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Si este acontecimiento europeo pudiera despertarme reminiscencias de la patria, serían, por natural concatenación de ideas, las de la Exposición de Barcelona, que se abrió pronto hará un año. Por esta misma época, hará once meses y unos días, preparaba yo mis baúles y tomaba billete para asistir á la inauguración del certamen barcinonense, que en su terreno y bien considerado todo, no tuvo que envidiar á ninguno de los magnos certámenes europeos, por lo cual los españoles debemos profunda gratitud á la nobilísima, valerosa y excelsa región catalana, que hace del trabajo un lábaro, de la industria un poema y de la civilización una realidad.

¡Oh Cataluña! ¡Oh artística y grandiosa Barcelona! Desde tierra extraña os saludo con más amor, con más entusiasmo aún que lo haría desde el suelo de la patria. Yo fuí á la Exposición barcelonesa, no como corresponsal encargado de dar cuenta de las magnificencias del certamen, sino como libre y curiosa turista. Las crónicas de la romería vaticana, que el público acogió con tan alagueño interés cuando vieron la luz en El Imparcial aquellas crónicas escritas á lo mejor en el rincón de una estación de ferrocarril, en la mesa de un café, en el salón público de un hotel, entre el bullicio de las conversaciones y los acordes del piano; unas veces con frío, otras con sueño, otras con apetito de despachar el almuerzo ó de salir á beber la taza de café turco; otras en un estado de cansancio moral mayor aún que el material, porque era la fatiga abrumadora de la admiración y el vértigo del asombro, producido por las maravillas del Vaticano ó los esplendores de Florencia; aquellas crónicas, repito, en que unas veces aleteaba el inmaterial misticismo y otras se quejaba el organismo fatigado y rendido á tantas molestias, me habían dejado exhausta y deseosa de un viaje de pereza y descuido, en que fuese enteramente dueña de mis acciones y de mis impresiones, en que las guardase y archivase para mí con exclusivismo egoísta, y en que no me las estropease poco ni mucho el propósito de narrarlas y la necesidad de no dar reposo á la pluma,

Así es que mi visita á la Exposición de Barcelona me dejó gratísimo recuerdo.

El tiempo era radiante, primaveral, no excesivamente caluroso; pero todos los efluvios y aromas del despertar de la naturaleza vivificaban el ambiente, y puedo decirse que en él bullían átomos de luz y de olor de flores entretejidos. El cielo de Cataluña es turquí, de ese matiz que llaman los portugueses azul ferrete; ninguna nube altera su pureza, y las olas el el Mediterráneo que bailan sus costas, copian en su superficie de líquido zafiro tan divino color. El paisaje, parecidísimo al de Italia, al de la Italia del Norte: la retama ó ginesta deja caer sobre la tierra el diluvio de sus pétalos de oro, de embriagador aroma: el gran pino quitasol dibuja sobre el límpido firmamento su majestuosa silueta: por poco más, creeríamos que, en vez de hallarnos en la campiña del Llobregat, estamos en Recanati, en la patria de Leopardi, á poca distancia de Ancona, y que esa ginesta es la misma que el egregio poeta cantó.

De Barcelona, lo que me cautivó más fueron aquellas cercanías, que insisto—y ojalá se convenzan de ello los aficionados á viajar—se hombrean con las de Florencia, de Milán, de París, porque reunen la exuberancia de la naturaleza meridional al ornato que presta la mano del hombre, sembrando aquí y allí quintas, torres, palacios, casitas, cottages, hoteles, merenderos, kioscos y hosterías. Para que nada falte á tan bello cuadro, la tradición y el recuerdo tienen ya una abadía, ya una iglesia gótica; al modo que, en salón alhajado suntuosamente al gusto moderno, luce una pieza de plata bizantina ó un rico mueble vargueño. Así, en las inmediaciones de la ciudad condal, la poética abadía de Pedralves. El que quiera soñar, reconstruir la Edad Media de Cataluña y Aragón con todo su prestigio histórico, religioso, artístico y guerrero, váyase al pie de aquel edificio ojival, misteriosamente triste, á la hora en que la luz de la luna alumbra las molduras de sus ventanas y el calado hueco de sus rosetones. Después, si la ingenuidad de la leyenda y del pasado le enamora como á mí entre en cualquiera de aquellas hosterías que rodean el monasterio y pida que le sirvan el plato clásico, mató de monxa, que tiene la forma y la suave oscilación de un seno de mujer.

¿Pues qué diré de la ascensión á Vallvidrera, con su grandioso panorama de montañas y la alpestre diafanidad de sus azulados horizontes? ¿Qué del delicioso paseo á Arenys de Mar, cuyo recuerdo es para mí inseparable de un fortísimo perfume de azucenas, pues los jardincitos de las humildes casas pescadoras de aquel pueblo están llenos de ellas? ¿Qué del camino de Villanueva y Geltrú, el más pintoresco del mundo, salpicado de túneles y acariciado á cada momento por las azules olas, pues el ferrocarril serpentea por la costa, y á veces los railes tocan la arena de la playa ó la cresta del peñasco? ¿Qué de la mágica perspectiva de Monserrate, palacio de hadas salido de las entrañas de la tierra, y cuya rara arquitectura no es inferior, como curiosidad, á la célebre gruta de Fingal y á otros milagros de la naturaleza, que tanto encarecen los viajeros?

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