Capítulo XXXV

De tres virtuosas mujeres

De esta índole no se encuentran a docenas como todos sabemos, y todavía menos en lo tocante a los deberes matrimoniales. El matrimonio es una aventura llena de circunstancias tan espinosas, que es muy raro que la voluntad de una mujer se mantenga cabal en él durante largo tiempo. Y aun cuando los hombres procedan en esta unión de manera más cumplida que ellas, les es costoso sin embargo conseguirlo. El toque de un buen matrimonio y la verdadera prueba del mismo miran al tiempo que la unión dura, y a si ésta fue constantemente dulce, leal y tranquila. En nuestro tiempo las mujeres guardan más comúnmente el hacer gala de sus buenos oficios, así como de la vehemencia afectiva, para cuando los maridos ya no existen, buscando entonces la manera de dar testimonio de su buena voluntad. ¡Tardío o inoportuno testimonio, con el cual acreditan que no los aman sino muertos! La vida estuvo preñada de querellas y a la muerte siguieron el amor y la cortesía. Del propio modo que los padres esconden la afección que a sus hijos profesan, así las mujeres ocultan de buen grado la suya a sus esposos para el mantenimiento de un respeto lleno de honestidad. No es de mi grado este misterio; inútil es que se arranquen los cabellos y que se arañen, siempre me queda la duda de como pasaron las cosas en vida, y deslizo al oído de la doncella o del secretario: «¿Cómo procedieron antaño?¿De qué condición fue la sociedad que mantuvieron?» Siempre vienen estas palabras a mi memoria: jactancius maerent, quae minus dolent[1029]; su rechinar de dientes es odioso a los vivos e inútil a los muertos. Consentiríamos de buena gana que rieran después con tal de que hubieran reído durante nuestra vida. ¿No es para resucitar de despecho el ver que quien me escupió a la cara cuando me tenía delante venga a cosquillearme los pies cuando ya no existo? Si algún mérito encierra el llorar a los maridos, éste no pertenece sino a las que en vida les rieron; las que deshonraron que se rían luego por fuera y por dentro. Así que, no paréis mientes en esos ojos húmedos, ni en esa voz lastimera. Considerad más bien el porte, el tinte y las mejillas gordas bajo los velos enlutados. Por ahí sólo hablan con elocuencia y claridad, y son contadas aquellas cuya salud no va mejorando, circunstancia que no miente jamás. Ese continente ceremonioso no mira tanto a lo que pasó como a lo que pueda venir; más que pago, es adquisición. Recuerdo que siendo niño vi a una dama honesta y muy hermosa, viuda de un príncipe, la cual vive todavía, que llevaba más adornos de los que las leyes de nuestra viudez consienten. A los que la censuraban contestaba diciendo que no frecuentaba nuevas amistades y que no pensaba en volver a casarse.

Para no ponernos en abierta contradicción con nuestras costumbres hablaré aquí de tres mujeres que emplearon también el efecto de su afección y bondad hacia sus maridos cuando éstos se encontraban próximos a morir. Son, sin embargo, casos algo distintos de lo que vemos, y de una convicción tan palmaria que costaron la vida a quienes los pusieron en práctica.

Tenía Plinio el joven un vecino que se hallaba horriblemente atormentado por algunas úlceras que le habían salido en las partes vergonzosas. La mujer de éste, viéndole en perfecto estado de languidecimiento, rogole que consintiera en que ella examinara con todo detenimiento y de cerca el estado de su mal para luego decirle francamente el desenlace que de la enfermedad podía esperarse. Luego de obtenida licencia de su marido y de haberle curiosamente reconocido, convenciose la mujer de que la curación era imposible, y de que todo cuanto podía esperarse era arrastrar penosamente y por tiempo dilatado una existencia dolorosa y lánguida. En consecuencia, aconsejole como remedio soberano que se diera la muerte; mas como le viera algo reacio para realizar tan dura empresa, díjole: «No creas, ¡oh amigo mío! que los dolores que te veo sufrir no me hacen penar tanto como a ti, y que por librarme quisiera servirme de la medicina que te ordeno; quiero acompañarte en la curación como te acompañé en la enfermedad; aleja ese temor de tu alma, y está seguro de que solo placer hallaremos en el tránsito que debe libertarnos de tantos tormentos; contentos y juntos partiremos.» Dicho esto y reanimando el vigor de su marido resolvió la esposa que se lanzarían al mar por una ventana de la casa, y para llevar hasta el fin la afección vehemente y leal con que en vida lo había amado quiso que muriera entre sus brazos a este fin, no teniendo en ellos seguridad cabal, y temiendo que después de enlazados se soltaran por la caída y el pavor, se hizo ligar estrechísamente con él, abandonando así la vida por el reposo de la de su marido. Esta mujer era de extracción baja, y sabido es que entre tales gentes no es peregrino el tropezar con algún rasgo de singular bondad y fortaleza:

Extrema per illos

justitia excedens terris vestigia fecit.[1030]

Las otras dos de que voy a hablar eran nobles y ricas; entre éstas los ejemplos virtuosos se encuentran difícilmente.

