- VIII - [1524]

Al Señor de Foix, 

Consejero del Rey en su consejo privado, y embajador de su majestad cerca del señorío de Venecia

Señor, hallándome en el punto de recomendaros, al par que a la posteridad, la memoria del difunto Esteban de La Boëtie, así por su extremo valer como por la singular afección que me profesó, hame venido a la mente el considerar cuán tamaña y de cuán graves consecuencias, a la vez que indigna de la vigilancia de nuestras leyes, es la costumbre de ir enajenando a la virtud la gloria (su fiel compañera), como se hace de ordinario, para con ella regalar sin juicio ni discernimiento al primero que se nos antoja, conforme a nuestros particulares intereses, puesto que las dos riendas principales que nos guían y mantienen en nuestro deber son el castigo y la recompensa, los cuales propiamente no nos incumben como hombres, si no es por el honor y la deshonra, visto que éstos van a parar al alma en derechura y sólo son gustados por los sentimientos internos y más nuestros, mientras que los brutos mismos son en algún modo capaces de distinta recompensa y diversa pena corporal. Bueno es además tener presente que la costumbre de alabar la virtud, hasta la de aquellos que ya no existan, no toca a los ensalzados, sino que propende a aguijonear por este medio a los vivos para que a los otros imiten de la propia suerte que de la última pena echa mano la justicia más para escarmiento ajeno que para castigo de los que la sufren. Ahora bien, como el alabar y el censurar se corresponden con análoga consecuencia, es difícil conseguir que nuestras leyes prohíban ofender la reputación ajena, y sin embargo consienten ennoblecerla sin méritos. Esta perniciosa, licencia de lanzar así al viento a nuestro albedrío las alabanzas de todos, fue en lo antiguo causa de restricciones diversas de parte de las leyes en otros países; a veces ayudó acaso a que la poesía cayera en desgracia de las gentes prudentes. De todas suertes, los aduladores no acertarán a cubrirse de tal modo que el vicio de mentir no aparezca siempre harto feo para un hombre bien nacido, sea cual fuere el carácter que a la mentira se comunique.

En cuanto a este personaje de quien os hablo, señor, apártame harto lejos de esos términos, pues el mal no está en que yo le preste alguna buena prenda, sino en que de ella le despoje; y su desgracia hizo que al proveerme cuanto un hombre pueda hacerlo de justísimas y razonabilísimas ocasiones de alabanza, yo carezca en la misma proporción de medio y capacidad para procurársela: digo yo, con quien él solamente se comunicó hasta lo vivo, y quien sólo puede responder de un millón de gracias, perfecciones y virtudes que enmohecieron ociosas en el regazo de un alma tan hermosa, gracias a la ingratitud de su fortuna; pues la naturaleza de las cosas habiendo no sé por qué razón consentido que la verdad por hermosa y aceptable que de suyo sea, no la acojamos sin embargo sino infusa e insinuada en nuestra creencia por el concurso de la persuación, yo me encuentro tan desprovisto de crédito para autorizar mi simple testimonio, y de elocuencia para enriquecerle y hacerle valer, que me faltó poco para abandonar este cuidado, no quedándome ni siquiera el suyo por donde dignamente pueda mostrar al mundo al menos su espíritu y su saber.

