Capítulo 9 Entre El Agua Y El Petróleo

Toda la región que se extiende entre el Caspio y el Aral no es más que un inmenso depósito de petróleo, extraordinario, inagotable, que un día proporcionará millares de millones a quien sepa explotarlo. Desde hace siglos los. habitantes de esas comarcas habían notado ciertos fenómenos para ellos inexplicables, como la aparición improvisa de lampos de fuego que salían de las rocas y de grietas que manaban una sustancia oleosa y de fuerte olor. Era el petróleo que, como se ha comprobado en estos últimos años por las numerosas perforaciones realizadas, se encuentra a poca profundidad, sobre todo en las proximidades del mar Negro, donde se levanta la ciudad de Bakú, sagrada para los adoradores del fuego a causa de la perenne llama que brota del intersticio de un peñasco.

Toda esa extensa zona ha permanecido infructuosa hasta nuestros días, pues recién en 1870 atrajo la atención de los hombres de ciencia y de los industriales, que vislumbraron su incalculable riqueza. De los pozos que se cavaron en la parte meridional, el mineral líquido brotó en cantidad tan grande que no pudieron contenerlo con ningún medio y un verdadero torrente fue a perderse en el mar Caspio poniendo en serio peligro a las naves que circulaban por él. Y de un día al otro, el precio del petróleo bajó a ¡un céntimo por

litro! …

Pero no solamente en las cercanías de esos mares existen yacimientos de ese combustible: todo el Turquestán septentrional es uno de ellos, enorme, inacabable donde se le encuentra bajo los cauces de los ríos y lo trasudan las rocas. A veces, por un sacudimiento sísmico u otras causas ignoradas, se desprenden de hendeduras y grietas columnas de gas que forman en la superficie del agua millones de burbujas. Bastaría un fósforo encendido para provocar llamitas parecidas a las que producen los picos del alumbrado y ofrecer un espectáculo fantástico y poco peligroso para los navegantes. Pero si con el fluido se ha deslizado el aceite, ¡ay de ellos! porque se verían los barcos envueltos en un mar de fuego del que difícilmente lograrían salir.

Al grito de angustia lanzado por los tripulantes de la primera chalupa siguieron los de las otras: el petróleo ardía y amenazaba de muerte espantosa a los pescadores; los somorgujos, asustados, habían levantado el vuelo hacia las islas. Tabriz y Hossein, lo mismo que Karawal, voceaban como los otros:

— ¡A los remos! ¡A los remos!

Un momento de retardo hubiese significado el fin para todos. Así lo comprendió el jefe de la flotilla, quien ordenó:

— ¡A las islas…! ¡Coraje!…

Las seis barcas se pusieron en movimiento aprovechando que el agua delante de ellas todavía no se había incendiado y mientras los remeros les imprimían la mayor velocidad, los timoneles se apresuraban a apagar las teas de los fanales. El cuadro que ofrecía el lago era impresionante: se había convertido en un infierno de fuego y las llamas, de varios metros de altura, corrían detrás de las embarcaciones e iluminaban con luz intensa, enceguecedora, las islas y la costa; el agua bullía crepitante como si un volcán se hubiese abierto en el fondo. Los pescadores, después de un cuarto de hora de esfuerzos, pudieron ganar la mayor de las superficies de tierra que sobresalían en el lago, ya que el incendio les impedía llegar a la ribera. Desembarcaron a toda prisa, arrastraron al seco las barcas y se dejaron caer bajo los altos juncos que allí crecían.

— ¡Linda aventura! -exclamó Tabriz echándose entre Hossein y Karawal-. ¿Cómo terminará?

— Confío que bien -contestó el “bailamonos”-. Esperaremos a que el petróleo acabe de arder e iremos a desayunarnos a la aldea de los pescadores con algunas docenas de

“garitsas”.

— ¡Al diablo con tus peces! -le espetó el gigante-. ¡A causa de ellos casi nos asamos vivos! -No es mía la culpa, señor.

