Capítulo V

Sobre unos versos de Virgilio

A medida, que los pensamientos provechosos son más plenos y fundamentales, van imposibilitándonos y siéndonos onerosos. El vicio, la muerte, la pobreza, las enfermedades, son cosas graves y que agravan. Es preciso mantener el alma fortificada con los medios que la ayuden a combatir los males, instruida con las reglas del bien vivir y del bien creer, y frecuentemente despertarla y ejercitarla en este hermoso estudio. Mas en una de contextura ordinaria menester es que la lucha no sea ruda ni inmoderada, pues la tensión continuada la enloquecería. Cuando joven, tenía yo necesidad de advertirme y solicitarme para guardar el equilibrio; el regocijo y la salud no van muy de acuerdo, a lo que dicen, con esos discursos de cordura y seriedad: hoy mi situación ha cambiado, y las condiciones de la vejez me amonestan de sobra, formalizan y predican. Del exceso de alegría vine a dar en la severidad superabundante, que es un estado más desagradable, por lo cual ahora me dejo llevar adrede algún tanto por el desorden, y deslizo alguna vez mi alma hacia las ideas de juventud y regocijo, en las cuales se detiene placentera. Al presente me siento dominado por el sosiego excesivo y por la pesantez y la madurez en igual grado: la vejez me alecciona todos los días de frialdad y de templanza. Este débil cuerpo huye el desarreglo y lo teme; tócale ahora encaminar el espíritu a la enmienda, gobernar a su vez con mayor imperiosidad y rudeza, y no me deja vagar ni siquiera a una hora, ni cuando duermo, ni cuando velo, sin adoctrinarme con ideas de muerte, paciencia y penitencia. Me defiendo contra la templanza como antaño me defendía contra los goces, aquélla me echa muy hacia atrás, hasta hacerme lindar con la estupidez. Y como yo pongo todo mi conato en ser dueño de mí mismo en todos sentidos, reconozco que la cordura tiene sus excesos y que no ha menester menos que la locura de represión; de suerte que, temeroso de mortificarme, agotarme y agravarme a fuerza de prudencia, en los intervalos que mis males me lo permiten,

Mens intenta suis ne siet usque malis[1100];

extravío con toda suavidad y aparto mi mirada de ese cielo tempestuoso y nubloso que ante mí se extiende, el cual, Dios sea loado, considero sin horror, mas no sin contención ni estudio, y me voy distrayendo con la recordación de la juventud pasada:

Animus quod perdidit, optat

atque in praeterita se totus imagine versat.[1101]

Que la infancia mire adelante y la vejez detrás, tal era la significación de los dos semblantes de Jano. Que los años me arrastren si a bien lo tienen, yo procuraré que no lo logren sino a reculones; y en tanto que mis ojos puedan reconocer aquella hermosa primavera fenecida, a ella lo convierto a sacudidas: si de mis venas y de mi sangre escapa, al menos no quiero desarraigar su imagen de la memoria:

Hoc est

vivere bis, vita posse priore frui.[1102]

Platón ordena a los ancianos la asistencia a los ejercicios, danzas y juegos de la juventud para regocijarse en los demás con la flexibilidad y belleza del cuerpo, que en ellos se desvaneció, y para llamar a su recuerdo la gracia y beneficios de esa edad llena de verdor; y quiere el filósofo que en las diversiones el honor de la victoria sea otorgado al joven que más haya sorprendido y alegrado a mayor número de ancianos. En el tiempo que fue marcaba yo con piedra negra los días pesados y tenebrosos como cosa extraordinaria y singular; ahora éstos son mi ordinario alimento, los extraordinarios son los hermosos y serenos, regocijándome como de un gran beneficio cuando algún dolor no me aqueja. Sin violentarme no soy ya capaz de arrancar una pobre sonrisa de este mezquino cuerpo; sólo por fantasía y por soñación me divierto para engañar así las amarguras de la edad, cuando en realidad precisaría otro remedio diferente de un sueño. ¡Débil lucha del arte contra la naturaleza! Simpleza grande es dilatar y anticipar, como todos hacen las incomodidades humanas. Yo prefiero ser viejo menos tiempo a serlo con anticipación, y hasta las más íntimas ocasiones de placer con que puedo tropezar las amarro. Bien conozco de oídas algunas especies de voluptuosidad, prudentes, fuertes y gloriosas, mas la opinión común no tiene tanto imperio sobre mí que lleguen a excitar mi apetito: no las ansío tan magnánimas, magníficas y fastuosas como las anhelo azucaradas, fáciles y prestas: A natura discedimus; populo nos damus, nullius rei bono auctori.[1103] Mi filosofía es toda acción, se aplica al uso natural y presente, y deja estrecho campo a la fantasía. ¡Pluguiera a Dios que me regocijara jugando a las avellanas y al trompo!

Non ponebat enim rumores ante salutem.[1104]

Es el placer cosa modesta que por sí misma se considera sobrado espléndida sin el aditamento del premio que a la reputación acompaña y que a la sombra se encuentra muy a su gusto. Debiera tratarse a latigazos al mozo que yo entretuviese en hacer una selección de los distintos placeres que al paladar suministran los vinos y las salsas; nada hubo para mi menos reconocido ni apreciado: ahora es cuando lo aprendo, y de ello me avergüenzo grandemente. ¿Pero qué remedio? Mayor despecho y desconsuelo me producen las causas que a ello me empujan. A los ancianos pertenece soñar y tontear; a los jóvenes, mantenerse en la buena reputación y en el mejor designio: ellos marchan hacia el crédito, camino del mundo, y nosotros volvemos: Sibi arma, sibi equos, sibi hastas, sibi clavam, sibi pilam, sibi natationes et cursus habeant; nobis senibus, ex lusionibus multis, talos relinquant et tesseras1105: Las leyes mismas nos envían a nuestro retiro. Yo no puedo hacer menos en beneficio de esta mezquina condición, donde mi edad me arrastra, que proveerla de juguetes y niñerías como a la infancia se provee; por algo recaemos en ella. La prudencia y la locura tendrán ocupación sobrada con apuntalarme y socorrerme con sus oficios alternados en esta edad calamitosa:

Misce stultitiam consiliis brevem.[1106]

Huyo de la propia suerte los más ligeros pinchazos, y los que antaño no me hubieran ocasionado ni el arañazo más débil, actualmente me atraviesan de parte a parte; ¡tan fácilmente mis hábitos van con el mal plegándose! In fragili corpore, odiosa omnis offensio est[1107];

Mensque pati durum sustinet aegra nihil.[1108]

Siempre fui quisquilloso y delicado ante las ofensas; ahora todavía soy menos tolerante, y abierto estoy a ellas por todas partes:

Et minimae vires frangere quassa valent.[1109]

Mi discernimiento me impide rebelarme y gruñir contra los inconvenientes cuyo sufrimiento naturaleza me ordena; mas, en cambio, me consiente experimentarlos: yo atravesaría el mundo de un extremo al otro buscando un buen año de tranquilidad y plácido contento, puesto que no persigo distinto fin que el de vivir y regocijarme. La tranquilidad sombría y entorpecedora se encuentra de sobra para mí, pero me adormece, haciendo que en ella me obstine, de suerte que en nada me satisface. Si es que hay alguna persona, o alguna buena compañía, en el campo o en la ciudad, en Francia o en otra parte, que viva de asiento o que sea amiga de los viajes, para quien mis humores sean gratos y de quien los humores sean buenos para mí, no tiene más que silbar en la palma de la mano: yo iré personalmente a proveerla de Ensayos de carne y hueso.

Puesto que al espíritu pertenece el privilegio de libertarse de la vejez, yo aconsejo al mío en cuanto está en mi mano que así lo haga; que reverdezca y que florezca, si puede, como el muérdago reverdece sobre el árbol muerto. Temo mucho su traición: tan estrechamente se ligó al cuerpo, que me abandona siempre para seguir a éste en sus necesidades; yo le acaricio aparte y le ejercito inútilmente; vanamente intento apartarle de esa ligadura, presentándole a Séneca y Catulo, las damas y danzas reales: cuando su compañero padece el cólico, diríase que él también lo sufre; las potencias mismas que le son propias y peculiares no se pueden entonces levantar; denuncian evidentemente la frialdad, y ningún regocijo muestran sus manifestaciones cuando al cuerpo domina la modorra.

Los filósofos se engañan al buscar las causas de los impulsos extraordinarios de nuestro espíritu (aparte de los que atribuyen al arrobamiento divino, al amor, al fuego bélico, a la poesía o al vino) allí donde la salud no impera; una salud hirviente, vigorosa, plena, desbordante, tal como en los pasados tiempos me la procuraban a intervalos el verdor de los años y el sosiego, ese ardor de regocijo suscita en el espíritu vivos relámpagos y resplandores, muy por cima de nuestra claridad natural y entre nuestros entusiasmos, los más gallardos, si no los más locos. Por consiguiente, no es cosa peregrina el que un estado contrario amortigüe mi espíritu, clavándolo en tierra, alcanzando un efecto cabalmente antitético.

Ad nullum consurgit opus, cum corpore languet[1110];

y, sin embargo, quiero todavía que de mí dependa el que preste en mi persona mucho medios a ese consentimiento, de lo que conforme al uso ayuda ordinariamente a los demás hombres. Al menos, mientras nos quede tregua para ello, expulsemos los males y los embarazos de nuestro comercio:

Dum ficet, obducta solvatur fronte senecti[1111];

tetrica sum amaenanda jocularibus[1112]. Gusto yo de una prudencia alegre y urbana, y huyo la rudeza de las costumbres austeras, considerando como sospechoso todo semblante avinagrado.

Tristemque vultus tetrici arrogantiam[1113];

Et habet tristis quoque turba cinaedos.[1114]

Creo a Platón de buena gana cuando dice que los humores dóciles o ariscos están en armonía cabal con la bondad o maldad del alma, del semblante de Sócrates era invariable, pero sereno y riente, no constante en la tristeza, como el del viejo Craso, a quien nunca se vio reír. La virtud es cualidad alegre y grata. Bien se me alcanza que muy pocas gentes pondrán el rostro ceñudo ante la licencia de mis escritos que no tengan que ponerlo más todavía ante la licencia de su pensamiento: yo me conformo a maravilla con el ánimo de ellas, pero ofendo sus castos ojos. ¡Humor bien ordenado es el de pellizcar los escritos de Platón, y el deslizar luego sus pretendidas negociaciones con Phedon, Dion, Stella y Arqueanasa! Non pudeat dicere quod non pudet sentire.[1115] Yo detesto los espíritus refunfuñones y tristes que se deslizan por la superficie de los placeres de la vida y empuñan los males nutriéndose con ellos, como las moscas, que no pueden sostenerse contra un cuerpo bien pulimentado y alisado y se agarran y reposan en los sitios escabrosos y escarpados, y de la propia suerte que las ventosas, que no absorben ni apetecen sino la sangre viciada y corrompida.

En conclusión, yo me impuse el osar decir todo cuanto me atrevo a hacer; y me disgustan hasta los pensamientos mismos cuando son impublicables. La peor de mis acciones y condiciones no me parece tan fea como encuentro horrible y cobarde el no determinarme a revelarla. Todos son discretos en la confesión, cuando debieran serlo en la acción: el arrojo de pecar se ve en algún modo compensado y embarazado por el atrevimiento de la confesión: quien se obligara a decirlo todo, obligaríase igualmente a no hacer nada de aquello que estuviera obligado a callar.

Quiera Dios que este exceso de mi licencia ponga a los hombres camino de la libertad, haciéndoles atropellar las virtudes cobardes y de aparato que de nuestras imperfecciones emanan. Es necesario que cada cual vea su vicio y lo estudie para recitarlo; los que al prójimo lo ocultan, ocúltanlo ordinariamente a sí mismos, y no lo consideran bastante a cubierto si lo ven; precísales además aminorarlo y disfrazarlo conforme a su propia conciencia: quare vitia sua nemo confitetur? quia etiam nunc in illis est: somnium narrare, vigilantis est[1116]. Los males del cuerpo se esclarecen en aumentando; así hallamos que era gota lo que llamábamos reuma o torcedura: los males del alma se obscurecen al afianzarse, cuanto más nos aquejan, menos los sentimos; por eso hay necesidad de manosearlos, de sacarlos a la superficie con dureza y sin miramientos, de abrirlos y arrancarlos de la cavidad de nuestro pecho. Como en materia de buena, acciones acontece con las malas, a veces satisface la sola confesión de las unas y de las otras. ¿Existe en el pecado tal error que nos dispense confesarlo? Yo sufro dolor grande simulándome, tanto que evito almacenar los secretos ajenos por carecer del valor necesario para negar mi ciencia; puedo callarla mas no negarla sin esfuerzo y contrariedad: para ser hombre de secretos, la naturaleza debe ayudarnos, no la obligación de retenerlos. Y para ser apto al servicio de los príncipes no basta ser excelente guardador, hay que saber mentir además. Aquel que preguntaba a Thales si debía negar solemnemente haber pecado contra el sexto mandamiento, si de mí se hubiera informado, habríale respondido que no debía hacer tal, pues el mentir me parece peor todavía que abusar de la lujuria. Thales fue de opinión contraria y le dijo que jurara para fortalecer lo mayor con lo menor; este consejo, sin embargo no era tanto elección como multiplicación de vicio; a propósito de lo cual digamos de pasada que se allana el camino a un hombre de conciencia cuando se le propone alguna dificultad a cambio de algún delito; pero cuando entre dos vicios se le contrae, colócasele en situación dura, como sucedió a Orígenes, puesto en la alternativa de practicar la idolatría o gozar carnalmente a un horrible etíope que le presentaron; aquél apencó con la primera condición, obrando mal, dicen algunos. Sin embargo no carecerían de gusto, según su error, las que en nuestro tiempo hacen protestas de preferir mejor cargar su conciencia con diez hombres que con una sola misa.

Si es indiscreción publicar así sus errores, al menos no hay grave riesgo de que la cosa se convierta en ejemplo y uso, pues Alistón decía que los vientos más temidos de los hombres son aquellos que los descubren. Es preciso levantar ese torpe pingajo que tapa nuestras costumbres: los hombres envían su conciencia al lupanar mientras mantienen su continente en regla; hasta los asesinos y los traidores adoptan las leyes de la ceremonia y a ellas sujetan su deber. Así no es lícito a la injusticia quejarse de la incivilidad, ni a la malicia de indiscreción. Lástima que el hombre perverso no sea también estúpido y que la decencia oculte su vicio: tales incrustaciones no pertenecen sino a un muro sano y resistente, que merezca ser conservado y jalbegado.

Siguiendo el proceder de los hugonotes, que censuran nuestra confesión auricular y privada, yo me confieso en público religiosa y abiertamente: san Agustín, Orígenes e Hipócrates publicaron los errores de sus opiniones; yo echo fuera los de mis costumbres. Me siento hambriento de exteriorizarme, y nada me importa a qué precio, siempre y cuando que me sea dado hacerlo por manera real y verdadera; o por mejor decir, no tengo hambre de nada, pero huyo mortalmente de ser tomado por quien no soy, de parte de aquellos a quienes acontece conocer mi nombre. Quien todo lo hace por el honor y por la gloria, ¿qué se propone ganar presentándose ante el mundo enmascarado, y robando su verdadero ser al conocimiento de las gentes? Alabad a un jorobado por su hermosa estatura, y tomará el elogio como injuria; si sois cobarde y como valiente os honran, ¿por ventura hablan de vosotros? Es que os toman por quien no sois. Tanto valdría que un hombre que formaba parte de una comitiva creyera que a él iban encaminados los saludos dirigidos al cabeza.

Como pasara por la calle Arquelao, rey de Macedonia, alguien vertió agua sobre él, y los que lo vieron dijéronle que debía castigarle: «Está bien, dijo, pero no ha echado el agua sobre mí, sino sobre el que pensaba que yo fuese.» Advirtiendo a Sócrates que hablaban mal de él: «No hay tal, repuso, nada hay en mí de lo que me achacan.» En cuanto a mí, a quien me ensalzara como buen piloto o como hombre honestísimo y castísimo, ningún agradecimiento le debería; y análogamente quien me llamara traidor, ladrón o borracho, en nada me ofendería. Los que se desconocen pueden apacentarse con falsas aprobaciones; no yo, que me veo y me investigo hasta el fondo de las entrañas, y que sé bien lo que me pertenece. Pláceme no ser alabado con tal de ser mejor conocido: podría considerárseme como cuerdísimo en tal condición de cordura, que yo como torpeza considerara. Me apesadumbra que mis ENSAYOS sirvan a las damas como de adorno y mueble de sala: este capítulo me trasladará al gabinete. Yo gusto de su comercio un poco en privado; el público carece de favor y sabor. En los adioses y despedidas nos llenamos de ardor trasponiendo los límites acostumbrados en la afección a las cosas que abandonamos: yo me despido definitivamente de los juegos de la tierra; éstos son nuestros abrazos postreros.

