Capítulo VI

De los vehículos

Bien fácil es el verificar que los grandes autores, al escribir sobre las causas de las cosas, no solamente se sirven de las que juzgan verdaderas, sino también de aquellas otras de cuyo fundamento dudan, siempre y cuando que tengan algo de lucidas: hablan con verdad y utilidad bastantes, expresándose ingeniosamente. Nosotros somos incapaces de asegurarnos de la causa primordial, y amontonamos muchas para ver si por casualidad aquella figura entre ellas,

Namque unam dicere causam

non satis est, verum plures, unde una tamen sit.[1213]

¿Me preguntáis de dónde proviene esa costumbre de bendecir a los que estornudan? Nosotros producimos tres suertes de vientos: el que sale por abajo es demasiado puerco; el que exhala nuestra boca lleva consigo algún reproche de glotonería; el tercero es el estornudo; y porque viene de la cabeza y no es acreedor a censura, le tributamos honroso acogimiento. No os burléis de esta sutileza, de la cual, según se dice, Aristóteles es el padre.

Paréceme haber visto en Plutarco (que es entre todos los autores que conozco el que mezcló mejor el arte y la naturaleza, y la sensatez con la ciencia), explicando la causa del levantamiento del estómago que experimentan los que viajan por mar, que la cosa les sucede por temor, luego de haber encontrado algún viso de razón mediante el cual demuestra que el temor puede ocasionar semejante efecto. Yo, que soy muy propenso a este accidente, sé muy bien que esta causa no obra en mí para nada, y lo sé, no por argumentos, sino por experiencia necesaria. Sin alegar lo que he oído asegurar, o sea que acontece lo propio a los animales, particularmente al puerco, que por completo desconoce el peligro, ni lo que un sujeto de mi conocimiento me testimonió de sí mismo, el cual, estando a él fuertemente sujeto, las ganas se le habían pasado en dos o tres ocasiones hallándose oprimido por el terror en una tormenta, como a aquel antiguo, pejus vexabar, quam ut periculum mihi sucurreret[1214]: nunca tuve miedo en el agua, como tampoco en lugar alguno (y sin embargo, bastantes veces se me ofrecieron causas justamente temibles, si es que la muerte puede serlo) me trastorné ni deslumbré. Nace a veces el temor de falta de discernimiento, y de escasez de ánimo otra. Cuantos peligros he visto, presencielos con los ojos abiertos y la mirada serena, cabal y entera: hasta para temer el ánimo. La serenidad sirviome antaño, a falta de otras mejores prendas, para gobernar mi huida y mantenerla ordenada; para que fuese, si no de temor desnuda sin horror, sin embargo, y sin espasmos: fue una marcha conmovida, mas no aturdida ni perdida. Las almas grandes van más allá, representando huidas no ya sólo tranquilas y sanas, sino altivas. Relatemos la que Alcibíades refiere de Sócrates, su compañero de armas: «Encontrele, dice, después de la derrota de nuestro ejército junto con Láchez, y eran ambos de los últimos fugitivos; le consideré despacio, a mi sabor, ya en seguridad, pues yo iba montado en un buen caballo y él a pie; así habíamos combatido. Advertí primeramente cuánto más avisado y resuelto se mostraba, con Láchez comparado; luego, la altivez de su andadura en nada distinta de la ordinaria; su mirada firme y normal, juzgando y considerando lo que acontecía en su derredor, contemplando ya a los unos, ya a los otros, amigos y enemigos, de una manera que a los unos animaba y significaba a los otros que estaba dispuesto a vender su sangre bien cara, y lo mismo su vida a quien arrancársela intentara, y así se salvaron, pues a éstos no se les ataca fácilmente, persiguiéndose a los atemorizados.» He aquí el testimonio de ese gran capitán, que nos enseña lo que todos los días aprendemos, o sea que nada nos lanza más en los peligros cual el hambre inconsiderada de escaparlos: quo timoris minus est, eo minus ferme periculi est[1215]. Nuestro pueblo se engaña al decir: «Ese teme a la muerte», cuando con ello quiere dar a entender que alguien piensa en ella y que la prevé. La previsión conviene igualmente a cuanto con nosotros se relaciona en bien o en mal: considerar y juzgar el peligro es en algún modo lo contrario de amedrentarse. Y no me siento suficientemente fuerte para resistir el golpe e impetuosidad de esta pasión del miedo ni de otra cualquiera que por su vehemencia se la asemeje: si me sintiera un poco vencido y por tierra, ya no me levantaría jamás enteramente; quien hiciera que mi alma perdiera pie, no la colocaría nunca en su lugar verdadero, derecha y en su asiento, pues se ensaya e investiga con profundidad y viveza demasiadas, por lo cual no dejaría resolver y consolidar la herida que la hubiere atravesado. Fortuna ha sido la mía de que ninguna enfermedad me la haya trastornado: a cada recargo que me sorprende hago frente y me opongo con todas mis fuerzas, así que la primera que me solicitara me dejaría sin recursos. Soy incapaz de resistir por dos lados: cualquiera que sea el lugar por donde el destrozo forzase la calzada que me defiende, héteme al descubierto y sin remedio ahogado. Epicuro dice que el sabio no puede pasar de un estado al opuesto; yo soy del parecer contrario a esta sentencia, y creo que quien haya estado una vez bien loco, ninguna otra será ya muy cuerdo. Dios me da el frío según la ropa, y me procura, las pasiones según los medios de que dispongo para resistirlas; naturaleza, habiéndome descubierto de un lado, me cubrió del otro; como por fuerza me desarmara, me armó de insensibilidad y de una aprehensión ordenada o desaguzada.

