la suprema belleza de las palabras, sólo se revela, perdido el significado con que nacen, en el goce de su esencia musical, cuando la voz humana por la virtud del tono, vuelve a infundirles toda su idealogia.
LA EDAD de oro amanecía, y los griegos, divinos pastores, contemplaban aún las pálidas estrellas. Era en el silencio de las majadas, sobre las colinas con olivos, entre los perros vigilantes. Sus almas se revelaron con la aurora, aquellos cabreros tenían los ojos soberanos de las águilas y todas sus intuiciones las arrancaron á la celeste entraña del Sol. Los bosques de sagrados senderos, los arroyos claros, las grutas de donde vuelan en los ocasos los pájaros de largas alas, las sombras de los laureles, las playas lejanas y doradas, con el mar azul, fueron los pobladores de sus almas. Con ojos maravillados bajo la luz, recibían todas las imágenes como especies eucarísticas, y eran tantas y tan diversas las imágenes que en ellas se cifraban las normas de todo el conocimiento. El sentir de los griegos fué hijo del mar y del cielo, de las colinas con olivares y viñedos, y de las serranías con rebaños, de los bosques con genios y de la lujuria de las formas. La varia emoción que iban devanando los ojos por los agrios caminos, dió agilidad á los cuerpos y á las mentes. No recibían el conocimiento del mundo como una herencia fría en la urna de las palabras, manera de entender siempre larga, obscura, cronológica y crasa. Para aquellos pastores las ideas significaban números y formas bajo el ritmo del Sol. Cuando se reposaban en las alturas mirando al fondo de los valles arados, verdes, intensos, experimentaban la emoción mística de la suma. Aquellos pastores arcádicos gozaron el éxtasis panida desde las crestas donde trisca el macho cabrío. Lo que habían aprendido de una manera semoviente, era gozado en quietud. El conocer cronológico se hacía estático, y las almas se despojaban de la memoria como de la tela del tiempo, para aprender por el divino camino del Sol. Fué después, bajo el cielo latino, cuando los poetas, guiados por el hilo de las palabras, tal como sonaban en la pauta griega, quisieron revelar el secreto de un mundo que no sabían ver. Nació entonces el arte bajo del remedo clásico. Pero aquellos hombres míticos, después de arar el pardo regazo de la llanura, de conocer uno á uno sus senderos, como largos relatos, se hacían centro y conciencia de visión sobre las cumbres. Y cada noche estrellada, reunidos en torno de las hogueras, sintiendo el vaho de los rebaños dormidos, era el goce de recordar las imágenes del día, y hacerlas revivir en el relato de los más ancianos. Y fué un ciego cantor, para quien la noche parecía eterna, quien primero en la música de las palabras hizo arder la corona del Sol.