Pero vengamos a mi tema. ¿Qué hizo la acción genital a los hombres, tan natural, necesaria y justa, para no osar hablar de ella sin avergonzarse, y para excluirla de las conversaciones serias y morigeradas? Resueltamente pronunciamos: matar, robar, traicionar, y aquello no nos atreveríamos a proferirlo sino entre dientes. ¿No es declarar que, cuanto menos nos exhalamos en palabras, abultamos más nuestro pensamiento? Porque acontece que las menos usuales, menos escritas y mejor calladas son las mejor sabidas, y más generalmente conocidas. Ninguna edad ni ningún genero de vida las ignoran, como no ignoran lo que pan significa: en todos se imprimen sin ser expresadas, oídas ni pintadas, y el sexo que mejor las sabe está en el deber de callarlas más. Bueno es también que siendo una acción que colocamos bajo la franquicia del silencio, de donde constituye un crimen arrancarla, ni siquiera para acusarla y juzgarla, ni siquiera osamos flagelarla sino es con perífrasis y en imágenes. Gran favor sería para un criminal el considerarlo tan execrable que la justicia estimara injusto el tocarle y el verle, dejándole en salvo por virtud de la enorme condena que merecería. ¿No ocurre en este punto como en materia de libros, los cuales se truecan tanto más venales y públicos cuanto más son suprimidos? Por lo que a mí toca, seguiré a la letra la opinión de Aristóteles, el cual afirma que «el ser vergonzoso sirve de ornamento a la juventud y a la vejez de defecto». Estos versos se predican en la escuela antigua, a la cual me atengo mucho más que a la moderna: las virtudes de aquélla me parecen más grandes y sus vicios menores:

Ceulx qui par trop fuyant Venus estrivent,

faillent autant que ceulx qui trop la suyvent.[1117]

Tu, dea, tu rerum naturam sola gubernas,

nec sine te quidquam dias in luminis oras

exoritur, neque fit laetum, nec amabile quidquam.[1118]

Yo no sé quién pudo indisponer con Venus a Palas y a las Musas enfriándolas con el amor; mas yo no veo otras deidades que mejor se avengan ni que más se deban. Quien de las Musas apartara las amorosas fantasías, robaríalas el más hermoso encanto de que disponer puedan y la parte más noble de su obra; y, quien al amor hiciera perder la comunicación y servicio de la poesía, debilitaríalo en sus mejores armas: procediendo así se carga al dios de unión y benevolencia y a las diosas protectoras de humanidad y de justicia, de ingratitud, vicio y desconocimiento. No hace tanto tiempo que me veo inutilizado para seguir a ese dios para que mi memoria haya echado en olvido sus fuerzas y valores:

Agnosco veteris vertigia flammae[1119];

algún resto de emoción y calor queda cuando la fiebre pasa:

Nec mihi deficiat calor hic, hiemantibus annis![1120]

Por seco y aplomado que me sienta, experimento aún algunos tibios restos de aquel ardor pasado:

Qual l'alto Egeo, pèrche Aquilone o Noto

cessi, che tutto prima il volse e scosse,

non s'accheta egli però: ma'l suono e'l moto

ritien dell'onde anco agitate osse[1121]:

  

pero a lo que se me alcanza, el valor y las fuerzas de ese dios se reconocen más vivos y animados en la pintura de la poesía que en su propia esencia:

Et versus digitos habet[1122]:

aquélla representa no sé qué aspecto más amoroso que el amor mismo. Venus no es tan hermosa por entero despojada de vestiduras, viva y palpitante, como lo es aquí en Virgilio:

Dixerat; et niveis hinc atque hinc diva lacertis

cunctantem amplexu molli fovet. Ille repente

accepit solitam flammam, notusque medullas

intravit calor, et labefacta per essa cucurrit:

non secus atque olim tonitru quum rupta corusco

Ignea rima micans percurrit lumine nimbos.

. . . . . . . . . . . . . . . . .Ea verba locutus,

optatos dedit amplexus, placidumque petivit

conjugis infusus gremio per membra soporem.[1123]

Me parece que la pinta algún tanto conmovida tratándose de una Venus marital. En este prudente comercio los apetitos no se muestran tan juguetones; son más bien sombríos y mortecinos. El amor detesta el mantenerse por otras causas diferentes de las que en él mismo encuentra, y se mezcla flojamente en las uniones que bajo otro título son enderezadas y alimentadas, como la de matrimonio: la alianza y los medios pesan por razón tanto o más que las gracias y la belleza. Dígase lo que se quiera, no se casa uno por sí mismo; en igual grado ejecuta por la posteridad y la familia; la costumbre y el interés del matrimonio tocan a nuestro linaje bien lejos por cima de nosotros; por eso me place el que sea gobernado mejor por tercera mano que con el apoyo de las propias, y por el sentido ajeno mejor que por el suyo. ¿Cuán distinto no es todo esto de los tratos amorosos? De suerte que constituye una especie de incesto el ir empleando en ese parentesco venerable y consagrado los esfuerzos y extravagancias de la licencia amorosa, como me parece haber dicho en otra parte[1124]. «Es preciso, dice Aristóteles, tocar a la mujer propia con severidad y prudencia, no sea que cosquilleándola con lascivia extremada el placer la eche fuera de los linderos de la razón.» Lo que el filósofo dice tocante a la conciencia, emítenlo los médicos en beneficio de la salud corporal, sentando, que un placer excesivamente caluroso, voluptuoso y asiduo, adultera la semilla e imposibilita la concepción». Dicen, además, «que en un enlace languidecedor, como el del matrimonio lo es por naturaleza, para llenarlo de un calor fértil y cabal, precisa practicarlo raramente y al cabo de largos intervalos».

Quo rapiat sitiens Venerem, interiusque recondat.[1125]

Yo no veo otros matrimonios que más temprano se trastornen que los encaminados por la belleza y deseos amorosos. Han menester, para su sostenimiento, de fundamentos más sólidos y constantes y marchar con circunspección suma: el entusiasmo hirviente los disgrega.

Los que creen honrar el matrimonio juntando a él el amor, hacen a mi ver cosa parecida a la de aquellos que para favorecer la virtud sostienen que la nobleza no es diferente a la virtud. Cosas son que algún tanto se avecinan, pero entre ellas hay diversidad grande, y a nada conduce el trastornar sus nombres y sus títulos; confundiéndolas, se perjudican una y otra. Es la nobleza una bella cualidad con razón considerada como tal, mas como quiera que su descendencia es ajena y puede además caer en un hombre vicioso e insignificante, sus méritos quedan muy por bajo de los que en la virtud se suponen. Si virtud es, un artificio visible la preside, puesto que depende del tiempo y la fortuna; según las regiones varía su forma, es viviente y mortal; como el río Nilo carece de nacimiento; es genealógica y común; de consecuencias y símiles; de consecuencia sacada y de consecuencia bien débil. La ciencia, la fuerza, la bondad, la riqueza, la hermosura todas las demás buenas prendas están sujetas a comunicación y comercio; ésta se consume en sí misma y de ningún uso sirve el servicio ajeno. Proponíase a uno de nuestros reyes la elección entre dos competidores al mismo cargo, de los cuales uno era gentilhombre y el otro no: el rey ordenó que sin consideración de esa calidad se optara por el que tuviese mayores méritos; pero que allí donde el valor fuera idéntico, la nobleza se respetase. Con este proceder se la colocaba en su verdadero rango. Antígono contestó a un joven desconocido que le pedía el cargo que su padre, hombre de valer, acababa por la muerte de abandonar: «Amigo mío, repuso Antígono, en estos beneficios no miro tanto la nobleza de mis soldados como pongo a prueba sus merecimientos.» Y en verdad no debe acontecer lo que con los oficiales de los reyes de Esparta (trompetas, músicos, cocineros), a quienes sus hijos sucedían en sus cargos, por ignorantes que fueran, atropellando a los mejor experimentados en el oficio. Los habitantes de Calcuta hacen de los nobles una especie por cima de la humana: el matrimonio les está prohibido y toda otra profesión que no sea la de las armas; pueden tener cuantas concubinas apetezcan y lo mismo rufianes las mujeres, sin que los contrincantes sientan celos los unos de los otros, pero constituye un crimen capital e irremisible el acoplarse con persona de distinta condición que la propia; y se consideran ensuciados con ser solamente tocados al pasar por la calle, y como su nobleza se sienta injuriada y mancillada hasta el último límite, matan a los que un poco se les acercan. De suerte que los villanos están obligados a gritar andando, como los gondoleros de Venecia, al recorrer las calles, para no entrechocarse con los nobles, los cuales les ordenan recogerse en el barrio que quieren, con lo que aquéllos evitan la ignominia que consideran como perpetua, y éstos una muerte irremisible. Ni el transcurso de los lustros, ni el favor del príncipe, ni ningún género de profesión, virtud o riqueza, puede convertir en noble a un plebeyo, lo cual contribuye la costumbre de que los matrimonios están prohibidos entre gentes de distinta profesión; un joven descendiente de zapateros no puede casarse con la hija de un carpintero, y los padres están obligados a encaminar a sus hijos a sus oficios respectivos y no a otros, por donde todos mantienen la distinción y conservación de su fortuna.

Un cumplido matrimonio, de existir, rechaza la compañía y condiciones del amor y trata de representar las de la amistad. Constituye una dulce sociedad de vida, llena do constancia, de confianza y de un número infinito de oficios, útiles y sólidos y de obligaciones mutuas. Ninguna mujer que de semejante unión saborea las delicias,

Optato quam junxit lumine taeda[1126],

quisiera ocupar el lugar de concubina para con su marido. Aun en la afección de éste como mujer está acomodada, lo está más honrosa y seguramente. Aun cuando en otra parte se enternezca y debilite, que se le pregunte entonces mismo «a quién preferiría mejor que aconteciera una deshonra, de entre su mujer o su amada, y de quien el infortunio más lo afligiría, y para quién mayores bienandanzas apetece». La respuesta de estas cuestiones no deja ninguna duda en los matrimonios sanos.

El que tan pocos se vean buenos es signo de su valer y elevado precio. Bien acondicionado y considerado, nada hay más hermoso en la sociedad humana: de él no podemos prescindir, pero sucesivamente vamos envileciéndolo. Ocurre con el matrimonio lo que con los pájaros enjaulados: a los que están por fuera aflige la idea de meterse dentro, y los que están encerrados arden en deseos de escapar. Preguntado Sócrates por lo que ofrecía mayor ventaja, si tomar mujer o no tomarla: «Cualquiera de los dos partidos, dijo, es causa de arrepentimiento.» Es un convenio al que a maravilla cuadra la sentencia de Homo homini, o deus o lupus[1127]; precisa el concurso de cualidades múltiples para edificarlo. Y ocurre en los tiempos en que vivimos que mejor se aviene con las almas sensibles y vulgares, las cuales los deleites, la curiosidad y ociosidad no trastornan tanto como a las otras. Los humores que cual el mío son desordenados, los que detestan toda suerte de lazos y de obligación no se acomodan tan bien;

Et mihi dulce magis resoluto vivere collo.[1128]

Por inclinación natural hubiera huido de elegir ni aun la Cordura misma por esposa, si la cordura lo hubiera deseado; mas es inútil cuanto digamos: la costumbre y los usos de la vida ordinaria nos arrastran. La mayor parte de mis acciones se gobiernan por el ejemplo, no por deliberación; francamente hablando yo no me convidé propiamente, me invitaron, y fui empujado por ocasiones extrañas, pues no ya las cosas incómodas, sino ninguna hay por fea, viciosa y evitable que convertirse no pueda en normal, merced a alguna condición y accidente: ¡hasta tal punto la humana condición es endeble! Fui, como digo, llevado y peor preparado entonces y de peor gana que al presente, después de haberlo experimentado. Licencioso y todo como se me juzga, he observado, sin embargo, con mayor severidad las leyes del matrimonio, de lo que me había prometido y esperaba. No es ya tiempo de cocear cuando uno se dejó uncir voluntariamente: es preciso con toda prudencia gobernar su libertad, y luego de sometidos a la obligación es preciso mantenerse bajo las leyes del deber común, o esforzarse al menos para cumplirlas. Los que contraen matrimonio para menospreciar y odiar, proceden con injusticia e incómodamente; este hermoso precepto que entre ellas veo correr de boca en boca, a la manera o oráculo sagrado:

Sers ton mary comme ton maistre,

et t'en garde comme d'un traistre,

que significa: «Condúcete con él con reverencia forzada, enemiga y desconfiada», grito de guerra y provocación, es semejantemente injurioso y difícil. Yo soy demasiado blando para cumplir un designio tan espinoso. A decir verdad, no he llegado a ese grado de perfecta habilidad y de galantería de espíritu necesarios para confundir la razón con la injusticia, y para poner en ridículo todo orden y toda regla que no concuerde con mis deseos: por odiar la superstición no me lanzo incontinente en la irreligión. Si constantemente no se cumple con los deberes, al meno precisa siempre amarlos y acatarlos. Constituye una traición el casarse sin compenetrarse. Pasemos adelante.

Representa nuestro poeta un matrimonio henchido de armonía y bien avenido en el cual, sin embargo la lealtad no abunda. ¿Quiso decir que no es imposible, entregarse en brazos del amor y reservar al mismo tiempo algún deber para con el matrimonio, y que puede herírsele sin llegar a romperlo por completo? Tal criado estafa a su amo a quien por ello no detesta. La belleza, la oportunidad, la fatalidad, pues también aquí pone la mano,

Fatum est in partibus illis

quas sinus abscondit: nam, si tibi sidera cessent,

nil faciet longi mensura incognita nervi[1129],

lanzáronla en brazos de un extraño, mas acaso no tan enteramente que no pueda guardar algún lazo por donde mantenerse unida a su marido. Son dos designios, que tienen caminos distintos imposibles de confusión: una mujer puede entregarse a un individuo de quien en modo alguno hubiera querido ser esposa, y no ya por las condiciones de fortuna, sino por la índole personal. Pocos se casaron con amigas que no se hayan arrepentido luego; y hasta en el otro mundo, ¡qué malas migas hicieron Júpiter y su mujer, a quien aquél había practicado y disfrutado de antemano por amores pasajeros! Esto es lo que se llama ensuciarse en el cesto para después encasquetárselo. En mi tiempo me he visto, y en algún lugar privilegiado, curar vergonzosa y deshonestamente el amor con el matrimonio: los procedimientos son muy otros. Podemos amar sin ligarnos dos cosas diversas y que se contrarían. Decía Isócrates que la ciudad de Atenas gustaba a la manera de las damas a quienes se sirve por amor; todos apetecían pasearse por ella para distraerse, pero nadie la amaba para casarse, es decir, para habituarse y domiciliarse. He visto con desconsuelo maridos que odiaban a sus mujeres. Por el solo hecho de engañarlas; al menos no es necesario quererlas menos por razón de nuestras culpas; siquiera el arrepentimiento y la compasión deben en más caras convertímoslas.

Fines son diferentes y sin embargo compatibles en algún modo, dice el poeta: El matrimonio tiene de su parte la utilidad, la justicia, el honor y la constancia es un placer llano pero general: El amor se fundamenta únicamente en el placer y en verdad lo posee más cosquilloso, vivo y agudo; es un placer que la dificultad atiza; el amor ha menester de abrasamientos picaduras, y ya no es tal si carece de flechas y de fuego. La liberalidad de las damas es demasiado pródiga en el matrimonio y embota el filo de la afección y el del deseo: para huir este inconveniente ved el remedio que adoptaron en sus leyes Platón y Licurgo.