Me acontece que no puedo soportar durante largo tiempo (y menos todavía los soportaba cuando era joven) coche, litera ni barco, y detesto todo otro vehículo distinto del caballo, así en la ciudad como en el campo. Menos todavía transijo con la litera que con el coche, y por la misma razón me acomodo con mayor facilidad a una sacudida fuerte en el agua, de donde el miedo surge, que al movimiento que se experimenta en tiempo apacible. Merced a esa ligera sacudida que los remos producen, desviando de nosotros la sustentación, siento revueltos, sin saber cómo, cabeza y estómago, no pudiendo resistir bajo mi planta un lugar que se mueve. Cuando las velas y el curso del agua nos arrastran por igual, o se nos llevan a remolque, semejante agitación unida en manera alguna me impresiona; lo que si me trastorna es el movimiento interrumpido, y todavía en mayor grado cuando es languidecedor. No podría explicar el efecto de otro modo. Los médicos me ordenaron que me ciñera y sujetara con una faja la parte inferior del vientre para poner remedio al mal, recomendación que yo no he puesto en práctica teniendo por costumbre luchar con las debilidades propias que en mí residen y domarlas con mis propias fuerzas.

Si estuviera mi memoria suficientemente informada, no consideraría aquí como perdido el tiempo necesario para enumerar la variedad infinita que las historias nos presentan en el empleo de los carruajes al servicio de la guerra. Diversos según las naciones y según los siglos, fueron siempre a mi entender de gran efecto y necesidad, y tanto, que maravilla, que de ella hayamos perdido toda noción. Diré sólo aquí que recientemente, en tiempo de nuestros padres, los húngaros utilizáronlos muy provechosamente contra los turcos, colocando en cada uno un soldado con rodela, un mosquetero, bastantes arcabuces, bien colocados, prestos y cargados, todo empavesado a la manera de un galeón. Disponían el frente de la batalla con tres mil de estos vehículos, y tan luego como el cañón había entrado en juego, los hacían marchar y tragar al enemigo antes de encentar el resto, lo cual no era un ligero avance; o bien lanzaban los carros contra los escuadrones para romperlos y abrirse paso, a más del socorro que de ellos alcanzaban para guarnecer en lugar peligroso, las tropas que marchaban al campo, o a tomar una posición a la carrera y fortificarla. En mi tiempo un gentilhombre, que se hallaba en una de nuestras fronteras imposibilitado por su propia persona, y no encontrando caballo capaz de su peso, por haber tenido una disputa, marchaba por los campos en un carruaje lo mismo que el descrito y se encontraba muy a gusto. Pero dejemos estos carros guerreros.

Cual si su holganza no fuera conocida por más eficaces causas, los últimos reyes de nuestra primera dinastía viajaban en un carro tirado por cuatro bueyes. Marco Antonio fue el primero que se hizo conducir a Roma en unión de una mozuela por varios leones uncidos a un coche. Heliogábalo hizo después lo propio, nombrándose Cibeles, madre de los dioses y también fue llevado por tigres, parodiando al dios Baco: unció además en ocasiones dos ciervos a su coche, en otra cuatro perros, y en otra cuatro mocetonas desnudas, yendo así en pompa también de ropas aligerado. Firmo el emperador hizo arrastrar su carruaje por dos avestruces de maravilloso volumen y altura, de suerte que mejor que rodar hubiérase dicho que volaba.

La singularidad de estas invenciones trae a mi magín esta otra fantasía: Entiendo que constituye una especie de pusilanimidad en los monarcas, y un testimonio de que en verdad no sienten lo que son, el esforzarse en hacer valer y parecer mediante gastos excesivos. Sería ésta excusable costumbre en países extranjeros, mas no entre los propios súbditos donde los reyes lo pueden todo alcanzar, de su dignidad hasta tocar en el grado de honor más relevante: del propio modo que me parece superfluo en un gentilhombre el que suntuosamente se vista en su privado; su casa, su séquito y su cocina responden por él de sobra. El consejo que daba Isócrates a su rey no me parece irrazonable: «Que sea espléndido en el uso de utensilios y muebles, puesto que éstos constituyen un gasto de duración que pasa a sus sucesores, y que huya toda magnificencia que al momento escapa del uso y de la memoria.» Cuando yo era menor de edad gustaba de adornarme, a falta de mejor ornamento, y me sentaban bien los perifollos: hay hombres en quienes los trajes hermosos lloran. Cuentos maravillosos nos refieren de la frugalidad de nuestros reyes en derredor de sus personas y en sus dones; fueron reyes grandes en crédito, valor y fortuna. Demóstenes combate hasta la violencia la ley de su ciudad que asignaba los públicos recursos a las pompas de juegos y fiestas; quiere que la grandeza de su país se muestre en profusión de naves bien equipadas y en óptimos ejércitos bien provistos. Se censura con razón a Teofrasto, que en su libro de las riquezas sienta un parecer contrario y sostiene que tal suerte de dispendios es el fruto verdadero de la opulencia: esos son placeres, dice Aristóteles que sólo incumben a la más baja clase y común, que del recuerdo se desvanecen, después del hartazgo y de los cuales ningún hombre juicioso y grave puede hacer motivo de estima. Los dispendios me parecen mucho más dignos de la realeza como también mucho más útiles, justos y durables construyendo puertos, ensenadas, fortificaciones, murallas, suntuosos edificios, hospitales, colegios, mejoramiento de calles y caminos, en todo lo cual el Pontífice Gregorio XIII dejará memoria recomendable y duradera, y también nuestra reina Catalina testimoniaría por largos años su natural liberalidad y munificencia si sus medios fueran de par con su voluntad: el acaso me contrarió grandemente al ver interrumpida la hermosa estructura del nuevo puente de nuestra ciudad populosa y al quitarme la esperanza de verlo antes de morir prestando servicios al público.

