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Políticamente, Francia es nuestra eterna adversaria, y raya en niñería candorosa figurarse que una tendencia histórica demostrada por la acción de muchos siglos, va á suprimirse ó modificarse merced á dos ó tres poesías y artículos sentimentales y á una supuesta confraternidad de los pueblos latinos. Mil veces he sostenido esta discusión con mi eminente amigo Emilio Castelar, quien, según entiendo, habla, piensa, y obra en semejante asunto con arreglo á su temperamento artístico y á su interés político del momento, más bien que guiado por aquel profundo sentido de la historia que en otras ocasiones manifestó. Conviene advertir que la frase pueblos latinos es muy elástica, y si todos la usamos para expresar un concepto lato, ideológico, en lo que toca á la soñada alianza política de España con los franceses no podemos aplicarla, ni tiene razón de ser. España lleva en las venas más sangre fínnica, fenicia, celta, semítica ó goda, que romana pura: España, por simpatía de raza, hubiera estado mejor al lado de Aníbal que al de Escipión, y era más cartaginesa que latina mil veces: España tiene mayor afinidad con Francia por el lado céltico que por el latino, el cual en ambas naciones representa la conquista y la opresión extranjera. Y huyendo de remontarnos á edades tan lejanas y á tan nebulosos períodos, viniendo á lo reciente, á la parte que podemos llamar positiva de la historia, que comprende desde el Renacimiento acá, siempre Francia ha sido la piedra en que tropezamos, la fosa en que caímos, la enemiga declarada ó embozada, y en este último caso más funesta, que acechó nuestras desventuras para explotarlas, que observó nuestros lados débiles para herirlos, y que nos quitó con pérfida habilidad, como el que realiza un acto premeditado y un plan maduramente concebido, la hegemonía de los pueblos que por no llamar latinos, llamare romanizados. Mediante los manejos de Francia perdimos un riquísimo florón de nuestra corona, Portugal, y hubiéramos perdido otros dos no menos ricos, Cataluña y Navarra, si seguimos chupándonos el dedo. Por Francia, nos hubiésemos quedado hasta sin hechura propia, sin nombre ni nacionalidad á principios de este siglo; y la espantosa energía que desplegamos contra la invasión, prueba cumplidamente que en el fondo de nuestra conciencia existía el convencimiento de que al rechazar á los franceses rechazábamos á nuestros constantes, inevitables y peores contrarios. Ni esta suprema explosión de odio se ha extinguido por entero después de setenta y siete años. Aún en las masías de Cataluña el nombre de francés suena de siniestro modo, y aún en las bodegas de Castilla os enseñarán con orgullo la inmensa cuba de vino cuyo mérito y paladar consiste en tener francés, es decir, en que en su fondo yace el esqueleto del granadero de la vieja Guardia, chapuzado allí por el más feroz y certero patriotismo.

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