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¡El 14 de Julio de 1789 puede calificarse de día memorable, no sólo para Francia, sino para toda Europa y para la humanidad. En él se desbordaron, con irresistible empuje, las verdinegras olas de un torrente que ya ningún dique podía contener. Aquella jornada decisiva fué la que motivó el siguiente diálogo entre Luis XVI y el duque de Liancourt:—«Tenemos, por lo visto, una gran asonada»,—dijo el Rey,—«No, señor; tenemos una revolución»—contestó el magnate.

Preludiaron al gran acontecimiento las arengas de fuego de Camilo Desmoulins, subido á una mesa del café Roy, y la adopción, de la famosa escarapela tricolor, que á modo de flor teñida con los matices de la inocencia, la esperanza y la sangre, había de abrir su cáliz sobre las humeantes ruinas de la horrible fortaleza. El pueblo, un pueblo entero, París en masa, se levanta, bulle y se agita: por todas las calles resuena incesante clamoreo: «¡Armas! ¡armas!» Con este grito se mezcla el toque de rebato en las iglesias, y el redoble afanoso del tambor en las plazas públicas. En treinta y seis horas se forjan cincuenta mil picas. La multitud que se arma, que se provista de pólvora con más empeño que de víveres, que ondula como inmenso océano, no tiene aún plan fijo, ni sabe si mantenerse á la defensiva ó emprender el ataque resueltamente; pero de súbito una chispa misteriosa la enciende, una idea pasa como soplo de aire cálido y enloquecedor sobre las cabezas de los amotinados: no se les ocurre ir al palacio de los Reyes, no; el grito unánime es: «¡A la Bastilla!»

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