- VI -

A Monseñor de L'Hospital, Canciller de Francia.

Monseñor, considero yo que vosotros, en cuyas manos la fortuna y la razón pusieron el gobierno de los negocios del mundo, nada buscáis con mayor ahínco que las vías por donde llegar al conocimiento de los hombres, vuestros auxiliares, pues apenas hay comunidad por mezquina que sea, que no los incluya en su seno sobrados para desempeñar ventajosamente los cargos inherentes a ella, siempre y cuando que la elección pueda con acierto llevarse a cabo; y este paso salvado nada faltaría para llegar a la perfecta formación de una república. Ahora bien, a medida que esto es más apetecible, es también más difícil, en atención a que ni nuestros ojos pueden extenderse tan lejos que les sea dable entresacar y elegir entre una gran multitud tan dilatada, ni penetrar hasta el fondo de sus corazones para sondear de ellos las intenciones y la conciencia, partes principales de examinar. De manera que no hubo nunca república, por bien instituida que estuviera, en la cual no advirtamos con frecuencia la falta de aquella elección y escogitación: y en aquellas en que la ignorancia y la malicia, el disimulo, los favores y la ambición y la violencia mandan, si alguna elección se efectúa conforme a la justicia y al buen orden acomodada, debémosla sin duda a la fortuna, la cual, merced a la inconstancia de su vaivén diverso, caminó una vez en armonía con la razón.

Señor, esta idea me ha servido a veces de consuelo, sabiendo que Esteban de La Boëtie, uno de los hombres más propios y necesarios para ocupar los primeros cargos de Francia pasó durante todo el transcurso de su vida arrinconado y desconocido en su hogar doméstico con grave daño de nuestro bien común, pues por lo que respecta al particular, os diré, señor que se hallaba tan abundantemente provisto de todos aquellos bienes y tesoros que resisten los embates de la suerte, que jamás ningún hombre vivió tan lleno de satisfacción y contento. Bien sé que estaba educado en las dignidades de su estado, que como grandes se consideran; y sé mejor todavía que ningún hombre llevó a ellas mayor capacidad, y que a la edad de treinta y dos años en que murió había alcanzado mayor reputación en ese rango que ningún otro antes que él; mas, de todas suertes, no es razonable el dejar en el oficio de soldado a un digno capitán, ni el emplear en los cargos medios a quienes desempeñarían mucho mejor los primeros. En verdad, sus fuerzas fueron mal empleadas y sobrado economizadas, de suerte que, por cima de su cargo le quedaban muchas grandes prendas ociosas e inútiles, de las cuales la cosa pública hubiera podido alcanzar socorro, y él merecida nombradía.

Ahora bien, señor, puesto que La Boëtie fue tan poco cuidadoso en el mostrarse a sí mismo a la luz pública, y la desdicha hace que apenas si alguna vez la ambición y la virtud se cobijen bajo un mismo techo, habiendo pertenecido además a un siglo tan grosero y tan lleno de envidias que no pudo en ningún modo ser ayudado por ajeno testimonio, yo deseo ardientemente que, al menos después de su paso por la tierra, su memoria, a la cual sólo debo en lo sucesivo los oficios de nuestra amistad, reciba la recompensa de su valer, albergándolo en la recomendación de las personas de honor y de virtud. Tal es la causa que me movió a sacarle a luz y a presentároslo por estos versos latinos que de él nos quedan. Al revés del arquitecto que coloca del lado de la calle lo más hermoso de su construcción; y del comerciante, que hace alarde y ornamento de la más rica muestra de su mercancía, lo que era en él más recomendable, el verdadero jugo y la médula de su valer, le siguieron, no habiéndonos quedado más que la corteza y las hojas. Quien pudiera hacer ver los ordenados movimientos de su alma, su piedad, su virtud, su justicia, la vivacidad de su espíritu, el peso y la salud de su juicio, la elevación de sus concepciones, que tan por cima estaban de las al vulgo ordinarias, su saber, las gracias que ordinariamente acompañaban a sus acciones, el tierno amor que profesaba a su miserable patria y su odio capital y jurado contra todo vicio, principalmente contra ese feo tráfico que se oculta bajo el honrado título de justicia, engendraría en verdad en todos los hombres de bien una afección singular hacia él mezclada de un maravilloso sentimiento de su pérdida. Mas, señor, tan lejos estoy de la posibilidad de poner en práctica estos designios, que del fruto mismo de sus estudios nunca pensó en testimoniar a la posteridad, y no nos quedó de ellos sino lo que a manera de pasatiempo alguna vez escribió.

Sea lo que fuere, os suplico, señor, que lo recibáis con buen semblante, y así como nuestro juicio deduce muchas veces de una cosa ligera otra muy grande, y como los ojos mismos de los hombres relevantes muestran a los clarividentes alguna marca honorable del lugar de donde proceden, ascender mediante esta obra suya al conocimiento de su alma, amando y abrazando, por consiguiente, el nombre y la memoria. Con lo cual, señor, no haréis más que corresponder a la opinión ciertísima que él albergaba de vuestra virtud, y cumpliréis lo que ardientemente deseó en vida, pues no había hombre en el mundo en cuyo conocimiento y amistad se hubiera visto de mejor gana acomodado que en los vuestros. Mas si alguien se escandaliza porque con atrevimiento tanto dispongo de las cosas ajenas, le advertiré que nunca la escuelas de los filósofos dijeron ni escribieron tan puntualmente tocante a los derechos y deberes de la santa amistad como este personaje y yo la practicamos. Por lo demás, señor, a fin de que este ligero presente contribuya al cumplimiento de dos fines, servirá también, si os place, a testimoniaros el honor y reverencia que yo tributo a vuestra capacidad y a las cualidades singulares que os adornan: en cuanto a las extrañas y fortuitas no gusto tenerlas en consideración.

Señor, ruego a Dios que os conceda dichosísima y larga vida. De Montaigne a 30 de abril de [1570].

Vuestro humilde y obediente servidor.

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