Arria, esposa de Cécina Peto, personaje que ejercía la dignidad consular, fue madre de otra Arria, casada con Trasea Peto, aquel cuya virtud fue tan renombrada en tiempo de Nerón, y por medio de este yerno abuela de Fannia. Necesario es consignar estos detalles, porque la semejanza de los nombres y fortuna de estos personajes hizo a muchos incurrir en error. Como Cécina Peto fuera reducido a prisión por las gentes del emperador Claudio después e la derrota de Escriboniano, cuyo partido había seguido, su esposa suplicó a los que le conducían a Roma que la recibieran en el navío, donde su presencia evitaría el número considerable de personas que había de serles necesario para su servicio, al par que los gastos consiguientes, pues ella se encargaba de servir de camarera y cocinera y a llenar todos los demás oficios. Rechazada su proposición, se lanzó en una barquilla pescadora que alquiló al instante y siguió a su esposo de esta suerte desde Esclavonia a Roma. Llegados a la ciudad, un día, encontrándose el emperador presente, Junia, viuda de Escriboniano, dirigiéndose familiarmente a Arria, como dama que pertenecía al mismo rango, fue rudamente repelida con estas palabras: «¡Hablar yo contigo ni escuchar siquiera, tú en cuyo regazo Escriboniano recibió la muerte y tienes todavía la desfachatez de vivir!» Esta expresión, con algunos otros indicios, hicieron presumir a su familia que Arria trataba de darse la muerte no pudiendo soportar las desdichas de su marido. Entonces Trasea, su yerno, suplicándola que no se perdiera, hablola así: «¡Pues qué! ¿si mi situación fuera un día la misma que la de Cécina anhelaríais que mi esposa, vuestra hija, imitara vuestra conducta?» «¡Ya lo creo que lo anhelaría, si mi hija había vivido tanto tiempo y en tan buena armonía contigo como yo he vivido con mi marido!» Esta respuesta aumentó el cuidado que les inspiraba, e hizo que su vida se vigilara más de cerca. Un día, después de haber dicho a los que la custodiaban: «¡Es inútil que tengáis constantemente los ojos puestos en mí; podéis conseguir que fenezca de más dura muerte de la que seréis capaces de imposibilitar mi fin», lanzándose furiosamente del sitial donde se encontraba, su cabeza chocó con todas sus fuerzas contra la pared vecina; siguió a esta tentativa un largo desvanecimiento, y muchas heridas, y luego que a duras penas la hicieron volver en sí, prefirió estas palabras: «¡Bien os decía que si poníais obstáculos a algún medio fácil de matarme elegiría otro por penoso que fuera!» El desenlace de tan admirable fortaleza femenina tuvo lugar del modo siguiente: careciendo su marido por sí mismo de valor suficiente pasa darse la muerte a que la crueldad del emperador le condenara, un día, entre otros, Arria, después de haber primeramente empleado las razones y exhortaciones adecuadas a su intento, que era el instigar al suicidio a su esposo, cogió el puñal que éste llevaba, y blandiéndolo desnudo, concluyó su exhortación diciendo: «¡Haz así, Peto!» Y en el mismo instante se asestó en el pecho una herida mortal. Luego, arrancándola de sus carnes, presentole el arma a su marido, acabando su vida con esta frase noble, generosa e inmortal: Paete, non dolet. No la quedó espacio sino para proferir esas tres palabras de una tan hermosa trascendencia: ¡Toma, Peto, a mí no me ha hecho ningún daño!

Casta suo gladium quum traderet Arria Praeto,

quem de visceribus traxerat ipsa suis:

si qua fides, vuinos quod feci non dolet, inquit,

sed quod tuo facies, id mihi, Paete, dolet.[1031]

La realidad es mucho más viva y de más rico alcance que como el poeta la interpretó, pues así las heridas del marido como las propia, la muerte del mismo como la suya, nada pesaban a Arria, habiendo sido de ambas cosas consejera y promovedora. Mas luego de realizada la empresa tan alta y valerosa sólo por la ventaja de su esposo, nada más que a él tuvo presente en el último trance de su vida para alejar de su ánimo el temor de seguirle, muriendo también. Peto se clavó el mismo puñal, vergonzoso sin duda de haber necesitado una tan cara y preciosa enseñanza.