A más de estas razones paréceles a los súbditos, simples espectadores de los triunfos de los soberanos, que de ese modo se les muestran sus propias riquezas, y que a sus propias expensas se les festeja, pues los pueblos presumen fácilmente de soberanos, como nosotros con las gentes que nos sirven, quienes deben poner cuidado en aprestarnos abundantemente cuanto nos precisa, pero en modo alguno coger su parte, por lo cual el emperador Galba, como recibiera placer oyendo a un músico mientras comía, hizo que le llevaran su caja y entregó con su propia mano al que la tocaba un puñado de escudos, que éste cogió añadiendo estas palabras. «Esto no pertenece al público, sino a mí.» Tan cierto es que acontece normalmente tener el pueblo razón, y que se regala sus ojos con lo que había de regalar su vientre.

Ni la misma liberalidad está en su verdadero lugar en mano soberana; los particulares tienen a ella más derecho, pues, cuerdamente considerado, un rey nada tiene que propiamente le pertenezca; su persona misma se debe a los demás: no se entrega la jurisdicción en favor del jurista, sino en favor del jurisdiciado. Elévase a un superior, mas nunca para su provecho, sino para provecho del inferior: a un médico se le llama para que auxilie al enfermo y no a sí propio. Toda magistratura como todo arte tienen su esfera fuera de ellos, nulla ars in se versatur[1216]; por eso los gobernadores de la infancia de los príncipes que se precian de imprimirles esta virtud de largueza, predicándoles que ningún favor rechacen y que nada consideren mejor empleado que los presentes que hagan (instrucción que en mi tiempo he visto muy en crédito), o miran más bien a su provecho que al de su amo o mal comprenden con quien hablan. Es muy fácil inculcar la liberalidad en quien tiene con qué proveer tanto como le plazca a expensas ajenas, y como quiera que la estimación se pondere, no conforme a la medida del presente, sino con arreglo a los medios del que la ejerce, viene a ser nula en manos de los poderosos, quienes antes que liberales se reconocen pródigos. Por eso es de recomendación escasa comparada con otras virtudes de la realeza, y la sola como decía Dionisio el tirano que sea compatible con la tiranía misma. Mejor recitaría yo a un príncipe este proverbio del labrador antiguo:  ,  [1217], o sea «que a quien pretende sacar provecho precisa sembrar con la mano y no verter con el saco». Es necesario esparcir la semilla, no extenderla: y habiendo que dar, o por mejor decir, que pagar y entregar a tantas gentes conforme hayan servido, debe ser el monarca avisado y leal dispensador. Si la liberalidad de un príncipe carece de discreción y medida, le prefiero mejor avaro.

Parece consistir en la justicia la virtud más propia de la realeza: y de todas las partes de la justicia a que la acompaña la liberalidad es la más digna de los monarcas, pues particularmente a su cargo la tienen reservada, ejerciendo como ejercen todas las demás mediante la intervención ajena. La inmoderada largueza es un medio débil de procurarles benevolencia, pues rechaza más gentes que atrae: Quo in plures usus sis, minus in multos uti possis... Quid autem est stultius, quam, quod libenter facias, curare ut id diutius facere non possis?[1218] Y cuando sin consideración del mérito se emplea, avergüenza al que la recibe y sin reconocimiento alguno se acoge. Tiranos hubo que fueron sacrificados por el odio popular en las mismas manos de quienes injustamente los levantaran: esta categoría de hombres, creyendo asegurar la posesión de los bienes indebidamente recibidos, muestran desdeñar y odiar a aquel de quien las recibieron, uniéndose en este punto al parecer y opinión comunes.

Los súbditos de un príncipe excesivo en dones conviértense a su vez en pedigüeños excesivos; mídense conforme al ejemplo, no con arreglo a la razón. En verdad que casi siempre debiéramos avergonzarnos de nuestra imprudencia, pues se nos recompensa injustamente cuando el premio iguala a nuestro servicio, sin considerar que por obligación natural estamos sujetos a nuestros príncipes. Si estos contribuyen a todos nuestros gastos, hacen demasiado, hasta con que los ayuden: el exceso se llama beneficio, y no se puede exigir, pues el nombre mismo de liberalidad suena como el de libertad. Con arreglo a nuestro modo de proceder, el don nunca se nos concede; lo recibido para nada se cuenta, no se gusta más que de la liberalidad futura, por lo cual, cuanto más un príncipe se agota en recompensas, más de amigos se empobrece. ¿Cómo saciaría los deseos, que crecen a medida que se llenan? Quien su pensamiento tiene fijo en el recibir no se acuerda de lo que recogió: la cualidad primordial de la codicia es la ingratitud.

