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En Madrid todavía no se dispone la gente á visitar la Exposición; pero así que la primavera asome, empezará el movimiento. El viajero que más abunda en la coronada villa es el que calcula económicamente la salida veraniega, y resuelve pasar en París quince días, sin conocer palabra del idioma, ni jota de las costumbres, ni haberr realizado nunca otra excursión más que la clásica del Sardinero ó la obligada de la Concha. Así, desde que pasa la frontera y se ve entre desconocidos y extranjería, todo le sorprende, todo le escama, todo le amontona, todo le subleva. La cortesía, francesa le parece baja adulación: la útil ley, irritante traba: el abuso que con él comete un hostelero ó un fondista, se lo achaca á la nación en conjunto. Ve que por un vaso de agua (con azúcar y azahar) le cobran un franco, y supone que en París la vida es imposible, y que el agua del Sena cuesta más que el vino de Arganda. Le empuja el gentío, y reniega de las Exposiciones, diciendo que son un caos, un desbarajuste y un infierno.

Los monumentos, que ve de mogollón y sin inteligencia, se le barajan en la memoria, y al cabo de un mes ya no sabe si Nuestra Señora es un cuartel de inválidos, ni si la tumba de Napoleón está ó no está en la Santa Capilla. El cansancio físico, el mal humor que engendran las continuas sangrías á la bolsa, el mareo de las multitudes, el sentirse gota de agua perdida en un océano, la irritación de hablar una lengua que nadie entiende y de o ir hablar otra ininteligible, todo hace del cándido turista de ida y vuelta la persona más desdichada y rabiosa del mundo. Generalmente, á los que van á París muy resueltos á divertirse tres semanas, les he oído maldecir del viaje, y de la diversión, y de los franceses, y hasta del gran bellaco que inventó las Exposiciones,

¡Cuánto inconveniente, cuánta desilusión, cuanto desengaño!

En casa, antes de cerrar la maleta, habían hecho su presupuestito: tanto para el billete, tanto para comer en el camino, tanto para el hospedaje en París; cuánto para propinas, cuánto para café; eche usted diez duros para imprevistos; ¡ea! y añadamos... ¡psch! quince duritos para llevarle unas finezas á la familia y á los amigos de confianza. Total, unas seiscientas ú ochocientas pesetejas... bueno, mil á lo sumo.

¡Inocentes proyectistas! Ya veo el susto que les aguarda. En la frontera, quebranto del cambio; pierde el dinero español; cinco ó seis pesos que se van sin gracia ninguna. En París: la comida por las nubes; la fonda, en el Olimpo: los cafés, remontados; todo por las setenas... Al satisfacer la cuenta del hospedaje, sobre el precio del ajuste diario, una peseta más por luz, una por servicio, media por agua caliente, y los recados á peseta también. En fin, las desagradables sorpresas de toda adición (sustracción debiera llamarse). Luego el ramo de caprichos y deslices; los cachivaches sueltos que se compran por su excesiva baratura, y después de sumados importan una regular cantidad; las fruslerías de á real, que en conjunto cuestan mucha plata; el retrato económico, el monigote japonés, el álbum con vistas de la Exposición, el prensapapeles con la torre Eiffel, la docena de pañuelos casi regalados... todo va poquito apoco acreciendo la columna de gastos y exprimiendo el portamonedas, al par que exigiendo la compra de una maleta ancha, de una sombrerera más, de un saco y una carterita. El presupuesto módico de las mil pesetas sube, sube como la espuma, no para en mil quinientas, con profundo terror del honrado madrileño.

¡Qué derroche! Para el ciudadano pacífico, acostumbrado á su vida casera, burguesa, angosta, con el plato de arroz al almuerzo y el cemento de garbanzos á la comida, con sus imprevistos previstos más exactamente que anuncian los Observatorios las galernas y los ciclones (treinta céntimos el tranvía, tres pesetas el asiento de los toros, etcétera), aquel sutil y vertiginoso modo de sacar la medula al bolsillo que en París se estila, tiene algo de fatal, de patológico; es como quien siente que se le va la vida por una vena rota, y no acierta á restañar la sangre. En vano escatima, discurre y se ingenia. «Compañero, mañana mucho cuidadito... A tal parte, que está cerca, iremos á pie...ó en ómnibus. Comeremos en un sitio barato. Nada de compras... juicio, y á ver cómo recorremos muchas cosas en poco tiempo. Consultar la guía, ir seguido y á patita, que estos simones salen por un ojo de la cara...» Excusado es decir que no se cumple ninguno de estos propósitos de mis madrileños incautos. Yendo á pie se tarda un siglo en llegar á cualquier parte, porque son inmensas las distancias; los ómnibus no hay medio de aprovecharlos, porque siempre van atestados hasta la imperial; en los edificios públicos, si no corre el franco, nada enseñan; hace calor, y no se puede pasar sin un refresco; el cuerpo pide tabaco, y éste (si no ha de ser hierba seca) es carísimo en París; en fin, que mis madrileños susodichos, dándose al diablo, no tendrán más recurso que desliar el bolsete, y otra vez soltar guita. Pues ¿qué diré si el propio diablo hace que sean solteros, ó casados, pero alegres, y les mete en el fregado de dejarse envolver por alguna de aquellas ninfas, respecto á las cuales emitió Fray Luis de León su sapientísimo consejo, que creo, si no me engaña la memoria, es como sigue:

«Si acaso te mirare,

los ojos, sabio, cierra; firme atapa

la oreja si llamare:

si prendiere la capa,

huye; que sólo aquel que huye, escapa.»

¡Ah y qué cordial mente voy á reirme cuando encuentre por aquellas calles y aquellas instalaciones de la Exposición á mis vecinos del barrio de Salamanca, que no verán la hora de volver á catar su linfa del Lozoya y su puchero castizo!

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