Pompeya Paulina, nobilísima y joven dama romana, casó con Séneca cuando éste se encontraba ya en la vejez extrema. Nerón, su lindo discípulo, enviole sus satélites para que le comunicaran la orden de su muerte, la cual era costumbre notificarla del siguiente modo: cuando los emperadores romanos de esta época condenaban a algún hombre de calidad preguntábanle por medio de sus oficiales cuál era el género de muerte que deseaba escoger, y hacíanle saber el plazo que le prescribían con arreglo al temple de su cólera, el cual era corto o largo pero casi siempre disponía la víctima del tiempo necesario para poner en orden sus negocios aun cuando alguna vez le faltara por la brevedad del plazo. Cuando dudaba el condenado en cumplir las imperiales órdenes, enviábanle gentes propias a su ejecución, quienes o le cortaban las venas de los pies y las de los brazos, o le hacían a la fuerza tomar veneno. Las personas de honor no aguardaban este desenlace, y para tales operaciones servíanse de sus propios médicos y cirujanos. Séneca oyó la orden que le comunicaban con apacible y sereno semblante, y pidió que le llevaran papel para hacer su testamento; como le rechazara el capitán este servicio, volviose del lado de sus amigos y les dijo: «Puesto que no puedo dejaros otra cosa en reconocimiento de lo que os debo; os otorgo lo mejor que poseo, o sea la imagen de mis costumbres y de mi vida, las cuales os ruego conservéis en vuestra memoria, a fin de que practicándolas así adquiráis la gloria de sinceros y verdaderos amigos.» Al mismo tiempo el filósofo, ya dulcificaba sus palabras para contrarrestar la amargura del dolor que los veía sufrir; ya las hacia graves para reprenderlos: «¿Dónde se fueron, decía, los hermosos preceptos filosóficos? ¿Qué se hicieron las provisiones que durante tantos años hicimos contra las desventuras de la vida humana? ¿Por ventura era para nosotros cosa nueva la crueldad de Nerón? ¿Qué podíamos esperar de quien matara a su madre y a su hermano, sino que diera también muerte a quien le gobernara, encaminara y educara?» Luego de haber dirigido a todos estas palabras, volviose hacia su mujer, que agobiada por el dolor desfallecía de ánimo y de fuerzas; estrechola entre sus brazos, rogola que soportara con calma su desventura por el amor, que le profesaba, y la dijo además que había llegado la llora de mostrar, no por discursos ni disputas, sino por efectos, el fruto que de sus estudios había sacado, y que creía abrazar la muerte no ya sólo sin dolor, sino con regocijo. «Por lo cual amiga mía, decía Séneca, te ruego que no la empañes con tus lágrimas a fin de que no parezca que tú misma te prefieres a mi buen nombre; apacigua tu dolor; sírvate de consuelo el conocimiento que tuviste de mi vida y de mis acciones, gobernando el resto de la tuya con las honestas ocupaciones a las cuales estás habituada.» A esto Paulina, algo más animada, alentando la magnanimidad de su alma por una afección nobilísima: «No, Séneca, respondió, no puedo privaros de mi compañía en trance semejante; no quiero que penséis que los virtuosos ejemplos de vuestra vida no me hayan todavía enseñado a saber morir bien; ¿y cuándo podría acabar mejor, ni más dignamente, ni mas a mi gusto que con vosotros? Estad, pues, seguro de que nos vamos juntos.» Entonces el filósofo, considerando como buena la deliberación de su mujer, y al mismo tiempo por libertarse del temor de dejarla después de su muerte a la merced de la crueldad de sus enemigos, habló así: «Te había dado consejos que servían a gobernar felizmente tu vida, pero puesto que prefieres mejor el honor de la muerte, en nada te lo envidiaré; que la firmeza y la resolución sean iguales en nuestro común fin, pero que la hermosura y la gloria del mismo sea más grande de tu parte.» Esto dicho, se les cortaron al mismo tiempo las venas de los brazos, pero como, las de Séneca estuvieran oprimidas a causa de sus muchos años, y también por su abstinencia, manaban poco sangre y muy despacio, por lo cual ordenó que le abrieran las de los muslos. Temiendo que el tormento que sufría enterneciera el corazón de su mujer, al par que para libertarse del mismo de la aflicción que le causaba verla en tan lastimoso estado, luego de haberse despedido de ella amantísimamente, rogó que se permitiera que le trasladaran a la habitación vecina, como se hizo. Mas como todas las incisiones que en su cuerpo se habían practicado eran insuficientes para hacerle morir, ordenó a Estacio Anneo, su médico, que le suministrara un brebaje venenoso, que apenas hizo tampoco efecto, pues a causa de la frialdad y debilidad de sus miembros no pudo llegar al corazón; de suerte que preparó además un baño muy caliente, y entonces, sintiendo su fin cercano, mientras le duró el aliento continuó sus excelentísimos razonamientos sobre el estado en que se encontraba, que sus secretarios recogieron mientras les fue dable oír su voz. Las últimas palabras que pronunció permanecieron durante largo tiempo en crédito y honor en los labios de todos (y es bien de lamentar que no hayan llegado a nosotros). Como advirtiera los últimos síntomas de la muerte, tomó agua del baño, ensangrentada como estaba, y la derramó por su cabeza, diciendo: «Consagro esta agua a Júpiter el libertador.» Advertido Nerón de todo lo acontecido, temiendo que la muerte de Paulina, que pertenecía a las damas mejor emparentadas de la nobleza romana, y a quien no profesaba rencor ninguno, se le achacara también, mandó con toda diligencia que se la ligaran las venas como así se hizo, mas sin que ella lo advirtiera, puesto que se encontraba medio muerta e insensible. El tiempo que contra su designio estuvo en el mundo viviolo honestísimamente, como a su virtud pertenecía, mostrando por la palidez de su semblante cuánta vida dejara escapar por sus heridas.