No dirá mal aquí el ejemplo de Ciro, en provecho de los reyes de nuestra época, tocante a reconocer, cómo los dones de éstos serán bien o mal empleados, y a hacerles ver cuán dichosamente los distribuía este emperador con ellos parangonado. Por sus desórdenes se ven nuestros soberanos obligados a hacer sus empréstitos en personas desconocidas, y más bien en aquellas con quienes se condujeron mal que con las que procedieron bien; y ninguna ayuda reciben donde la gratitud existe sólo de nombre. Creso censuraba a Ciro su largueza, calculando a cuánto se elevaría su tesoro si hubiera tenido las manos más sujetas. Entró en ganas el primero de justificar su liberalidad y despachó de todas partes emisarios hacia los grandes de su Estado a quienes más presentes había hecho, rogando a cada uno que le socorriese con tanto dinero como le fuera dable para subvenir a una necesidad, enviándole la declaración de sus recursos. Cuando todas las minutas le fueron presentadas, sus amigos todos, considerando que no bastaba ofrecerle solamente lo que cada cual había recibido de su munificencia, añadió mucho de su propio peculio, resultando que la suma ascendía a mucho más de la economía que Creso había supuesto. A lo cual añadió Ciro: «Yo no amo las riquezas menos que los otros príncipes, más bien cuido mejor de ellas: ved con cuán escaso esfuerzo adquirí el inestimable tesoro de tantos amigos; cuánto más fieles guardadores de mis caudales me son que los mercenarios sin obligación ni afecto, y mi fortuna así está mejor custodiada que en cofres resistentes que echarían sobre mí el odio, la envidia y el menosprecio de los demás príncipes.»

Los emperadores se excusaban de la superfluidad de sus juegos y ostentaciones públicas porque su autoridad dependía en algún modo (en apariencia al menos) de la voluntad del pueblo romano, el cual estaba hecho de antiguo a ser complacido por tales espectáculos y excesos. Pero eran los particulares los que habían mantenido esa costumbre de gratificar a sus conciudadanos y a sus plebeyos a expensas de su peculio, principalmente por semejante profusión y magnificencia. Cuando fueron los amos los que vinieron a imitarlos, los espectáculos tuvieron otro gusto y carácter distintos: pecuniarum translatio ajustis dominis ad alienos non debet liberalis videri[1219]. Porque su hijo intentaba ganar valiéndose de presentes la voluntad de los macedonios, Filipo le amonestó en una carta en estos términos:

«¡Cómo! ¿deseas que tus súbditos te consideren como a su pagador y no como a su rey? ¿Quieres recompensarlos? Benefícialos con los presentes de tu virtud y no con las riquezas de tu cofre.»

Era sin embargo bella cosa el ver transportar y plantar en el circo gran número de corpulentos árboles, verdes y frondosos, representando una selva umbría, dispuesta con simetría hermosa, y en un día determinado lanzar dentro de ella mil avestruces, mil ciervos, mil jabalíes, mil gamos, abandonándolos para que se arrojasen sobre el pueblo; al día siguiente aporrear en su presencia cien enormes leones, cien leopardos y trescientos osos; y en el tercero día hacer combatir a muerte trescientas parejas de gladiadores, como en tiempo del emperador Probo. Era también cosa hermosa el ver estos grandes anfiteatros incrustados por fuera de mármol, labrado en estatuas y ornamentos, y por dentro resplandecientes de enriquecimientos raros,

Balteus en gemmis, en illita porticus auro[1220]:

todos los lados de este gran vacío llenos y rodeados de arriba abajo por sesenta u ochenta rangos de escalones, también de mármol, cubiertos de cojines,

Exeat, inquit,
si pudor est de pulvino surgat equestri,
cujus res legi non sufficit
[1221];

donde podían acomodarse hasta cien mil hombres sentados a su gusto, y el lugar del fondo, en que los combates se sucedían y los ojos se regocijaban, hacer primeramente que por arte se entreabriera y hendiera en forma de cuevas, representando antros, los cuales vomitaban las fieras destinadas al espectáculo, y luego después inundado de un mar profundo que acarreaba multitud de monstruos marinos, cubierto de navíos armados, simulacro verdadero de un combate naval; en tercer lugar veíase allanar y secar de nuevo el recinto cuando el combate de gladiadores llegaba, y por último, cubrirlo con bermellón y estoraque en vez de arena para celebrar un festín solemne en honor del pueblo innúmero, que era el último acto de los celebrados en una sola jornada.

Quoties nos descendentis arenae
vidimus in partes, ruptaque voragine terrae
emersisse feras, et eisdem saepe latebris
aurea cum croceo creverunt arbuta libro!...
Nec solum nobis silvetria cernere monstra
contigit; aequoreos ego cum certantibus ursis
spectavi vitulos, et equorum nomine dignum,
sed deforme pecus.
[1222]

A veces se hacía nacer una montaña elevada llena de frutales y verdosos árboles, en cuya cumbre había un arroyo que surgía cual de la boca de una fuente viva; otras ostentábase a la vista de todos un gran navío que por sí se abría y cerraba, y después de arrojar de su vientre cuatrocientas o quinientas fieras de combate se juntaba y desaparecía como por encanto; otras del fondo de la plaza lanzábanse surtidores y chorros de agua que subían a infinita altura, regando y perfumando a la multitud. Para resguardarla de las injurias del tiempo cubrían esta capacidad inmensa unas veces con tela purpurina elaborada con la aguja, otras con seda de colores varios, con las cuales cubrían y descubrían en un momento como les placía mejor.

