Don Celes, al cruzar el estrado, donde la
alfombra apagaba el rumor de los pasos, sintió
más que nunca el terror de desinflarse. En el
zaguán, el chino rancio y coletudo, en una
abstracción pueril y maniática, seguía regando
las baldosas. Don Celes experimentó todo el
desprecio del blanco por el amarillo:
—¡Deja paso, y mira, no me manches el
charol de las botas, gran chingado!
Andando en la punta de los pies, con
mecimiento de doble suspensión la botarga,
llegó a la puerta y llamó al moreno del quitrí,
que con otros morenos y rotos refrescaba bajo
los laureles de un bochinche: Juego de bolos y
piano automático con platillos:
—¡Vamos, vivo, pendejo!