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Cuando yo visitaba la fábrica de tabacos de Marineda, á fin de tomar apuntes para mi novela La Tribuna,al principio las pobres obreras me miraban sin apatía, pero con cierta respetuosa frialdad, hasta que se me ocurrió una tarde llevar conmigo á mis niñas. Apenas se presentaron los dos bebés—que esto eran entonces;—la mayor, morenita, con sus rizos de azabache; la segunda, rosada y envuelta en la aureola de su linda guedeja entrerubia, un delirio se apoderó de las cigarreras. Por supuesto, se hubieran comido á besos á las chiquillas, y al mismo tiempo recelaban tocarlas, como si fuesen alguna sagrada imagen. Cada cual quería regalarles alguna cosa, y allí aparecieron, por encanto, toscos juguetes, naranjas y otras fruslerías. Era un coro de exclamaciones y bendiciones, un concierto de sonrisas y alabanzas. Si esto ocurre con los niños de un particular, ¿qué sucederá con los de un Rey? ¡Ah! Los herederos del trono no necesitan guardia; bien pueden ir solos entre las multitudes. A tiempo que desfilaba el pueblo furioso por los salones de las Tullerias y quería precipitarse como un torrente dentro de la alcoba regia, María Antonieta tuyo una idea luminosa: abrió la puerta y señaló á su hijo acostado. «El Delfín duerme,» dijo á los feroces sansculottes y á las futuras calceteras de la guillotina. Y la turba, repentinamente domada, cruzó sin meter ruido, por no despertar al Delfin.

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