En realidad, señor, como fueran sorprendidos sus destinos en la flor de su edad, y en el camino de una dichosísima y vigorosísima salud, en nada pensó menos que en sacar a luz las obras que debieran testimoniar a la posteridad sobre quién él fue en este punto; y acaso, aun cuando lo hubiera pensado, era de sobra excelente para no haberse mostrado con exigencia extremada. En suma, yo creo que sería mucho más excusable para él haber enterrado consigo mismo tantos raros favores del cielo, que para mí el enterrar además el conocimiento que de sus maravillosas prendas me dejara; por lo cual, habiendo cuidadosamente recogido cuanto acabado encontré entre sus borradores y papeles, esparcidos aquí y allá cual juguetes del viento y de sus estudios, pareciome bueno, sea esto lo que fuere, distribuirlo y repartirlo en tantas partes como pude, para con ello alcanzar ocasión de recomendar su memoria a otras tantas gentes, eligiendo a los hombres más relevantes y dignos de mi conocimiento, de quienes el testimonio pueda serle más honroso: tal el de vuestra persona, señor, que por sí misma habrá tenido algún conocimiento de él mientras vivió, pero seguramente muy remoto para discurrir sobre su grandeza y su cabal valer. La posteridad lo creerá si así lo quiere, mas yo la juro por todo lo que de conciencia hay en mí haberle sabido y visto tal, todo bien aquilatado, que apenas si por expreso deseo y por fantasía podría yo transponer sus excelencias; tan lejos estoy de encontrar muchos que se le asemejaran.

Humildísimamente, señor, os suplico, no solamente que adoptéis la general protección de su nombre, sino también la de estas diez o doce composiciones en verso francés, que se colocan por necesidad al abrigo de vuestro favor, pues no os ocultaré que la publicación de ellas se hubiera diferido para después del resto de sus obras so pretexto de que por ahí no se las encontrará suficientemente limadas para sacarlas a luz. Vosotros veréis, señor, lo que hay en esto de verdad; y como parece que ese juicio toca directamente a esta región, de donde piensan que nada puede salir en lengua vulgar que no denuncio lo montaraz y lo bárbaro, a vosotros incumbe particularmente como perteneciente a la primera casa de la Guiena, y porque al rango de vuestros ascendientes habéis añadido el primero en toda suerte de capacidad, el mantener, no sólo por vuestro ejemplo, sino también por la autoridad de vuestro, testimonio, que no acontece siempre así. Y aun cuando al presente el hacer sea a los gascones más natural que el decir, ocurre que a veces se arman lo mismo de la lengua que del brazo, y del espíritu que del ánimo. Por lo que a mí toca, señor, no es de mi incumbencia juzgar de tales cosas; mas oí decir a personas entendidas en saber, que esos versos son, no solamente dignos de mostrarse en el mercado, sino que además, para quien se detenga en considerar la belleza y riqueza de las invenciones y del asunto, de tanta enjundia, plenitud y solidez como los que hasta ahora se hayan compuesto en nuestra lengua. Ocurre, naturalmente, que cada obrero se siente más resistente en cierta parte de su arte: los más dichosos son aquellos que encaminaron sus fuerzas a la más noble, pues todas las piezas igualmente necesarias a la construcción de un todo no son igualmente valorables. Las gracias del lenguaje, la dulzura y la pulidez brillan acaso más en algunos otros; pero en gentileza de fantasía, vuelos de inspiración y felices rasgos no creo que nadie le haya aventajado, habiendo de tenerse en cuenta además no tal no fue su ocupación ni estudio, y que además si al cabo de cada año ponía una vez la mano en la pluma, como acredita lo poco que nos queda; pues a la vista tenéis, señor, verde o sazonado, todo cuanto llegó a mi conocimiento, sin escogerlo ni elegirlo; de tal suerte que en esta colección figuran hasta versos de su infancia. En conclusión, diríase que no escribió sino para mostrar que era capaz dehacerlo todo, pues por lo demás mil y mil veces, hasta en sus conversaciones ordinarias, oímos salir de su boca cosas más dignas de ser sabidas y admiradas.

He aquí, señor, lo que la razón y el cariño, aunados por singular acaso, me ordenan comunicaros de aquel grande hombre de bien; y si la confianza que me permití al dirigirme a vosotros hablándoos tan largamente os contraría, recordaréis si os place que el principal efecto de la grandeza y de la eminencia es el lanzaros hacia la importunidad y atareamiento en los ajenos negocios. Con todo lo cual, después de ofrecer mi humilde afección a vuestro servicio, ruego a Dios que os conceda, señor, dichosísima y larga vida. De Montaigne, el primer día de septiembre de mil quinientos setenta.

Vuestro obediente servidor.

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