DEL MISMO AL MISMO.

Enero.

Sí, ha llegado mi nombramiento; sí, no te acusé recibo; sí, me hago el muerto, y lo que es peor, deseo estarlo hace algunos días. ¡Ya soy Juez, Camilo! ¡Amarga ironía de los acontecimientos! ¡La justicia humana se pone en mis manos el día en que más merezco caer en las suyas... y acaso en las de Dios!

Camilo, si eres amigo mío de verdad, si quieres un poco á mi hermana, por ambos afectos te suplico seas discreto y reservado y no reveles á papás ni á nadie de este mundo palabra de lo que voy á contarte; porque necesito desahogo, y ya no sé callar más, y porque quiero que me aconsejes. Tú sueles ver más claro en asuntos de la vida práctica, aunque yo poseo... poseía, quiero decir, un fuerte instinto de rectitud moral que en cualquier conflicto me dictaba resoluciones dignas de mí.

Entraré en detalles y referiré cómo se encadenaron sucesos que acaso explican, sin disculparlas, mis locuras. ¡Maldita sea la feria de Cebre! Escucha, escucha, verás cómo empezó la broma que tan cara me cuesta.

La mañana del día 6 me vestí y acicalé para ir á Cebre, poniendo algún esmero en mi aliño, porque tras de una larga temporada de campo, en que el aseo se descuida y se anda sin corbata ni camisola, gusta volver por los fueros del hombre civilizado, y se experimenta cierto placer al cortarse las uñas y atusarse el pelo. Vestido ya de piés á cabeza, cabalgué en el jaco que me traía Manuel, y salí al camino. Estaba la mañanita fresca, y yo, sintiéndome sano y fuerte como nunca, respiraba con placer el airecillo picante, y conocía que empezaban á enfriárseme los pies en los estribos. De pronto oí una voz: «¡Adiós, señorito!» Miré hacia abajo y ví á Maripepa. Al pronto dudé si la era; tan diferente me pareció de la Maripepa acostumbrada.

¡También ella se había pulido y arreglado á su modo! Llevaba mantelo negro, liso y muy ceñido, con ancha cenefa de pana; dengue negro también, recamado de azabache y sujeto á la cintura con un broche de dos conchitas de plata relucientes; al cuello, pañolito de seda azul. Su pelo rojo, alisado con agua, tenía al sol reflejos cobrizos, y su tez, á fuerza, sin duda, de fricciones, ostentaba un brillo de juventud; las pecas satinaban á trechos el cutis tostado, y los ojos, verdosos, parecían de metal, vistos á la claridad del día. ¡Cosa más rara!—pensé para mis adentros.—Esta chica no es fea, al contrario. Reflexión que hice mientras echaba pié á tierra y emparejaba con Maripepa, cogiendo del diestro el jaquillo.

Ella también llevaba el ternero, destinado á venderse en pública subasta en la feria; de modo que ternero, jaco, ella y yo formábamos un grupo que, al ascender el sol en los cielos, proyectó sobre el camino una sombra grotesca y fantástica. ¿Por qué me fijé en la proyección de sombra, y recuerdo este incidente entre otros más dignos de memoria duradera? No sé: lo cierto es que el grupo, visto de aquel modo, resultaba muy extravagante, y me hizo reir.

Aumentó mi buen humor Maripepa, que me dijo á voces lo que yo me limitaba á pensar de ella por lo bajo. Con rústicas razones me aseguró que estaba muy guapo aquel día, y añadió en tono hiperbólico:

—¡Hoy las señoritas en la feria!...

No se explicó más, ni hacía falta, porque la risa y la mirada dijeron el resto. Homenaje más brutal, más resuelto, más sencillo y más provocativo á la vez, no se ha tributado á nadie. Un alma inculta, enterita y sin velos, se asomó á unos ojos del color del follaje, ojos que parecían espejos de la naturaleza agreste.