— Si lo hubiese sido ya no tendrías la cabeza unida al tronco…

El fuego en lugar de amenguar parecía ir en aumento; un torrente descendía por el río y su resplandor iluminaba

todo el espacio visible. Tabriz contemplando los peces cocinados que arrastraba la corriente, comentó:

— ¡Que lástima no poder meter la mano ahí dentro! ¡Hay comida como para quinientas personas!

Hossein no contestó: observaba preocupado las llamas que circundaban la isla y hacían crepitar las cañas y juncos de los bordes. Los pescadores sin embargo, no se mostraban impresionados: ese fenómeno de apariencias tan terribles no debía ser nuevo para ellos y conocerían su duración. Tendidos entre las hierbas y protegidos del calor y del humo por las plantas, miraban con todo sosiego las altas llamaradas que la corriente empujaba hacia la desembocadura del lago. Unas horas después el, fuego comenzó a decrecer, la luz a mermar y pronto las sombras recuperaron de nuevo su imperio.

— No creía que esto terminase tan satisfactoriamente -declaró el gigante a su joven señor-. Tenía miedo de terminar mis días asado como un carnero.

Hossein acogió sus palabras con una leve y triste sonrisa.

— Patrón -prosiguió él coloso- nunca te he visto tan preocupado. Deberías pensar que sólo estamos a algunos centenares de pasos de nuestra estepa.

— Calla, Tabriz -le pidió el cuitado.

— ¡Es una gran verdad que uno nunca está contento en este mundo…! -rezongó el abnegado servidor.

Aunque el peligro ya había desaparecido, los pescadores esperaron a que se hiciera de día para volver a poner en el agua sus embarcaciones y apenas lo hicieron, los somorgujos ocuparon en ellas sus’ puestos. La flotilla atravesó el lago y al cabo de una milla de navegación atracó frente a una aldehuela defendida por una especie de reducto artillado con falconetes, sobre el cual flameaba el estandarte verde del emir. Cuando los dos turquestanos lo vieron, se cruzaron una mirada llena de aprensión.

— Dime “loutis” -le preguntó Tabriz al bandido con aire amenazador-. ¡Adónde nos has conducido?

— A una aldea de pescadores, señor -contestó el interpelado.

— ¿Y esa bandera?

— Son súbditos del emir, señor, pero estoy seguro que no nos darán ningún fastidio. No formaban parte de la caravana ni habrán sabido todavía, seguramente, la caída de Kitab.

— ¿No hay usbekis en aquel reducto?

— ¿Qué puede importarles si algunos viajeros les solicitan que les dejen cruzar el río?

— Puede que tengas razón -admitió el coloso un tanto tranquilizado por las palabras del bandolero.

Desembarcó con Hossein esperando poder cruzar a la otra orilla una vez descargadas las barcas de la pesca.

— Vamos a desayunarnos en la choza de un amigo mío -propuso Karawal-. Antes de una hora no concluirán de vaciar las chalupas y en ese tiempo podremos saborear alguna sartenada de peces.

— Siempre que no perdamos mucho tiempo -aceptó el gigante-. Las emociones

nocturnas me han abierto el apetito. ¿Vamos, señor?

Hossein, siempre taciturno, los siguió y entraron en una tapera con las paredes de barro y el techo de paja en la que se encontraba un joven no mayor de veinte años ocupado en freír pescados en una sartén de cobre llena de grasa de camello.

— Patrón -le dijo Karawal cambiando con él una rápida mirada- sírveles algo a estos señores.

— Tengo listas algunas docenas de “garítsas” -manifestó el cocinero, que no era otro que Dinar-. Están a punto y las preparaba para el comandante del fuerte.

— Le cocinarás otras más tarde -le dijo el “loutís”-. Te vamos a pagar.

El jovenzuelo colocó bastantes peces en un plato de creta y los puso delante de los huéspedes, que se habían acomodado alrededor de una tosca mesa, la única del local.

— Señores -propuso Karawal después de haber comido un poco de la fritura- si ustedes quieren, mientras terminan de comer yo iré a contratar la barca y así, dentro de un cuarto de hora estaremos en el otro lado de la frontera.

Los consultados asintieron y continuaron saboreando las “garítsas” con gran apetito.