Las mujeres no obran mal cuando rechazan las reglas de la vida en la sociedad corrientes, puesto que son los hombres quienes sin el concurso de ellas las forjaron. Entre ellas y nosotros existen naturalmente querellas y dificultades: y hasta la más íntima unión que con ellas nos sea dable mantener es de índole tempestuosa y tumultuaria. Según el parecer de nuestro autor, tratámoslas inconsideradamente en este particular. Luego que venimos en conocimiento de que son, sin comparación, más capaces y ardientes que nosotros en los efectos del amor, como lo testimonió aquel sacerdote de la antigüedad, que fue unas veces mujer y hombre otras,

Venus huic erat utraque nota[1130];

y luego que supimos por propia confesión la prueba que hicieron en lo antiguo, en diversos siglos, un emperador y una emperatriz romanos, maestros consumados y famosos en esta labor (él[1131] desdoncelló en una noche a diez vírgenes sármatas, sus cautivas, pero ella[1132], proveyó cumplidamente, también en una noche, a veinticinco sitiadores, cambiando de compañía según sus necesidades y apetitos),

Adhuc ardens rigidae tentigine vulvae,

et lassata viris, nondum satiata, recessit[1133];

y que sobre la querella sobrevenida en Cataluña entre una mujer que se quejaba de los empujes demasiado asiduos de su marido, no tanto a mi ver por sentir desaliento (pues de dos milagros sólo creo en los que la fe nos impone), como por coartar con este pretexto y reprimir la libertad, en aquello mismo que constituye la acción fundamental del matrimonio, la autoridad de los maridos hacia sus mujeres, y para mostrarnos que sus ojerizas y malignidades van más allá del echo nupcial pisoteando las gracias y dulzuras de la misma Venus; a la cual queja el marido, hombre verdaderamente brutal y desnaturalizado, repuso que hasta en los días de ayuno no era capaz de pasarse sin diez arremetidas. Intervino con motivo del litigio el notable decreto de la reina de Aragón según el cual, después de madura reflexión del Consejo, esa buena soberana ordenó, como límites razonables y necesarios, el número de seis por día para dar así regla y ejemplo en todo tiempo de la moderación y modestia requeridas en un cabal matrimonio aflojando y descontando mucho de la necesidad y deseo, de su sexo, «para dejar sentada, decía, una solución fácil, y por consiguiente permanente e inmutable»; por lo cual los doctores observaron: «¡Cuáles no serán el apetito y la concupiscencia femeninas, puesto que su razón, enmienda y virtud se tasan en ese precio!» considerando la diversa apreciación que nuestros apetitos les merecían. Solón, patrón de la escuela legista, no admite más que tres desahogos mensuales para no llegar al hartazgo en la frecuentación conyugal. Después de haber prestado crédito a todo esto y de haberlo igualmente predicado, fuimos a aplicar a las mujeres la continencia como patrimonio, y a castigar la falta de ella con las últimas y extremas penas.

Ninguna pasión tan avasalladora como ésta, a la cual queremos que resistan ellas solas, y no ya como a un vicio de su medida, sino como a la abominación y a la execración, más todavía que a la irreligión y al parricidio, mientras los hombres nos entregamos a ella sin escrúpulos ni reparos. Aquellos de entre nosotros que intentaron calmarla confesaron de sobra la dificultad, o más bien la imposibilidad que para ello encontraron, usando de remedios materiales con que sofrenar, debilitar y refrescar el cuerpo: nosotros, por el contrario, las queremos sanas, vigorosas y en buen punto; bien nutridas y castas juntamente, es decir, ardorosas y frías, pues el matrimonio, que a nuestro dictamen tiene a cargo impedirlas arder, las procura escaso refrescamiento dadas nuestras costumbres; y si aciertan a dar con un hombre en quien el vigor de la edad bulle todavía, ese mismo se gloriará de esparcirlo por otra parte:

Sit tamdem pudor; aut eamus in jus;

multis rnentula millibus redempta,

non est haec tua, Basse; vendidisti[1134];

Polemón el filósofo fue equitativamente llevado ante la justicia por su esposa, por el motivo de ir sembrando en terreno estéril el fruto debido al campo genital; y no hablemos de los vejestorios que se unen con mujeres jóvenes pues éstas en pleno matrimonio son de condición peor que las vírgenes y las viudas. Considerámoslas como bien provistas porque tienen un hombre junto a ellas, como los romanos tuvieron por violada a la vestal Clodia Laeta a quien Calígula se acercara, aun cuando luego se probase que ni siquiera la había tocado. Ocurre precisamente todo lo contrario, pues por aquel medio se recarga su necesidad, por cuanto el rozamiento y compañía del macho hacen despertar el calor que en la soledad permanecería más sosegado; y verosímilmente, por esta causa de que su castidad recíproca fuera más meritoria, Boleslao, y Kinye, su esposa, reyes de Polonia, hicieron de ella voto de común acuerdo estando juntos en el lecho el día mismo de sus bodas, manteniéndola en las barbas mismas de los goces maritales.

Educámoslas desde la infancia para el juego del amor: sus gracias, sus adornos, su ciencia, sus palabras, toda su instrucción miran únicamente a ese fin. Sus gobernantas no las imprimen cosa distinta del semblante amoroso con sólo representárselo constantemente para que lo odien. Mi hija (es todo cuanto poseo en punto a criaturas) se encuentra en la edad en que las leyes consienten casarse a las más ardientes; es de complexión tardía, fina y delicada, y ha sido educada por su madre por el mismo tenor, conforme a los principios de una vida retirada y encajonada, tanto que apenas comienza ahora a desembobarse de la simpleza infantil. Como leyera un día en mi presencia un libro francés, tropezó con la palabra fouteau[1135], nombre de un árbol conocido, y la señora a cuyo cargo está encomendada la detuvo de pronto con alguna brusquedad, haciéndola deslizar por encima de este mal paso. Yo no me hice cargo de la cosa por no trastornar sus disciplinas, pues en manera alguna me inmiscuyo en esa receptiva: el gobernamiento femenino sigue una marcha misteriosa que precisa dejar a las mujeres encomendadas; pero si no me engaño, diré que ni siquiera el comercio de seis meses consecutivos con veinte lacayos juntos hubiera sabido imprimir en su fantasía la inteligencia, el uso y todas las consecuencias del sonido de esas sílabas criminales, como lo hizo la buena anciana con su reprimenda y prohibición.

Motus doceri gaudet Ionicos

matura virgo, et frangitur artubus

jam nunc, et incestos amores

de tenero meditatur ungui.[1136]

Que las damas prescindan algún tanto de la ceremonia; que sean libres en el hablar; nosotros somos unas pobres criaturas comparadas con ellas en esta ciencia. Oídlas representar nuestros perseguimientos y nuestras conversaciones, y os harán creer, a no caber la menor duda, que nosotros no las enseñamos nada que ya no supieran y hubieran digerido sin nuestro concurso. ¿Será verdad lo que Platón afirma, o sea que antes que mujeres fueron jóvenes desenfrenados? Mi oído se encontró un día en lugar donde pudo atrapar un poco de la charla que entre ellas sostienen cuando creen que nadie las oye. ¡Que no pueda yo decir lo que oí! ¡Santo Dios! (exclamé yo), vamos ahora a estudiar las frases de Amadís y las de mis registros de Bocaccio y el Aretino, para no quedar deslucidos. ¡Bonito modo tenemos de emplear nuestro tiempo! No hay palabra, ni ejemplo, ni acción que no conozcan mejor que nuestros libros: es esta una ciencia que germina en sus venas,

Et mentem Venus ipsa dedit[1137],

y que esos buenos preceptores que se llaman naturaleza, juventud y salud soplan constantemente en su alma; no tienen necesidad de aprenderla, porque la engendran

Nec tantum niveo gavisea est ulla columbo

compar, vel si quid dicitur improbius,

osenta mordenti semper decerpere rostro,

quantum praecipue multivola est mulier.[1138]

Si no se detuviera algo sujeta esta natural violencia de sus deseos por el temor y honor de que se las ha provisto, nos difamarían. Todo el movimiento del universo se resuelve y encamina a este acoplamiento; es una materia infusa por doquiera, y un centro al cual todas las cosas convergen. Todavía se ven ordenanzas de la antigua y prudente Roma, cuya misión era reglamentar el amor; y los preceptos de Sócrates para instrucción de las cortesanas:

Necnon libelli stoici inter sericos

jacera pulvillos anant[1139]:

Zenón entre sus leyes reglamentaba también los esparrancamientos y sacudidas del desdoncellar. ¿Qué espíritu informaba el libro de la conjunción carnal, del filósofo Estrato? ¿De qué trataba Teotrasto en los que intituló, uno el Amoroso y otro del Amor? ¿De qué Aristipo en el suyo de las Antiguas Delicias? ¿Adónde van a parar las descripciones tan amplias y vivientes que hace Platón de los amores más arriesgados de su tiempo? ¿Y el libro el Amoroso de Demetrio Falereo? ¿Y Clinias, o el Amoroso forzado, de Heráclito Póntico? ¿Y Antístenes en el procrear hijos o de las Bodas, y en otro que llamó del Maestro, o del Amante? ¿Y el que Aristo nombró de los Ejercicios amorosos? ¿Y, en fin, los de Cleanto, uno del Amor y otro del Arte de amar; los Decálogos amorosos, de Sfereo; la fábula de Júpiter y Juno, de Crisipo, que llega al colmo de la desvergüenza, y sus cinco epístolas impregnadas de lascivia? Y todo esto, dejando a un lado los escritos de los filósofos que siguieron la secta epicúrea, protectora de los placeres. Cincuenta deidades fueron en lo antiguo protectoras del oficio de desdoncellar, y nación hubo donde para adormecer la concupiscencia de los devotos, había prestas en las iglesias doncellas y muchachos para ser disfrutados, siendo una parte de la ceremonia el servirse de ellos antes de comenzar los oficios: nimirum propter continentiam incontinentia necessaria est; incendium ignibus exstinguitur[1140].

Esta parte de nuestro cuerpo fue deidificada en casi todo el mundo. En una misma provincia los unos se la desollaban para ofrecer y consagrar un fragmento de ella; los otros consagraban y ofrecían su semilla. En algunos sitios los jóvenes se la atravesaban en público, oradaban diversos puntos entre cuero y carne, y por estas aberturas hacían asar palillos, los más gruesos y largos que podían sufrir; luego encendían lumbre con ellos para ofrenda a sus dioses, y eran considerados como flojos e impuros si la fuerza de ese dolor cruento los transía. En algunas regiones el magistrado más reverendo alcanzaba dignidad sagrada por sus órganos, y en algunas ceremonias la efigie era llevada pomposamente en honor de diversas divinidades. Las damas egipcias en la fiesta de las Bacanales llevaban colgado al cuello un falo de madera minuciosamente trabajado, pesado y grande, cada una según su resistencia; además la imagen de su dios ostentaba uno que sobrepujaba en longitud el resto del cuerpo. Las mujeres casadas, no lejos de mi comarca, forjan con su cofia una figura que cae sobre su frente para gloriarse del placer que las procura, y en llegando a la viudez a echan atrás enterrándola bajo su peinado. En Roma las matronas más prudentes se honraban ofreciendo flores y coronas a Priapo, y sobre las partes menos honestas de este dios hacían sentar a las vírgenes en la época de sus bodas. No estoy seguro, pero se me figura haber visto en mi tiempo una ceremonia parecida. ¿Qué significaba esa ridícula pieza en los calzones de nuestros padres, que todavía se ve en los suizos de la guardia real? ¿Y la nuestra que aun en el día presentamos con todos sus contornos, bajo nuestros gregüescos, y lo que aún es más de lamentar, que abultamos más allá de sus medidas por impostura y falsedad? Ganas me dan de creer que esta suerte de vestidura fue ideada en los mejores y más honrados siglos para no engañar a las gentes; para que cada cual mostrase en público lo que particularmente presentaba, y los pueblos más sencillos en sus usos lo ostentan, todavía sin aumentos. Entonces se enseñaba la ciencia de medir y vestir este órgano, como hoy, miden, visten y calzan el brazo y el pie. Aquel buen hombre que en mi juventud castró tantas hermosas y antiguas estatuas en la gran ciudad donde vivía para no corromper la vista de las gentes, siguiendo el parecer de este otro antiguo hombre bueno,

Flagitii principium est, nudare inter cives corpora[1141],

debió tener en cuenta que en los misterios de la buena diosa toda apariencia masculina permanecía oculta, e igualmente que con su cruenta medida nada conseguía si no castraba igualmente a los caballos, a los asnos y, en fin, a la naturaleza toda:

Omme adeo genus in terris, hominumque, ferarumque,

et genus aequoreum, pecudes, pictaeque volucres,

in furias ignemque ruunt.[1142]

Los dioses, dice Platón, nos proveyeron de un órgano desobediente y tiránico que, como animal furioso, se obstina por la violencia de sus apetitos en someterlo todo a su imperio; lo propio acontece a las mujeres con el suyo: cual animal glotón y ávido, si se le niegan los alimentos en el momento en que los ha menester, se encoleriza por no admitir espera, y exhalando su rabia espumante en el cuerpo de aquélla, obstruye los conductos y detiene la respiración, causando mil suertes de males, hasta que habiendo absorbido el fruto de la sed común, fue regado copiosamente y sembrado el fondo de su matriz.

De suerte que debió advertir también el castrador de estatuas que acaso sea una más honesta y fructuosa costumbre hacer a las mujeres tempranamente conocer el natural a lo vivo, que dejarlas adivinarlo según la libertad y el calor de su fantasía; en lugar de las partes auténticas sustituyen ellas por deseo y esperanza otras que son tres veces mayores; uno a quien yo conocí se perdió por haber hecho el descubrimiento de las suyas cuando no estaba todavía en posesión de ponerlas en su uso más serio y conveniente. ¿Qué trastornos no ocasionan esas enormes pinturas que los muchachos van esparciendo por los pasillos y escaleras de las casas reales? De aquí nace el cruel menosprecio con que miran nuestra medida natural. ¿Quién sabe si Platón al ordenar, siguiendo el ejemplo de otras repúblicas bien instituidas, que hombres y mujeres, viejos y jóvenes, se presentaran desnudos los unos delante de los otros en sus gimnasios, tuvo presente lo que al principio dije? Las indias, que ven a los hombres en pelota, refrescaron al menos el sentido de la vista; y digan lo que quieran las mujeres del dilatado reino del Pegu, las cuales por bajo de la cintura no tienen para cubrirse sino una banda de lienzo hendida por delante, tan estrecha, que por mucho decoro que quieran guardar a cada paso muestran sus partes al descubierto, en punto a afirmar que esto es una invención ideada con el fin de atraer los hombres y acercarlas los machos, a los cuales ese país está por completo abandonado, podría decirse que con semejante vestidura pierden más que ganan, y que un hambre entera es más ruda que la que se calmó al menos con los ojos. Por eso Livia decía «que para una mujer de bien un hombre desnudo en nada difiere de una imagen». Las lacedemonias, más vírgenes que nuestras hijas, veían a diario a los jóvenes de su ciudad despojados de ropas en sus ejercicios; ellas mismas eran poco minuciosas para cubrir sus muslos al andar, considerándolos, como Platón dice, sobrado ocultos con su virtud, sin cota ni malla. Pero aquellos otros, de quienes habla san Agustín, que pusieron en duda si las mujeres el día del juicio final resucitarán en su propio sexo o más bien en el nuestro, para no tentarnos todavía en aquel solemne momento, concedieron un maravilloso influjo de tentación a la desnudez. Se las adiestra, en suma, y encarniza por todos los medios imaginables; nosotros escaldamos e incitamos su imaginación sin tregua ni reposo y luego culpamos al vientre. Confesemos abiertamente la verdad; apenas hay ninguno de entre nosotros que no temiera más la deshonra que los vicios de su mujer le acarrean de lo que teme a los suyos propios; que no cuide más (¡extraordinario ejemplo de caridad!) de la conciencia de su buena esposa que de la suya propia; que mejor no prefiera ser, ladrón y sacrílego, y su mujer criminal y hereje, que el que ella ni fuera más casta que su marido: ¡inicuo modo de juzgar los vicio! Así ellas como nosotros somos capaces de mil corrupciones más perversas y desnaturalizadas que la lascivia; lo que ocurre es que cometemos y pesamos los vicios, no según su naturaleza, sino conforme a nuestro interés: por eso adoptan tantas formas desiguales.

El ansia de nuestros deseos convierte la aplicación de las mujeres a este vicio en más áspera y enfermiza de lo que es realmente la naturaleza misma de él, procurándole al par consecuencias peores de las que nacen de su causa. Mejor ofrecerán las damas ir a palacio a buscar fortuna y a la guerra nombradía, que conservar en medio de la ociosidad y de las delicias una cosa de tan difícil guardar. ¿No ven ellas que no hay comerciante, ni procurador, ni soldado que no abandonen su tarea para correr a esta otra, y al mozo de cordel y al zapatero remendón, rendidos de fatiga y aliquebrados por el trabajo y el hambre

Num tu, quae tenuit dives Achremenes,

aut pinguis Phrygiae Mygdonias opes,

permutare velis crine Licymniae,

plenas aut Arabum domos,

dum fragantia detorquet ad oscula

cervicem, aut facili saevitia negat,

quae poscente magis gaudeat eripi,

interdum napere occupet?[1143]

Yo no sé si las hazañas de César y Alejandro sobrepujan en rudeza la resolución de una joven hermosa educada a nuestro modo, a la luz y comercio del mundo, formada con el concurso de tantos ejemplos contrarios, y que se mantiene entera en medio de mil continuos y vigorosos perseguimientos. No hay quehacer tan espinoso como este no hacer, ni tampoco más activo; creo más fácil llevar coraza toda la vida que guardar la doncellez: y el voto de castidad lo considero como el más noble de todos, por ser el más penoso: Diaboli virtus in lumbis est[1144], dice san Jerónimo.

