* * *

Es de advertir que la tertulia de todo tiene menos de animada y bullanguera: la tristeza de esto que han dado en llamar «fin de siglo;» el enervamiento de la actual generación literaria, refluye en ella de extraordinario modo, y allí ni se ríe, ni se bebe, ni se cuentan chascarrillos, ni apenas se disputa. Se ve que los tertulianos van sin abandono ni deseo de expansión, penetrados del egoísmo de su individualidad; con los dientes aguzados y los puños en ristre para boxear en la lucha por la fama, la gloria y el dinero; tiesos, correctos, rebosando pose, y con esa afectación de burguesa reserva que hoy es la consigna del buen gusto en los literatos. En todos ellos he notado además (y la observación me infundió, claro está, profundísimo disgusto) que lo que pasa fuera del horizonte de París les importa un rábano. El movimiento literario español ni siquiera les inspira la curiosidad que á mí me inspiraría el de Laponia, si un lapón llegase á visitarme desde su helada tierra. Impregnados hasta los tuétanos de vulgares preocupaciones, lo único que á los literatos franceses les merece interés en España son las manolas, las naranjas, los toros, el beau soleil y los ladrones en gavilla.

Así, mientras ellos creen que los admiro, yo les analizo, no siempre con benevolencia. Mi rincón en el sofá de Goncourt es un observatorio. Desfila ante mis ojos Zola, vestido como artesano en día de domingo, con una ropa del corto más cursi que imaginarse pueda, rechoncho, barbudo, descolorido, mal engestado y peor humorado, paseando de arriba abajo por la habitación, con las manos metidas en los bolsillos, sin que se vea de sus ojos más que el brillo de los cristales de sus lentes, Zola era antes de los tertulianos más asiduos de Goncourt; hoy se han producido entre los dos no sé que rozamientos, y la amistad se ha enfriado un poco. El que anda por allí muy prodigado es Alfonso Daudet: se le encuentra por todos los rincones, recostado con indolencia, pálido también y como deshecho, la faz contraída por un tic convulsivo, la luenga melena toda revuelta y aceitosa. No falta Guy de Maupassant, ni Pablo Alexis, ni Karl Huysmanns, el original y pesimista autor de A rebours. Todos estos caballeros justifican la teoría de Goncourt: tienen unas caras fatales, un aspecto que da ganas de enviarles á tomar baños de mar, ó de recetarles jarabe de hierro; su conversación no descuella por lo discreta ni por lo docta; sea para alardear de espíritus fuertes, ó sea que en realidad sienten de ese modo, lo que más parece preocuparles son los intereses materiales cotidianos; á Huysmanns le he oído deplorar amargamente, la marcha de una cocinera: y la tertulia de Goncourt, que debiera ser la flor y nata de la cultura francesa, consagró más de un cuarto de hora á la cocinera de Huysmanns. Rara vez se establece una de esas conversaciones eléctricas en que chispea el ingenio: rara vez sale Daudet de su concha para referir con gracia meridional cosillas que tienen el corte de las páginas de sus libros: las inyecciones de morfina y los alifafes nerviosos le traen tan abatido, que parece, según decía malévolamente uno de los tertulianos, una rata muerta en el cesto de un trapero. En cuanto á Zola, suele hablar por monosílabos, pasea que te pasearás, dejando caer las palabras como si soltase pedruscos. Diríase que allí va todo el mundo con el propósito de reservarse, de economizar cerebro para que no falte cuando lo pida el editor, de no pronunciar frase ni derrochar idea que el día de mañana utilice un compañero plagiario. He notado además una gran deficiencia de cordialidad: aquella gente, si se quiere bien, lo disimula.

El cigarro ayuda á entretener los largos silencios de la tertulia melancólica. A veces, Edmundo de Goncourt abre una alacena incrustada en la pared, saca una botella de Kioto de pescuezo largo como el de una cigüeña, y nos convida á un horrible aguardiente japonés, que sabe á sain, á ajenjo y á demonios. Apurado el cáliz de amargura, nos pregunta con bondad afectuosa si queremos repetir.

Mujeres, sólo he visto allí á la señora de Daudet, que podrá tener sus cuarenta y tantos, y no desdice de la atmósfera que la rodea, porque á pesar de ser amable, es tristona y avinagrada, y la señora del editor Charpentier, simpática y bonachona. Yo compongo, cuando nos reunimos, el numero tres: por lo regular no van ellas todos los domingos.

Share on Twitter Share on Facebook