El milagro musical

LOS MONSTRUOS CLÁSICOS: Este título lleno de promesas es el de un libro viejo que hallé al acaso en el taller de un maestro pintor. Sus páginas, ya rancias, reproducen en estampas los monstruos creados por la imaginación de los antiguos. Al hojearle, yo recordaba cómo en ningún día del mundo pudo el hombre deducir de su mente una sola forma que antes no estuviese en sus ojos. Puso el asirio las alas del pájaro en el lomo del toro, y el heleno pobló de centauros los bosques mitológicos de sus islas doradas. Combinaron las formas, pero ninguno las creó. La observación es vieja y solamente la saco á memoria para hacer más claro mi pensamiento y llegar á decir como algo semejante acontece con las palabras. El poeta las combina, las ensambla, y con elementos conocidos inventa también un linaje de monstruos. El suyo. Logra así despertar emociones dormidas, pero crearlas nunca. Lo que no está en nosotros larvado ó consciente, jamás nos lo darán palabras ajenas. Aquello que me hace distinto de todos los hombres, que antes de mí no estuvo en nadie, y que después de mí ya no será en humana forma, fatalmente ha de permanecer hermético. Yo lo sé, y, sin embargo, aspiro á exprimirlo dando á las palabras sobre el valor que todos le conceden, y sin contradecirlo, un valor emotivo engendrado por mí.

Las palabras son siempre una creación dé multitudes: Alambran en la hora que se hacen necesarias como verbos de amor y comunión entre los hombres. Así acontece que aquellas larvas de emoción recóndita, indefinible, nebulosa, que á unas conciencias distinguen de otras, no pueden ser aprisionadas en sus círculos ideológicos. Habría dos hombres en toda la apariencia iguales, y cada uno se sabría distinto del otro. Esta razón de diferencia es el sentimiento de nuestra responsabilidad, el enigma que nunca puede cifrarse en signos y en voces. El poeta ha de confiar á la evocación musical de las palabras, todo el secreto de esas alusiones que están más allá del sentido humano apto para encarnar en el número y en la pauta de las verdades demostradas. Las palabras son humildes como la vida. Pobres ánforas de barro, contienen la experiencia derivada de los afanes cotidianos, nunca lo inefable de las alusiones eternas. El hombre que consigue romper alguna vez la cárcel de los sentidos, reviste las palabras de un nuevo significado como de una túnica de luz. Entonces su lenguaje se hace sibilino. Sólo podemos comprender aquello que tiene sus larvas en nuestra conciencia, y que va. con nosotros desde que nacemos hasta que morimos. A veces la música de una palabra logra despertar estas larvas, y otra las hace remover, y otra les da alas, pero jamás aprendemos nada. Todo se halla desde siempre en nosotros, y lo único que conseguimos es ignorarnos menos. Por eso han de ser las palabras del inspirado como las estrellas en el fondo cenagoso de una cisterna: Un punto de luz y un halo tembloroso sobre el agua espejante, sombría, muerta. Todos los ojos verán la estrella como una simiente de oro en el fondo de las aguas negras, pero en el halo misterioso cada mirada penetrará con una visión distinta. ¿Qué adjetivo, qué imagen, qué ensamblaje alejandrino de las palabras podrá fijar cada una de esas visiones y mostrar el matiz de su diferencia? El secreto de las conciencias sólo puede revelarse en el milagro musical de las palabras. ¡Así el poeta, cuanto más obscuro más divino! La obscuridad no estará en él, pero fluirá del abismo de sus emociones que le separa del mundo. Y el poeta ha de esperar siempre en un día lejano donde su verso enigmático sea como diamante de luz para otras almas de cuyos sentimientos y emociones sólo ha sido precursor. El poeta debe buscar en sí la impresión de ser mudo, de no poder decir lo que guarda en su arcano, y luchar por decirlo, y no satisfacerse nunca.

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