Capítulo IV

De la diversión

Antaño me empleé en consolar a una dama verdaderamente afligida; la mayor parte de los duelos femeninos son artificiales y de ceremonia

Uberibus semper lacrymis, semperque paratis

in statione sua, atque exspectantibus illam,

que jubeat manare modo.[1087]

Mal proceder es oponerse a esta pasión, pues la contrariedad las incita e interna más en la tristeza; exaspérase el mal por el celo del debate. En las conversaciones indiferentes vemos que lo que uno dice sin interés, cuando la réplica se interpone truécase en cosa formal, y de ello se hace adopción entera; con mayor motivo el tesón se sostiene al poner empeño en lo que se dice. Además, procediendo de aquel modo obráis en vuestra operación con entrada, cuando la primera labor del médico para con su paciente debe ser graciosa, agradable y servicial; y nunca facultativo feo y desdeñoso hizo cosa que valiera a la pena. Al revés, pues; es preciso ayudar desde los comienzos y favorecer sus quejas, testimoniándolas alguna aprobación y excusa. Por virtud de esta inteligencia alcanzáis crédito para caminar más adentro, y con inclinación fácil o insensible os vais deslizando, empleando discursos más resistentes y propios para la curación. Yo que principalmente deseaba engañar a la concurrencia que en mí tenía puesto los ojos, procuré paliar el mal; de suerte que, por experiencia, reconozco tener mala e infructuosa mano para persuadir, pues me ocurre o que presento mis razones en exceso puntiagudas o demasiado secas, o bien con brusquedad y al desgaire. Luego que me hube aplicado algún tiempo al mal que a la dama atormentaba, ya no intenté curarla por razones fuertes y vivas, bien por falta de ellas, bien porque de otro modo pensaba cumplir mejor mi cometido; ni fui tampoco eligiendo las diversas maneras que la filosofía para consolar prescribe: Que lo que se lamenta no es un mal, como Cleantes; que es un mal ligero, como los peripatéticos; que el quejarse no es acción justa ni laudable, como Crisipo; tampoco eché mano de las máximas de Epicuro, que se acercan más a mi modo de ser, o sea convertir el pensamiento de las cosas molestas a las agradables; ni empleé de una vez todo ese montón de remedios, como Cicerón, sino que declinando blandamente nuestra conversación y desviándola poco a poco hacia las cosas más vecinas luego hacia las un poco más apartadas, conforme la dama a ellas se prestaba, apartela imperceptiblemente de la idea dolorosa, la calmé y conduje por completo a adoptar buen continente, igual al que yo mostraba. Todo lo cual conseguí ayudado con la diversión. Los que me siguieron en este mismo propósito no hallaron enmienda alguna, pues yo no había extirpado con el hacha la raíz.

El acaso me hizo tropezar en otras partes con algunas especies de diversiones públicas; el empleo de las militares de que Pericles se sirvió en la guerra peloponesiaca y mil otros en distintas circunstancias para alejar de su país las fuerzas contrarias, es muy frecuente en las historias. Ingenioso fue el procedimiento con que el señor de Himbercourt, se salvó a sí propio y a sus gentes en la ciudad de Lieja, donde el duque de Borgoña, que le tenía sitiado, le había hecho entrar para poner en práctica el convenio de la acordada rendición. Reunido el pueblo durante la noche para deliberar, empezó por revolverse contra las determinaciones pasadas, y acordaron varios atacar a los negociadores, a quienes tenían en su poder; tan luego como el primero hubo sentido el viento de la primera ondeada de esas gentes que iban a lanzarse en sus viviendas, les soltó dos habitantes de la ciudad (pues tenía algunos en su compañía), encargados de comunicar más suaves nuevas para que las expusieran en el consejo, las cuales por salir del apuro habían forjado. Los dos emisarios dichos detuvieron la primera tormenta conduciendo a la casa de la villa las alborotadas turbas para que oyeran su comisión y siguieran luego deliberando sobre ella. Esta tarea fue corta y al punto se desbordó una segunda tormenta tan animada como la otra; cuatro emisarios salieron de nuevo enviados por el mismo jefe, los cuales hicieron protesta de tener que presentarles más ventajosas proposiciones, encaminadas todas a su contentamiento y satisfacción, por donde el amotinado pueblo fue de nuevo rechazado en el cónclave. En conclusión, con divertimientos semejantes, distrayendo su furia y disipándola en consultaciones vanas, logró al fin adormecer al pueblo, ganando el día, que era su mira principal.