Efectivamente, el más arduo y vigoroso de los humanos deberes encomendámoslo a las damas, sustrayéndolas la gloria. Esto debe servirlas de singular aguijón para obstinarse, y de magnífico punto de apoyo para desafiarnos y pisotear la preeminencia vana de valer y virtud que sobre ellas pretendernos poseer: siempre encontrarán, si así lo quieren, la manera de ser, no sólo más estimadas, sino también más amadas. Un galán no abandona su empresa por ser repelido, siempre y cuando que se trate, de un repelimiento de castidad, no de elección. Inútil es que juremos, que amenacemos y que nos quejemos: no hay golosina semejante a la cordura cuando no es ruda ni huraña. Es estúpido y cobarde el obstinarse contra el odio y el menosprecio, pero ponerse frente a una resolución virtuosa y firme que va mezclada con una, voluntad reconocida, es el ejercicio de un alma noble y generosa. Pueden las damas reconocer nuestros servicios hasta cierto límite y hacernos experimentar honestamente que no nos menosprecian, pues esa ley que las ordena abominarnos porque las adoramos y odiarnos porque las amamos es cruel, aun cuando no sea más que por su dificultad. ¿Por qué no han de oír nuestras ofertas y peticiones en tanto que se mantengan dentro del deber y la modestia? ¿Qué importa el que se adivine que en su interior experimentan algún sentido más libre? Una reina de nuestro tiempo decía ingeniosamente «que rechazar esos asedios es testimonio de flaqueza, y acusación de la propia facilidad; y que una mujer no sitiada carecía de derecho para encomiar su castidad». Los límites del honor no son tan encajonados ni reducidos; pueden ensancharse y procurarse alguna libertad sin incurrir en culpa: más allá de sus fronteras se descubre una extensión libre, indiferente y neutra. Quien pudo franquearla y sujetar con la violencia hasta en su rincón y su fuerte, es un hombre desmañado cuando no se satisface de su andanza: el valor de la victoria se mide por la dificultad. Queréis saber el efecto que en su corazón produjeron vuestra servidumbre y vuestros méritos: tal puede más otorgar que se queda corto. La obligación del beneficio se relaciona por entero con la voluntad del que da; las otras circunstancias que acompañan al bien obrar son mudas, muertas y casuales: ese poco le cuesta más otorgarlo no todo a su compañera. Si en algún caso la rareza sirve de estimación, debe ser en el presente; no miréis lo poco que es, sino lo poco que hay: el valor de la moneda cambia según los sitios y lugares. Aunque el despecho y la indignación de algunos puedan hacerlos murmurar movidos por el exceso de su descontento, siempre la virtud y la verdad ganan de nuevo el lugar merecido. Yo he visto algunas cuya reputación fue largamente injuriada, colocarse en la estimación general de los hombres por virtud de su propia constancia, sin cuidados ni artificios; cada cual se arrepiente y se desmiente de lo que creyera; damas que fueron un tanto sospechosas ocupan luego el primer rango entre las de honor más acrisolado. Como alguien dijera a Platón: «Todo el mundo dice mal de vosotros.» «Dejadlos decir, repuso, viviré de suerte que los haga cambiar de manera de ver.» A pesar del temor de Dios y el premio de una gloria tan rara, la corrupción secula las fuerza, y si yo estuviera en su lugar nada haría menos que poner mi reputación en manos tan peligrosas. En mi tiempo, el placer de referir hazañas (cuya dulzura equivale al realizarlas) sólo era consentido a aquellos que tenían algún amigo fiel y único: al presente las conversaciones ordinarias de las asambleas y las de sobremesa constitúyenlas las jactancias de los favores recibidos y la secreta cualidad de las damas. En verdad es abyecto y declara bajeza de corazón el dejar así con altivez perseguir, encenagar y destrozar esas ingratas, tan indiscretas y tan sin seso.

Esta nuestra exasperación inmoderada e ilegítima contra el vicio de que hablo, nace de la más vana y tormentosa enfermedad que aflige a las humanas almas, que son los celos.

Quis vetat apposit lumen do lumine sumi?

Dent licet assidue, nil tamen inde perit.[1145]

Los celos y la envidia, hermana de ellos, se me antojan las más absurdas de la comitiva. De la segunda apenas si yo puedo decir nada: esa pasión que se pinta tan poderosa y avasalladora, nunca ejerció, Dios sea loado, influencia alguna sobre mí. En cuanto a la otra, de vista la conozco al menos. Los animales la experimentan. Enamorado de una cabra el pastor Cratis, el cabrón le sorprendió dormido, y movido por los celos hizo chocar su cabeza contra la de su rival, despachurrándosela. Nosotros hemos llegado al último límite de esa fiebre, a imitación de algunas naciones bárbaras: las mejor disciplinadas fueron por los celos afectadas, lo cual es razonable, mas no transportadas:

Ense maritali nemo confossus adulter

purpereo Stygias sanguine tinxit aquas.[1146]

Luculo, César, Pompeyo, Catón, Marco Antonio y otros hombres honrados fueron cornudos, y lo supieron, sin que por ello excitasen ningún tumulto. Hacia la época en que esos varones vivieron, sólo hubo un individuo insulso, llamado Lépido, que sucumbió de celosa angustia:

Ah!, tum te miserum maliqui fati,

quem attractis pedibus, patente porta,

pecurrent raphanique mugilesque.[1147]

Y el dios de nuestro poeta, cuando sorprendió con su mujer a uno de sus compañeros, se contentó con avergonzarle por su hazaña,

Atque aliquis de dis non tristibus optat

sic fieri turpis[1148];

sin dejar, sin embargo, de encenderse por las blandas caricias con que la dama al galán brindaba, quejándose de que ella hubiera entrado en desconfianza de su afección:

Quid causas petis ex alto?, fiducia cessit

quo tibi, diva, mei?[1149]

y hasta llega la dama a solicitar licencia para engendrar un bastardo,

Arma rogo genitrix nato.[1150]

que le es liberalmente concedida. Vulcano habla con honor de Eneas,

Arma acri facienda viro[1151],

de una humanidad a la verdad más que humana, exceso de bondad que yo consiento el que a los dioses se arrebate:

Nec divis homines componier aequum est.[1152]

Por lo que toca a la confusión de hijo si aparte de que los legisladores más graves la aprueban y ordenan en todas sus constituciones, es cosa que a las mujeres no incumbe, en las cuales la pasión celosa es no sé cómo más sosegada:

Saepe etiam Juno, maxima caelicorum,

cunjugis in culpa flagravit quotidiana.[1153]

Cuando los celos se apoderan de las almas pobres, débiles y sin resistencia, compasión inspira el ver cómo las atormentan y tiranizan, y cuán cruelmente. Insinúanse so color de amistad, mas luego que en aquéllas prenden, las mismas causas que a la benevolencia servían de fundamento forman la raíz del odio capital. Entre todas las enfermedades del espíritu, es ésta a la que más cosas alimentan y nutren y la que menos remedios encuentra: la salud, la virtud, el mérito y la reputación del marido son la incendiaria tea de su mal talante y de su rabia:

Nullae sunt inimicitiae, nisi amoris, acerbae.[1154]

Esta fiebre corrompe y afea cuanto las damas tienen de hermoso y bueno; y de una mujer a quien los celos matan, por casta y hacendosa que sea, no hay acción que no respire el agrior y la importunidad; es una revolución rabiosa que las lanza a una extremidad en todo contraria a la causa que reconoce por origen; lo cual vemos bien comprobado por Octavio en Roma, quien habiendo pernoctado con Poncia Postumia, aumentó por el goce el amor que la profesaba y frenéticamente abrazó la idea de casarse con él; pero como no llegara a persuadirle ese amor extremo precipitó al amante a la más cruel y mortal de las enemistades, concluyendo por matarla. Análogamente los síntomas ordinarios de esa otra enfermedad amorosa son los odios intestinos, las cábalas y las conjuras:

Notumque furens quid femina possit[1155],

y una rabia que se corroe tanto más cuanto que se ve sujeta a encubrirse con pretextos de benevolencia.

Ahora bien; el deber que la castidad impone es por naturaleza amplísimo. ¿Es la voluntad lo que queremos que contraigan?. Ésta es de nuestro mecanismo una de las partes más flexibles y activas, poseedora de una prontitud demasiado rápida para que sea dable contenerla. ¡Cómo poder embridarla si los sueños las llevan a veces tan adentro que son ya incapaces de pararse? No reside en ellas ni acaso tampoco en la castidad misma, puesto que ésta es hembra, el defenderse contra las concupiscencias del deseo. Si su voluntad sólo es lo que nos interesa, ¿adónde vamos a parar? Imaginad la cosecha enorme que se procuraría quien tuviera el privilegio de ser conducido resistentemente armado, sin ojos y sin lengua en las manos de cada una que por amante le aceptara. Las mujeres de Escitia saltaban los ojos a todos sus esclavos y prisioneros de guerra para disfrutarlos, de una manera más libre y encubierta. En este punto la oportunidad es una ventaja inconmensurable. A quien me preguntara cuál es la primera condición del amor, yo le respondería que el saber acudir en tiempo oportuno; y lo mismo la segunda y la tercera: ésta es una circunstancia que lo puede todo. Frecuentemente, la fortuna dejó de serme favorable, mas otras mi iniciativa fue escasa: Dios preserve de mal a quien de ello es capaz de mofarse. En este siglo en que vivimos hay escasez de arrojo, lo cual nuestras jóvenes excusan so pretexto de calor ardiente, pero si de cerca lo consideraran, encontrarían que proviene más bien de menosprecio. Supersticiosamente temía yo inferir ofensa, pues respeto de buen grado lo que amo; y por otra parte quien de este comercio aleja la reverencia, borra a la par su lustre principal: yo gusto que niñeemos un poco; que nos mostremos temerosos y servidores rendidos. Si no por entero en este particular, por respectos distintos me dominan algunos resquicios de la vergüenza torpe de que habló Plutarco y por ella fui herido y manchado durante el curso de mi vida, lo cual constituye una cualidad que mal se aviene con mi común manera de ser. Así nos hallamos formados de cualidades que se contradicen y discrepan. Mis ojos son tan débiles para resistir un feo como para planificarlo, y me cuesta tanto solicitar del prójimo, que en las ocasiones en que el deber me forzó a experimentar la voluntad de alguien en cosa dudosa y de coste lo hice débilmente y de mala gana. Pero si a mí particularmente toca la comisión, aunque con verdad diga Homero «que para el indigente es torpe virtud la vergüenza», ordinariamente encomiendo a un tercero que enrojezca en mi lugar; y lo propio hago cuando alguno no emplea en dificultad semejante, de tal suerte que a veces me aconteció tener la voluntad de negar, mas la fuerza estuvo ausente.

Es, pues, locura intentar la sujeción en las mujeres de un deseo que las es tan hirviente y natural. Cuando las oigo enaltecerse de tener su voluntad tan virgen y tan fría, sonrío; ellas retroceden demasiado. Si se trata de una vieja decrépita y desdentada, o de una joven seca y ética, aunque del todo no sea creíble, al menos motivos tienen para declararlo. Mas aquellas que se mueven y todavía respiran empeoran la causa que defienden, por cuanto las inconsideradas excusas sirven de acusación; como sucedió a un gentilhombre de mi vecindad a quien de impotencia se sospechaba,

Languidior tenera cui pendens sicula beta

nunquam se mediam sustulit ad tunicam[1156],

tres o cuatro días después de sus bodas andaba jurando resueltamente que había efectuado veinte viajes la noche precedente, por donde procuró armas para que le convencieran de ignorancia supina, y para que le descasaran. Debe además tenerse presente que con aquellas bravatas nada se dice de consecuencia, pues no hay continencia ni virtud sin la lucha que a ellas nos encaminan. Verdad es, preciso es decirlo, mas yo no estoy presto a rendirme; los santos mismos hablan del mismo modo. Entiéndase de las que se alaban a ciencia cierta de frialdad e insensibilidad y quieren ser creídas mostrando serio el semblante; pues cuando éste es afectado, cuando los ojos desmienten las palabras y la jerga profesional produce un efecto contrario al que se apetece, la encuentro buena. Yo me inclino de buen grado ante la ingenuidad y la libertad; mas no hay término medio posible: cuando aquélla no es de todo en todo simplona e infantil, es inepta y sienta mala a las damas en este comercio, torciendo muy luego hacia la desvergüenza. Sus disfraces y sus gestos no engañan sino a los tontos. El mentir reside en lugar de honor: una vuelta es lo que nos conduce a la verdad por la puerta falsa. Si ni siquiera nos es dable contener su imaginación, ¿qué pretendemos de ella? Bastantes hay que escapan a toda comunicación extraña, por los cuales la castidad puede ser corrompida;

Illud saepe facit, quod sine teste facit[1157]:

y los que tememos menos son quizás los más temibles; sus pecados mudos son de entre todos los peores:

Offendor moecha simpliciere minus.[1158]

Efectos hay que pueden hacer perder el pudor sin impudor y, lo que es más singular todavía, sin que ellas mismas lo conozcan: obstetrix, virginis cujusdam integritatem manu cvelut explorans, sive malevolentia, sive inscitia, sive casu, dum inspicit perdidit[1159]: tal extravió su virginidad por haberla buscado; tal otra divirtiéndose la mató. No podríamos puntualmente circunscribirlas los actos que las prohibimos; es preciso que reciban nuestra ley envuelta en palabras generales e inciertas: la idea misma que nos forjamos de su castidad es ridícula, pues entre los ejemplos más relevantes que conozco figura Fatua, mujer de Fauno, quien no se dejó ver después de sus bodas de ningún macho, y la de Hierón, que no echaba de ver que a su marido le apestaba el aliento, considerando que ésa era una circunstancia común a todos los hombres: solicitamos que se conviertan en insensibles o invisibles para satisfacernos.

Ahora bien, confesemos que el nudo del juzgar en lo que con este deber toma reside principalmente en la voluntad. Maridos hubo que sufrieron este percance, no sólo sin censurar ni castigar a sus mujeres, sino con singular obligación y recomendación de la virtud de ellas. Tal que anteponía el honor a la vida prostituyó aquél al apetito desenfrenado de un mortal enemigo por salvar la existencia de su esposo, realizando por él lo que en modo alguno por sí misma hubiera hecho. No es esto lugar adecuado para esparcir ejemplos análogos; son sobrado elevados, y ricos en demasía para representarlos en el tenor como aquí escribo; guardémoslos para un sitial más noble. Mas por lo que toca a casos de significación menos grande, ¿no vemos a diario entre nosotros que por la sola utilidad de sus maridos se entregan? ¿y por orden y expresa intervención de ellos? En la antigüedad Faulio, el argiense, ofreció la suya al rey Filipo para saciar su ambición; y por cortesanía Galba puso la propia en brazos de Mecenas a quien éste había convidado a un festín: viendo que su mujer y él comenzaban a conspirar mediante ojeadas y señas, se dejó caer en el sofá como un hombre ganado por el sueño para volver la espalda a estos amores, lo cual confesó buenamente, pues habiendo en el instante mismo un criado tenido el arrojo de poner la mano en los vasos que en la mesa había, gritolo como si tal cosa: «¿Cómo se entiende, bribón? ¿no ves que sólo para Mecenas duermo?» Tal hay de costumbres desbordadas cuya voluntad es más enmendada que la de otra que se conduce bajo ordenada apariencia. Como vemos quienes se quejan de haber sido consagradas a la castidad antes de la edad en que penetrar pudieran el alcance de tal voto, encontramos también otras que se lamentan de haber sido lanzadas a la prostitución antes de comprender sus consecuencias. El vicio paternal puede ser la causa, o el empuje de la necesidad, que es dura consejera. En las Indias orientales la castidad era considerada como particularmente recomendable; la costumbre, sin embargo, consentía que una mujer casada pudiera abandonarse a quien la presentaba un elefante, y a más se añadía a ello alguna gloria por haber sido en tan alto precio estimada. Fedón, el filósofo, hombre honrado, después de la toma de su país de Elida, prostituyó y comerció con la belleza de su juventud mientras se mantuvo verde, con quien quiso, por dinero contante para procurarse medios de vivir. Y Solón, dícese que fue el primero en Grecia que por virtud de sus leyes concedió a las mujeres libertad a expensas del pudor, para socorrer las necesidades de su vida, costumbre que Herodoto dice haber sido recibida en algunas otras naciones. Y después de todo, ¿qué fruto se alcanza de la solicitud penosa que los celos nos acarrean? Por justicia que en esta pasión haya, precisa sabor además si útilmente nos conduce. ¿Hay alguien, que merced a los esfuerzos de su industria se crea capaz de tapiarlas?