He leído que mujeres muy hermosas, entre ellas la célebre Mad. Récomier, la amiga de Chateaubriand, oían con gratitud y orgullo los piropos de los soldados ó de los saboyanitos deshollinadores, en la calle. No soy mujer, ni, como sabes, me he preciado jamás de chico lindo; pero soy de carne, y reconozco que es muy grato leer en una cara el placer causado por nuestra presencia. Y este placer apenas pueden ofrecérnoslo gentes cuya condición social supere á la de los deshollinadores. Una señorita, ó siquiera una mujer algo educada, cuando encuentra guapo á un hombre, procura á toda costa que no le salgan al rostro los pensamientos. Maripepa dió rienda suelta á los suyos, como el niño que ve dulces ó juguetes. Mirábame de piés á cabeza embelesada, repitiendo con una mezcla de envidia y codicia:

—¡Ay las señoritas hoy!...

Saboreé un momento aquella admiración candorosa, ó impúdica, ó como quieras, dejándome llevar á mi vez del gusto de contemplar á la chica y detallar en ella gracias no observadas hasta entonces: la delgadez de la cintura, realzada por la valentía de la cadera; la abundancia del pelo rojo, alborotado en las sienes; y la mucha frescura de la boca. Pero como no soy tan inocente que no sepa en qué paran observaciones de este jaez, y además, hasta Cebre, faltaban aún tres leguas, dije á Maripepa unas cuantas palabritas de broma, para que quedase satisfecha y pagada, y monté de nuevo á caballo, espoleando á mi jamelgo y perdiendo de vista á la pastora muy pronto.

Cuanto más me acercaba á Cebre, con más bueyes y cerdos tropezaba, teniendo á veces que pararme por no aplastar inhumanamente algún marranillo de rosado cutis y finas sedas. El campo de la feria de Cebre es una robleda frondosísima, que la carretera divide en dos. Cuando llegué, no se podía literalmente dar un paso: tal era el hervidero de cabezas humanas y cornúpetas que me rodeaba y oprimía. No he visto cuernos más inofensivos que los de estas pobres vacas gallegas. Enganchan á un hombre por la cintura, y él se vuelve muy tranquilo y los desvía con la mano. Sin embargo, como estaban tan apiñados, las astas y la gente me oponían una muralla casi infranqueable, y ya renunciaba á pasar, cuando ví de lejos al notario y al señorito haciéndome señas. Guié hacia la izquierda, y conseguí salir á sitio de más desahogo.

En un redondo campillo, donde clareaba la robleda, nos pusimos á pasear, después de que un chicuelo se llevó mi rocín para buscarle acomodo. Empeñóse el notario en darme de refrescar inmediatamente, y trajo de su casa, próxima al campillo, una botella de tostado, vino de pasa muy estimado aquí, y unas rosquillas exquisitas, que se conocen por melindres. Entre el mosto y el tostado se compondría un vino racional, pues lo que á aquel le falta de azúcar, le sobra á éste; bien que se asemejan en carecer ambos de alcohol, razón por la cual el tostado embotellado suele volverse, al cabo de algunos años, una bola de azúcar. No sé por qué te cuento tales menudencias; creo que los detalles del día fatídico se me incrustaron en la memoria; además, hace muy al caso referir todo lo que me dieron y pudo contribuir á embargar mis potencias.

