I


Cuando se encontró solo, Juan respiró; aquella escena lo habia disgustado hondamente, y necesitaba descansar siquier fuese un segundo. Asi, pues, permaneció largo espacio semi tendido en el canapé, con los ojos entornados y la boca entre abierta. Un dulce adormecimiento iba apoderándose de él poco á poco, cuando el recuerdo de sus hijos acudió de nuevo á su imajinación: no los habia visto desde la noche anterior, y desde aquella mañana deseaba vanamente abrazarlos; de modo que, sacudiendo su pereza de obrero en dia de fiesta, agitó aún otra vez el cordón de la campanilla, á cuyo sonido acudió el criado anciano.

- Quiero ver á mis hijos, dijo Juan.

- El señor, sin duda, no ha mirado su reloj ...

- ¿Y qué tiene que ver el reloj con mis hijos?

- Es que son las cuatro y media de la tarde, y los niños dan clase de natación en este momento.

Juan lanzó un terno formidable, que hizo estremecer al criado.

- ¿Y mi mujer? preguntó.

- Acaba de hacer enganchar el carruaje para salir.

- ¿A dónde vá?

- La señora nunca dice á dónde vá, cuando sale.

- Esta bien, váyase Vd.

El criado salió, y Juan quedó paseándose agitadamente por el cuarto. Por fin, queriendo huir de la obsesión que le atormentaba, tomó un sombrero, el primero que encontró á mano, abrió el armario de los talegos, sacó un puñado de dinero, y salió de su cuarto y poco despues del palacio, dispuesto á errar al acaso por las calles de la ciudad.

Pero parecía que de intento se hubiesen colocado en su camino todos los obreros amigos suyos en otra época, que lo saludaban con un Adios Juan que le erizaba el cabello - y que no llegaban á palmearlo en el hombro por misericordia de Dios.

En esto un carruaje pasó á su lado; miró hácia él y vió á Maria, que hizo detener inmediatamente el vehículo.

- Subid, don Juan, dijo. Tengo que hablar con vos.

- ¡Dale con ese tratamiento de seglar á obispo! exclamó Juan para su capote, y subió al carruaje, no sin admirarlo antes, contento de poseer tan vistosa máquina.

En cuanto se sentó al lado de su esposa, los caballos arrancaron.

- ¡Cada vez más torpe! exclamó Maria. Habéis subido al lugar que á mí me correspondía, y me dáis la izquierda... !

El pobre hombre miró con asombro á su mujer, no comprendiendo mucho en aquella jeringonza.

- Esta mañana, continuó ella, os habéis conducido como un gañán; pero estoy dispuesta á perdonaros si me prometéis no cometer ninguna atrocidad durante la comida de esta noche.

- ¿Qué comida?

- ¿Lo habéis olvidado? Recordad que invitamos ayer á nuestros numerosos amigos, á un banquete con que yo festejo mi cumpleaños

- ¡Ayer! exclamó el carpintero, recordando que el dia anterior trabajaba aun como un esclavo. Sí ayer ...

Pero Maria no le dejó terminar.

- Sed, sobretodo, moderado; no comáis mucho, no bebáis mucho, y hablad lo menos posible; de ese modo creo que todo saldrá bien .... Ya sabéis que la comida comienza á las siete en punto, y que nosotros debemos estar antes de esa hora.

Y haciendo detener el carruaje, dijo brevemente:

- Podéis bajar; yo tengo qué hacer aun.

Y Juan, de asombro en asombro, sin haber podido contemplar á sus hijos, sin reconocer á su esposa bajó sin pronunciar una palabra, tambaleante como un beodo.

¡Qué demonio de pesadilla es ésta! murmuró por fin, sacudiendo á uno y otro lado la cabeza, como para ahuyentar de ella las sombras que lo enloquecían.

Y, triste y cejijunto, sin mirar á nadie, sin ver nada, regresó á su palacio, mudo y sombrío en medio del crepúsculo de la tarde, muy distinto de su miserable taller, alumbrado ya á esa hora por un vacilante candil, pero lleno del contento que trae al obrero la proximidad de la hora del descanso. Penetró en su habitación, ya casi sumida en la oscuridad, sentóse en un diván, y con la cara entre las manos recorrió en la memoria todos los sucesos de aquel dia ....