Quamvis non modico caleant spectacula sole,
vela reducuntur, quum venit Hermogenes.
[1223]

«Las redes que resguardaban al pueblo para defenderlo de la violencia de las fieras cuando saltaban estaban, también tejidas de oro»:

Auro quoque torta refulgent
retia.
[1224]

Si hay algo que pueda ser excusable en tales excesos, reside allí donde la inventiva y la novedad promueven la admiración, no en lo que toca al gusto. En estas vanidades mismas descubrimos cuánto aquellos siglos pasados eran fértiles en otros espíritus distintos de los nuestros. Acontece con esta suerte de fertilidad cual con todas las demás producciones de la naturaleza: no puede afirmarse que entonces empleara su esfuerzo último: nosotros no marchamos, más bien rodamos y giramos aquí y allá, paseándonos sobre nuestros propios pasos; no alcanzamos a ver muy adelante ni muy hacia atrás; nuestros ojos abarcan poco y ven lo mismo: es nuestra vista corta en extensión de tiempo y materia:

Vixere fortes ante Agamemnona

multi, sed omnes illacrymabiles

urgentur, ignotique longa

nocte.[1225]

Et supera bellum Thebanum, et funera Trojae,

multi alias alii quoque res cecinere poetae[1226]:

y la narración de Solón en punto a lo que le enseñaran los sacerdotes egipcios acerca de la dilatada vida de su Estado y la manera de aprender y custodiar las historias extranjeras, no me parece contradecir la consideración apuntada. Si interminatam in omnes partes magnitudinem regionum videremus et temporum, in quam se injiciens animus et intendens, ite late longeque paregrinatur, ut nullam oram ultimi videat, in qua possit insistere: in hac immensitate... infinita vis innumerabilium appareret formarum.[1227] Aun, cuando todo lo que se nos refiere de los tiempos pasados fuera cierto y de todos conocido, en junto sería menos que nada comparado con lo que ignoramos. Y de esta misma imagen del mundo, que se desliza mientras por él pasamos, ¿cuán mezquino y fragmentario no es el conocimiento de los más curiosos? o solamente de los sucesos particulares, que frecuentemente el acaso convierte en ejemplares y señalados; de la situación de las grandes repúblicas y naciones, nos escapa cien veces más de lo que viene a nuestro conocimiento. Consideramos como milagrosa la invención de la artillería y la de nuestra imprenta, y otros hombres en el otro extremo del mundo, en la China, gozaban de ellas mil años ha. Si viéramos tanto mundo como dejamos de ver, advertiríamos sin duda una perpetua mutación y vicisitud de formas. Nada hay único y singular en la naturaleza, mas sí en relación con nuestros medios de conocimiento, que constituyen el miserable fundamento de nuestras reglas y que nos representan fácilmente una imagen falsísima de las cosas. Cuál sin fundamento concluimos hoy la declinación y decrepitud del mundo por los argumentos que sacamos de nuestra propia debilidad y decadencia:

Jamque adeo est affecta aetas, effaetaque tellus[1228]:

así, sin fundamento también, deducía Lucrecio su nacimiento y juventud por el vigor que veía en los espíritus de una época, copiosos en novedades e invenciones de diversas artes:

Verum, ut opinor, habet novitatem, summa, recensque

natura est mundi, neque pridem exordia cepit

quare etiam quaedam nunc artes expoliuntur,

nunc etiam augescunt; nunc addita navigiis sunt

multa.[1229]

Nuestro mundo acaba de encontrar otro (¿y quién nos asegura que es el último de sus hermanos, puesto que los demonios, las sibilas y nosotros habíamos ignorado éste hasta el momento actual?) no menos grande, sólido y membrudo que él. Sin embargo, tan nuevo y tan niño que todavía se le enseña el a, b, c: no hace aún cincuenta años que desconocía las letras, los pesos, las medidas, los vestidos, los trigos y las viñas. Estaba todavía completamente desnudo, guarecido en el seno de la naturaleza, y no vivía sino con los medios que esta pródiga madre le procuraba. Si nosotros deducimos nuestro fin, y aquel poeta el de la juventud de su siglo, este otro mundo no hará sino entrar en la luz cuando el nuestro la abandone: el universo caerá en parálisis; un miembro estará tullido y el otro vigoroso. Temo mucho que hayamos grandemente apresurado su declinación y ruina merced a nuestro contagio, y que le hayamos vendido a buen precio nuestras opiniones e invenciones. Era un mundo niño, y nosotros no le hemos azotado y sometido a nuestra disciplina por la supremacía de nuestro valor y fuerza naturales; ni lo hemos ganado con nuestra justicia y bondad, ni subyugado con nuestra magnanimidad. La mayor parte de sus respuestas y las negociaciones pactadas con ellos testimonian que nada nos debían en clarividencia de espíritu ni en oportunidad. La espantosa magnificencia de las ciudades de Cuzco y Méjico, y entre otras cosas análogas el jardín de aquel monarca en que todos los árboles, frutos y hierbas, conforme al orden y dimensiones que guardan en un jardín, estaban excelentemente labrados en oro, como en su cámara todos los animales que nacían en su Estado y en sus mares, y la hermosura de sus obras en pedrería, pluma y algodón, así como las pinturas, muestran que tampoco los ganábamos en industria. Mas en cuanto a la devoción, observancia de las leyes, bondad, liberalidad, lealtad y franqueza, buenos servicios nos prestó el no tener tantas como ellos: esa ventaja los perdió, vendiéndolos y traicionándolos.

