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Latude, el otro prisionero célebre de la Bastilla, es lo contrario de la «Máscara de hierro:» si la detención de éste podía relacionarse con algún misterio tan grave que comprometiese para siempre el porvenir y la dignidad de la corona, la prisión del pobre diablo de hijo natural, que entró en los calabozos antes de los veinticinco años para salir á los sesenta, no obedecía á ningún alto interés del Estado, á ningún delito contra la seguridad pública. Latude no era reo sino de haberle causado unos minutos de susto á la Pompadour con una calaverada de muchacho; calaverada que, si en vez de recaer en la Pompadour, burguesa apocada y miedosa, recayese en alguna altiva princesa de la sangre, le hubiera valido á Latude, en lugar de encierro eterno, las simpatías y el favor que buscaba.

Sobre la vida interesantísima y dramática de Latude podría escribirse un libro titulado (á imitación de cierta novela de Valera) «Inconvenientes de pasarse de listo.» En efecto; el largo martirio de Latude, sus treinta y cinco años de reclusión—¡estremece el escribirlo!—se originaron de haber aguzado más de lo precise el ingenio y haber tentado á la suerte con golpes atrevidos, de esos que, si salen bien, redondean la fortuna de un hombre, pero que, torcidos por el mal sino, lo hunden para siempre en la adversidad. Oscuro, ingenioso, deseoso de crearse brillante posición, consiguiendo el favor de la querida del Rey, ocurriósele á Latude una idea osada: enviar á la Pompadour cierta cajita explosivo, pero inofensiva; una especie de juguete; y al mismo tiempo dar aviso de que se tramaba un complot contra la Marquesa, y encargar que abriese con precaución todo cuanto le fuera remitido. Espiado por la policía después de la advertencia, tenido en concepto de peligroso conspirador, el traviese mozo fué arrojado á la Bastilla, de allí á poco á Vincennes. Latude no sólo tenía ingenio, sino resolución y energía: desde Vincennes empezó su ludia contra la adversidad, evadiéndose por primera vez, con tanta audacia como fortuna.

Pero el mismo exceso de su audacia y agudeza volvió á perderle; no escarmentado, creyó todavía que la Pompadour era una mujer superior, y tuvo el rasgo audaz de escribirla, confesando su fuga, revelando sil escondrijo y pidiendo su absolución. La mezquina favorita le hizo coger y sepultar de nuevo en la Bastilla, desde donde realizó Latude aquella célebre segunda evasión que ha dejado memoria eterna en los fastos de las prisiones de Estado. Leyendo la descripción de su calabozo, apenas se concibe que pueda soñarse salir de él; y, sin embargo, Latude y otro infeliz compañero de encierro, víctima también del enojo de la favorita, llevaron á cabo la evasión, después de haber empleado dos años en los preparativos.

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