- ¿Dónde estarán mis hijos? preguntóse al cabo en voz alta. Quisiera saber dónde están mis hijos.

Y una voz, para él ya muy conocida, contestó desde las tinieblas que se hacían más profundas cada vez.

- ¿Para qué quieres ver á tus hijos? Eres demasiado dichoso para que necesites de verlos. Hoy almorzaban dando su lección de inglés, más tarde estudiaban esgrima y equitación, luego aprendían á nadar, ahora pasean...

- ¿Y podré verlos? preguntó él, ya familiarizado con lo portentoso.

- ¿Para que? Dentro de un rato estarán comiendo, despues dormirán; sería incomodarlos. Por otra parte van á dar las siete: arréglate para asistir á la comida.

En aquel instante entró el criado anciano.

- La señora espera al señor en el salón, dijo, y salió en seguida.

Un relámpago de alegría iluminó el semblante de Juan, que vió en aquel banquete una esperanza de contento. Así es que se dirigió al salon.

María lo recibió con gesto de vinagre; estaba vestido como un payaso; aquello no se podía sufrir; ¿era esa la manera de festejar el cumpleaños de su esposa? de veras que merecía ser un ganapán! ..

Él se encojió de hombros y no contestó una palabra.

Los convidados comenzaron á llegar: grandes señoras y grandes señores, con vestidos lujosos, y lacayos y criados y séquito; mil monerías, mil adornacos, muchos bésoos la mano, ó los piés, muchas cortesías inacabables, muchos cumplidos adocenados... Esto fué en un principio; luego la concurrencia fué formando grupos, en cada uno de los que se hablaba mal del palacio ó de sus dueños -excepción hecha de aquellos corros en que se encontraban estos. Yo nunca he asistido á reuniones de esa especie, pero creo que todas son semejantes.

Por fin se pasó ruidosamente al comedor, vasta sala alumbrada con profusión, y adornada con gusto.

Se comenzó á comer casi en silencio; pero luego se sintió un lijero murmullo que poco á poco fué convirtiéndose en conversación general. Las treinta personas que rodeaban la mesa, manejaban la tijera á más y mejor, pues como pertenecian á esa clase rica de la sociedad, que es el escalon que une á la aristocrácia con la plebe, no podian ver á los que estaban colocados en el escalon superior. Juan permanecía silencioso, siguiendo las indicaciones de su mujer, y comiendo lo menos posible, tanto que una señora gorda que estaba á su lado y que comía por veinte, no pudo menos que decirle.

- ¡Qué desganado estáis, don Juan! ¿Porqué no coméis?

- ¡Por que no tengo hambre! contestó groseramente el millonario.

- ¡Y yo que había oidoos citar como un gran comilón! ¿Estáis enfermo?

- ¡No estoy enfermo pero María no quiere que coma mucho, y no como. Dice que esas son cosas de los ganapanes.

- ¡Los ganapanes! exclamó un caballerete pálido y escuálido, que se hallaba al otro extremo de la mesa, y que no había oido más que esa palabra. ¿Cuándo se borrará esa voz del diccionario? Justamente ahora, tomando por pretesto la falta de trabajo, ponen el grito en el cielo, y reclaman protección de las clases altas amenazando con motines y revolu­ciones. ¡Como si ellos merecieran algo más que lo que tienen!... Y no solo son ellos los que alzan la voz, sinó que tambien hay algunos de esos obreros, de esos almaceneros y mercaderes, ó carpinteros y peones de mano enriquecidos, que los ayudan en sus tareas desquiciadores... ¡Eso y no más faltaba!...

Juan, que había oido atentamente este discurso, púsose rojo, luego pálido, miró irritado al hombrecillo calvo, y dijo con voz sorda, que poco á poco fué adquiriendo sonoridades extrañas.