Sin tener exceso de alcohol, el tostado me alegró y me infundió cierta animación desusada. Presentóme el señorito á tres ó cuatro señoritas que se paseaban por allí en pelo, con flores en la cabeza y vestidos que me parecieron, no sé explicar el por qué, anticuados y pretenciosos. Antes de mi presentación, las señoritas reían á carcajadas y se pellizcaban unas á otras; pero la llegada de mi madrileña persona les echó un jarro de agua, y quedáronse como en misa. Traté de reanimar su buen humor, envidiando de veras el tuyo, que me vendría de perlas allí; ¡esfuerzos inútiles! las niñas creyeron interesado su amor propio en aparecer graves y espetadas, y me preguntaron por las bodas de la Princesa de Baviera y otras menudencias cortesanas, como si yo fuese gentilhombre de casa y boca y anduviese metido en tráfagos palaciegos. Mi empeño de traer la conversación á un terreno más actual y menos elevado, sólo consiguió que languideciese; y después de convidar á rosquillas á aquella aristocracia montés, nos apartamos del grupo, no sin que el notario me diese al codo repetidas veces, señalándome maliciosamente á una de las señoritas, que tenía voz gruesa y presencia varonil.

Vagamos por la feria, admirando alguna yunta de bueyes superior, algún marrano de desmesurados lomos y corto y enroscado rabo (son los preferidos), y alguna vaca gran lechera; no se nos pegaron moscas de caballo, ni nos picaron tábanos, por ser invierno; pero nos empujaron sin compasión, oímos las disputas y el regateo encarnizado, y como iba aburriéndome más de la cuenta, oí con gusto la noticia de que era hora de comer.

Entramos en la fonda por la cocina, llena de gentío y ruido, con piso de tierra, y nos dieron arriba la mejor habitación, una salucha independiente, donde nos sirvió una moza sucia, desgreñada y fea, á quien el notario acribilló á bromas como suyas. Si estuviese yo de humor de descripciones largas, te diría la brutal abundancia del banquete, la compacta sopa de fideos azafranados, el cocido monstruo, con sus moles de tocino y carne y sus chorizos derramando por las brechas de la tripa roja grasa, el asado de lomo capaz de mantener á un regimiento, el océano de papas de arroz; dándote á conocer asimismo el plato clásico de las ferias, el pulpo curado y cocido, tras del cual se chupan aquí los dedos. Y no dejaría de divertirte si te refiriese nuestra conversación, donde entre bocado y bocado averigüé los fastos de las señoritas de la feria, y supe que la gruesa monta caballos en pelo y tiene á prevención el revólver debajo de la almohada, por si asaltasen ladrones el solariego palomar, mientras la chiquita es poetisa y hace versos á los estudiantes que pasan las vacaciones en Cebre, lo cual sugirió al notario y al cura, entre mil tonterías, algunas agudezas que me hicieron reir con toda mi alma.

Mas lo que importa á mi cuento, es que el notario trajo de su casa hasta media docena de botellas de tostado, que aunque suave y dulzón, unido al vino común, al ruido, a la risa y á los cigarros, me produjo inexplicable aturdimiento. Sentí crecer en mí la vida orgánica, y me ví libre de la eterna presencia del pensamiento, compañero serio y moderador al fin. Puse los piés sobre la mesa, me eché atrás en la silla, declamé y canté algunas canciones de zarzuela y trozos de ópera, todos tiernos y apasionados. Porque quítale el freno de la reflexión á un muchacho de mi edad, y claro está que se desborda el torrente amoroso que, más ó menos aprisionado, ruge en el fondo de todas las almas. Si la maritornes que servía tuviese rostro humano, creo que le abriría los brazos.

No los brazos, pero una ventana, abrió el cura, y el fresco empezó á calmarme y á recordarme que tenía que volver á la Fontela antes que anocheciese del todo. Ví el cielo gris, y me pareció que amenazaba lluvia. ¡Yo me había venido sin el impermeable! Al punto envió á su casa el notario por una prenda que aquí se usa mucho: la capa de paja. Estos impermeables rústicos dan excelente resultado, pues sobre la superficie de las pajas resbala el agua, sin que entre una gota: nada pesan, y aislan por completo de la humedad: tienen capucha y cubren todo el cuerpo.