Pone seram; cohibe: sed quis custodiet ipsos

custodes?, cauta est, et ab illis incipit uxori[1160]:

¿qué artimaña no las basta en un siglo tan competente?

La curiosidad es en todas las cosas instrumento vicioso, mas en este particular es pernicioso por añadidura: es locura querer darse cuenta de un mal para el cual remediar no hay medicina que no lo empeore y reagrave, del cual la vergüenza, se aumenta y publica principalmente por los celos, cuya venganza hiere más a nuestros hijos de lo que a nosotros nos alivia. Os secáis y morís en el inquirimiento de una comprobación tan tenebrosa. ¡Cuán lastimosamente llegaron a ella aquellos de mis conocidos que lograron tocarla! Si el advertidor no procura al par que la noticia su remedio y su socorro, el advertimiento es injurioso y merece mejor una puñalada que la negación del delito. No es objeto de burlas menores quien se encuentra apenado buscando la cansa de su deshonra que aquel que de todo la ignora. El carácter de la cornamenta es indeleble; a quien una vez le crecieron no se le caen jamás: el castigo más que los efectos lo declara. ¡Bueno es eso de querer arrancar de la sombra y de la duda nuestras desdichas privadas para trompetearlas en andamios trágicos! Errado proceder si los hay, puesto que estos males no punzan sino por la divulgación: buena esposa y matrimonio bueno se dice, no de quienes realmente lo son, sino de quienes las cualidades se callan. Es preciso ingeniárselas de suerte que se evite este molesto e inútil conocimiento; por eso los romanos acostumbraban al volver de viaje a enviar un emisario a sus casas a fin de anunciar su llegada a las mujeres para no sorprenderlas infraganti, y por eso en cierta nación se ha introducido el uso de que el sacerdote abra la senda a la desposada el día de sus bodas para apartar del recién casado la duda y la curiosidad de investigar este primer ensayo si la mujer viene virgen a sus manos o encentada de un amor extraño.

Mas de ello el mundo hace su comidilla. Conozco cien cornudos que son honradas gentes con indecencia escasa; un hombre cabal es por ello compadecido, mas no desestimado. Haced que vuestra virtud ahogue vuestra desdicha; que las gentes buenas la maldigan; que el que os ofendió se estremezca solamente de pensar en su delito. Y en último término, ¿de quién no se habla en este sentido, desde el más chico al más grande?

Tot qui legionibus imperitavit,

et melior quam tu multis fui, improbe, rebus.[1161]

¿No ves cómo se zambulle en este coronamiento en tu presencia a tantas gentes irreprochables? Piensa, y harás cuerdamente, que tú no eres excepción en otra parte. Pero, ¿qué más? Hasta las damas se burlarán. ¿Y de qué se mofan con más regocijo que de un hogar tranquilo y bien avenido? Cada uno de vosotros hizo cornudo a alguien, y sabido es que la naturaleza obra en todo de modo semejante, así en sus compensaciones como en sus vicisitudes. La frecuencia de este accidente debe desde ahora modificar su agriura: pronto lo veremos cambiado en costumbre.

¡Miserable pasión a cuyo amargor se junta todavía el dolor de ser incomunicable!

Fors etiam nostris invidit questibus aures[1162]:

pues ¿cuál será el amigo a quien osaréis comunicar vuestro duelo que si de él no se ríe no se sirva con palabras de encaminamiento e instrucción para tomar él mismo su parte en el botín? Así las dulzuras como los agriores del atrimonio, las gentes prudentes los guardan secretos; y entre las demás circunstancias importunas que le circundan, ésta, para un hombre lenguaraz como yo soy, es de las principales que la costumbre hizo indecorosa y de comunicar a nadie; lo que de ella se sabe como lo que con ella se siente.

Aconsejarías a ellas de igual modo para apartarlas de los celos sería tiempo perdido: su esencia nativa está tan impregnada de sospecha, de vanidad y de curiosidad que no hay que esperar el curarlas por vía legítima. Frecuentemente se enmiendan de este inconveniente por medio de una curación mucho más de temer que la enfermedad misma; pues así como hay encantamientos que no aciertan a desarraigar el mal sino echándolo sobre el prójimo, ellas lanzan fácilmente de la propia suerte esta liebre sobre sus maridos cuando la pierden. De todos modos, y a decir verdad, ignoro si de ellas puede sufrirse dolencia peor que el mal de celos: ésta es la más dañina de sus condiciones como de sus miembros la cabeza. Decía Pitaco «que cada cual tenía su motivo de trastorno; que la causa del suyo residía en la mala cabeza de su mujer: y que aparte de este mal se consideraría dichoso de todo en todo». Este es un inconveniente bien pesado merced al cual un personaje tan justo, prudente y valeroso sentía toda su vida enturbiada: ¿cómo no ha de agravarnos a nosotros, hombrecillos insignificantes como somos? El senado de Marsella obró cuerdamente al aplazar la aprobación a un individuo que solicitaba permiso de matarse para eximirse de las tormentas de su mujer, pues es un mal que jamás se desaloja sin arrancar el pedazo, y para el cual no hay otro remedio eficaz que la huida o la resinación aunque ambos sean difíciles. Aquél hablaba sabiamente que decía «que ni buen matrimonio se aderezará con la unión de una mujer ciega y un marido sordo».

Consideremos, además, que esta grande y violenta rudeza de obligación que las exigimos puede producir dos efectos contrarios a nuestro fin, a saber: el aguzar a los perseguidores y el trocar a las mujeres en más fáciles de entregarse; pues por lo que toca al primer punto, elevando el valor de la plaza ensalzamos igualmente el valor y el deseo de la conquista. ¿No será Venus misma quien haya así finalmente subido el precio de su mercancía por virtud del rufianismo de las leyes, conociendo cuán torpe diversión sería el amor si no se le hiciera valer por fantasía y carestía? En resumidas cuentas todo es carne de puerco que la salsa diversifica, como decía el huésped de Flaminio. Cupido es un dios traidor; su juego consiste en luchar contra la devoción y la justicia: su gloria estriba en que su poder vaya contra toda otra potencia y en que todas las demás reglas cedan el paso a las suyas;

Materiam culpae prosequiturque suae.[1163]

Y por lo que toca al segundo punto, ¿seríamos menos cornudos si temiéramos menos el serlo? según la complexión de las mujeres, pues la prohibición las incita y convida:

Ubi velis, nolunt: ubi nolis, volunt ultro[1164]:

Concessa pudet ire via.[1165]

¿Qué mejor interpretación encontraremos del caso de Mesalina? En los comienzos hizo cornudo a su marido de tapadillo, como se acostumbra ordinariamente; mas como manejara sus intrigas con facilidad sobrada por la estupidez ingénita de su esposo, menospreció de pronto su táctica; vedla entregarse al descubierto, confesar sus servidores, conversar con ellos y favorecerlos ante los ojos de todos: quería de este modo que su esposo lo advirtiera. Este animal, no acertando a despertarse con semejante estrépito, y convirtiéndola sus placeres en insípidos y blandos, merced a esa floja facilidad por la cual parecía autorizarlos y legitimarlos, ¿qué hizo ella? Mujer de un emperador vivo y rozagante, residiendo en Roma, teatro del mundo, en pleno medio día, mientras se celebraba una suntuosa fiesta pública, hallándose en compañía de Silio, de quien había disfrutado largo tiempo antes los favores, se casó un día que su marido se encontraba ausente de la ciudad. ¿No parece que se encaminaba hacia la castidad a causa de la indiferencia de su esposo? ¿O también que buscara otro marido que aguzara su apetito con sus celos y que resistiéndola le incitara? Mas la primera dificultad que encontró fue también la postrera: aquella bestia se despertó sobresaltada. Frecuentemente son más de temer estos sordos adormecidos: yo he visto por experiencia que este extremo sufrimiento, cuando viene a desatarse, ocasiona venganzas más rudas, pues incendiándose, de repente, la cólera y el furor se amontonan y confunden y todos sus esfuerzos estallan a la primera descarga,

Irarumque omnes effundit habenas[1166]:

hízola morir y a gran número de los que con ella habían vivido en inteligencia, hasta a alguno que no pudiendo más ella había convidado a visitar su lecho a correazos.

Lo que Virgilio dice de Venus y de Vulcano, Lucrecio lo había escrito mas adecuadamente de un goce a hurtadillas entre, aquella y el dios Marte:

Belli fera maenera Mavors

armipotens regit, in gremium qui saepe tuum se

rejici, aeterno devictus vulnere amoris;

***

pascit amore avidos inhians in te, dea, visus,

eque tuo pendet resupini spiritus ore:

hunc tu, diva, tuo recubantem corpore sancto

circumfusa super, suaveis ex ore loquelas

funde.[1167]

Cuando yo rumio estos vocablos: rejicit, pascit, inhians, molli, fovet, medullas, labefacta, pendet, percurrit[1168], y esta noble circumfusa, madre del gallardo infusus, menosprecio los menudos picotazos y alusiones verbales que nacieron luego. Aquellas buenas gentes no habían menester de quid pro quos agudos y sutiles: su lenguaje es todo lleno y robusto, de un vigor natural y constante: todos enteros son epigrama: no la cola solamente, sino la cabeza, el pecho y los pies. Nada hay en ellos de forzado, nada de lánguido; todo camina con tenor homogéneo: contextus virilis est; non sunt circa flosculos occupati[1169]. No es la suya una elocuencia blanda, solamente dulce y afluente, sino nerviosa y sólida. No place tanto como llena y arrebata más los espíritus más fuertes. Cuando yo veo esas valientes formas de explicarse, tan vivas y profundas no digo que eso sea bien decir, digo que es bien pensar. Es la gallardía de imaginación la que eleva y abulta las palabras: pectos est, quod disertum facit[1170]: nuestras gentes llaman juicio al lenguaje y expresiones hermosas a las concepciones plenas. Esa pintura es querida no tanto por la destreza de la mano, como por estar el objeto más vivamente grabado en el alma. Galo habla sencillamente porque concibe sencillamente; Horacio no se contenta con una expresión superficial, que le traicionaría: ve con claridad mayor y se interna más en las cosas; su espíritu abre y huronea todo el almacén de palabras y de figuras para representarse, y le precisan diferentes de lo ordinario, de la propia suerte que su concepción es distinta de lo ordinario. Plutarco dice que vio la lengua latina por las cosas: aquí acontece lo mismo: el sentido aclara y produce las palabras, no ahuecadas por el viento, sino formadas de carne y hueso, de manera que significan más de lo que dicen. Hasta los flacos de espíritu reconocen algún asomo de lo que digo, pues en Italia acertaba yo a expresar lo que me venía en ganas en términos comunes, mas en las conversaciones tendidas no hubiera osado fiarme en un idioma que yo era incapaz de plegar y perfilar de manera distinta a la ordinaria: quiero que en mis palabras haya algo que me pertenezca.

El manejo y el empleo de los buenos escritores avalora la lengua, no tanto innovándola como proveyéndola de más vigorosos y varios servicios, estirándola y plegándola. Si bien no traen palabras nuevas, enriquecen las propias, macizando y ahondando su significación, uso, enseñándole giros desacostumbrados, mas siempre de manera prudente e ingeniosa. Y cuan poco este ejercicio sea dado a todos, vese considerando tantos y tantos escritores franceses del Siglo en que vivimos, los cuales son suficientemente arrojados y desdeñosos para apartarse del camino hollado, pero la falta de invención y de discreción los pierde, y no vemos sino una miserable afectación de singularidad, disfraces fríos y absurdos que en lugar de elevar echan por tierra el asunto: siempre y cuando que acierten a poner el pie en la novedad, poco les importa o que con ella van ganando; por agarrar una palabra nueva, sueltan la ordinaria, más fuerte y más nerviosa.

En nuestra habla francesa encuentro material bastante, pero una poca escasez de giros, pues nada hay que no pudiera hacerse con la jerga de nuestras cazas, de nuestra guerra, fértil terreno y generoso del cual podrían obtenerse, cosechas excelentes. Las maneras de hablar, como las plantas, se enmiendan y fortifican mudándolas de lugar. Yo tengo nuestro idioma por suficientemente abundante, no por suficientemente vigoroso y manejable. Ordinariamente sucumbo ante una concepción poderosa: si camináis en una disposición tendida, sentís siempre que languidece bajo vosotros y se doblega. En su defecto, el latín se presenta a vuestro socorro, el griego a otros. De algunas de las palabras que acabo de escoger, advertimos más difícilmente la energía porque el uso y la frecuencia de las mismas las envilecieron en algún modo y trocaron en vulgar su gracia; de la propia suerte que en nuestro uso común tropezamos con frases y metáforas excelentes, cuya belleza se empaña y envejece y cuyo color se deslustra por el demasiado ordinario manejo. Pero esta circunstancia no hace que su exquisitez se pierda para los que tienen buen olfato, ni tampoco quita nada a la gloria de los antiguos autores que, como es verosímil, acreditaron los primeros esas frases.

Las ciencias tratan de las cosas con fineza demasiada, por modo artificial y diferente al común y natural. Mi paje se siente enamorado y se da cuenta de su pasión. Leedle a León Hebreo y a Ficin; de él se habla en esos libros, de sus pensamientos y acciones y, sin embargo, no entiende jota. Yo no encuentro en Aristóteles la mayor parte de mis anímicos movimientos ordinarios; allí se los cubrió y revistió con otro traje para el uso de la escuela: ¡quiera Dios que así hayan obrado cuerdamente los filósofos! Si yo perteneciera al oficio, naturalizaría el arte tanto como ellos artificializaron la naturaleza. Dejemos en calma a Bembo y Equícola.

Cuando yo escribo dejo a un lado la compañía y el recuerdo de los libros, temiendo que interrumpan mis ideas, pues me acontece que los buenos autores abaten demasiado mis fuerzas, quebrantando el vigor de que dispongo: imito gustoso el proceder de aquel pintor que, habiendo miserablemente representado unos gallos, prohibía a sus muchachos que dejaran acercarse a su taller ningún gallo natural. Mas bien habría yo menester, para entonarme un poco, echar mano de la invención del músico Antigénides, el cual, cuando ejecutaba, daba orden para que ante él o a sus espaldas, el auditorio fuera abrevado con la faena de cantores detestables. Mas de Plutarco me deshago difícilmente: es tan universal, tan cabal y tan cumplido, que en cualquiera ocasión, sea cual fuere el asunto extravagante que traigáis entre las manos, se ingiere en vuestra labor tendiéndoos una liberal e inagotable de riquezas y embellecimientos. Me contraría el que se vea tan expuesto al saqueo de los que le frecuentan, y, por poco que yo me acerque, no le dejo sin arrancarle muslo o ala.

Para realizar el cumplimiento de mi designio escribo en mi casa, en país salvaje, donde nadie me ayuda ni enmienda mis yerros, donde comúnmente no frecuento ningún hombre que entienda el latín de su paternóster y del francés algo menos. Mejor lo habría hecho en otra parte, pero entonces la labor hubiera sido menos mía, y el fin de ésta y su perfección principal consisten en que puntualmente mee pertenezca. Corregiría, sí, un error accidental, de los cuales estoy lleno, como quien escribe corriendo e inadvertidamente; mas las imperfecciones que son en mí ordinarias y constantes, sería traición el extirparlas. Cuando se me dice, o cuando yo mismo me digo: «Eres sobrado espeso en figuras; he aquí una palabra del terruño gascón; he aquí otra arriesgada (yo no huyo ninguna de las que se emplean en medio de las calles francesas; los que con las armas de la gramática quieren combatir su uso, se equivocan); he aquí un ignorante razonamiento, u otro paradojal, u otro sin pies ni cabeza, tú te burlas con frecuencia demasiada: se creerá que dices a derechas lo que simuladamente expresas.» En efecto, repongo, pero yo corrijo los defectos de inadvertencia, no los que me son habituales. ¿No es así como hablo generalmente? ¿Acierto de este modo a representarme con viveza? Esto me basta. Hice lo que me propuse: todo el mundo que reconoce en mi libro y a mi libro en mí.