Cuando hubieron vaciado el plato, dijo el coloso a Hosseín:

— Ese bribón de “loutís” tenia razón en alabar a estos excelentes pobladores del Amu-Darja, señor. Nunca había comido un pescado tan sabroso y engulliría con gusto algunos más.

— Encárgalos si ‘lo deseas -le contestó el joven-. Le haremos pagar a nuestro acompañante y después lo resarciremos de todo.

— ¡Eh, buen hombre! -gritó el coloso-. ¡Fríenos otro tanto!

— Cuando me hayan dicho quiénes son y dónde van - respondió una voz que no era la ya conocida del cocinero.

El gigante y Hosseín se volvieron rápidamente y advirtieron que en lugar de aquél, que había desaparecido, se hallaba en el umbral de la puerta un hombre barbudo, de aspecto poco tranquílízador, que llevaba un verdadero arsenal de armas en la cintura. Detrás de él se veían una media docena de usbekís tan pertrechados como su jefe.

— ¿Quién eres tú y qué quieres? -le preguntó Tabríz levantando el pesado escaño en que estaba sentado.

— Un oficial del emir de Bukara -contestó el intruso con soberbia, desnudando uno de sus “cangiares”.

— Entonces mándame al cocinero para que nos prepare otra sartenada de “garítsas” y te permitiremos que las saborees en nuestra compañía.

. —¿Yo con ustedes? -exclamó el oficial haciendo un gesto despreciativo.

— ¡Eh, tú, el hombre! … ¡Aprende que este señor que está conmigo es el sobrino de uno de los “begs” más famosos de la estepa… ! ¡Abajo la gorra!.

— ¡Ustedes son dos bandidos buscados por mi señor! - replicó el oficial-. ¡Entréguense o

los hago pedazos!

Pero no pudo seguir hablando. El gigante, asaltado de un improviso acceso de ira, le había descargado la silla en la cabeza con tal fuerza que lo tumbó al suelo sin sentido. Los que le seguían trataron de irrumpir en la choza con los “yataganes” en alto, pero Hosseín con un movimiento fulmíneo alzó la mesa y la arrojó contra la puerta obstruyéndoles el paso.

— ¡A ellos con los “cangiares”, Tabríz! -gritó luego.

Los usbekís, detenidos de golpe, espantados por la imponente mole del coloso y viendo agitarse sobre ellos las dos cortantes hojas, creyeron oportuno escapar dejando abandonado el cuerpo de su jefe.

— ¡Hemos sido traicionados, señor! -vociferó Tabríz posesionada de una terrible cólera-.

¡El “loutís” nos ha vendido!

— ¡El miserable! -lo secundó Hosseín-. ¡Si me cae en las manos le voy a cortar la cabeza!…

— ¡Y Yo le arrancaré el corazón!… ¡Canalla!

— Tenemos una buena presa, Tabríz: el oficial…

— ¡Va a ser un buen rehén…! ¡Ven conmigo, amiguito!

El coloso alargó los brazos por encima de la tabla, aferró al caído por la casaca y lo levantó como si fuera un fantoche.

— Con esto reforzaremos nuestra barricada -dijo poniéndolo delante-. Veremos si los usbekis se atreven a fusilar a su comandante.

— No creo que mejore mucho nuestra situación, Tabriz -opinó Hossein-. ¿Cómo podremos resistir sin municiones?

— ¿Y estas pistolas, señor? -indicó el servidor recogiendo las que llevaba el barbudo.

Cuatro balas son algo cuando se las sabe emplear… ¡Ah, “loutis” bandido!… ¡Y nos aseguraba que ésta era una aldea de pescadores…! ¡Si le pongo la mano encima…!

Dos docenas de soldados del emir habían aparecido a breve distancia armados de mosquetes: los mandaba un individuo de mediana edad, con un turbante verde en la cabeza y que tenía el aspecto de un santón.

— ¿Quién será ese mamarracho? -exclamó Tabriz que espiaba por la abertura entre el borde de la mesa y el dintel de la puerta-. ¡Si confías en tu turbante para salvarte de nuestros tiros.. . ! ¿Comenzamos, patrón?

— Esperemos que se acerquen más -dijo Hossein que se había arrodillado detrás de la tabla.

— Procuraremos dar una buena lección a estos asaltantes.

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