Este otro cuento pertenece a la misma categoría: Atalante, joven de belleza sin par y de maravillosa disposición, para deshacerse de los mil perseguidores que la solicitaban en matrimonio, presentó a sus enamorados la siguiente condición: «que aceptaría la mano del que en la carrera la igualara, siempre y cuando que aquellos que a su nivel no estuviesen perdieran la vida». Hubo bastantes que estimaron el premio digno de afrontar el peligro y que sufrieron la pena de condición tan cruel. Como Hipomenes tuviera que hacer su ensayo después de algunos otros, dirigiose a la diosa tutelar de tan amoroso ardor, llamándola a su socorro, la cual, oyendo su plegaria, le proveyó de tres manzanas de oro, instruyéndole del uso que de ellas había de hacer. Puestos ya a correr los contrincantes, a medida que Hipomenes iba sintiendo a su amada cerca de sus talones, dejó escapar, como por inadvertencia, una de las manzanas; la joven, atraída por su belleza, no dejó de volverse para recogerla:

Obstupuit virgo, nitidique cupidine pomi

declinat cursus, aurumque volubile tollit.[1088]

Lo mismo hizo Hipomenes con la segunda y tercera manzana, y merced al extravío y distracción consiguientes, la ventaja en la carrera quedó de su parte. Cuando los médicos no pueden limpiarnos del catarro, lo distraen y desvían a otra parte menos peligrosa; y advierto también que ésta es la más ordinaria receta para las enfermedades del alma: abducendus etiam nonnunquam animus est ad alia studia, sollicitudines, curas, negotia; loci denique mutatione, tanquam aegroti non convalescentes, saepe curandus est[1089]. Poco es su poder contra los males que vienen derechos; imposible es que haga frente o eche por tierra la acometida; todo lo más a que se alcanza es a que declinen y se desvíen.

Demasiado elevado y difícil es el proceder que consiste en detener en la cosa a los primeros de que hablé, y hacer que puramente la consideren y la juzguen. Sólo a un Sócrates pertenece el asomarse a la muerte con su semblante ordinario, familiarizarse con ella y trocarla en cosa de distracción; fuera de la cosa no busca consolación; el morir le parece un accidente natural e indiferente; precisamente a él lanza su mirada, y al acto se resuelve sin desviar sus ojos. Los discípulos de Hegesias, que se dejaron morir de hambre, exaltados por los lacrimosos razonamientos de las lecciones del filósofo, y en tan gran número que el rey Tolomeo lo prohibió que en su escuela pronunciara tan homicidas discursos, no consideraron la muerte en sí misma, ni tampoco la juzgaron, ni en ella detuvieron su pensamiento; entrevieron y corrieron hacia un ser nuevo.

Esas pobres gentes que vemos en el cadalso llenas de una devoción ardiente y empleando sus sentidos todos hasta donde sus fuerzas alcanzan: los oídos a las instrucciones que se les ordenan, los ojos y las manos elevados al cielo, la voz entonando oraciones elevadas con emoción ruda y no interrumpida, practican en verdad cosa laudable y en armonía con la situación en que se encuentran; debemos ensalzar su religiosidad, mas no propiamente su firmeza, pues lo que en realidad hacen es huir de la lucha, desviar de la muerte su atención, como a los niños se distrae cuando quiere dárseles el lancetazo. He visto algunos cuya mirada, si alguna vez descendía a considerar los horribles aprestos de la muerte que los circundaban, se transían, y lanzaban con furia a otras consideraciones su pensamiento. A los que experimentan horror profundo, se les ordena que cierren los ojos o que miren a otro lado.