Ahora bien; mi condición nativa es remedadora e imitatriz. Cuando yo me empleaba en componer versos (siempre los hice latinos), acusaban evidentemente el poeta a quien acababa últimamente de leer, y entre mis primeros Ensayos, algunos apestan un poco a lo extraño: en París hablo un lenguaje en algún modo distinto del que en Montaigne me sirvo. Quienquiera, a quien con atención considere, me imprime fácilmente algo suyo; aquello sobre lo que reflexiono lo usurpo: un continente torpe, un gesto desagradable, una manera de hablar inoportuna y ridícula. Los vicios más me trastornan; cuanto más me circundan, más se cuelgan en mí y no se alejan sin sacudida. Con mayor frecuencia se me ha visto jurar por similitud que por complexión: imitación mortal comparable a la de los horribles monazos, en grandeza y en fuerzas, que el rey Alejandro encontró en cierta región de las Indias, con los cuales hubiera sido difícil de otro modo acabar: mas ellos mismos procuraron el medio merced a esta inclinación de remedar cuanto veían hacer, por donde los cazadores determinaron calzarse con zapatos a su vista, con muchos nudos que los sujetaban, y cubrirse de pies a la cabeza con lazos corredizos y hacer con lo que untaban sus ojos con liga. Así perdió imprudentemente a estos pobres animales su condición remedadora, y todos fueron enyeseándose, enredándose y agarrotándose. Esa otra facultad de representar ingeniosamente los ajenos gestos y palabras, por propio designio, que a las veces procura placer y admiración, no reside en mí, que en esta habilidad soy comparable a un cepo. Cuando yo juro de mío, digo solamente ¡por Dios! que es el más derecho de todos los juramentos. Cuentan que Sócrates juraba por el perro; Zenón, con la interjección misma que emplean ahora los italianos que es cáppari; Pitágoras por el agua y el aire. Yo soy tan propenso a recibir sin pensarlo aquellas impresiones superficiales, que cuando tres días seguidos tengo en los labios la palabra Sire o Alteza, ocho días después se me escapan por las de Excelencia o Señoría; y lo que el día anterior dije por broma o divertimiento, lo repetiré al día siguiente con toda la seriedad posible. Por lo cual al escribir acojo de peor gana los argumentos trillados, temiendo tratarlos a expensa ajena. Toda razón es para mí igualmente fecunda; a acogerlas me impulsa el vuelo de una mosca, ¡y quiera Dios que ésta que aquí traigo entre manos no haya sido por mí adoptada por el ordenamiento de una voluntad tan inconsistente y volandera! Que yo comience por lo que me plazca, pues las materias se sostienen todas encadenadas las unas a las otras.

Pero mi alma me contraría porque ordinariamente engendra sus ensueños más profundos, más locos y que son más de mi agrado de una manera imprevista y cuando yo menos los busco; luego se desvanecen de repente, como no tengo donde sujetarlos. Asáltanme a caballo, en la mesa, en el lecho, pero con mayor frecuencia a caballo, pues en esta postura son más dilatados mis soliloquios. Mi hablar es un tanto delicadamente celoso de atención y de silencio cuando tengo necesidad de decir algo; quien me interrumpe me detiene. Cuando viajo, la necesidad misma de los caminos interrumpe la conversación; aparte de que en mis expediciones casi nunca voy con compañía adecuada a un hablar continuado, por donde me queda el vagar necesario para conversar conmigo mismo. Con estos soliloquios me sucede lo con los sueños: soñando los encomiendo a mi memoria (pues frecuentemente sueño que estoy soñando), mas al día siguiente, si bien me represento el color que mostraban como realmente era, alegre, triste o singular, no acierto a recordar cómo eran en lo demás, y cuanto más ahondo para descubrirlo, más lo incrusto en olvido. Lo propio me ocurre con las ideas fortuitas que me vienen a las mientes; de ellas no me queda en la memoria sino una vaporosa imagen: lo indispensablemente necesario para roerme y despecharme inútilmente en su perseguimiento.

Así, pues, dejando los libros a un lado, y hablando material y sencillamente, reconozco, después de todo, que el amor no es otra cosa sino la sed de ese goce en un objeto deseado; ni Venus cosa distinta que el placer de descargar los propios vasos, como el placer que la naturaleza nos procura en el desalojar los otros conductos, que se trueca en vicioso por inmoderación e indiscreción. Para Sócrates el amor es el apetito de generación por el intermedio de la belleza. Y muchas veces considerando la ridícula titilación de este placer; los absurdos movimientos locos y aturdidos con que agita a Zenón y a Cratipo; la rabia sin medida, el rostro inflamado de furor y crueldad ante el más dulce efecto del amor, y luego la tiesura grave, severa y estática en una acción tan loca; el que se hayan en el mismo lugar colocado confundidas nuestras delicias nuestras basuras, y el que la voluptuosidad suprema tenga, como el dolor, algo de transido y quejumbroso; al reflexionar sobre todo esto, creo que es verdad lo que Platón dice, o sea que el hombre por los dioses creado para servirles de juguete,

Quaenam ista jocandi

saevitia![1171]

y que para mofarse de nosotros naturaleza nos ha dejado la más alborotada de nuestras acciones, la más común, para igualarnos a las bestias y aparejarnos locos y cuerdos, hombres y animales. El más contemplativo y prudente de los hombres, cuando lo imagino en esta postura, considérolo como un farsante al alardear de prudente y contemplativo: las patas del pavo real son las que abaten su orgullo.

Ridentem dicere verum,

quid vetat?[1172]

Los que en medio de los juicos rechazan las opiniones serias, hacen al decir de alguien, como quien teme adorar la imagen desnuda de un santo. Nosotros, comemos y bebemos como los animales, pero ésas no son acciones que imposibilitan los oficios de nuestra alma; en ellas guardamos nuestra supremacía sobre los demás seres. Aquella coloca todo otro pensamiento bajo el yugo; embrutece y bestializa por su autoridad imperiosa toda la teología y filosofía que residen en Platón, y sin embargo éste no se queja por ello. En todo lo demás posible es guardar algún decoro; todas las otras operaciones capaces son de someterse a los preceptos de honestidad; ésta no se puede ni siquiera imaginar sino envuelta en el vicio o en la ridiculez: buscad para verlo un proceder discreto y prudente. Alejandro decía reconocerse, principalmente como mortal, por la necesidad de este acto y por el de dormir. El sueño sofoca y suprime las facultades de nuestra alma: la tarea las absorbe y disipa del propio modo. En verdad que la de que hablo es una marca no sólo de nuestra corrupción original, sino también de nuestra vanidad y disconformidad.

Por una parte naturaleza a ella nos empuja, habiendo juntado con este deseo la más noble, útil y grata de todas sus funciones, mientras nos consiente, por otra parte, acusarla y huirla como insolente y deshonesta, avergonzarnos de ella y recomendar el abstenernos. ¿No somos brutos en grado superlativo al llamar brutal a la operación que nos engendra? Los diversos pueblos, en lo tocante a religiones, coincidieron en diferentes prácticas como sacrificios, iluminaciones, incensamientos, ayunos, ofrendas y, entre otras ideas, en la condenación del acto amoroso: todas las opiniones coinciden en este particular, sin contar con el extendido uso de las circuncisiones, que es su castigo. Acaso seamos razonables al acusarnos de engendrar una cosa tan torpe como el hombre, al llamar acción vergonzosa y vergonzosas a las partes que a ello sirven (y en verdad que las mías son ahora vergonzosas y penosas). Los esenios (de los cuales habla Plinio) se mantuvieron sin nodriza ni mantillas durante algunos siglos gracias a los extranjeros, quienes, admirando su felicidad, acudían continuamente junto a ellos: todo un pueblo se expuso así a desaparecer mejor que frecuentar a las mujeres, y a perder la semilla humana antes que forjar un solo hombre.

Cuentan que Zenón no tuvo tratos con mujeres más que una sola vez en su vida y que fue sólo por pura cortesía, a fin de no dar a entender que menospreciaba el sexo con obstinación empeñada. Todos huyen la vista del nacimiento del hombre; todos corren para verle morir; para destruirle se busca un campo espacioso, en plena luz; para construirle un rincón, en un hueco tenebroso, lo más recogido que es dable hallarlo: es un deber ocultarse y avergonzarse para procrearle; es una gloria, y de ella emanan virtudes varias, exterminarle; lo uno es injuria, favor lo otro. Aristóteles afirma que bonificar a alguno vale tanto como matarle en cierto hablar de su país. Los atenienses, para colocar a igual nivel la desventaja de esas dos naciones, teniendo que purificar la isla de Delos y a la vez justificarse con Apolo, prohibieron que en el recinto de ella juntamente se enterrara y procreara. Nostri nosmet poenitet.[1173]

Hay naciones que se tapan al comer. Yo sé de una dama, de las de condición más relevante, también de esta manera de ser: opina que el mascar muestra un aspecto ingrato que rebaja mucho la gracia y belleza femeninas, y de buen grado no se presenta en público con ganas de comer. Sé de un hombre que no puede soportar el ver comer ni el que lo vean, y que huye de mejor gana toda compañía cuando se llena que cuando se vacía. En el imperio del turco se ven muchas gentes que para sobresalir sobre los demás no se dejan ver nunca en sus comidas. Los hay que no hacen más que una a la semana: que se rajan y cortan la faz y los miembros; que no hablan jamás a nadie; gentes fanáticas que creen rendir culto a su propia naturaleza desnaturalizándose, que se enamoran de su menosprecio y se enmiendan empeorando. ¡Monstruoso animal el que de sí mismo se horroriza, para quien sus placeres son dura carga! Hay quien oculta su vida,

Exsilioque domos et dulcia limina mutant[1174],

apartándola de la vista de los demás hombres; quien evita el contento y la salud, como cosas perjudiciales y enemigas. No ya sólo muchas sectas, sino también muchos pueblos maldicen la hora de su nacimiento y bendicen la de su muerte: los hay que abominan la luz solar y adoran las tinieblas. No somos ingeniosos sino para maltratarnos. ¡Este es el verdadero fuerte de nuestro espíritu: instrumento útil para toda suerte de desórdenes y desarreglos!

O miseri!, quorum gaudia crimen habent.[1175]

¡Ah, pobre hombre! ¿No te basta con las incomodidades necesarias sin aumentarlas con el auxilio de tu propia invención? ¿Tu condición no es de sobra miserable por sí misma sin aumentarla con el apoyo del arte? Tienes sobradas fealdades reales y esenciales sin necesidad de forjarlas imaginarias. ¿Acaso te encuentras demasiado a gusto, puesto que la mitad de tu bienestar te incomoda? ¿Acaso consideras cumplidos todos los oficios necesarios a que naturaleza te obliga reconociendo que ésta permanece en ti falta y ociosa si no te lanzas a compromisos nuevos? Nada temes ofender sus leyes, universales e indudables, amarrándote a las tuyas, estrambóticas y falsas. Y cuanto éstas son inciertas y particulares y más contradichas, tú mantienes para con ellas tu esfuerzo. Las ordenanzas positivas de tu parroquia te ocupan y sujetan; la de Dios y la del mundo no te importan nada. Medita un poco sobre los ejemplos de esta consideración; tu vida está dentro de ellos comprendida.

Los versos de esos dos poetas[1176] tratan así, reservada y discretamente, de la lascivia, y tal como la tratan me parece que la descubren y aclaran más de cerca. Las damas cubren sus senos con una redecilla, los sacerdotes muchas cosas sagradas, los pintores solubrean su obra para comunicarla más lustre. Y dícese que el rayo de sol y la ráfaga de viento son de mayor efecto por reflexión que cuando sobre los objetos obran en derechura. El egipcio respondió prudentemente a quien le preguntaba: «¿Qué llevas ahí oculto bajo tu túnica?» «Lo llevo así a fin de que no sepas lo que es.» Pero hay ciertas cosas que se guardan para mejor mostrarlas. Oíd a éste, que es más abierto,

Et nudam pressi corpus ad usque meum[1177]:

paréceme que me castra. Que Marcial realce a Venus cuando guste, y no alcanzará a mostrarla tan cabal: quien todo lo dice nos sacia y nos asquea. Quien se expresa con cautela nos encamina a pensar en más de lo que dice; hay traición en esta especie de modestia, principalmente cuando, como éstos hacen, entreabren a la imaginación una hermosa senda. La acción y la pintura deben denunciar el resto.

El amor de los españoles y el de los italianos, más respetuoso y temeroso, más mirado y encubierto, es de mi gusto. Yo no sé quien, en lo antiguo, deseaba la garganta alargada como el cuello de las grullas, para saborear lo que tragaba más dilatadamente. Este deseo está más en su lugar en esta voluptuosidad apresurada y precipitada, hasta para las naturalezas como la mía, que no se distinguen por la prontitud. Para detener su huida y extenderla en preámbulos entre ellos, todo sirve de favor y recompensa: una ojeada, una inclinación, una sílaba, un signo. Quien pudiera cenar con el humo del asado, ¿no haría una preciosa economía? Es ésta una pasión que mezcla a bien poca cosa de esencia sólida una cantidad mucho mayor de vanidad y ensueño febriles: preciso es servirla y pagarla en la misma moneda. Enseñemos a las damas a hacerse valer, a estimarse, a que nos entretengan y a que nos engañen. Echamos el resto a las primeras de cambio, y en ello siempre va envuelta la franca impetuosidad. Haciendo hilas por lo menudo sus favores y esparciéndolos en detalle, cada cual, hasta la vejez más enteca, puede encontrar algo positivo conforme a su valor y a sus méritos. A quien no experimenta goce sino en el goce mismo, quien no gana, sino con el fin, quien sólo gusta de la caza cuando algo apresa, en nada le incumbe internarse en nuestra escuela: cuantas más gradas hay y más escalones, mayor alteza y honor mayor se encuentran al llegar al último peldaño. Deberíamos complacernos en ser conducidos como en los palacios magníficos se acostumbra, por diversos pórticos y pasajes, gratos y prolongados, por galerías y recodos. Esta economía en nuestros placeres trocaríase en ventaja propia; así nos detendríamos y nos amaríamos durante más largo tiempo: sin esperanza ni deseo caminamos y presto tocamos con la indiferencia. Nuestro señorío y posesión cabal las es temible a más no poder; en cuanto por completo se rinden a merced de nuestra fe y constancia, vienen a dar en una situación peligrosa. Son estas virtudes raras y difíciles: desde el instante en que nos pertenecen, nosotros ya no las pertenecemos;

Postquam cupidae mentis satiata libido est,

verba nihil metuere, nihil perjuria curant[1178];

y Trasónidas, joven griego, se mostró tan enamorado de su amor, que rechazó, habiendo ganado el corazón de una amiga, el gozar de sus favores para no amortiguar, saciar ni languidecer con el ejercicio del placer, el ardor inquieto con que se glorificaba y complacía. La carestía procura gusto a la carne: ved cuánto la usanza de las salutaciones, particular en nuestro país, bastardea por su facilidad la gracia de los besos, que Sócrates consideraba tan poderosa y peligrosa para robar nuestros corazones. Es una costumbre ingrata e injuriosa además para las damas, la de tener que verse obligadas a prestar sus labios a quienquiera que lleve tres criados en su séquito, por desagradable que sea,

Cujus livida naribus caninis

dependet glaces, rigetque barba...

Centum ocurrere malo culilingis[1179]:

y con ello nosotros mismos nada ganamos, pues conforme el mundo se ve repartido, por cada tres hermosas nos precisa, besar cincuenta feas, y para un estómago delicado, como los de mi edad suelen serlo, cada mal beso paga con usuras uno bueno.

Los italianos ofician de perseguidores y se muestran transidos hasta con aquellas mismas que se encuentran en venta, y defienden su manera de obrar diciendo: «Que hay grados en el placer, y que a cambio de servicios quieren para ellos alcanzar el más entero: ellas no venden sino el cuerpo; la voluntad no puede ser a subasta tasada, por ser demasiado libre al par que demasiado suya.» Así éstos dicen ser la voluntad lo que sitian, y tienen razón: la voluntad es lo que precisa servir y ganar mediante prácticas hábiles. Me horroriza el considerar como mío un cuerpo privado de afección, y me represento este furor avecinando al de aquel mozo que asaltó por amor la hermosa imagen de Venus que Praxíteles hizo; o bien al de aquel furioso egipcio, ardoroso de los restos de una muerta que embalsamaba y cubría con el sudario, el cual dio ocasión a la ley, que luego estuvo en vigor en Egipto, que ordenaba que los cuerpos de las mujeres hermosas y jóvenes, así como las de buena casa, serían guardados tres días, antes de ponerlos en manos de los que tenían a su cargo enterrarlos. Periandro fue más allá todavía, llevando la afección conyugal (más ordenada y legítima) a disfrutar de Melisa, su esposa, hallándose muerta. ¿No semeja un amor lunático el de la luna, que no pudiendo gozar de Endimión, su mimado, le adormeció por espacio de algunos meses y se satisfizo disfrutando a un mozo que sólo en sueños se agitaba? Yo digo semejantemente, que se ama un cuerpo sin alma o sin sentimiento, cuando se ama un cuerpo y el consentimiento y el deseo están lejanos. No todos los goces son unos; los hay éticos y languidecedores: mil otras causas diferentes de la benevolencia pueden hacernos conquistar este beneficio de las damas; aquella no es testimonio suficiente de afección, y puede, como en otras, con ella ir la traición envuelta. A las veces no coadyuvan más que con una sola asentadera:

Tanquam thura merumque parent...