Preservado de la contingencia de la lluvia, envié delante de nosotros á un chicuelo con mi jaco, sobre cuyos lomos iba terciada la famosa capa, y el cura, el señorito, el notario y yo emprendimos á pié la ruta, quedando ellos en acompañarme hasta cosa de un cuarto de legua de Cebre y regresar en seguida por si descargaba el aguacero. Poco nos alejaríamos del pueblo cuando observé que caminaba delante de nosotros una mujer, y conocí á Maripepa, libre ya de la compañía de su becerrillo, que había vendido de seguro. Entretenido en la conversación del cura, y algo aturdido todavía por los efectos del tostado, yo andaba descuidadísimo; pero noté que el cura y el señorito se hacían señas y se fijaban en un punto del horizonte, y ví con sorpresa que el notario no estaba con nosotros. Miré en derredor, y no le divisé por parte alguna. Todavía me parece estar contemplando el paisaje, teatro de la escena que sucedió después.

Teníamos á la derecha un barranco, en cuyas laderas crecían tojos y retamas, y cuyo fondo era una especie de cantera de pizarra, ahondada quizás por los peones camineros para acogerse allí ó para rellenar la caja de la carretera. Á la izquierda oscurecía sus sombras un pinar, plantado enteramente á orillas del camino, y del cual nos separaba tan sólo la zanja de una cuneta poco profunda.

De este pinar, á diez pasos de distancia, oí salir gritos, bárbaras risas, el tragín de una brega, algo como la corrida de una res por entre la hojarasca y la maleza tupida. Oirlo y lanzarme al lugar de la escena para mí invisible, fué simultáneo casi. Desvié arbustos, crucé zarzales, que me arañaron las piernas, y hallé en el mismo lindero del bosque á Maripepa, lidiando con el notario á brazo partido, protegida por los troncos, que le servían de parapeto, trinchera y burladero. Sin vacilar me precipité á defenderla, cogiendo del cuello de la americana al agresor y obligándole á hacerme cara; pero el demonio, ó el tostado, que será lo más cierto, le impulsó á descargarme una valiente puñada en la mandíbula izquierda, que me dolió, no allí, sino en el alma, con dolor desconocido hasta entonces. No era aquello un bofetón, ni por el propósito, ni por el hecho; mas, al fin y al cabo, era la diestra de un hombre en mi rostro, y todos los instintos bárbaros y cruentos, de los cuales he abominado mil veces en mis lucubraciones filosóficas, que he maldecido y anatematizado en nombre de la razón, se despertaron como una jauría, y me aullaron dentro con feroces aullidos. Sin acordarme de la diferencia de fuerzas físicas, arrojéme al notario, y él, echando fuego por ojos y mejillas, se abrazó también conmigo.

Maripepa entretanto gritaba, y yo oía sus gritos como en sueños, porque sólo atendía á saciar el repentino arranque de mi rabia. Sujeto entre los forzudos brazos del notario, únicamente me quedaba libre la cabeza, y me serví de ella de un modo singular; siendo más alto que mi adversario, le dí con la barbilla tan fuerte y traidor golpe en la vara de la nariz, que el horrible dolor le hizo aflojar los miembros, y pude, recobrado ya el uso de las manos, descargarle un bofetón que me alivió el pecho, vindicando mi honra, según supuse. La vindicación me apagó los instintos bélicos, y salí corriendo á la carretera.

Tras de mí, á manera de jabato perseguido, salió el notario; el señorito y el cura se metieron entre los dos para evitar que se enredase el lance. Al señorito todo se le volvía exclamar, consternado:

—Señores... señores... don Joaquín... á sosegarse... á sosegarse...

—Es que el señor... es que el señor me... me...—murmuraba con ahogada voz el notario.