Debiendo ser ejecutado Sobrio Flavio por orden de Nerón y por las manos de Níger (ambos eran caudillos de guerra), cuando llevaron al primero al campo donde la ejecución había de tener lugar, como viera la fosa que Níger había hecho cavar para sepulcro de sus despojos: «Ni esto mismo, dijo convirtiendo los ojos a los soldados que tenía delante, está conforme con la disciplina militar»; y a Níger, que le exhortaba para que mantuviese firme la cabeza: «¡Hirierais con fuerza igual a mi resistencia!» Y dijo bien, pues el tembloroso brazo del ejecutor no fue capaz de amputar la cabeza de un solo golpe. Éste semeja haber mantenido su mente derecha y fija en su suplicio y en su muerte.

El que acaba en los campos de batalla, con las armas en la mano, no estudia entonces la muerte, ni la siente ni la considera; el ardor del combate le arrebata. Un hombre valiente a quien conozco, batiéndose en campo cerrado, dio en tierra, y como su enemigo le suministrase nueve o diez heridas con la daga, todos los que estaban presentes gritábanle que pensara en su conciencia; mas el vencido me contó que, aunque las voces llegaban a sus oídos, no le hicieren efecto alguno, y que no pensó más que en desquitarse y vengarse, logrando matar a su adversario en este mismo combate. Mucho hizo por L. Silano, quien al comunicarle la nueva de su condena, habiendo oído esta respuesta: «que estaba dispuesto a morir, pero no de manos criminales», se lanzó con sus soldados sobre aquél y su comitiva; Silano, desarmado, se defendió obstinadamente con pies y puños y murió en la pendencia, disipando en cojera pronta y tumultuaria el sentimiento penoso de una muerte larga y preparada a la cual estaba destinado.

Nuestro pensamiento se mantiene en perpetua ausencia, el anhelo de una mejor vida nos detiene o apoya; o la esperanza en el valer de nuestros hijos, o la gloria futura de nuestro nombre, o el huir de los males de esta vida, o la venganza que amenaza a los que nos ocasionan la muerte.

Spero equidem mediis, si quid pia numina possunt,

supplicia hausurum scopulis, et nomine Dido

saepe vocaturum...

Audiam; et haec manes veniet mihi fama sub imos.[1090]

Con la corona en la frente, Jenofonte sacrificaba cuando le anunciaron la muerte de su hijo Grillo en la batalla de Mantinea; ante la impresión que la nueva le produjo lanzó la corona al suelo, mas por los detalles que al punto supo, viendo que se trataba de un fin valeroso, recogió la corona y de nuevo la ciñó sobre sus sienes; Epicuro mismo halla consuelo en su fin con la eternidad y utilidad de sus escritos: omnes clari et nobilitati labores fiunt tolerabiles[1091]; las mismas heridas y fatigas iguales no pesan tanto a un general como a un soldado, dice Jenofonte; Epaminondas soportó su muerte con menos pesar en cuanto le informaron que la victoria estaba de su parte: haec sunt solatia, haec fomenta summorum dolorum[1092]. Tales otras circunstancias nos entretienen, distraen y apartan de la consideración de la cosa en sí misma. Hasta los argumentos mismos de la filosofía van constantemente costeando y rehuyendo la materia y apenas si llegan a tocarla: el primer hombre de la primera esencia filosófica, subintendente de las otras, el gran Zenón, dijo de la muerte: «Ningún mal es digno; la muerte sí lo es, luego no es un mal»; de la embriaguez. «Nadie confía su secreto al borracho; todos lo ponen en manos del continente; éste, pues, no será borracho.» ¡He aquí lo que se llama dar en el blanco! Me place ver que todas esas almas altísimas no pueden desprenderse de nuestro comercio; sea cual fuere su perfeccionamiento, hombres son con todas las máculas que al hombre acompañan.

