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Nadie ha logrado averiguar con exactitud quién fué la Máscara de hierro. Descartadas las infinitas invenciones novelescas (entre las cuales descuellan las de Alejandro Dumas), que ha inspirado tan extraño problema, lo cierto es que los historiadores se pierden en conjeturas, sin ver ni rastro de luz que les aproxime al esclarecimiento de la verdad. Resulta innegable que existió un prisionero transferido de la isla de Santa Margarita á la Bastilla, y cuya seguridad importaba tanto, que hasta se pensó en crear para él una mazmorra especial; prisionero que, al tener que ser visto de alguien, cubría su rostro con un antifaz de terciopelo negro que afianzaba un barbuquejo de metal. Con esta máscara comía, cuando había de hacerlo delante de gente; con esta máscara puesta recibía al medico, enseñándole el cuerpo y la lengua, pero jamás el rostro. El alcaide de la fortaleza, que al dirigirse al prisionero lo hacía con la cabeza descubierta y dando señales del respeto más profundo, tenía siempre á su lado un par de pistolas cargadas, destinadas á levantarle la tapa de los sesos si por espacio de un segundo dejaba caer la máscara negra. En medio de las terribles medidas adoptadas para asegurarse de que nadie vería ni conocería al cautivo, se tenían con él miramientos y consideraciones no tributadas á ningún otro; guarnecían su ropa blanca encajes riquísimos; servíanse á su mesa manjares exquisitos, y la vajilla en que comía era de maciza plata. Un día, en la isla de Santa Margarita, la máscara escribió su nombre en un plato de esta vajilla, con la punta de un cuchillo agudo, y arrojó el plato por la ventana en dirección de una barca que vió amarrada en la margen, no lejos del castillo. Recogiólo el pescador que tripulaba la barca, y lo llevó en seguida al alcaide. «¿Sabes leer?» fué lo primero que le preguntó éste; y después de haber adquirido el convencimiento de que no sabía, le despidió diciendo: «Da gracias á Dios por no saber leer.»

Trasladado á la Bastilla el prisionero, enmascarado siempre, languideció allí catorce años, hasta que un día, sintiéndose indispuesto al acabar de oir misa, falleció á las pocas horas, «sin enfermedad casi,» dice un cronista de la época. Enterrado secretamente y bajo nombre supuesto, al punto se hizo una hoguera con todo cuanto le había pertenecido, ropa, muebles, cama; y sin dilación fué arrancada la cal y levantados los baldosines de su calabozo á fin de evitar que en algún escondrijo hubiese dejado el muerto un papel revelador, un indicio que pudiera servir para el conocimiento de su verdadera personalidad y de su historia. Ocurría esto bajo el reinado de Luís XIV. Pasados muchos años, como se obstinase á Pompadour, aquella favorita omnipotente que fué durante un largo período verdadera reina de Francia, en que le revelase Luis XV, en otras materias tan complaciente, el nombre de la «Máscara de hierro,» el Rey se enojó, adoptó continente regio, y respondió con energía: «No me lo preguntes: es secreto de Estado.» Más adelante, bajo un nuevo Rey, Luis XVI, otra mujer amada, María Antonieta, quiso á su vez profundizar el enigma; pero su esposo guardó la misma reserva, asegurando que ignoraba todo lo relativo al trágico prisionero.

Mas ya no era la Reina sola: era toda Francia la que se sentía enferma de curiosidad, la que quería alzar la máscara fúnebre. Al caer en manos del pueblo la Bastilla, el primer secreto que quisieron arrebatar á sus entrañas, fué el del enmascarado: el libro donde se registraba la entrada de los presos fué llevado en triunfo á la Municipalidad y abierto solemnemente; pero al buscar el folio á que correspondía el ingrese de la «Máscara de hierro,» los revolucionarios pudieron convencerse de que, tomada, arrasada, vencida la Bastilla, no entregaba á nadie la clave de su misterio más hondo. ¡La página correspondiente al ingreso de la «Máscara» había sido arrancada y sustituída por otra, cuya letra indicaba procedencia recientísima!

¿Es mucho que, en presencia de tantas precauciones, transmitidas secularmente y comunicadas á una dinastía entera; en vista de tan impenetrable misterio y de tan románticos indicios, los historiadores más enemigos de rendir tributo á la leyenda y de aceptar el elemento novelesco, no se atrevan á tratar de personaje fantástico á la «Máscara de hierro,» ni puedan encontrar pruebas que desvanezcan la suposición, ruinosa para la legitimidad de los Borbones, de que aquel infeliz prisionero era un hermano mayor de Luis XIV, el verdadero rey de Francia, mientras el que llegó á reinar sería fruto de culpables amoríos entre el cardenal Mazarino y Ana de Austria?

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