenas se hallarán ejemplos de afección tan ardiente ni tan presta entre los que caminan a la vieja usanza, bajo la antigua dirección de las leyes. En la guerra contra Aníbal aconteció, sin embargo, que a imitación de la liberalidad del pueblo romano en la ciudad, las gentes de a caballo y los capitanes desecharon sus haberes; y en el campo de Marcelo se llamaba mercenarios a los que los aceptaban. Habiendo llevado la peor parte en Durazzo, sus soldados se presentaron por sí mismos para ser reprendidos y castigados, de suerte que César tuvo más bien que echar mano del consuelo que no de la cólera: una sola cohorte de entre las suyas hizo frente a cuatro legiones de Pompeyo por espacio de cuatro horas consecutivas, hasta que se vio completamente destrozada por las flechas enemigas, encontrándose en la trinchera hasta ciento treinta mil de ellas: un soldado llamado Séneca, que mandaba una de las entradas, se mantuvo invencible teniendo saltado un ojo, un hombro y un muslo atravesados, y su escudo abollado en doscientos treinta sitios diferentes. Sucedió que muchos de sus hombres, cuando caían prisioneros, acogían mejor la muerte que adoptaban otro partido: habiéndose apoderado Escipión de Granio Petronio, luego de dar aquél la muerte a todos los compañeros del segundo, enviole a decir que le perdonaba la vida, como hombre de rango y cuestor que era: Petronio respondió «que los soldados de César tenían por costumbre dar la vida a los demás, y no recibirla», matándose al instante con su propia mano.

Innumerables ejemplos llegaron a nosotros de la fidelidad de sus gentes; no hay que olvidar el rasgo de los que fueron sitiados en Salona, ciudad partidaria de César contra Pompeyo, al cual dio lugar un raro incidente que aconteció. Marco Octavio los había cercado, y hallándose los de la plaza reducidos a la necesidad más extrema en todas las cosas, tanto que para suplir la falta de hombres (la mayor parte habían muerto o estaban heridos), pusieron en libertad a todos los esclavos, y para el manejo de sus máquinas de guerra viéronse obligados a cortar los cabellos de las mujeres para con ellos hacer cuerdas, sin contar con la extraordinaria escasez de víveres, más a pesar de todo estaban resueltos a no rendirse. Octavio, con la prolongación del sitio trocose en más descuidado, prestando menos atención a su empresa; entonces los soldados de César en el promediar de un día luego, de haber colocado a las mujeres y a los niños en las murallas, a fin de que al mal tiempo mostrasen buen semblante, salieron con rabiosa furia para lanzarse contra los sitiadores, y habiendo atravesado el primero, segundo y tercer cuerpo de guardia, y también el cuarto y después los otros, luego de haber hecho abandonar por completo las trincheras lanzaron al enemigo hacia los navíos; el propio Octavio escapó a Durazzo, donde Pompeyo se encontraba. No guardo memoria en este instante de haber visto ningún otro ejemplo parecido, en que los sitiados derrotan por completo a los sitiadores, haciéndose dueños del campo, ni de que una salida haya procurado una tan pura y cabal victoria.

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