La venganza es una pasión dulcísima que nos arrastra, y a la cual naturalmente propendemos; aunque de ello no tenga yo experiencia alguna, véolo clara y distintamente. Para apartarla poco ha de un príncipe mozo, no le prediqué la necesidad de mostrar la mejilla izquierda a quien había golpeado la derecha, merced al deber que la humildad impone; ni le representé los trágicos acontecimientos que la poesía atribuye a esta pasión, sino que se la dejé quieta, entreteniéndome en hacerle gustar la hermosura de una imagen contraria: el honor, favor y benevolencia que alcanzaría mediante la clemencia y la bondad, por donde le encaminé hacia la ambición. Este es el camino que debe seguirse.

Si vuestra afección amorosa es prepotente, disipadla, dicen algunos, y dicen bien, pues yo provechosamente he aplicado este remedio; rompedla en deseos diversos, de los cuales haya uno, si queréis, que regente y gobierne; mas para que no os sofreno y tiranice, debilitadla y detenedla dividiéndola y distrayéndola:

Quum morosa vago singultiet inguine vena[1093],

Conjicito humorem collectum in corpora quaeque[1094]:

y proveed temprano, no sea que luego os apene una vez que os haya atrapado fuertemente:

Si non prima novis conturbes vulnera plagis,

volgivagaque vagus venere ante recentia cures.[1095]

Antaño fui acometido por un disgusto poderoso para mi complexión y todavía mas justo que avasallador; de haber confiado en mis débiles fuerzas para desposeerme de él acaso me hubiera perdido. Habiendo menester de una vehemente diversión de espíritu para con ella distraerme, encomendeme al amor por arte y estudio, a lo cual la edad me ayudaba, y esta pasión me alivió y retiró del mal que la amistad me había ocasionado. Con todos los demás pesares me acontece lo propio: cuando se apodera de ninguna fantasía desagradable, hallo más breve que domarla modificarla; y la sustituyo, si no me es dable con una contraria, al menos con otra diferente, pues siempre la variación alivia, disuelve y disipa. Cuando no puedo combatirla, la huyo, y al huir la engaño y la burlo; mudando de lugar, de ocupación y compañía, me salvo en la sociedad merced a otras ideas y pensamientos, con los cuales el mal pierde mis trazas y se extravía.

Así obra Naturaleza en provecho de la inconstancia, pues el tiempo que nos diera como remedio soberano de nuestras pasiones, logra su efecto principalmente proveyendo constantemente de asuntos diversos a nuestra mente, y disuelve y corrompe la aprensión primera por resistente que sea. Un filósofo no ve menos a su amigo moribundo el primer año que al cabo de veinticinco y según Epicuro así debe acontecer, pues éste no atribuye ningún lenitivo a los pesares por su previsión, como tampoco por su antigüedad; lo que ocurre es que tantas otras cogitaciones atraviesan nuestro espíritu, que los dolores así languidecen y se fatigan.

Para desviar la inclinación de los vulgares rumores Alcibíades cortó las orejas y la cola a un hermoso perro que tenía, y le lanzó a la plaza, a fin de que suministrando este pasto a la charla del pueblo, dejara en paz sus demás acciones. He visto también, para lograr este efecto de divertir las opiniones y conjeturas de las masas y desviar a los parlanchines, que algunas mujeres ocultaron sus verdaderas afecciones con otras contrahechas. Y he visto tal, que contrahaciéndose dejose amar de verdad, y abandonó la afección original y verdadera por la fingida; aprendiendo por ello que los que se encuentran bien asegurados, son muy torpes al consentir en tal disfraz. Estando los acogimientos y públicas conversaciones reservados a este servidor postizo, creed que necesita ser muy romo si no se coloca en vuestro lugar y os envía al que ocupaba. Esto se llama cortar y coser un zapato para que otro se lo calce.