Su lengua, trabada por el vino y la cólera, no acertaba á pronunciar más palabras. Su ademán de reto me trastornó la cabeza, y desasiéndome de los brazos del cura, fuí derecho á mi adversario. Éste tenía la corbata torcida, saltado el botón de la camisa y más encrespadas que de costumbre las cerriles guedejas. ¡Estaba tan feo, Camilo, que me olvidé de que era un semejante! Temí sus brazos de oso, su fuerte musculatura, la vergüenza de una derrota; me bajé y más pronto que la chispa eléctrica, cogí una piedra, quedándome con ella oculta en el hueco de la mano. Él cayó encima de mí como una pesada mole, y me impulsó al borde del barranco. Sentí acortárseme el aliento bajo la presión de sus vigorosos músculos, y recibí en la nuca una recia contusión. Descargué la mano donde pude, hiriéndole, según creo, en la clavícula. Se desplomó y rodó á tumbos hasta la cantera, empedrada de fragmentos pizarrosos.

Me quedé entonces súbitamente sereno, asombrado de mi victoria. Mi diestra se abrió soltando el arma, en mi entender homicida. Mis ojos dilatados registraban la cantera. Ya el señorito, medio á gatas, ayudado por su pericia de cazador, bajaba al fondo. Expuesto á matarme lancéme tras él, y el cura nos siguió buscando una veredilla practicable.

Mi víctima yacía de bruces, y tuve un momento de miedo y agonía, porque su postura era como de cadáver y su completa inmovilidad autorizaba la conjetura de la muerte. Pero al acercarme, al levantarlo, percibí su agitada respiración: el oso casi gruñía. Estaba imponente, con sus ojuelos cerrados, su negra barba llena de polvo y astillas de pizarra, su traje roto y manchado, y la poca epidermis que solía verse de su rostro y que siempre aparecía rubicunda y florida, más pálida ahora que la de un difunto. No obstante, fué inmensa mi alegría al cerciorarme de qué alentaba, al incorporarle y ver que se tenía de pié sin fractura de miembro alguno, al oir de sus labios, que se abrieron lánguidamente, estas frases inverosímiles:

—Usted me ha de perdonar, don Joaquín... Un pronto lo tiene cualquiera... No se moleste, me sostengo bien yo solo... ¡Ayyy!!

Te juro, Camilo, que no invento palabra. Las primeras de aquel bárbaro fueron así, ni más ni menos; puedes estar seguro de que no pongo ni quito un ápice. El ¡ayyy!! lo dió llevándose la mano á la clavícula, donde de fijo le mortificaba una horrible magulladura, dolorosísima por ser en parte semejante.

Si yo tuviese al notario por un gallina, no me sorprendería su conformidad. Lo raro es que he visto á este hombre dar indicios de valor, y he oído contar de él batallas electorales que prueban que no es manco. Me expliqué tan extraña sumisión, ó por el molimiento de la caída, ó por la injusticia de su causa, que le abatió el ánimo. El caso es que el orgullo de verme victorioso sin ser homicida; el placer de subyugar á un contrario que tiene diez veces más fuerza que yo; la novedad de la situación, dado mi carácter pacífico, todo ayudó á infundirme gozo y vanidad, sin que pensase en los recursos, no muy leales, á que debía el triunfo. Empecé á preguntar á mi vencido adversario, con insultante protección, si se había hecho mucho daño, y dónde le dolía. Saqué el pañuelo y le sacudí la tierra y los fragmentos de pizarra que tenía pegados al cabello y á la ropa; y mientras, ayudado por el señorito y el cura, subía trabajosamente del barranco á la carretera, yo trepé solo, animado, hecho un Cid.

¿Y la doncella, origen del formidable paso de armas? dirás tú. Miré á todos lados y no la ví, ni rastro de su persona: supuse que había huído aterrada con la presunta muerte del malandrín follón. Éste notó mi ojeada circular, y con sonrisa entre resignada é irónica, me dijo en voz flaca todavía:

—No se apure, don Joaquín, no se apure, que parecerá la chica... Al paso del jaco pronto la coge usted, aunque no tiene malas piernas... Ella esperará, esperará: así esperasen las liebres... Y otra vez...—añadió tendiéndome por despedida la mano—otra vez, cuando las cosas importen, avisar á los amigos... que es mejor que andar á trastazos!