Por lo que toca al arrojo y al ánimo; en punto a firmeza, constancia y resolución contra los dolores, el hambre y la muerte, nada temería en oponer los ejemplos que encontrara entre ellos a los más famosos antiguos de que tengamos memoria en el mundo de por acá. Pues los que acertaron a subyugarlos, que prescindan del engaño y aparato de que se sirvieron para engañarlos y del justo maravillarse que ganaba a esas naciones al ver llegar tan inopinadamente a gentes barbudas, diversas en lenguaje, religión, formas y continente, de un lugar del mundo tan lejano donde nunca supieran que hubiese mansión alguna, montados en grandes monstruos ignorados, para quienes no solamente no vieron nunca ningún caballo, pero ni siquiera animal alguno hecho a llevar y sostener hombre ni otra carga; guarnecidos de una armadura luciente y dura, y provistos de un arma resplandeciente y cortante para quienes por el milagro del resplandor de un espejo o del de un cuchillo cambiaban una cuantiosa riqueza en oro y perlas, y que carecían de ciencia y materiales por donde ser aptos a atravesar nuestro acero. Añádase a esto los rayos y truenos de nuestras piezas y arcabuces, capaces de trastornar al mismo César (a quien hubieran sorprendido tan inexperimentado como a ellos), contra pueblos desnudos, guarnecidos tan sólo de tejido de algodón, sin otras armas a lo sumo que arcos, piedras, bastones y escudos de madera; pueblos sorprendidos so pretexto de amistad y buena fe, por la curiosidad de ver cosas extrañas y desconocidas; quitad, digo, a los conquistadores esta disparidad, y los arrancaréis de paso la ocasión de tantas victorias. Cuando considero el indomable ardor con que tantos millares de hombres, mujeres y niños, presentándose y lanzándose tantas veces en medio de peligros inevitables en defensa de sus dioses y de su libertad; aquella generosa obstinación que les impulsaba a sufrir hasta el último extremo los mayores horrores y la muerte, de mejor gana que a someterse a la dominación de aquellos que tan vergonzosamente los engañaron, y algunos prefiriendo mejor desfallecer por hambre y ayuno, ya prisioneros, que aceptar la vida en manos de sus enemigos tan vilmente victoriosos, infiero que para quien los hubiera atacado de igual a igual, con iguales armas y experiencia y en el mismo número, habrían sido tanto o más terribles como los de cualquiera otra guerra.

¡Lástima grande que no cayera bajo César, o bajo los antiguos griegos y romanos una tan noble conquista, y una tan grande mutación y alteración de imperios y pueblos en manos que hubieran dulcemente pulimentado y desmalezado lo que en ellos había de salvaje, confortando y removiendo la buena semilla que la naturaleza había producido; mezclando, no sólo al cultivo de sus tierras y ornamento de sus ciudades, las artes de por acá, en cuanto éstas hubieran sido necesarias, sino también inculcando las virtudes griegas y romanas a los naturales del país. ¡Qué reparación hubiera sido ésta, y qué enmienda se hubiera  promovido en toda es máquina, si los primeros ejemplos y conducta nuestra que por allá se mostraron hubiesen llamado a estos pueblos a la admiración o imitación de la virtud, preparando entre ellos y nosotros una sociedad e inteligencia fraternales! Cuán fácil hubiera sido sacar provecho de almas tan nuevas, tan hambrientas de aprendizaje, cuya mayor parte habían tenido comienzos naturales tan hermosos! Por el contrario, nosotros nos servimos de su ignorancia e inexperiencia para plegarlos más fácilmente hacia la traición, la lujuria, la avaricia, y hacia toda suerte de inhumanidad y crueldad, a ejemplo y patrón de nuestras costumbres. ¿Quién aceptó jamás a tal precio las ventajas del comercio y del tráfico? ¿Quién vio nunca tantas ciudades arrasadas, tantas naciones exterminadas, tantos millones de pueblos pasados a cuchillo, y la más rica y hermosa parte del universo derrumbada con el simple fin de negociar las perlas y las especias? ¡Mecánicas victorias! Jamás la ambición, jamás las públicas enemistades empujaron a los hombres los unos contra los otros a tan horribles hostilidades y a calamidades tan miserables.

Costeando el mar en busca de sus minas algunos españoles tocaron tierra en una región fértil y pintoresca muy habitada, e hicieron a este pueblo sus amonestaciones acostumbradas: «Que eran gentes pacíficas, originarias de lejanas tierras, enviadas por el rey de Castilla, el príncipe más poderoso de toda la tierra habitada, a quien el Papa, representante de Dios aquí bajo, había concedido el principado de todas las Indias. Que si querían ser del soberano tributarios, serían con mucha benignidad tratados.» Pedíanles víveres para su nutrición y oro para el menester de alguna medicina, haciéndoles, además, presente la creencia en un solo Dios y la verdad de nuestra religión, que les aconsejaban abrazar, añadiendo a ello algunas amenazas. A lo cual les contestaron «que en cuanto a lo de pacíficos no tenían cara de serlo, si lo eran; que puesto que su rey pedía, debía de ser indigente y menesteroso; y en lo tocante a que se hiciera la distribución de que hablaban, que debía ser hombre amante de disensiones, puesto que concedía a un tercero lo que no era suyo, disputándoselo a sus antiguos poseedores. En punto a víveres proveeríanlos de ellos. Oro tenían poco, y lo consideraban como cosa de ninguna estima porque era inútil al servicio de la vida, yendo sus miras encaminadas solamente a pasarla dichosa y gratamente; así que, podían coger resueltamente cuanto encontraran, excepto el destinado al culto de sus dioses. En lo tocante a que no hubiera más que un solo Dios, el discurso les plugo, decían, pero no querían cambiar de religión, habiendo practicado útilmente la suya tan dilatados años; y que además acostumbraban sólo a recibir consejos de sus amigos y conocidos. Que en lo de amenazarlos, consideraban como signo de escasez de juicio el ir amedrentando a aquéllos de quien la naturaleza y los medios de defensa les eran desconocidos; de suerte que, lo mejor que podían hacer, era despacharse a desalojar prontamente sus tierras, pues no estaban acostumbrados a tomar en buena parte las bondades y amonestaciones de gentes armadas y extrañas; y que si así no obraban harían con ellos lo que con otros» (y les mostraban las cabezas de algunos hombres ajusticiados en derredor de la ciudad). Ved en esta respuesta un ejemplo del balbuceo de esta infancia. De todos modos, ni en este lugar ni en muchos otros en que los españoles no hallaron las mercancías que buscaban se detuvieron ni emprendieron conquistas, aun cuando con otras ventajas el país les brindara; testigos son mis caníbales[1230].