-Vamos á ver, señor mío ¿qué es lo que tienen de menos esos hombres enriquecidos de ayer, esos gañanes y mercaderes, esos peones de mano y carpinteros, que han trabajado toda su vida para adquirir una fortuna, -qué tienen de menos que los que son ricos porque sus padres lo fueron, como si dijéramos por la casualidad, sin que hayan hecho nada para conseguirlo, sin que lo merezcan muchas veces? ¿Qué es V. más que yo, que he adquirido mi fortuna como no quiero decírselo, y que ayer tenía que trabajar hasta media noche para que mi familia no se muriese de hambre?. Yo no tengo vastos conocimientos, no sé hablar como un letrado, pero puedo comprender las acciones de los hombres, y creo razonable la conducta de aquellos que protejen á los gañanes.. Nosotros, que no pertenecemos á la aristocrácia, que no perteneceremos nunca á ella, por más que lo queramos ¿á quién prestaremos ayuda y apoyo? ¿á los que nos ódian porque los despreciamos, ó á los que odiamos porque nos desprecian? ¿á nuestros superiores, ó á los que están más abajo que nosotros?... Ayudemos á los que nos necesitan pasajeramente, á los que pasan por nuestro lado sin mirarnos siquiera, -y cuando los hayamos servido se reirán de nosotros; prestemos apoyo á los que lo necesitan siempre, á los que, cuando pasamos cerca, se hacen á un lado para dejarnos libre el camino, aunque no nos quieren bien ahora; tendamos nuestra mano al proletario, y tendremos en él un esclavo, esclavo por su voluntad, siempre agradecido, sumiso siempre ... Yo lo ignoro todo, ya lo he dicho; mis palabras no pueden ser más que vulgares, pero no importa; además, no pretendo defender á las clases pobres, porque no hago caso de ellas; pretendo que nos defendamos á nosotros mismos; quiero decir, que cuando las masas se levanten, no sean enemigas nuestras, sinó que hagan el tiro más arriba; eso está en nuestro interés, en nuestro egoismo: ayudemos á los pobres, y ellos nos respetarán cuando llegue la hora de las represàlias ...

La mayor parte del auditório se puso á reir; María, roja como una amapola, hacía vanamente señas á Juan para que se callase; el vejete calvo tomó la palabra:

- ¡Bravo! ¡Bravo! Salvo algunas correcciones de que es susceptible vuestro discurso; salvo la ausencia completa de originalidad que en el se nota, podría pasar por una pieza oratoria de primer órden.

El carpintero, picado por el aire sarcástico y el acento punzante que usaba el hombrecillo, exclamó fuera de sí, y sin poderse contener:

- ¡Es V. un imbécil!

El vejete se levantó verde de rábia, tiró furioso su servilleta sobre la mesa, no hizo caso de la silla que cayó rodando, y gritó:

- ¡Miserable aventurero! ¡Hombre de baja estofa! Si no fuera por mi posición, os pediría cuenta de vuestros insultos! ¡Pero no merecéis ese honor! ..

- ¡Si no lo merezco, á qué vienes á comer conmigo, imbécil! gritó Juan lanzándose sobre él.

Y antes de que hubiese podido impedírsele tal atropello, echó por tierra al hombrecillo, y comenzó á darle de golpes, de tal suerte que, cuando se lo quitaron, aquel cuerpo, casi transparente por su blancura, parecía un cadáver ...

La comida terminó tumultuosamente; todos se retiraron uno tras otro, casi sin saludar á nadie, temerosos aun de que les tocara una parte de los golpes; y ambos esposos quedaron frente á frente, el temblando de ira, ella, cargados los ojos de reproches....

Miráronse un instante silenciosos, y María iba ya á desatarse en una reprimenda terrible, cuando el reloj del comedor abandonado comenzó á dar las doce.

Apenas oyó Juan la primera campanada, una fuerza extraña hizo presa de él; sintióse arrebatar por los aires, y al dar en la Iglesia vecina la última campanada de la hora de los aparecidos, hallóse en la carpintería solitaria y oscura ...

Share on Twitter Share on Facebook