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Pero á su hermano me guardé bien de decírselo. La lisonja más dulce y grata que puede dirigirse al Goncourt vivo es celebrar al Goncourt muerto. Ejemplo igual de cariño fraterno nunca lo registran los fastos literarios, ni es tan frecuente en los simples mortales que pueda yo recordar ahora otro case de hermanos unidos así, verdaderos mellizos Siameses, adheridos, no por el costado, sino por el espíritu.

De tal manera llenó esto mutuo afecto la existencia de entrambos, que prescindieron de lo que para casi todos es eje y norte de la vida, el amor de la mujer, y se volvieron algo misóginos, como Zola, quedándose solteros, solterones por mejor decir, lo que Zola no hizo. De algunos pasajes del Diario de los Goncourt; de indicaciones fugaces, pero elocuentes, que se destacan aquí y allí en sus libros, resulta que los dos hermanos tuvieron, como cada quisque, aventuras apasionadas, de esas que distraen y embellecen los días de la juventud; pero no llegaron tales devaneos á hacer estado en su existencia, ni á embelesarlos de suerte que les aislasen prevaleciendo sobre el cariño fraternal. La pasión verdadera; la que todo lo arrolla y por cima de todo se impone; la que, si es lícita, conduce á la formación del hogar, y si es ilícita puede arrastrar á la desesperación y al suicidio, no tuvo cabida en la historia de los Goncourt. Hasta parece, en ocasiones, que se muestran irritados con la sola idea de que una mujer les disputase el puesto que el uno ocupaba en el corazón del otro, y en sus páginas asoma un desprecio profundo hacia la limitación del alma de la mujer. «Lo bello—dice Goncourt en un pasaje de sus obras—es aquello que nuestra querida encuentra horrible por instinto.»

Yo me he explicado esta definición curiosa y paradójica. Veo á la hetaria parisiense, tan diferente de las de Atenas; á esa mujer archivulgar, hija de un portero, acostumbrada en su juventud á almorzar con diez céntimos de lecho y un panecillo de cinco céntimos; esa mujer que en materia de arte sabe martirizar el piano, y en materia de historia no ignora que Juana de Arco fué así á modo de una cantinera; esa mujer que no dice más que gansadas y que se rodea de un lujo chillón y cursi; y la veo entrar en el saloncito de casa de Goncourt, y confundir el petit point Luis XVI auténtico que tapiza, los muebles, con la grosera imitación vendida en los bazares; la veo tratar de laid potiche el maravilloso jarrón japonés, pieza única, que Edmundo describe con tanta complacencia en su Maison d'un artiste; la veo insensible al encanto de un muñequito de Sajonia, y capaz tal vez, la muy necia, de confundir una cromolitografía con un grabado de Boucher ó Watteau antes de la letra y á toda margen...; y entonces veo también á Edmundo pálido de reconcentrada ira, empujándola hacia fuera con desdén, y diciendo luego á Julio, entre bocanada y bocanada de cigarrillo: «Lo bello es lo que nuestra criada y nuestra querida encuentran por instinto horrible.»

En París se refiere, sin dar gran importancia al hecho, que los dos hermanos tenían una misma maîtresse asalariada. Ignoro si es verdad, y aun creo fácil que la malicia haya sacado partido de la extremosa adhesión de los dos hermanos para satirizarles y denigrarles un poco; mas á ser cierto el caso, probaría, al par de una facilidad de costumbres que en Francia siempre reinó, la suprema indiferencia de Julio y Edmundo por la mera necesidad física que era para ellos la mujer, toda vez que en las necesidades morales y afectivas los dos se bastaban y se completaban.

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