—Eso es verdad—murmuró el señorito con silenciosa sonrisa.

—Cierto, sí señor, la amistad es lo primero; y ahora hagan las paces—exclamó cordialísimamente el cura, empujándonos á los brazos el uno del otro.

¿Qué había yo de contestar, ni á qué meterme en explicaciones ociosas, ni creíbles ni creídas? Estreché cariñosamente al que no hacía media hora trataba de ahogar, y terminó con un abrazo de Vergara la contienda que pudo parar en fratricidio.

Tú, que no ignoras mi horror al derramamiento de sangre, comprenderás si respiré libremente cuando, al trotecillo del jaco, y protegido por la capa de paja, me desvié buen trecho del teatro de la aventura. Iba declinando el día y caían unas gotas menuditas, présagas de otro aguacero más fuerte. De pronto pegó mi rocín una huída de costado, y se alzó de una piedra una figura humana. Conocí á Maripepa, refrené la montura, y por instinto busqué en el rostro de la muchacha la expresión del reconocimiento que debía inspirarle su salvador, y el gusto de verse redimida; pero ella, lejos de mostrar júbilo, con mucha tristeza empezó á decirme que estaba servida, que llovía y que hasta la Fontela iba á echarse á perder su traje nuevo.

—¿Quieres mi capa de paja?—le dije.

—¿Por qué no me lleva en el caballo?—contestó ella, oponiendo pregunta á pregunta, según costumbre del país.

—Pero ¿cómo, chica?

—Córrase un poco atrás, señorito.

Retrocedí en el ancho campo del albardón, y ella, apoyando en el arzón la palma de la mano, pegó un brinco y quedó sentada á mujeriegas, muy cerca del cuello del rocín. Sin soltar de la izquierda las riendas, la rodeé el talle con el brazo derecho, extendí hacia delante la capa de paja, para que la abrigase también, y bajo aquella improvisada choza, nos encontramos aislados y juntos.

Comenzó otra vez la caminata. El jaco, mohíno con su carga doble, andaba despacio, á trancos: anochecía, y el acompasado ruido de la menuda lluvia resbalando sobre la lisa superficie de las pajas, era lo único que turbaba el silencio de la vereda solitaria y el sopor de la naturaleza. El peso del cuerpo de Maripepa gravitando sobre el mío, el contacto de nuestras cabezas y del brazo con que por necesidad la oprimía un poco para sostenerla, comenzaron á marearme y á renovar pensamientos que antes creí debidos á la aromática embriaguez del tostado. ¿Qué misterioso atractivo, qué calor dulce, qué extraña electricidad se desprende de la mujer joven, que así nos turba y fascina, por más que resistamos? En vano intentaba sustituir la valla material que no existía entre Maripepa y yo con mil vallas morales, midiendo y aun exagerando la distancia que va de una aldeana tosca, zafia, ignorante, pastora de ganado, á un hombre que presume de culto, que ha leído, ha estudiado y meditado un poco, y aspira á ocupar decoroso puesto en la sociedad. Así como el muy sediento bebe ansioso aunque el vaso no sea de cristal fino, ni el agua fresca y purísima, yo, trastornado por la peligrosa proximidad, no conseguía representarme á Maripepa aborrecible ó repugnante. Bien dicen que el que quita la ocasión, quita el pecado. ¿Quién habrá discurrido, pregunto yo, este modo de viajar que aquí se estila?

