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Uno de los libros mas interesantes de los Goncourt es El amor en el siglo XVIII; yo lo he leído en la lindísima edición de Denfu, que es un primor tipográfico, con encantadoras viñetas de la época. En opinión del autor, el amor,hasta el siglo XVIII, es un ideal transmitido por la caballería; pero bajo Luis XV se transforma, convirtiéndose en mero deseo. Todo el siglo XVIII no es más que voluptuosidad; en el vestir, en los polvos del peinado, en los chapines y en las medias caladas de seda finísima, en los provocativos escotes, en los colores lánguidos de las telas, en el maridaje del azul y el rosa, en las flores sembradas por las cortinas y por los vestidos y tocados de las damas, en las formas contorneadas y muelles del mueblaje, en el afeite, los lunares, el carmín postizo de la tez, en el dorado y las pinturillas galantes de las sillas de manos, en la literatura misma, con sus madrigales y su erotismo rococó, se descubre una afeminación incompatible con el sentimiento fuerte y sincero que determina la pasión amorosa, y una pendiente irresistible que conduce al libertinaje. Símbolos de tortolillas que se arrullan: cintas color de aurora; mitología risueña y género pastoril de salón; techos donde nadan los cupidillos en el fluido azul de la turquesa; abanicos de nácar y oro; miniaturas rodeadas de brillantes; todas las menudencias de una época frívola y corrompida—porque acaso la corrupción no es en el fondo más que frivolidad—dan indicio de que en el siglo XVIII faltaban las energías del sentimiento y preponderaban las enervaciones de la molicie.

Ese siglo—que sólo puede retratarse al pastel—ese siglo de país de abanico, subyugó la imaginación de Goncourt, se apoderó de ella, y á pesar de todo el modernismo y sentido de lo actual, que no ha negado nadie á los autores de Reneé Mauperin, impidió probablemente á los dos hermanos enamorarse de la mujer de hoy, tan distinta de la verdadera mujer anterior á la Revolución, doblemente seductora por lo mismo que ha desaparecido, que es inaccesible ya.

Es indudable que de los períodos históricos y de las razas humanas hay siempre uno que ejerce sobre nuestra fantasía fascinación poderosa, y cuya mujer representa el ideal. El uno sueña con la pálida castellana de luengo peto y brial rozagante; el otro se perdería por una griega de estola flotante y correcto perfil de camafeo; al de más allá le persigue la imagen de las beldades de Oriente, indolentes y cautivas, de negrísimos ojos y seno cargado de collares; tal francés delira por una maja española, de pie diminuto, y hasta conozco quien gusta de las hermosuras amarillas de Cochinchina ó de las negras africanas. Pues en mi concepto, los hermanos Goncourt se prendaron idealmente de la dama del siglo XVIII, con sus polvos y su tontillo. Recuerdo que habiéndome pedido Edmundo mi fotografía á cambio de la suya, acerté á darle una bastante artística, en que efectivamente el peinado y no sé qué disposición del traje recuerdan algo los medallones de miniatura. Y el maestro, con el tono de quien profiere la mayor alabanza, exclamó:—«¡Calle! ¡Si tiene usted una cabeza del siglo XVIII!»

Séame lícito creer, para explicarme la deficiencia pasional de los Goncourt, que, aparte de su unión estrechísima, que les impidió pensar en constituir otra familia, tal vez amaron con la fantasía á aquellas encantadoras acuarelas del siglo pasado, á algunas de las cuales consagraron volúmenes de su prosa; María Antonieta, con su pañoleta de linón y su sombrerillo coronado de rosas; la duquesa de Chateauroux, la de la piel de marfil; madama de Pompadour, la excelsa creadora del rococó, la coleccionista acérrima, la musa de la estampa, del grabado y de la pintura suave; la Du Barry, protectora de los artistas en medio de la decadencia general; madama Geoffrin, la amena conversadora, y tantas y tantas como podrían citarse. Las figuras de aquella época que hoy, gracias á los Goncourt, esta mas de moda que nunca, se encuentran lo bastante próximas á nosotros para excitar la mente y aun los sentidos. Todavía queda, en el fondo de los frasquitos esmaltados de entonces, un perfume sin evaporar; aún se encuentran en los cajones prendas íntimas del tocado de nuestras abuelas, encajes amarillentos y delicados mitones; y cuanto de ellas podemos recoger respira coquetería, elegancia, esa femeninidad tan encarecida por los Goncourt. Nuestras bisabuelas no concebirían los ropajes y prendas varoniles que hoy usamos para mayor comodidad: el pie, acostumbrado al chapín de rojo ó dorado tacón, mal podría encerrarse en la bota inglesa de doble suela; la garganta, hecha al collar ó al blando fichú de encaje, no soportaría el cuello recto y almidonado; la cabecita, engalanada con plumas y moños de seda, no admitiría la severidad del fieltro amazona. Hasta los hábitos masculinos comunicados á las mujeres revestían forma selecta: las señoras tomaban rapé, pero en caja de oro, con preciosos esmaltes é incrustaciones de pedrería. Y si á estos atractivos de la mujer del siglo XVIII se añade el de la inteligencia; si se considera que nunca, ni en los tiempos de Pericles, ostentó mayor agudeza ó ingenio, ni se igualó más al hombre por la afición á las ciencias y el conocimiento y goce de las artes, fuerza será convenir que los Goncourt han dado una prueba soberana de buen gusto al soñar hasta el último instante con ese tipo... ya desvanecido ¡ay! para siempre.

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