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Tan caracterizado es en los Goncourt este estado psíquico, que á Julio—según confesión de su propio hermano—hubo de costarle la vida. El poco éxito de sus primeras novelas; las burlas y las rudezas de los críticos, incapaces de entender la nueva fórmula que los dos hermanos traían al arte; la asidua y dolorosa labor de cincelar, recorrer y acicalar la frase; la penosa gestación de la idea, pararon en que el Goncourt joven se sintiese acometido de una especie de fiebre epiléptica, que rápidamente lo llevó al sepulcro. Quedóse Edmundo tan inconsolable y desaparejado como cualquiera puede figurarse. Su salud, siempre endeble, mostróse desde entonces más resentida, y acaso por esta razón el insigne prosista dió en el capricho de opinar y sostener que una persona robusta y sana no es capaz de sentir la calentura de la inspiración, y que para crear algo artístico es necesario encontrarse bastante enfermo. No ha mucho defendió delante de mí con calor tan extraña teoría.

—Señor de Goncourt, le respondí; lo que usted asienta me aflige tanto, que es menester rebatirlo y protestar. Yo me he dedicado al arte, mejor dicho, á la literatura, desde que tuve use de razón. Mis goces más intensos y más duraderos, al arte los debí. No solo ante un poema ó una página de primer orden, pero ante un cuadro, estatua, ánfora ó pieza de bronce bien labrado experimento impresiones tan delicadas y gratas, que no concedo á nadie pueda experimentarlas superiores. No entiendo de cachivaches y antiguallas chinescas lo que usted; no puedo diferenciar un vaso encontrado en las sepulturas de la dinastía de los Tang (azul cielo después de haber llovido) de otro de la dinastía de los Tsing (con el nien hao del emperador Khang-Ly); pero tengo una viveza y frescura tal en la fantasía, que se me figura que lo que de ese no conozco, lo adivino, y que nada pierdo con no estar en los menores ápices. No me toca alabarme, ni sé si es alabanza lo que voy á decir: allá en mi país natal gozo yo fama de sorprender los detalles micrográficos y las irisaciones imperceptibles de las cosas. Y, sin embargo, señor de Goncourt, estoy buena ó sana; he disfrutado de excelente salud desde que nací; me precio de un estómago inmejorable; he llenado cumplidamente las funciones de madre y nodriza, y mis nervios no me dan guerra. ¿Cómo explica usted este case, que echa por tierra sus teorías de usted? O yo soy una infeliz que se forja la ilusión de sentir el arte cuando realmente no merece pasar de la categoría de leño que anda, ó... lo que usted dice no lleva camino.

Goncourt, á estas objeciones, enarca aun más las cejas y mueve la cabeza como diciendo: Malgré tout... En mi concepto la opinión del insigne novelista, aunque tenga su lado defendible, no pasa de ser un exclusivismo, erróneo á fuer de tal. Así como hay flores de estufa y flores monteses, rosas de los setos y rosas enanas de habitación, hay arte sano y arte dolorido; y todo es arte. Los griegos, que rebosaban vigor físico y equilibrio moral, desarrollaron un arte sublime; los bizantinos, en su decadencia, crearon las maravillas del mosaico y de la iconografía cristiana. El eclecticismo es la única filosofía que resuelve las aparentes antinomias de la belleza.

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