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España merece párrafo aparte. Si consideramos á Francia, se nos presentan dos problemas, el industrial y el político: el primero es de datos claros y fácil solución. Con ningún estado de Europa realiza España mayor cantidad de transacciones que con el francés; con ninguno está en más inmediato contacto, ni tiene mayor interés en conocer sus medios de adelanto y perfeccionamiento industrial, para establecer hasta donde quepa una competencia lícita, que nos emancipe de muchas tutelas y redima en parte el formidable censo de cerca de trescientos millones de pesetas anuales que pagamos á la nación vecina por importación de artículos que aquí no sabemos aún fabricar, ó á los cuales no hemos acertado á imprimir sello propio y gracia moderna. Nosotros, que dominábamos en mejores tiempos el arte de la cerámica, prescindimos de nuestra loza de Triana y encargamos vajillas á Limoges y á Sèvres; nosotros, que poseímos el secreto de las más ricas sederías, despreciamos el damasco de Valencia por el paño de Lyon; nosotros, que en forjar y cincelar el hierro eclipsábamos á los florentinos, adornamos nuestras casas con bronces y níqueles franceses; nosotros, que cebamos en Galicia los más sabrosos capones y en Aspe el pavo más delicioso del mundo, dejamos salir de España todos los años ¡cuatro millones de pesetas! gastados en pulardas del Mans, en patos gordos, faisanes y gansos. Pero así y todo, Francia nos ofrece más de lo que nos lleva, tomando nuestros caldos, desde el añejo Valdepeñas al dorado Jerez, los minerales de nuestras sierras, el corcho de nuestros alcornocales, el aceite de nuestros olivos, la suave lana de nuestros borregos. De modo que no es Francia para nosotros una enemiga industrial; quien lo será en breve, y terrible, si Dios no lo remedía, es Alemania, que nos exporta poquísimo y á bajo y ruinoso arancel—escasamente doce millones anuales,—y nos saca noventa y cinco por bujerías de cuarto orden, de lo más inferior que puede verse en nuestros bazares y en nuestras tiendas de bisutería y quincalla. ¿Qué ha de esperar España, en punto á ventajas comerciales, de una nación populosa y vasta, amiga de empinar el codo y donde, sin embargo, sólo se consumen nuestros vinos por valor de dos millones quinientas mil pesetas? Nuestros vinos, esos néctares amasados con fuego del cielo, perfumados con fragancia de azahar, tintados con oro derretido, tan diferentes de los aceitosos jugos de las viñas del Rhin, los cuales, á guisa de muchacha clorótica que se pinta las mejillas, necesitan que el color del cristal les disimule la palidez.

Industrialmente, no cabe duda, estamos al lado de Francia más bien que al de Alemania, y las complacencias de nuestro Gobierno con el del Canciller en la cuestión de aranceles, no nos han reconciliado con el país de los juguetes de plomo y los alcoholes amílicos. Pero políticamente... ya es harina de otro costal.

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