Quiero abreviar, Camilo, y contarte aprisa lo poco que ya te falta por saber, ó mejor dicho, lo que habrás adivinado. No estaba la muchacha de humor de renovar las recientes proezas del pinar; antes parecía que, lejos de rechazarme, se pegaba á mí como la goma al árbol. Dos ó tres exclamaciones, una risa sofocada; á eso se redujo su protesta cuando empecé á perder pié familiarizándome. Entre tanto, el jaco, dándome ejemplo de formalidad, caminaba sosegadamente, pero seguidito, y puesto que era noche cerrada, me fié en su instinto seguro, y después de recorrer caminos hondos, tropezando en los altibajos y zanjas abiertas por las ruedas de los carros del país, paramos al cabo en la Fontela. Aún había salvación para mí si la puerta de la bodega se abriese y Maripepa se acogiese á sus cubas; por desgracia era muy tarde y de fijo dormían todos: no se oía ruído alguno, ni se veía luz; hasta ni ladró el perro, que olfateaba á sus amos, sin duda. Metí al jaco en el cobertizo, y como tenia la llave del piso alto en el bolsillo y el diablo en el cuerpo, hice subir á la chica.

Volví en mi acuerdo, cual suele ocurrir en situaciones análogas: pronto para sentir el yerro, y tarde para evitarlo. ¡Qué impresión experimenté! Vergüenza, remordimientos, compasión, horror de mí mismo, abatimiento profundo. Aunque mi mayor deseo sería quitarme de delante á Maripepa, testimonio viviente de mi caída, comprendí la inhumanidad de echarla, y huyendo del dormitorio me salí á la ancha sala, en cuyo oscuro recinto dí vueltas y más vueltas, tratando de recobrar un poco de sangre fría y adoptar alguna medida prudente. Por fin me alarmó el silencio que imperaba en el dormitorio, y, temeroso de que Maripepa se hubiese desmayado ó cosa parecida, entré. Á los piés de mi cama, tendida en el duro suelo, sirviéndole de almohada una cesta boca abajo, y de cabezal su negro dengue, Maripepa dormía á sueño suelto!

La miré atónito. No era aquella la primera vez que descansaba así; lo había hecho varias durante mi enfermedad. Entonces, como ahora, parecía un can doméstico, satisfecho del humilde lugar que ocupaba y ageno á pretender otro más alto; para ella eran iguales el pasado y el presente: ¡cuán distintos ya para mí! Al mirarla dormir con tan ciego descuido y abandono, se aclararon mis ideas y entendí lo villano de mi conducta. ¡Pensar que aquella tarde estuve próximo á hacerme reo de homicidio porque otro intentó lo que yo realicé después á mansalva, amparado en cierto modo por mi autoridad de amo de una pobre criatura! Es cierto que yo la encontré tan propicia como rehacia el notario; pero eso no me disculpa, pues debí respetar la sencilla inconsciencia de una paisana candorosa que deja transparentar en sus ojos lo que las señoritas del pueblo encubren á todo trance.

¡Qué modo de dormir! Y estaba casi bonita. Su cabeza roja relucía sobre el dengue, y sus hombros desnudos eran blancos y llenitos, contrastando con la garganta morena, tostada por el sol y el aire. El resto del cuerpo no se veía, por cubrirlo el extendido mantelo. Respiraba con igualdad; tenía la boca abierta, y su postura era natural y graciosa, á pesar de la dureza del lecho. Reparé que le colgaba del cuello un cordón, y del cordón una mano chiquita de azabache dando la higa: talismán ó amuleto muy usado aquí. Su rostro no estaba ni plácido ni descompuesto: estaba como cerrado á toda expresión por un sueño reparador y total.

No era cosa de despertarla ni de pasar la noche en pié. Me arrojé sobre la cama vestido, y apagué el velón de aceite. No pegué los ojos, y entre el silencio nocturno escuché toda la noche un soplo suave, la respiración de mi víctima. Al amanecer me levanté sin hacer ruido y salí á vagar por el campo.

Á la tarde vino de la cartería de Naya Manuel, que acostumbra traer el correo, y me entregó tu carta, por donde sé que ya soy juez y puedo administrar justicia!

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