De los dos monarcas más poderosos de ese mundo, y acaso también de éste, reyes de tantos reyes, los últimos que se vieron arrojados de sus dominios, uno fue el del Perú, el cual habiendo sido hecho prisionero en una batalla y pedídose por él un rescate tan excesivo que sobrepujaba todo lo verosímil, luego de haber sido este fielmente pagado y de haber dado el rey por sus palabras muestra de un valor franco, liberal y constante, al par que de un entendimiento cabal y muy sensato, los vencedores entraron en deseos (después de haber sacado un millón trescientos veinticinco mil pesos de oro, a más de la plata y otras cosas, que no ascendían a menos, tanto que sus caballos llevaban herraduras de oro macizo); de ver aún, mediante cualquier deslealtad, por monstruosa que fuese, cuál podía ser todavía lo que quedaba de los tesoros de este rey, y gozar libremente de lo que guardara, formulose contra él una acusación tan falsa como las pruebas en que se apoyaban sobre el designio de sublevar sus huestes para ganar así la libertad, por lo cual, por hermosas componendas de los mismos que lo habían traicionado, se le condenó a ser ahorcado y estrangulado públicamente, librándole del tormento de la hoguera por el sacramento del bautismo que le hicieron recibir con el propio suplicio; horrorosa acción y sin ejemplo que sufrió, sin embargo, sin alterar su continente ni sus palabras, con actitud y gravedad verdaderamente regias. Luego, para adormecer a los pueblos pasmados y transidos de tan extraño espectáculo, simulose un gran duelo por su muerte ordenando celebrar funerales suntuosos.

El otro fue el rey de Méjico[1231], quien habiendo defendido largo tiempo su ciudad sitiada, y mostrado cuánto pueden el sufrimiento y la perseverancia (hasta el punto de que jamás acaso pueblo ni príncipe los igualaron), y su desdicha puéstole vivo en manos de sus enemigos, conviniéndose en la capitulación, que sería tratado como rey, su conducta en la prisión se avino bien con este dictado. Como después de la victoria no encontraran todo el oro que se prometieran, luego de haberlo todo revuelto y registrado, pusiéronse a buscar minas de este metal, aplicando para ello los más tremendos suplicios que pudieran imaginar a los prisioneros que tenían; y como no sacaran nada en limpio por haber chocado con ánimos más robustos que crueles eran los tormentos que sufrían, fueron a dar en rabia tan enorme, que, contra la prometida fe y contra todo derecho de gentes condenaron al suplicio al rey mismo y a uno de los principales señores de su corte, en presencia el uno del otro. Este señor, hallándose atormentado por el dolor, y rodeado de ardientes braseros, en sus últimos momentos volvió lastimosamente la vista hacia su dueño como para pedirle gracia, porque sus fuerzas no alcanzaban a más: el rey, clavando altiva y vigorosamente sus ojos en él, como conjura de su cobardía y pusilanimidad, le dijo solamente estas palabras, con voz potente y vigorosa: «¿Por ventura estoy yo en un baño colocado? ¿Estoy más a mi gusto que tú?» El así amonestado sucumbió de repente momentos después, y murió en el lugar donde se hallaba. El rey, medio asado, fue conducido a otra parte, no tanto por piedad (¿pues qué piedad movió jamás a tan bárbaras almas que por el dudoso indicio de algún vaso de oro que saquear hacían quemar ante sus ojos no ya a un hombre, sino a un rey tan grande en merecimientos y fortuna?), como porque su firmeza convertía en más vergonzosa la crueldad de sus verdugos. Por último le ahorcaron, no sin que antes intentara, por medio de las armas, libertarse de una tan dilatada cautividad y sujeción, haciendo su fin digno de un príncipe magnánimo.