Poca cosa basta a divertirnos y extraviarnos. Apenas si consideramos los objetos en general en sí mismos: son las circunstancias y las imágenes menudas y superficiales lo que nuestra atención solicita y las vanas apariencias que de las cosas surgen:

Volliculos ut nunc teretes aestate cicadae

linquunt[1096]:

Plutarco mismo lamenta la pérdida de su hija a causa de las monerías que en la infancia ejecutaba. El recuerdo de un adiós, el de una acción, el de una gracia particular, el de una postrera recomendación nos afligen. Las vestiduras de César trastornaron toda Roma, e hicieron lo que su muerte no había logrado: el timbre mismo de las palabras que resuena en nuestros oídos: «¡Mi pobre maestro! o ¡Mi grande amigo! o ¡Mi querido padre! o ¡Mi buena hija!» Cuando me pellizcan estas exclamaciones y de cerca las considero, reconozco que son quejas gramaticales y vocales; el tono y las palabras me hieren, de la propia suerte que, las exclamaciones de los predicadores conmueven al auditorio frecuentemente más que las razones, y como nos hiere la plañidera voz de un animal que para nuestro servicio se sacrifica, sin que pesemos ni penetremos la verdadera esencia maciza y sólida de nuestro duelo:

His se stimulis dolor ipse lacessit.[1097]

Estos son los verdaderos fundamentos de nuestro llanto.

La rudeza de mi mal de piedra me ha lanzado a veces en dilatadas supresiones de orina de tres y cuatro días, y tan adentro de la muerte, que hubiera sido locura pretender evitarla, ni siquiera desear evitarla, en presencia de los crueles tormentos que ese mal acarrea. Aquel dulce emperador[1098] que hacía ligar las partes a los criminales para que muriesen a falta de orinar, era maestro grande en la ciencia de los verdugos. Encontrándome en situación semejante, tuve ocasión de ver por cuán ligeras causas y objetos la fantasía alimentaba en mí el sentimiento de la vida, merced a qué átomos se edificaba en mi alma la dificultad y el peso del desalojamiento, a cuántos pensamientos frívolos dejamos lugar al dilucidarse un negocio tan importante: un perro, un caballo, un libro, un vaso y cuantísimos otros objetos de igual tenor, eran cosas importantes en mi acabar. En el de los otros sus ambiciones, sus ambiciosas esperanzas, su bolsa y su ciencia, no menos estúpidamente, a mi entender. Yo contemplo indiferentemente, la muerte cuando generalmente la considero como fin de la vida. La desafío en general; individualmente me aflige; las lágrimas de un criado, la distribución de mis bienes, el contacto de una mano amiga, una consolación común me desconsuelan y enternecen. Así perturban nuestra alma los lamentos de las fábulas, y los pesares de Dido y Ariadne apasionan hasta a los mismos que no creen en ellos, en Virgilio y en Catulo. Muestra es de un natural duro y obstinado el no experimentar emoción alguna, cual de Polemón milagrosamente se refiere, mas tampoco palideció ante la mordedura de un perro hidrófobo que le arrancó una pantorrilla. Ninguna cordura va tan allá que considerando la causa de una tristeza, viva e íntegra por discernimiento, deje de sufrir algún acceso por la presencia, cuando los ojos y los oídos tienen en ella parte, los cuales no pueden ser agitados sino por vanos accidentes.

¿Es razonable que las artes mismas se sirvan y conviertan en su provecho nuestra debilidad y torpeza naturales? El orador, dice la retórica, en ese artificio de su peroración conmoverá merced al timbre de su voz y ficticias agitaciones, y se dejará engañar por la pasión que simula; imprimirá un duelo verdadero y esencial valiéndose de la mojiganga que representa para transmitirla a los jueces, a quienes todavía es más indiferente. Así ocurre con las personas a quienes en los funerales se alquila, para venir en ayuda de la ceremonia del duelo; gentes que venden sus lágrimas a peso y medida, y lo mismo su tristeza, pues aun cuando se conmueven por manera prestada, acomodando, sin embargo, su continente, cierto es que se dejan arrastrar en toda su integridad, recibiendo en sí mismos una melancolía verdadera. Entre otros varios de sus amigos asistí a la traslación a Soissons del cadáver del señor Gramont desde el sitio de La Fère en que fue muerto, y reparé que por todos los sitios donde pasamos llenábamos al pueblo de lamentaciones y lloros, con los cuales tropezábamos, con la sola muestra y aparato de nuestro convoy, pues ni siquiera el nombre del difunto era conocido. Quintiliano refiere haber visto comediantes tan fuertemente identificados con sus papeles de duelo, que lloraban hasta en su propio domicilio; y de sí mismo, que habiendo tenido empeño en comunicar ciertos sentimientos a un amigo, se halló por ellos ganado hasta el punto de sorprenderse no sólo llorando, sino pálido el semblante y con todas las muestras de un hombre desolado por el dolor.

