IV

Don Celes, al cruzar el estrado, donde la

alfombra apagaba el rumor de los pasos, sintió

más que nunca el terror de desinflarse. En el

zaguán, el chino rancio y coletudo, en una

abstracción pueril y maniática, seguía regando

las baldosas. Don Celes experimentó todo el

desprecio del blanco por el amarillo:

—¡Deja paso, y mira, no me manches el

charol de las botas, gran chingado!

Andando en la punta de los pies, con

mecimiento de doble suspensión la botarga,

llegó a la puerta y llamó al moreno del quitrí,

que con otros morenos y rotos refrescaba bajo

los laureles de un bochinche: Juego de bolos y

piano automático con platillos:

—¡Vamos, vivo, pendejo!

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