Absentem, marmoreamve putes.[1180]

Sé de algunas que prefieren mejor prestarse que prestar su coche, y que sólo por ahí se comunican. Es preciso considerar si vuestra compañía las es grata por algún otro fin ajeno, o exclusivamente por el del acto, como las placería igualmente la de un robusto mozo de cuadra; en qué rango y a qué precio estáis acomodados.

Tibi si datur uni;

quo lapide illa diem candidiore notet.[1181]

¿Y qué decir si la dama come vuestro pan aliñado con la salsa de una más agradable fantasía?

Te tenet, absentes alios suspirat amores.[1182]

¡Pues qué! ¿acaso no hemos visto en nuestros días alguien que se sirvió de esta acción para alcanzar una horrible venganza, para envenenar y matar, como lo hizo a una mujer honrada?

Los que conocen Italia no se sorprenderán si hablando de este asunto no busco ejemplos en otra parte, pues esta nación puede nombrarse regente del mundo en la materia. Se cuentan allí más comúnmente las mujeres hermosas que las feas, mejor que entre nosotros; pero en lo tocante a bellezas raras y excelentes, considero que vamos a la par. Otro tanto juzgo de los espíritus: de los ordinarios tienen muchos más, evidentemente; la brutalidad es, sin comparación, más rara: en almas singulares, del rango más preeminente, nada tenemos que envidiarles. Si tuviera que simplificar este símil pareceríame poder decir del valor lo contrario, esto es, que comparado con el de ellos, es entre nosotros cualidad popular y natural. Mas a las veces vese en sus manos tan pleno y tan vigoroso, que sobrepuja los más rígidos ejemplos que conozcamos. Los matrimonios de aquel país cojean en este punto: las costumbres hacen comúnmente a ley tan dura para las mujeres y tan sierva, que el más remoto arrimo con extraño las es tan capital como el más vecino. Esta ley hace no todos los contactos se truequen necesariamente en substanciales; y puesto que todo las trae la misma cuenta, la elección es facilísima: en cuanto rompen los cerrojos, hacen fuego inmediatamente. Luxuria ipsi s vinculis, sicut fera bestia, irritata, deinde emissa.[1183] Precisa soltarlas un poco las riendas:

Vidi ego nuper equum, contra sua frena tenacem,

ore reluctanti fulminis ire modo[1184] :

languidécese el deseo de la compañía procurándole alguna libertad. Nosotros corremos, sobre poco más o menos, igual fortuna; ellos son extremados en la sujeción; nosotros en la licencia. Es una buena usanza de nuestra nación el que en las buenas casas nuestros hijos sean recibidos para ser en ellas educados y habituados como pajes en noble escuela; y es descortesía, dicen, o injuria, censurar por ello a un gentilhombre. He advertido (pues tantos hogares y otros tantos estilos y formas diversas) que las damas que pretendieron comunicar a las jóvenes de su séquito las reglas más austeras, no tuvieron mejor ventura. Precisa la moderación y dejar una buena parte de su conducta a su discreción exclusiva, pues, así como así, no hay disciplina que baste en todos los respectos a contenerlas. Y es muy cierto que a la que escapó de las procelosas ondas de un aprendizaje libre, acompaña más confianza en sí misma que a la que sale sana y salva de una escuela severa y esclava.

Nuestros padres enderezaban el continente de sus hijas hacia la vergüenza y el temor (y no por ello las damas tenían menos alientos ni deseos menores); nosotros a la seguridad las encaminamos, en lo cual nos equivocamos de medio a medio. Cuadra bien este proceder a las sármatas, quienes no pueden acostarse con varón sin que con sus propias manos hayan muerto a otro en la guerra. A mí, que no tengo más derecho que el que sus oídos quieran concederme, basta que me retengan por su consejo, según el privilegio de mi edad. Así, pues, yo las aconsejaría, y a nosotros también, la abstinencia; pero si este siglo es de ella enemigo, al menos la discreción y la modestia, pues como reza el cuento de Aristipo, hablando a unos jóvenes que se avergonzaban de verlo entrar en la vivienda de una cortesana: «El vicio consiste en no salir de ella, y no en entrar»: quien no quiere libertar su conciencia, que exente siquiera su nombre; si el fondo nada vale, que la apariencia se muestre buena.

Alabo la gradación y la dilatación en el dispensarnos sus favores. Platón muestra que en toda suerte de amor la facilidad y prontitud está prohibida a los mantenedores del mismo. Es éste un rasgo de glotonería que las damas deben encubrir con todo el arte de que sean capaces, el entregarse así de una manera temeraria, en gordo y tumultuariamente: conduciéndose en la dispensación de sus favores ordenada y mesuradamente, engañan mucho mejor nuestro deseo y ocultan el suyo. Huyan siempre ante nosotros, hasta aquellas mismas que han de dejarse atrapar, pues nos derrotan mejor huyendo, como los escitas. Y en verdad, conforme a la ley que naturaleza las otorga, no es propiamente a ellas a quienes incumbe querer y desear; su papel es sufrir, obedecer, consentir. Por lo cual aquella sabia maestra procurolas una capacidad perpetua; a nosotros nos la concedió rara e incierta: ellas tienen siempre su hora propicia, a fin de encontrarse prestas cuando la nuestra llega, pati natae[1185]: y donde quiso que nuestros apetitos ejercieran muestra y declaración prominentes, hizo que los suyos fuesen ocultos e intestinos provoyéndolas de piezas impropias a la ostentación; simplemente las tienen para la defensiva. Menester es dejar a la licencia amazoniana los rasgos parecidos a éste: Pasando Alejandro por la Hircania, Talestris, reina de las amazonas, le salió al encuentro en compañía de trescientos soldados de su sexo, caballeros y bien armados, habiendo dejado el resto del numeroso ejército que la seguía del otro lado de las vecinas montañas, y le dirigió en alta voz y públicamente las siguientes palabras: «Que el estruendo de sus victorias y el de su valor la había llevado allí, para verle y ofrecerle sus propios medios y poderío para socorrer sus empresas; y que encontrándole tan hermoso, joven y vigoroso, ella, que se reconocía perfecta en todas sus cualidades, le aconsejaba que se acostaran juntos a fin de que naciera de la más valiente mujer del mundo y del hombre más valeroso que en aquel tiempo vivía algo de grande y de raro para el porvenir.» Alejandro la dio gracias por lo primero, mas para dejar lugar al cumplimiento de su última petición, se detuvo trece días en aquel reino, los cuales festejó lo más alegremente que pudo en beneficio de una princesa tan animosa.

Nosotros somos, casi en todo, injustos jueces de sus acciones, como ellas lo son de las nuestras: yo confieso siempre la verdad, lo mismo cuando me perjudico, que cuando me sirve de provecho. Es un desorden censurable y feo lo que las empuja a cambiar con frecuencia tanta, impidiéndolas detener y afirmar su afección en un hombre determinado, como se ve en aquella diosa en quien se suponen tantas variaciones y amigos. Mas hay que reconocer que va contra la naturaleza del autor el que no sea violento, y, contra la naturaleza de la violencia si es constante. Los que de aquella enfermedad se pasman, se admiran, gritan y buscan las causas, considerándola como desnaturalizada e increíble, ¿por qué no ven cuán frecuentemente la albergan y reciben en ellos sin espanto ni milagro? Acaso fuera más extraño ver la afección estancada; no es una pasión simplemente corporal cuando no busca la necesidad de la ambición y la avaricia, y entonces tampoco hay deseos punzantes; vive todavía después de la saciedad y no pueden prescribirsela ni satisfacción constante, ni fin: camina siempre más allá de su posesión. Y si la inconstancia las es acaso en cierto modo más perdonable que a nosotros, como nosotros pueden ellas alegar la inclinación, que nos es común, hacia la variedad y novedad, y en segundo lugar, pueden alegar sobre nosotros lo de comprar el gato en el saco. Juana, reina de Nápoles, hizo estrangular a Andreaso, su primer marido, en la reja de su ventana, con un lazo de oro y seda trenzado por su propia mano, porque en las faenas matrimoniales encontró que ni las partes ni los esfuerzos correspondían suficientemente a la esperanza que ella concibiera al ver la estatura, belleza, juventud y gallardía por donde se vio prendada y engañada; pueden también las damas decir en su abono que la acción es más fuerte que la pasión; y así por lo que a ellas toca, siempre están en disposición óptima, mientras que a nosotros pueden ocurrirnos accidentes de otra suerte. Por eso Platón establece en sus leyes prudentemente que antes de efectuarse el matrimonio, para decidir de su oportunidad, los jueces vean a los mozos que pretenden contraerlo completamente desnudo, y a las jóvenes descubiertas hasta la cintura solamente. Examinándonos así, pudiera suceder que acaso no nos encontraran dignos de elección:

Experta latus, madidoque simillima loro

inguina, nec lassa stare coacta mano,

deserit imbelles thalamos.[1186]

No todo consiste en que la voluntad ruede a derechas; la debilidad e incapacidad rompen legítimamente los lazos de un matrimonio,

Et quaerendum aliunde foret nervosius illud,

quod posset zonam solvere virgineam[1187]:

¿por qué no? y con arreglo a su medida, una inteligencia amorosa, más licenciosa y más activa,

Si blando nequeat superesse labori.[1188]

¿Y no es imprudencia grande el llevar nuestras imperfecciones y debilidades al lugar que deseamos complacer y en él dejar buena estima y recomendación propia? Por lo poco que en la hora actual me precisa,

Ad unum

mollis opus[1189],

no quisiera yo importunar a una persona a quien reverencie y tema:

Fuge suspicari

cujus undenum trepidavit aetas

claudere lustrum.[1190]

Naturaleza debiera conformarse, con haber trocado miserable esta edad sin convertirla al par en ridícula. Detesto el verlo, por una pulgada de vigor raquítico que le acalora tres veces a la semana, aprestarse y armarse con rudeza igual, cual si en el vientre albergara alguna jornada grande y legítima; verdadero fuego de estopa, cuyo aparato admiro tan vivo y tan bullicioso, y en un momento tan pesadamente congelado y extinto. Este apetito no debiera pertenecer sino a la flor de una juventud hermosa: confiad en él para ver; tratad de secundar ese ardor infatigable, pleno, constante y magnánimo que en vosotros reside, y en verdad que os dejará en hermoso camino. Enviadlo mejor, resueltamente, hacia una infancia tierna, admirada o ignorante, que todavía tiembla bajo la vara y enrojece;

Indum sanguineo veluti violaverit ostro

si quis ebur, vel mixta rubent ubi lilia multa

alba rosa.[1191]

Quien puede esperar al día siguiente, sin morir de vergüenza, el menosprecio de unos hermosos ojos testigos de su cobardía e impertinencia,

Et taciti fecere tamen convicia vultus[1192],

no sintió jamás el contentamiento ni la altivez de haberlos vencido y empañado por el vigoroso ejercicio de una noche activa y oficiosa. Cuando vi a alguna hastiarse de mí no acusé al punto su ligereza, sino que puse en duda si la razón residía más bien en mi naturaleza: y en verdad que ésta me trató de ilegítima e incivilmente,

Si non tenga satis, si non bene mentula crassa:

Nimirum sapiunt, videntque parvam

matrone quoque mentulam illibenter[1193];

infiriéndome una lesión enormísima. Cada una de las piezas que me forman es igualmente mía como cualesquiera otras, y ninguna mejor que ésta que hace más propiamente hombre.

Yo debo al público mi retrato general. La prudencia de mi lección lo es en verdad en libertad y en esencia cabales; menosprecia colocar en el número de sus deberes esas insignificantes reglas; simuladas, casuales y locales; natural toda ella, constante y universal, de quien son hijas, aunque bastardas, la civilidad y la ceremonia. Nos despojaremos fácilmente de los vicios, que no lo son sino en apariencia, cuando tengamos vicios reales y esenciales. Cuando de éstos nos libramos, corremos a los otros si reconocemos que correr es preciso pues hay peligros que nosotros fantaseamos y deberes nuevos para excusar nuestra negligencia hacia los naturales y para confundir los unos con los otros. Que así sea en realidad se ve considerando que allí donde las culpas son crímenes, los crímenes no son más que culpas; que en las naciones donde las leyes del bien producirse son raras y liberales, las primitivas de la razón común se ven mejor observadas: la multitud innumerable de tantos deberes sofoca nuestro cuidado, languideciéndolo y disipándolo. La aplicación a las cosas ligeras nos aparta de las justas. ¡Cuán fácil y plausible es la ruta que eligen esos hombres superficiales (cuya virtud sólo lo es en apariencia), comparada con la nuestra! Las nuestras son veredas sombrías con que nos cubrimos y entregamos, pero no pagamos en realidad sino que recargamos nuestra deuda ante ese gran juez que levanta nuestras vestiduras y pingajos de en derredor de nuestras partes vergonzosas, y no se oculta para vernos por todas partes, hasta en nuestras íntimas y más secretas basuras; útil decencia sería la de nuestro virginal pudor si fuera capaz de impedir este descubrimiento. En fin, quien desasnara al hombre de una tan escrupulosa superstición verbal, no procuraría gran pérdida al mundo. Nuestra vida se compone de locura y prudencia; quien de ella no escribe sino con reverencia y regularidad, se deja atrás más de la mitad. Yo no me excuso para conmigo, y si lo hiciera sería más bien de mis excusas de lo que me disculparía, mejor que de otra cualquiera falta; me excuso para con ciertos humores que juzgo más fuertes en número que los que militan a mi lado. En beneficio suyo diré todavía esto (pues deseo contentar a todos, cosa, sin embargo, dificilísima, esse unum hominem accommodatum ad tantam morum ac sermonum et voluntatum varietatem[1194]): que no deben habérselas conmigo propiamente por lo que hago decir a las autoridades recibidas y aprobadas de muchos siglos, y que no es razonable el que por falta de ritmo me nieguen la dispensa que hasta los eclesiásticos entre nosotros, y de los más encopetados, gozan en nuestros días: he aquí dos:

Rimula, dispeream, ni monogramma tua est.[1195]

Un vit d'amy la contente et bien traicte.

¿Y qué decir de tantos otros? Yo gusto de la modestia, y no por discernimiento elegí esta suerte de hablar escandaloso: naturaleza es la que lo escogió por mí. No lo alabo como tampoco ensalzo todas las formas contrarias al uso recibido; pero le dejo el paso franco, y por circunstancias generales y particulares aligero la acusación.