En una región cercana de nuestras montañas las mujeres hacen el papel de Juan Palomo, pues a la vez que engrandecen el sentimiento del esposo perdido, por el recuerdo de las buenas y gratas cualidades que poseyera, recopilan y publican sus imperfecciones, como para encontrar en sí mismas alguna compensación, y pasar así de la piedad al menosprecio. Más cuerdamente que nosotros proceden, pues ante la pérdida del primer conocido, le prestamos alabanzas nuevas y falsas y le trocamos en distinto de lo que era tan luego como de vista le perdimos, y se nos antoja diferente de cuando le veíamos, cual si fuera el sentimiento algo de suyo instructivo, o como si las lágrimas, al lavar nuestro entendimiento lo aclarasen. Yo renuncio desde ahora a los favorables testimonios que quieran procurárseme, no porque de ellos sea digno, sino porque estaré ya muerto.

Quien preguntare a alguien: «¿Qué interés os mueve a ocupar ese lugar?» «El interés del ejemplo, le responderá, y la común obediencia al príncipe; yo no aspiro a beneficio alguno, y en cuanto a la gloria, bien se me alcanza la parte ínfima que puede corresponder a un hombre de mi categoría: en mi situación, no me mueven la pasión ni la querella.» Vedle, sin embargo, al día siguiente, todo cambiado, todo hirviente y encendido de cólera, acomodado en su rango para acometer el asalto: es el resplandor de tanto acero, y el fuego y el estrépito de los cañones y los tambores lo que infundió vigor nuevo y odio nuevo en sus venas. ¿Y cuál fue la causa? Para agitar nuestra alma ninguna precisa; un ensueño sin cuerpo ni fundamento la regenta y tambalea. Que yo me lance a levantar castillos en el aire, mi fantasía me forjará comodidades y placeres, con los cuales mi alma se reconoce realmente cosquilleada y regocijada. ¡Cuántas veces embrollamos nuestro espíritu con la cólera o la tristeza merced a tales sombras y nos, sumergimos en pasiones fantásticas que trastornan nuestra alma y nuestro cuerpo! ¡Qué gestos de espasmo, de risa o confusión suscitan las soñaciones en nuestros semblantes! ¡Qué sorpresas y agitaciones de miembros y de voz! ¿No se diría de ese hombre solo que experimenta falsas visiones ocasionadas por una multitud de otros hombres con quienes negocia, o que algún demonio interno le persigue? Inquirid dentro de vosotros mismos el origen de semejante mutación: a excepción nuestra ¿hay algo en la naturaleza a quien la nada sustente ni empuje? Cambises, por haber soñado que su hermano iba a sentarse en el trono de Persia, le hizo morir; era un hermano a quien amaba y de quien siempre se había fiado; Aristodemo, rey de los mesenios, se mató, impelido por una fantasía que consideró como de mal agüero y por no sé qué aullidos de sus lebreles; el rey Midas hizo lo mismo, molestado y trastornado por un sueño ingrato que le asaltara. Es avalorar la vida en su justo precio abandonarla por un dueño. Oíd, sin embargo, a nuestra alma triunfar del cuerpo mísero y de su flaqueza por estar siempre expuesto a toda suerte de ofensas y alteraciones. En verdad la razón la acompaña al expresarse así:

O prima infelix fingenti terra Prometheo!

Ille parum cauti pectoris egit opus.

Corpora disponens, mentem non vidi t in arte;

recta animi primun debuit esse via.[1099]

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