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Asombra la fuerza de voluntad que despliega el hombre cuando trata de conservar ó recuperar el más precioso dón del cielo: la dulce libertad. Limando las rejas de una chimenea; ascendiendo por su angosto tubo: colgados á doscientos diez pies de altura sobre un foso lleno de agua helada y cenagosa; pendiente de una débil cuerda, fabricada con sus ropas: extenuados ya de fatiga; teniendo que romper un murallón enorme, los dos cautivos se encontraron libres.

¡Libertad ilusoria! Pocos días tardaron en echarles mano los corchetes, y Latude se vió sepultado otra vez en un calabozo subterráneo, donde, no sabiendo qué hacer, se entretuvo en domesticar ratas, y, privado de papel y tinta, en escribir sobre unas tabletas de miga de pan con su propia sangre. ¡Horrendo suplicio el de aquel hombre activo, emprendedor, fogoso, reducido á semejante existencia! Y, sin embargo, no paró en demente, como su infeliz colega de evasión: salió á flote hasta cuando, para mayor refinamiento de tortura, lo encerraron en la casa de locos y le dieron, como á Job, un estercolero por cama, dejándole allí que literalmente aullase de hambre. Latude debía de poseer complexión de acero.

Una mujer había perdido al desdichado Latude; pero otra, con la fuerza de su compasión, logró al cabo salvarle. Madama Legros, tenderilla parisiense, encontró por casualidad caído en el suelo un escrito, donde Latude refería sus miserias; y como si la Providencia le hubiese revolado súbitamente que tenía una alta misión que cumplir, la valerosa hembra se dedicó, sin darse punto de reposo, á obtener la libertad de aquel hombre, que después de tan horribles trabajos aun creía en la piedad.

Tres años pasó madama Legros implorando á todos los poderosos; luego al Rey, por fin á la reina María Antonieta, en quien aquel llamamiento á la misericordia encontró eco inmediato. A los sesenta años, con el pelo como la nieve, salió Latude de la prisión donde había entrado en la flor de la mocedad; y antes de morir, pudo ver algo que debió de parecerle el acto más esplendoroso de la justicia divina: pudo ver cómo no quedaba piedra sobre piedra de aquella Bastilla, cuyos muros ahogaron sus desesperados gemidos.

Hablando de la heroína de la compasión, madama Legros, dice el historiador Michelet: «Ella tuvo la gloria de derribar moralmente la Bastilla. Fué la débil mano de una mujer la que en realidad arrasó la altiva fortaleza: aquella mano chiquita arrancó los fuertes sillares y las macizas rejas de hierro, y derrocó los negros torreones.»

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