Otra vez quemaron vivos, de un golpe en la misma hoguera, a cuatrocientos sesenta hombres: cuatrocientos del bajo pueblo y sesenta de los principales señores de una provincia, simples prisioneros de guerra. Ellos mismos nos comunicaron tan horribles narraciones, pues no solamente las confiesan, sino que las encarecen y ensalzan. ¿Acaso como testimonio de su justicia o por el celo que en pro de su religión los animaba? En verdad son estos caminos demasiado opuestos y enemigos de un fin tan santo. Si se hubieran propuesto propagar nuestra fe, habrían considerado que no es poseyendo territorios como se amplifica, sino poseyendo hombres, y se hubieran conformado de sobra con las víctimas que las necesidades de la guerra procuran sin mezclar a ellas indiferentemente una carnicería cual si de animales salvajes se tratara, general tanto como el hierro y el fuego pudieron procurarla; no habiendo conservado por propio designio sino cuantos hombres trocaron en miserables esclavos para la obra y servicio de las minas, de tal suerte que muchos jefes españoles fueron ejecutados en los lugares mismos de la conquista por orden de los reyes de Castilla, justamente escandalizados por el horror de sus empresas, siendo además casi todos ellos desestimados y odiados. Dios consintió meritoriamente que estos grandes saqueos fueran absorbidos por el mar al transportarlos, o por las intestinas guerras con que entre ellos se devoraron; y la mayor parte se enterraron en aquellos lejanos lugares, sin alcanzar ningún fruto de su victoria.

Cuanto a lo de que estos tesoros vayan a dar en manos de un príncipe económico y prudente, responden las riquezas tan poco a las esperanzas que sus predecesores acariciaron y a la abundancia primitiva que se encontró al pisar esas nuevas tierras (pues aun cuando se saque mucho, vemos que esto no es nada, comparado con lo que podía esperarse); el uso de la moneda era completamente desconocido, y el oro, por consiguiente, se hallaba todo junto, no sirviendo sino como cosa de aparato y ostentación, como un inmueble reservado de padres a hijos, mediante los poderosos reyes que agotaban sus minas para elaborar aquel gran montón de vasos y estatuas, y que sirviera de ornamento a sus palacios y a sus templos. Nosotros empleamos nuestro oro en el tráfico y comercio; lo trabajamos y lo modificamos en mil formas, lo esparcimos y dispersamos. Imaginemos que nuestros reyes amontonaran así todo el que pudieran encontrar durante varios siglos y lo guardaran inmóvil.

Los del reino de Méjico eran algo más civilizados y más artistas que los otros pueblos de aquellas tierras. Así que juzgaron cual nosotros que el universo estaba próximo a su fin, fundamentándose en la desolación que nosotros allí llevamos. Creían que el ser del mundo se divide en cinco edades y en la vida de cinco soles consecutivos, de los cuales cuatro habían ya hecho su tiempo y que el que los alumbraba era el quinto. El primero pereció con todas las otras criaturas por universal inundación de las aguas; el segundo, por el derrumbamiento del cielo sobre los mortales, que ahogó toda cosa viviente; en esta edad colocan la existencia de los gigantes e hicieron ver a los españoles osamentas según las cuales la estatura de los hombres media hasta veinte palmos de altura; el tercero acabó por el fuego, que todo lo abrasó y consumió; el cuarto, por una conmoción de aire y viento, que abatió hasta las montañas más altas: los hombres no murieron, pero fueron cambiados en monos. ¡Considerad las impresiones que experimenta la flojedad de la creencia humana! Después de la muerte de este cuarto sol el mundo permaneció veinticinco años sumergido en tinieblas densas; en el quinto, fueron creados un hombre y una mujer que rehicieron la raza humana; diez años después, en cierto día, el sol apareció nuevamente creado, y por él comenzaron su cómputo: al tercero de su creación murieron los dioses antiguos, y los nuevos nacieron luego de la noche a la mañana. Sobre lo que opinan de la manera cómo este sol desaparecerá, nada sabe mi autor, mas el número de esta cuarta modificación concuerda con aquella gran conjunción de los astros que produjo, según los astrólogos juzgan, hace ochocientos y pico de años, tantas alteraciones y novedades en el mundo.

En punto a magnificencia y pompa, que fue por donde comencé mi discurso, ni Grecia, ni Roma, ni Egipto pueden, ya sea en utilidad, ya en dificultad o nobleza, comparar ninguno de sus portentos al camino que se ve en el Perú, construido por los reyes del país, que va desde la ciudad de Quito hasta la del Cuzco (mide trescientas leguas). Recto, unido, ancho de veinticinco pasos, empedrado, revestido a ambos lados de murallas elevadas y hermosas, por cuya parte superior corren arroyos perennes bordeados por robustos árboles, que llaman molli los naturales del país. Donde había montañas y rocas, las cortaron y allanaron llenando los huecos de piedra y cal. En el límite de cada jornada hay palacios soberbios provistos de víveres, vestidos y armas, así para los viajeros como para los ejércitos que los transitan. En la consideración de esta obra me fijé sólo en la dificultad de realizarla, que es particularísima en aquellas regiones. No labraban piedras menores de diez pies cuadrados, ni tenían otro medio de arrancarlas que la fuerza de sus brazos, arrastrando la carga; tampoco conocían el arte de andamiar, no alcanzándoseles otra fineza que la de ir yuxtaponiendo tierra sobre los muros a medida que los iban levantando para permanecer junto a la construcción.

Pero volvamos a nuestros coches. En lugar de éstos o de cualquiera otro vehículo hacíanse conducir por cargadores y en hombros. Aquel último rey del Perú el día que fue cogido, era llevado en unas andas de oro: sentado en una silla de lo mismo, en medio de la batalla. Cuantos portadores mataban para hacerle dar en tierra (pues querían cogerle vivo), otros tantos en competencia ocupaban el lugar de los muertos, de suerte que no lograron abatirle por víctimas que hicieran en estas gentes, hasta que un jinete se apoderó de su cuerpo y le derribó por tierra.

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