Sigamos. Análogamente, ¿de dónde puede provenir esa usurpación de autoridad soberana que os permitís sobre las que a sus expensas os favorecen,

Si furtiva dedit nigra munuscula nocte[1196],

que usurpéis al punto el interés y la frialdad de una autoridad marital? La cosa es sólo una convención libre: ¿para qué no observáis una conducta recíproca? Sobre las cosas voluntarias la prescripción no puede existir. A pesar de ir contra la costumbre, es lo cierto, sin embargo, que en mi tiempo mantuve este comercio, como su naturaleza puede consentirlo, con tanta conciencia como otro cualquiera y también con cierto aire de justicia, testimoniándolas de afección sólo la que hacia ellas sentía, y representando de manera ingenua la decadencia, vigor y nacimiento, los accesos y las intermitencias, pues no siempre camina con intensidad igual. Con tanta economía en el prometer obré, que creo haber más cumplido que prometido ni debido. Encontraron ellas la fidelidad hasta el servicio de su inconstancia, y hablo de inconstancia reconocida a veces multiplicada. Nunca rompí mientras algo a ellas me inclinaba, siquiera fuese tenerse como de un cabello; y cualesquiera que fuesen las ocasiones que me procurarán, jamás corté por lo sano hasta el menosprecio y el odio, pues tales privanzas, hasta cuando se adquieren mediante las más vergonzosas convenciones, todavía obligan a alguna benevolencia. En punto a cólera e impaciencia algo indiscreta en el momento de sus arterías y evasivas, y en el de nuestros altercados, se las hice ver a veces, pues me reconozco por complexión sujeto a emociones bruscas que frecuentemente perjudican a mis contratos, aun cuando sean ligeras y cortas. Si ellas quisieron experimentar la libertad de mi manera de ser, nunca me opuse a darlas consejos paternales y mordaces, y a pellizcarlas donde les dolía. Si las dejé motivo de queja, fue más bien por haber profesado un amor, comparado con la moderna usanza, torpemente concienzudo: observé mi palabra en las cosas en que fácilmente se me hubiera dispensado; entonces se rendían a veces con reputación y bajo capitulaciones, las cuales soportaban ver luego falseadas por el vencedor: instigado por el interés de su honor, prescindí del placer en todo su apogeo: más de una vez, y allí donde la razón me oprimía, las armé contra mí, de tal suerte que se conducían con mayor severidad y seguridad con el auxilio de mis reglas, cuando estaban ya francamente remisas, de lo que lo hubieran hecho por sus propios medios. Cuanto estuvo en mi mano eché sobre mis hombros el azar de las asignaciones para de él descargarlas, y encaminé siempre nuestras partidas por el camino más áspero e inopinado, por ser al que menos sigue la sospecha y, además, a mi entender el más accesible: están abiertos principalmente por los lugares que comúnmente se tienen por cubiertos; las cosas menos temidas son menos prohibidas y observadas; puede osarse con facilidad mayor lo que nadie piensa que pondréis en práctica, lo cual se trueca en fácil por su misma dificultad. Jamás hombre alguno tuvo más que yo los contactos más impertinentemente genitales. Esta manera de amar de que voy hablando se aproxima más a la disciplina, pero en cambio cuán ridícula aparece a los ojos de nuestras gentes, y cuán poco practicable: ¿quién lo sabe mejor que yo? Sin embargo, de mi bien obrar nunca me arrepentiré: no tengo ya nada que perder:

Me tabula sacer

votiva paries indicat uvida

suspendisse potenti

vestimenta maris deu.[1197]

Hora es ya de hablar abiertamente. Mas de la propia suerte, que a cualquiera otro, me digo a mí mismo: «Amigo mio, tú sueñas; el amor en el tiempo en que vives tiene escaso comercio con la buena fe y con la hombría de bien.»

Haec si tu postules

ratione certa facere, nihilo plus agas,

quam si des operam, ut cum ratione insanias[1198]:

así que, por el contrario, si en mi mano estuviera el comenzar de nuevo, seguiría de fijo el mismo camino y por gradaciones idénticas, por infructuoso que pudiera serme. La insuficiencia y la torpeza son laudables en una acción indigna de alabanza: cuanto me aparto en aquello del parecer de los que viven en mi época, otro tanto me acerco del mío. Por lo demás, en este comercio yo no me dejaba llevar por completo; si bien en él me complacía, no por ello me olvidaba: reservaba en su totalidad este poco de sentido y discreción que la naturaleza me dio para su servicio y para el mío; sentía un asomo de emoción, pero ningún ensueño me ganaba. Mi conciencia se honraba también hasta el desorden y la disolución, mas no hasta la ingratitud, la traición, la malignidad y la crueldad. No compraba yo a su precio más alto el placer que este vicio procura; contentábame con pagar su propio y simple coste: Nullum intra se vitium est.[1199] Odio casi en igual grado una ociosidad estancada y adormecida y un atareamiento espinoso y penoso; el uno me pellizca, y el otro me aturde; pero tanto montan las heridas como los golpes, y los pinchazos como los magullamientos. Encontré en este comercio, cuando era más apto para ejercitarlo, una moderación justa entre esas dos extremidades. El amor es una agitación despierta, viva y alegre; yo no me reconocía ni trastornado ni afligido, sino acalorado y un poco alterado: preciso es detenerse en este punto; esta pasión no daña más que a los locos. Preguntaba un joven al filósofo Panecio si sería prudente sentirse enamorado: «Dejemos queda la prudencia, respondió; para ti y para mí que carecemos de esa cualidad, no nos lancemos en cosa que acarrea tanta conmoción y violencia, que nos esclaviza a otro y nos trueca en satisfechos de nosotros mismos.» Y decía verdad, que no hay que fiar cosa de suyo tan peligrosa a un alma que no tenga con qué hacer frente a las avenidas, ni con qué echar por tierra el dicho de Agesilao, el cual reza, que la prudencia y el amor no se albergan bajo igual techumbre. Es una ocupación vana, es verdad, inadecuada, vergonzosa e ilegítima; pero gobernándola como yo expongo, considérola saludable, propia a despejar un espíritu y un cuerpo adormecidos; y si yo fuera médico, se la ordenaría a un hombre de mi carácter y condición, de tan buena gana como cualquiera otra receta, para despertar cuando nos internamos en los años, y retardar el influjo de las fuerzas de la vejez. Cuando solamente nos encontramos en los contornos y el pulso late todavía,

Dum nova canities, dum prima et recta senectus,

dum superest Lachesi quod torqueat, et pedibus me

porto meis, nullo dextrann subeunte bacillo[1200];

tenemos necesidad de ser solicitados y cosquilleados por alguna agitación mordedora como ésta. Ved cuánta juventud comunicó, vigor y alegría, al prudente Anacreonte: y Sócrates, más viejo que yo, hablando de un objeto amoroso, se expresa así: «Habiéndome apoyado en su hombro y acercado mi cabeza a la suya, como recorriéramos juntos la página de un libro, sentí de pronto, sin mentir, una picadura en el lugar del contacto, cual la de una mordedura de animal; y cinco días eran pasados y me hormigueaba todavía, y hacia mi corazón se escurría una comezón continua.» ¡Un simple tocamiento, casual y con un hombre efectuado, acaloró y trastornó un alma fría ya y enervada por la edad, y la primera entre todas las humanas en perfeccionamientos! ¿Y por qué no? Sócrates era hombre y no quería parecer cosa distinta. La filosofía no lucha contra los goces naturales, siempre y cuando que el justo medio vaya unido; predica la moderación, no la huía; el esfuerzo de su resistencia se emplea contra los que son extraños y bastardos; declara que los apetitos corporales no deben ser aumentados por el espíritu, y nos enseña ingeniosamente a no despertar nuestra hambre por la saciedad; a no querer embutir, en vez de llenar el vientre; a evitar todo placer que nos aboca a la penuria y toda comida y bebida que nos procuran hambre y sed: como en el ejercicio del amor nos ordena el tomar un objeto que satisfaga simplemente las necesidades del cuerpo y que no conmueva el alma, la cual no debe coadyuvar, sino sólo seguir y asistir a aquél. ¿Pero no me asiste la razón al considerar que estos preceptos, que por otra parte, a mi entender, son un tanto vigorosos, miran a un organismo que desempeña bien sus funciones, y que al ya abatido, como al estómago postrado, es excusable calentarlo y por arte sostenerlo por el intermedio de la fantasía, haciéndole ganar el apetito y el contento, puesto que por sí mismo los perdió

¿No podemos decir que nada hay en nosotros durante esta prisión terrena que sea puramente corporal o espiritual; y que injuriosamente desmembramos un hombre vivo; y que razonablemente, podría sentarse que nos conducimos en punto al uso del placer tan favorablemente a lo menos como en lo tocante al del dolor? Este era (por ejemplo) vehemente hasta la perfección en el alma de los santos, mediante la penitencia. El cuerpo tenía naturalmente parte, en razón a la unión íntima de ambos y sin embargo, podía tomar una parte escasa en la causa, por lo cual no se contentaban aquéllos con que desnudamente siguiera y asistiera al alma afligida, sino que lo atormentaban con penas atroces y adecuadas, a fin de que a competencia el uno de la otra, el espíritu y la materia, sumergieran al hombre en el dolor más saludable cuanto más rudo. En semejante caso, tratándose de los placeres corporales, ¿no es injusto enfriar el alma y asegurar que es preciso arrastrarla como a una obligación y necesidad forzada y servil? Corresponde más bien al alma incubarlos y fomentarlos, mostrarse e invitar a ellos, puesto que el cargo de regirlos la pertenece; como también a ella incumbe, a mi entender, y a los placeres que la son propios, el inspirar e infundir al cuerpo el resentimiento cabal que lleva su condición, y estudiarse para que le sean dulces y saludables. Bien razonable es, como dicen, que el cuerpo no siga sus apetitos en perjuicio del espíritu; mas ¿por qué no ha de serlo igualmente que el espíritu no siga los suyos en daño de la materia?

Yo no tengo otra pasión que me mantenga en vigor: el papel que la avaricia, la ambición, las querellas y los procesos desempeñan para los que como yo carecen de profesión determinada, el amor los representaría más cómodamente; procuraríame la vigilancia, la sobriedad, la gracia y el cuidado de mi persona; calmaría mi continencia a fin de que las muecas de la vejez, esas muecas deformes y lastimosas no vinieran a corromperla; me echaría de nuevo en brazos de los estudios sanos y prudentes por donde pudiera trocarme en más estimado y amado, arrancando de mi espíritu la desesperanza de sí mismo y de su empleo, y uniéndolo consigo mismo; me apartaría de mil pensamientos dolorosos, de mil pesares melancólicos con que la ociosidad nos favorece en tal edad, junta con el mal estado de nuestra salud; templaría, al menos en sueños, esta sangre que naturaleza abandona; sostendría erguida la barba y dilataría un poco los nervios y el vigor y contento de la vida a este pobre hombre que camina derechamente a su ruina. Mas bien se me alcanza que es ésta una ventaja dificilísima de recobrar: por debilidad y experiencia dilatada nuestro gusto se convirtió en más tierno y delicado; solicitamos más cuando con menos contribuimos; queremos elegir lo más cuando menos merecemos ser aceptados, como tales reconociéndonos, somos menos atrevidos y más desconfiados; nada puede asegurarnos de ser amados, vista nuestra condición y la suya. Me avergüenzo de encontrarme entre esa verde y bulliciosa juventud,

Cujus in indomito constantior inguine nervus,

quam nova collibus arbor inhaeret.[1201]

¿A qué viene presentar nuestra miseria en medio de ese regocijo,

Possint ut juvenes visere fervidi,

multo non sine risu,

dilapsam in cineres facem?[1202]

La fuerza y la razón los acompañan; hagámosles lugar, nada tenemos ya que hacer: ese germen de belleza naciente no se deja zarandear por manos yertas, ni practicar por medios puramente materiales, pues como respondió aquel antiguo filósofo[1203] quien de él se burlaba porque no había sabido conquistar las gracias de un pimpollito a quien perseguía: «Amigo mío, el anzuelo no prende en un queso tan fresco.» En suma, es éste un comercio que ha menester de relación y correspondencia; los demás placeres que recibimos pueden reconocerse por recompensas de naturaleza diversa; pero éste no se paga con la misma suerte de moneda. En verdad, en este negocio las delicias que yo procuro cosquillean más dulcemente mi imaginación que las que experimento, y nada tiene de generoso quien puede recibir placer donde no lo da; es por el contrario un alma vil que pretende deberlo todo y que se place en mantener comercio con personas a quienes es dura carga: no hay belleza, ni gracia, ni privanza, por delicadas que sean, que un hombre cumplido deba desear a ese precio. Si ellas no pueden procurarnos bien más que por piedad, yo prefiero mejor no vivir, que vivir de limosna. Quisiera yo tener derecho de pedirlas en estos términos, conforme al estilo en que la caridad se implora en Italia. Fate ben per voi[1204]; o a la manera como Ciro exhortaba a sus soldados, cuando les decía: «Quien se quiera, bien que no siga.» Uníos, se me dirá, a las de vuestra condición, y así el concurso de fortuna idéntica os colocará al gusto de uno y otro ¡mezcla insípida y torpe si las hay!

Nolo

barbam vellere mortuo leoni[1205]:

Jenofonte emplea como argumento de objeción y censura para reprender a Menón, el que en sus amores echara, mano de objetos ya agostados. Mayor goce me procura solamente el ver la mezcla dulce y justa de dos bellezas, jóvenes o el imaginarla simplemente, que hacer yo el papel de segundo en una coyunda informe y triste: resigno este apetito fantástico al emperador Galba, que no se consagraba sino a las carnes duras y rancias, y a ese otro pobre miserable[1206],

O ego di faciant talem te cernere possim,

caraque mutatis oscula ferre comis,

amplectique meis corpus non pingue lacertis!

Y entre las primordiales fealdades incluyo las bellezas artificiales y forzadas. Emonez, muchacho joven de Chio, ideando con los adornos alcanzar la belleza que naturaleza la llegaba, presentose al filósofo Arcesilao preguntándole si un varón fuerte podía sentirse enamorado: «¡Ya lo creo! contestó el otro, mas siempre y cuando que no sea de una belleza acicalada y sofística como la tuya.» La fealdad de una vejez reconocida es menos vieja y menos fea a mi ver, que otra pintada y pulimentada. ¿Osaré decirlo? (y no vaya a atrapárseme por el pescuezo el amor para mí nunca está en época más natural y cabal que en la edad vecina de la infancia:

Quem si puellarum insereres choro,

mire sagaces falleret hospites

discrimen obscurum, solutis

crinibus, ambiguoque vultu[1207]:

y lo mismo la belleza; pues lo de que Homero la dilate hasta que la barba comienza a sombrear, el mismo Platón lo señaló como peregrino. Notoria es además la causa por la cual tan ingeniosamente el sofista Bión llamaba a los cabellos locuelos de la adolescencia Aristogitones y Harmodiones: en la edad viril encuéntrolo ya algún tanto fuera de su lugar y con mayor razón en la vejez;

Importunus enim transvolat aridas

quercus.[1208]

Margarita, reina de Navarra, prolonga como mujer demasiado lejos la ventaja de las damas, considerando que es todavía tiempo a los treinta años para que cambien el dictado de hermosas en el de buenas. Cuanto más corta es la dominación que sobre nuestra vida otorgamos al amor, mayor es nuestro valer. Considerad su porte: es un semblante pueril. ¿Quién no sabe que en su escuela se procede a la inversa de todo orden y disciplina? El estudio, la ejercitación y el uso en él, a la insuficiencia nos encaminan; los novicios son regentes: Amor ordinem nescit.[1209] En verdad su conducta tiene más garbo cuando la forman la inadvertencia y el desorden; las faltas y los reveses comunican la salsa y la gracia. Con que el amor sea hambriento y rudo, poco importa que la prudencia no parezca: ved cómo marcha con paso incierto, chocando y loqueando; se le mete en el cepo cuando se le guía por arte y prudencia; se ponen trabas a su divina libertad cuando se lo somete a estas manos peludas y callosas.

Yo veo frecuentemente pintar esta inteligencia como cosa puramente espiritual, y menospreciar el papel que los sentidos desempeñan: todo a ella coadyuva y contribuye, y puedo decir haber visto muchas veces que excusamos en las mujeres la debilidad de sus espíritus en favor de sus bellezas corporales; pero en cambio nunca vi que en beneficio de las bellezas de un espíritu, por sesudo y maduro que fuera, se resignaran ellas a prestar la mano a un cuerpo que cae en decadencia por poco que caiga. ¡Lástima grande que alguna no entre en ganas de llevar a cabo este noble trueque socrático, adquiriendo a cambio de sus muslos una inteligencia generadora, filosófica y espiritual del valor más relevante que conseguirse pudiera! Ordena Platón en sus leyes que el que haya realizado alguna acción notable y útil en la guerra, no pueda durante sus expediciones ser rechazado, sin que nada importen si fealdad o senectud, si pretende besar o alcanzar cualquiera otro favor amoroso de la persona que guste. Lo que el filósofo encuentra tan equitativo en recomendación del valor militar, ¿por qué no habría de reconocerlo igualmente en alabanza de otra virtud cualquiera? ¿Por qué no había de ocurrírsele a una dama el apoderarse antes que sus compañeras de la gloria de este casto amor? Casto digo, y no digo mal:

Nam si quando ad praelia ventum est,

ut quondam in stipulis magnus sine viribus ignis

incassum furit[1210]:

los vicios que se ahogan en el pensamiento no son los peores que albergamos.

Para acabar este copioso comentario, que se me escapó de un flujo palabrístico, impetuoso a veces y dañino,

Ut missum sponsi furtivo munere malum

procurrit casto virginis e gremio,

quod miserae oblitae molli sub veste loratum,

dum adventu matris prosilit, excutitur,

atque illud prono praeceps agitur decursu:

Huic manat tristi conscius ore rubor[1211],

diré que los machos y las hembras están vaciados en el mismo molde; salvo la educación y costumbres, la diferencia es exigua. Platón llama indistintamente a los unos y a las otras a la frecuentación de idénticos estudios, ejercicios, cargos y profesiones guerreras y pacíficas, en su República; y el filósofo Antístenes prescindía de toda distinción entre la virtud de ellas y la nuestra[1212]. Es mucho más fácil acusar a un sexo que excusar al otro: es lo que dice aquel proverbio: «Dijo la sartén al cazo...» 

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