Estas son mis tres verídicas relaciones, que a mi entender son tan interesantes y tan trágicas como las que aderezamos a nuestro albedrío para procurar placer al pueblo. Me admira que a los que se dedican a forjarlas no se les ocurra elegir más bien diez mil lindas historias que se encuentran en los libros, donde con menos molestia procurarían mayor regocijo y provecho. Quien quisiere edificar un cuerpo entero en que las unas fueran unidas a las otras no habría menester poner de propio más que el enlace, como la soldadura de otro metal. Por este medio podría amontonar numerosos acontecimientos verídicos de todas suertes, disponiéndolos y diversificándolos según que la belleza de la obra lo exigiera, sobre poco más o menos como Ovidio ha cosido y remendado sus Metamorfosis con un gran número de diversos mitos.

Digno es de reflexión en la última pareja considerar que Paulina sacrifica gustosa su vida en aras del amor de su marido, y que éste había en otra ocasión escapado a la muerte sólo por el amor que a su mujer profesaba. A juicio nuestro no hay gran compensación en este cambio; mas según el criterio estoico, entiendo que Séneca pensaría haber hecho tanto por su esposa al alargar la propia existencia en su favor, como si por ella hubiera muerto. En una de las cartas que escribe a Lucilio, después de contarte cómo las calenturas habiéndole asaltado en Roma montó de repente en un vehículo para trasladarse a una de sus casas de campo, contra el parecer de su mujer, que quería detenerle, y a quien él había repuesto que la calentura que tenía no emanaba del cuerpo sino del lugar donde vivía, concluye así: «Dejome partir recomendándome que me cuidara mucho, y yo que pongo su vida en la mía empiezo a remediar mis males por aliviar los suyos. El privilegio que mi vejez me había otorgado al convertirme en más firme y resuelto para muchas cosas, lo pierdo cuando a mi memoria viene la idea de que en este anciano hay una joven a quien aquél rinde servicios. Puesto que no la puedo obligar a amarme con mayor firmeza, ella me fuerza a mí mismo a quererme con mayor celo. Preciso es condescender con nuestras legítimas afecciones; y a veces, aun cuando todo nos llevara a la muerte, retener en sí, aun a costa de sufrimientos, el soplo vital que nos escapa. El hombre, probo debe permanecer aquí bajo no solamente mientras no se encuentre mal hallado, sino mientras su permanencia sea necesaria. Aquél a quien el cariño de su mujer o el de un amigo no mueven a prolongar sus días; aquél que se obstina en morir, es demasiado delicado y demasiado blando. Preciso es que el alma se amarre a la vida cuando el provecho de los nuestros lo requiere. Necesario es a veces que nos sacrifiquemos a nuestros amigos, y que aun cuando quisiéramos morir interrumpamos nuestro designio por ellos. Es un testimonio de grandeza de ánimo el volver a la vida por interés ajeno, y muchos hombres notables así lo hicieron. Es un rasgo de bondad singular el conservarse en la vejez (cuya ventaja mayor es la negligencia de su duración y un más valeroso menosprecio de la existencia), cuando se ve que es dulce, agradable y, provechosa a alguna persona querida. Con ello se recibe una placentera recompensa; porque, ¿qué puede haber más grato que ser tan caro a su esposa que por ello sea uno más caro para sí mismo? Así mi Paulina impúsome no solamente sus cuidados, sino también los míos. No me bastó considerar, con cuánta resolución podría yo morir, consideré además la flaqueza con que ella soportaría mi muerte. Obligueme a vivir y alguna vez vivir es magnánimo.» Tales son las palabras de Séneca, excelentes como todas las suyas.

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