III

Por cualquier costa que se penetre en la Península española, empieza el terreno á mostrarse al poco trecho accidentado; se entra luego en el intrincamiento de valles, gargantas, hoces y encañadas, y se llega, por fin, subiendo más ó menos, á la meseta central, cruzada por peladas sierras que forman las grandes cuencas de sus grandes ríos. En esta meseta se extiende Castilla, el país de los castillos.
Como todas las grandes masas de tierra, se calienta ó irradia su calor antes que el mar y las costas que éste refresca y templa, más pronta en recibirlo y en emitirlo más pronta. De aquí resulta un extremado calor cuando el sol la tuesta, un frío extremado en cuanto la abandona; unos días veraniegos calurosos y ardientes, seguidos de noches frescas en que tragan con deleite los pulmones la brisa terral; noches invernales heladas en cuanto cae el sol brillante y frío, que en su breve carrera diurna no logra templar el día. Los inviernos largos y duros y los estíos breves y ardorosos, han dado ocasión al dicho de « nueve meses de invierno y tras de infierno. » En la otoñada, sin embargo, se halla respiro en un ambiente sereno y plácido. Deteniendo los vientos marinos coadyuvan las sierras á enfriar el invierno y á enardecer el verano; mas si bien impiden el paso á las nubes mansas y bajas, no lo cierran á los violentos ciclones que descargan en sus cuencas, viéndose así grandes sequías seguidas de aguaceros torrenciales.
En este clima extremado por ambos extremos, donde tan violentamente se pasa del calor al frío y de la sequía al aguaducho, ha inventado el hombre en la capa, que le aísla del ambiente, una atmósfera personal, regularmente constante en medio de las oscilaciones exteriores, defensa contra el frío y contra el calor á la vez.
Los grandes aguaceros y nevadas descargando en sus sierras y precipitándose desde ellas por los empinados ríos, han ido desollando siglo tras siglo el terreno de la meseta, y las sequías que les siguen han impedido que una vegetación fresca y potente retenga en su maraña la tierra mollar del acarreo. Así es que se ofrecen á la vista campos ardientes, escuetos y dilatados, sin fronda y sin arroyos, campos en que una lluvia torrencial de luz dibuja sombras espesas en deslumbrantes claros, ahogando los matices intermedios. El paisaje se presenta recortado, perfilado, sin ambiente casi, en un aire transparente y sutil.
Recórrense á las veces leguas y más leguas desiertas sin divisar apenas más que la llanura inacabable donde verdea el trigo ó amarillea el rastrojo, alguna procesión monótona y grave de pardas encinas, de verde severo y perenne, que pasan lentamente espaciadas, ó de tristes pinos que levantan sus cabezas uniformes. De cuando en cuando, á la orilla de algún pobre regato medio seco ó de un río claro, unos pocos álamos, que en la soledad infinita adquieren vida intensa y profunda. De ordinario anuncian estos álamos al hombre; hay por allí algún pueblo, tendido en la llanura al sol, tostado por éste y curtido por el cielo, de adobes muy á menudo, dibujando en el azul del Cielo la silueta de su campanario. En el fondo se ve muchas veces el espinazo de la sierra, y al acercarse á ella, no montañas jóvenes en forma de borona, verdes y frescas, cuajadas de arbolado, donde salpiquen al vencido helecho la flor amarilla de la argoma y la roja del brezo. Son estribaciones de huesosas y descarnadas peñas erizadas de riscos, colinas recortadas que ponen al desnudo las capas del terreno resquebrajado de sed, cubiertas cuando más de pobres hierbas, donde sólo levantan cabeza el cardo rudo y la retama desmida y olorosa, la pobre ginestra contenta dei deserti que cantó Leopardi. En la llanura se pierde la carretera entre el festón de árboles, en las tierras pardas, que al recibir al sol que baja á acostarse en ellas se encienden de un rubor vigoroso y caliente.
¡Qué hermosura la de una puesta de sol en estas solemnes soledades! Se hincha al tocar el horizonte como si quisiera gozar de más tierra y se hunde, dejando polvo de oro en el cielo y en la tierra sangre de su luz. Va luego blanqueando la bóveda infinita, se oscurece de prisa, y cae encima, tras fugitivo crepúsculo, una noche profunda, en que tiritan las estrellas. No son los atardeceres dulces, lánguidos y largos del septentrión.
¡Ancha es Castilla! Y ¡qué hermosa la tristeza reposada de ese mar petrificado y lleno de cielo! Es un paisaje uniforme y monótono en sus contrastres de luz y sombra, en sus tintas disociadas y pobres en matices. Las tierras se presentan como en inmensa plancha de mosaico de pobrísima variedad, sobre que se extiende el azul intensísimo del cielo. Faltan suaves transiciones, ni hay otra continuidad armónica que la de la llanura inmensa y el azul compacto que la cubre é ilumina.
No despierta este paisaje sentimientos voluptuosos de alegría de vivir, ni sugiere sensaciones de comodidad y holgura concupiscibles: no es el campo verde y graso en que den ganas de revolcarse, ni hay repliegues de tierra que llamen como un nido.
No evoca su contemplación al animal que duerme en nosotros todos, y que medio despierto de su modorra se regodea en el dejo de satisfacciones de apetitos amasados con su carne desde los albores de su vida, á la presencia de frondosos campos de vegetación opulenta. No es una naturaleza que recree (5) al espíritu.
Nos desase más bien del pobre suelo, envolviéndonos en el cielo paro, desnudo y uniforme. No hay aquí comunión con la naturaleza, ni nos absorbe ésta en sus espléndidas exuberancias; es, si cabe decirlo, más que panteístico, un paisaje monoteístico este campo infinito en que, sin perderse, se achica el hombre, y en que siente en medio de la sequía de los campos sequedades del alma. El mismo profundo estado de ánimo que este paisaje me produce aquel canto en que el alma atormentada de Leopardi nos presenta al pastor errante que, en las estepas asiáticas, interroga á la luna por su destino.
Siempre que contemplo la llanura castellana recuerdo dos cuadros. Es el uno un campo escueto, seco y caliento, bajo un cielo intenso, en que llena largo espacio inmensa muchedumbre de moros arrodillados, con las espingardas en el suelo, hundidas las cabezas entre las manos apoyadas en tierra, y al frente de ellos, de pie, un caudillo tostado, con los brazos tensos al azul infinito y la vista perdida en él como diciendo: « ¡Sólo Dios es Dios! » En el otro cuadro se presentaban en el inmenso páramo muerto, la luz derretida del crepúsculo, un cardo quebrando la imponente monotonía en el primer término, y en lontananza las siluetas de Don Quijote y Sancho sobre el cielo agonizante.
« Sólo Dios es Dios, la vida es sueño y que el sol no se ponga en mis dominios », se recuerda contemplando estas llanuras.
Atrevámonos á todo
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á. reinar, fortuna. vamos,
no me despiertes si duermo.

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