Carta primera ¡Francia! aquel París....

Madrid 7 de Abril.

Si yo no conociese á fondo, casi palmo á palmo, la gran capital de Francia, ¡qué emoción experimentaría en estos instantes al encontrarme, como quien dice, puesto el pie en el estribo para salir hacia ella, con objeto de escribir cuanto en mi opinión merezca ser referido del magno acontecimiento de la Exposición Universal de 1889!

Quien nunca vió á París, sueña con emprender el camino hacia la metrópoli moderna por excelencia, á la cual ni catástrofes militares y políticas, ni la decadencia general de los Estados latinos, han conseguido robar el prestigio y la mágica aureola que atrae al viajero como canto misterioso de sirenas. Para el mozo sano y fuerte, París es el placer y el goce vedado y picante; para el valetudinario, la salud conseguida por el directorio del gran médico especialista; para la dama elegante, la consulta al oráculo de la moda; para los que amamos las letras y el arte, es el alambique donde se refina y destila la quinta esencia del pensamiento moderno, sea él lo que sea, la Meca donde habitan los santones de la novela y del drama, Daudet, Zola, Goncourt, Dumas, Sardon, Augier; el horno donde se cuecen las reputaciones... y, por último, para los políticos, es el laboratorio donde se fabrican las bombas explosibles, el taller donde se cargan con dinamita los cartuchos y los petardos que han de estallar alarmando y consternando á Europa entera.... París (lo único que vive en toda Francia), permanece siempre, y más visto desde lejos, la ciudad madre que cantó Víctor Hugo; fuego sombrío ó pura estrella, araña que supo tejer la inmensa tela en que las naciones vienen á enredarse; fuente de continuo atestada de urnas que esperan el agua vivificadora, donde las generaciones acuden á apagar su sed de Idea. No digo que esto de vivificadora lo tome yo al pie de la letra; responda de ello Hugo.

Años después de muerto el excelso poeta, y á tiempo que su fama empieza á palidecer bajo el implacable sol de la crítica, todavía conmueve, en vísperas de un viaje á París, leer aquel fragmento de sus Voces interiores, donde expresa con tal energía el papel providencial de París en los destinos europeos. «Cuando París,» dice, «pone manos á la obra, arrebata á los demás pueblos (por felices y valientes que sean) sus leyes, sus costumbres, sus dioses; y en el candente yunque de colosal taller, funde, transforma y renueva esa ciencia universal que robó á la humanidad.»

«Luego, después de tan gigantesca labor, devuelve á los pueblos atónitos sus cetros, sus coronas, sus sistemas y preocupaciones, torcidos y abollados ya por las manos vigorosas de París, ¡Ah! París es—sin saberlo—el depósito de las fasces como de los incensarios; cada mañana eleva una estátua, cada noche apaga un sol; con la idea, con la espada, con la realidad, con el sueño, reconstruye, clava y erige la escala que une al cielo con la tierra, y edifica—en este escéptico siglo—una Babel para todo hombre y un Panteón para todo númen. Ciudad envuelta en una tormenta continua, que día y noche despierta á la vasta Europa al tañido de la campana y al redoble del tambor, y que noche y día zumba á su oído como enjambre de abejas en el bosque. ¿Y qué sería del rumor del mundo el día en que tú ¡oh París! enmudecieras?»

Share on Twitter Share on Facebook